Alguien a quien admirar

La  mesa estaba perfectamente dispuesta, tan perfecto como cada espacio de la casa del alcalde Ritze. La vajilla era fina, las copas de cristal y el vino en ellas era de buena calidad. El mantel tenía preciosos bordados y estaba la tela de un blanco pulcro.

En la cabecera de la mesa, el alcalde recibía el primer plato de parte de la sirvienta, el segundo le fue traído a él, en la contra cabecera. Luego fueron servidas la señora y señorita Ritze. Fue el alcalde quien probó el plato en primera instancia y seguido el resto tocó sus platos. Jean tenía que admitir que aquel guiso estaba delicioso, siquiera su aroma le hizo agua la boca. Hacía tiempo que no probaba algo tan elaborado y lleno de distintos sabores. Sin duda tenía buenas especias.

–Espero que la cena sea de su agrado, sargento –dijo la señora Ritze.

Jean terminó de masticar su bocado, se limpió la boca con la servilleta algo apresurado.

–Absolutamente, señora. Está delicioso.

La mujer sonrió leve antes de regresar a su propia cena. Se le notaba una mujer bastante sumisa, algo que no era de extrañar, sabiendo el poder que tenía su esposo. Un hombre así, tendencioso y abusivo, no tendría una mujer respondona por esposa. Ritze no soportaría alguien que hiciese tambalear su palabra y su voluntad.

–Te lo dije, muchacho. Mi mujer tiene una habilidad impresionante en la cocina –afirmó Ritze de buen humor.

–Es una habilidad admirable. La buena mesa es un arte –respondió Jean siendo amable, amabilidad que la mujer agradeció con un ligero movimiento de cabeza.

–Eso también lo creo –comentó Ritze –Tener un pasatiempo agradable, que distraiga la mente, siempre es saludable. Dime, muchacho, ¿practicas alguna actividad que no sea labrar la tierra de los Ackerman? Ayudar a los pobres es algo admirable, pero sin duda no cultiva los talentos personales.

Jean se lo quedó mirando fijo. Notó la malicia en aquella broma, aunque quisiera disfrazarla de falsa admiración.

–Temo que nací con poco talento y una mente con demasiada porfía –respondió el sargento con liviandad –He encontrado en el trabajo de la tierra un espacio para poner a prueba mi determinación. No es un talento, sino un desafío autoimpuesto.

La señora Ritze lo miraba plácida, mientras que la señorita esbozó una sonrisa maliciosa. El alcalde bebió un sorbo de su copa.

–Entiendo, entiendo. Lo mío tampoco fue el arte. No tengo dedos para el piano, eso dijo un maestro que tuve de niño. Mi padre era un hombre de ciudad, él quería que me desarrollara en bastas áreas. Me temo que mi mejor pasatiempo es cazar. En las montañas se consigue buena caza. Seguro lo sabes, te pasas tiempo hacia aquella zona.

Ahora fue la señorita quien interrumpió aquel ataque:

–Simplemente hay gente a la que las artes no se le dan. Por mucho que se insista en aquello. Mucho trató mi madre en despertarme el interés culinario sin demasiado éxito –se volvió hacia Jean –Creo que lo que hace por los más necesitados es admirable, sargento. A veces es importante saber de trabajo y sacrificio para valorar a quienes trabajan para nosotros.

–Brigitte… –murmuró la madre con voz acongojada.

Jean ahora bebió de su copa.

–Veo que su hija tiene altos valores, señor Ritze. Ha hecho usted un buen trabajo al criarla –hubo sarcasmo en su voz. Si Brigitte tenía esa visión claramente no era obra de su padre –Al menos hizo mejor que mi propio padre. De no haber llegado a este pueblo, jamás habría sabido del sacrificio y trabajo que había detrás de cada plato de comida que me llevaba al buche.

Brigitte bebió de su copa con una sonrisa satisfecha. La madre alzó la voz cambiando el tema hacia la feria de otoño que tendría lugar dentro de unos días. Comentaba sobre las costumbres de Boeringa y lo muy diferentes que eran a su natal Mitras. Ritze se sumó a aquello de buen humor, por lo que el ambiente dejó de cortarse con cuchillo, aunque la tensión era evidente. Al menos, en esa batalla, tenía una aliada. Una totalmente inesperada. No todo estaba perdido en ese pueblo, en la misma casa de Ritze se vivía una rebelión contra su imperio. Paradójico.

Habiendo terminada la cena, Ritze insistió en beber una copa de licor junto a la encendida chimenea. La señora Ritze ofreció unos chocolates para acompañar la copa. Brigitte leía un libro mientras su madre continuaba con su ameno, pero vacío discurso.

–Es un gusto saber que la propiedad de Robensen volverá a estar presentable –comentaba la señora –Su jardín da lástima. Y es una propiedad tan visible, necesita un poco de dedicación, nada más. Nuestro jardinero puede darle una mano con eso, sargento. Verá, los mejores jardines del pueblo están a cargo de Volker.

–Y compiten entre ellos –bromeó Ritze –Pronto entrarás en el juego, muchacho. Es inevitable. Podemos enviarte a Volker al cuartel para que hables con él antes que caiga el invierno. Querrás tener un florido jardín para primavera y necesitas un experto.

Jean asintió lento viendo su vaso en la mano sin tocar aun.

–Le agradezco el consejo, señor.

–No has probado tu licor, muchacho –comentó Ritze apuntando a la copa del sargento –¿Te ha sentado mal la cena?

–En lo absoluto –volvió a negar –He tenido un día algo pesado y me temo que no soy la compañía más amena –dejó la copa a un lado –Será mejor que me retire.

–Como gustes –respondió el alcalde poniéndose de pie para estrechar su mano –Que tengas buenas noches, muchacho. Descansa. Para que mañana sigas trabajando para sacar adelante a quienes más lo necesitan, ¿verdad?

Jean asintió. Luego de soltar la mano de aquel hombre se despidió de las mujeres, para ir hasta el recibidor en buscar de su chaqueta. Cuando iba a alcanzarla, Brigitte fue más rápida y la descolgó por él, acompañándolo en el recibidor.

–Gracias, señorita Ritze –se refería al entregarle la chaqueta –Me alegró saber que se preocupa por la gente de este pueblo. De verdad. Habla bien de usted.

Ella sonrió levemente.

–¿Cuántos años tiene, sargento? –preguntó de pronto.

–Veintiuno, ¿por qué?

–Pues, yo tengo diecisiete, no creo que deberíamos ser tan formales. ¿No le parece?

Jean caviló, sin duda la diferencia de edad no era tanta, pero había cierta formalidad en todo. Él era el sargento y ella la hija del alcalde. Pudo hacerlo, sin duda. Le parecía una chica agradable y parecía buena gente. Sin embargo, a su mente vino un imaginario ceño fruncido y la voz de Mikasa “con que ya no es la señorita Ritze y ahora se tutean”, le hizo gracia aquello. No era como que Mikasa lo hubiese dicho, pero era altamente probable.

–Que tenga una buena noche, señorita Ritze –respondió, con una ligera venia.
Cerró la puerta tras de él. Bajó las escalinatas de la casona y recorrió el jardín hasta la calle. Ya estaba oscuro y solo un par de farolas de las otras casas iluminaban pobremente el camino. Mientras caminaba tuvo la impresión que alguien lo seguía, volteó hacia la casa de Ritze, solo la luz de la sala resaltaba de toda la construcción. Continuó sus pasos, los cuales resonaban en el silencio de aquella calle. Era extraño, si bien era de noche, Boeringa seguía teniendo algo de movimiento a esa hora. Poco, pero lo había. Ese día parecía que la nada habitara, parecía un pueblo fantasma.

Siguió su ruta hasta el cuartel volteando de tanto en tanto. Se sentía incómodo, aquella sensación de persecución lo seguía invadiendo. Como si fuese un niño perdido que llegaba a casa, sintió alivio al pasar por la puerta del cuartel y dejar su abrigo colgado en el gancho junto a recibidor.

–Buenas noches, sargento –saludó Hasse tras el escritorio.

Jean pareció extrañado, a esta hora los muchachos deberían estar en el comedor o ya en sus casas. Era curioso que Hasse siguiera en su puesto pasada la hora, era de los primeros que huía donde su familia al terminar la jornada. Pero en la mirada del soldado estaba la respuesta, cuando al seguir sus ojos hacia donde Hasse tenía la vista, pudo ver a un hombre de imponente aspecto de pie a unos pasos de él.

–Buenas noches, Jean.

–Papá…

Sin hacer mayor intromisión, Hasse dejó su puesto tras el mostrador y se retiró, despidiéndose con premura. Jean estaba totalmente estático frente a su padre. El hombre llevaba su abrigo bajo el brazo y su sombrero descansaba en una de las sillas del recibidor del cuartel. Sus ojos pardos se clavaban en los idénticos de su hijo. No habría duda para nadie, eran dos gotas de agua, pero en el rostro del padre había una severidad que no existía en las facciones del sargento.

–Con que acá es donde llegaste a parar por tu incompetencia, mocoso –dejó caer el padre con desdén –Mira en la mierda donde estás.

–¿Te envió mamá?

Fue lo único que Jean pudo preguntar, se sentía como un niño, tal como la sensación que tenía camino al cuartel. Quizás nadie lo seguía realmente, solo era una vaticinio de lo que vendría. No esperaba que su padre se apersonara en Boeringa, menos con la rapidez que lo hizo. La carta debería haber llegado a Trost hace un par de días. Eso significaba que su padre viajó durante todo un día a penas la carta llegó a sus manos.

–Tu pobre madre –dijo el hombre con voz severa –Tu madre jamás debió haberte malcriado como lo hizo. Yo no debí permitírselo –miró a su alrededor –Pero siempre he sido un débil cuando se trata de ella. Accedí a sus ruegos que te dejara partir a la academia para que siguieras el estúpido sueño de convertirte en policía militar. Debí obligarte a palos a continuar en la escuela y hacer de ti un hombre, no un pusilánime. ¡Mira donde te llevó tu sueño de mimado! ¡Estás en medio de la nada! Luché mucho por nuestra familia, sabes que tu abuelo se deslomó para sacarme a mí y mis hermanos de un lugar igual a este. Sabes cuánto me desgasté formando un negocio para que ninguno de mis hijos tuviera que acabar así.

Jean abrió la boca, dispuesto a responder, pero una sola mirada de su padre le ahogó su defensa en la garganta.

–No te atrevas –masculló amenazante –No te atrevas a responderme ni alzarme la voz como lo haces con tu madre. Me debes respecto, mocoso.

Jean apretó los dientes y sentía como cada parte de su cuerpo se tensaba, pero al mismo tiempo también se desarmaba. Volvía a ser el mismo adolescente queriendo huir de casa por un mejor destino, por uno donde fuese libre de la sombra de su padre y sus constantes críticas. Pero sus propias decisiones lo habían traído de vuelta a lo mismo.

–Tu madre me rogó que viniera para llevarte de regreso –continuó su padre en un tono calmo –Me dijo “haz algo, Dieter, haz algo para que Jeannie vuelva a casa”. Pero, me temo que su Jeannie toma las decisiones como todo el “hombre” que es. ¿Estás satisfecho? ¿Estás contento de indisponer a tu madre por tus idioteces? Pero siempre piensas en ti, siempre has sido un egoísta. Debí darte más varillazos. Me arrepiento de eso, de haber sido un blando. Pero ya era viejo cuando tu madre se embarazó de ti. Los viejos nos volvemos débiles. Quizás, también por eso estoy aquí –su voz se volvía algo más paternal y buscó en su bolsillo un sobre perfectamente doblado que le entregó a su hijo –El capitán Labert de la Guardia Estacionaria está dispuesto a recibirte en Trost –Jean sacó la misiva y la leyó con detención –Yo mismo hablé con él, al día siguiente que tu madre recibió tu carta. Solo debes presentarte en Trost cuanto antes y hacer oficial tu transferencia. Está hablado, usé mis influencias, la Policía Militar no pondrá reparos…

–¡No! –exclamó Jean molesto –¡Claro que no! ¡Nunca necesité tus influencias para nada, nunca te lo pedí y no lo hago ahora! Si las hubiese querido, te hubiera escrito en cuanto me destinaron a este pueblo, antes que se hiciese efectivo, para que pudieras detener al capitán de la Capital de trasladarme aquí. Pero, estoy asumiendo las consecuencias de mis actos como un hombre, no como un niño que corre llorándole a papá cuando tiene problemas.

–¿Hombre? ¿Te llamas un hombre cuando eres solo un maldito mocoso? No me hagas reír. ¡Qué sabes tú de la vida! ¿Sabes lo que conseguirás quedándote en este lugar? –lo miró fijo y con furia –Humillación. Eres un maldito sargento, ¡no un capitán nos lo decías jactándote! Y seguirás siendo un maldito sargento de un maldito pueblo por todo el resto de tu vida. ¿Crees que podrás pedir un traslado? Para que te trasladen, la única solución está en mí. Si no quieres terminar tu vida en este pueblo o, peor aún, en la Legión de Reconocimiento, vendrás conmigo hoy mismo.

–No iré a ningún lugar contigo –exclamó Jean –¡No soy un niño! Soy un adulto te guste o no. Tomo mis propias decisiones y mi decisión es quedarme aquí. ¡Puedo hacer una diferencia y quiero hacerla! Mientras yo esté en este pueblo puedo evitar que la gente siga pasando penurias por la explotación de malnacidos sin humanidad. Gente que no cree que, los otros merecen el mismo respeto…

–¡Por favor! No me hagas reír –respondió su padre despectivo –¿Tú? ¿Preocupándote por los demás? Cuando lo único que querías era dedicarte a hacerlas de vago en la policía militar, a enredarte con mujeres de dudosa reputación y beber todas las noches yendo de fiesta. ¡Por eso te enrolaste!

–¡Me enrolé porque no quería que siguieras controlando mi vida! ¡Maldita sea!

El padre guardó silencio, viendo a su hijo completamente descompuesto. Estaba rojo, tal como solía ponerse cada vez que se enfadaba, tal como cuando era un crío. En sus ojos estaba esa mirada asesina, la misma que le dedicaba cada vez que discutían, cada vez que su padre lo “enderezaba”. Jean era como él, más de lo que quisiera. Obstinado, seguro de sí mismo y orgulloso. Soltó una espiración pesada.

–No debí hacerle caso a tu madre –dijo más calmado –Pero sus ruegos me desarman. No hay nada que no haría por ella. Pero me temo que ya no tengo ningún poder sobre ti. Eres un hombre ahora, ¿no? –Jean lo miraba fijo –Me temo que no tengo nada que hacer contigo. La oveja negra de la familia. Has roto el corazón de tu madre, que lo tengas claro.

Tomó su sombrero y se dirigió a la puerta.

–Espera, papá –lo detuvo Jean –¿Vas a viajar a esta hora? Es peligroso… el camino…

–Pasaré la noche en la posada, piensa lo que te dije. La propuesta –esclareció –Piensa en tu madre.

Dieter Kirstein salió del cuartel al tiempo que se colocaba su abrigo, Jean lo siguió un par de pasos fuera y con la mirada hasta que lo vio ingresar en la posada, del otro lado de la plaza. El sargento tenía sentimientos encontrados, sabía que su padre no se tomaría nada bien lo ocurrido y, sin duda, esperaba una reacción así. ¿Por qué su padre nunca estaba satisfecho con lo que él hacía? ¿Acaso siempre lo hacía tan mal?

Iba a cerrar la puerta cuando escuchó un ruido en los arbustos junto al cuartel. Tomó un palo que estaba apoyado en la muralla y alzándolo se acercó a los arbustos.

–Sal de ahí –dijo con voz firme –Sé que estás ahí, quien quiera que seas y sé que me seguiste desde la casa de Ritze –silencio –Que salgas de ahí, carajo, y da la cara. ¿Qué quieres? –dio un golpe seco contra los arbustos y vio una sombra saltar hacia atrás y rodar por el piso.

Saltó por sobre los arbustos y le cayó encima a quien fuera que estaba fisgoneándolo.

–¡Déjame, bruto! –exclamó el cautivo, o más bien…

–Mikasa –balbuceó Jean saliendo de sobre la muchacha rápidamente, entre las sombras la vio sentarse en el suelo, sacudirse las mangas y arreglarse el pelo –¡Pero qué diablos haces aquí a esta hora! ¡Es de noche, es peligroso! –Mikasa se puso de pie y siguió sacudiendo su vestido –Un momento… ¿me estabas espiando?

Mikasa terminó de acomodarse y se apoyó en la muralla con actitud algo matona. Se cruzó de brazos mirando al sargento.

–Estaba en el pueblo, esperando regresar con papá a casa. Vine a comprar las telas de las cortinas y también vine a preguntarte el parecer, pero Hasse me dijo que estabas cenando con los Ritze. Así que decidí hacerte la guardia –dejó caer como si nada.

–¿Qué? ¿Por qué? –preguntó Jean sin entender –Lo que yo haga es mi asunto, no tienes que seguirme… ¡ni menos si vas a estar en la oscuridad y en el frío! Tus padres deben estar asustados que no hayas llegado a casa. Mikasa, eres una chica, odias el pueblo y hay mil y un razones por las que no deberías estar de noche aquí.

Mikasa miró hacia un lado, altiva y en silencio.

–¿Vas a responderme o no? –insistió Jean.

La chica inició la marcha para salir tras los arbustos y dirigirse dentro del cuartel. Jean la siguió intrigado, pero viendo la seguridad de ella en cada paso, solo pudo ir tras de ella. Fue Mikasa quien cerró la puerta al estar ambos dentro.

–¿Tú eres bien idiota o qué? –exclamó la chica mirándolo fijamente –¡Te pones en las garras del enemigo como un corderito! ¡Quién sabe qué pudo hacerte!

–Ah, claro y seguro tú me hubieses podido ayudar –bufó Jean apoyándose en el mostrador, mientras Mikasa se sentaba en una de las bancas del recibidor.

–Grito bastante fuerte, que lo sepas –dijo con simpleza, pero su actitud acusadora cambió abruptamente –Te lo he dicho, Ritze es peligroso. ¿Y si te tenía una trampa? ¿O te envenenaba con comida?

–Lees demasiadas novelas –bromeó Jean.

–Y tú muy pocas, deberías empezar a informarte de la mente retorcida del ser humano, ¿sabes?

Jean se sonrió y negó suavemente con la cabeza, divertido por la actitud de la muchacha. Soltó una espiración cansada. Mikasa palmoteó el sitio junto a ella en la banca de modo amistoso, Jean pasó a sentarse a su lado.

–No es fácil estar en tu posición –retomó la muchacha con voz suave –La gente habla y en mis visitas al pueblo me he dado cuenta del aprecio que muchos te tienen. Hablan muy bien de ti. No sé por qué siempre me lo comentan, pero debe ser porque todo el pueblo cree que somos novios.

–Debe ser eso –respondió Jean alzándose de hombros –Agarraste el mejor partido de todo Boeringa, señorita Ackerman. Las chicas del pueblo deben estar celosas, quizás deberías ser tú la que se cuidara más, en lugar de cuidarme a mí –bromeó.

Mikasa no le siguió el juego:

–Hay muchas personas que están agradecidas de tu influencia en el pueblo –retomó –Pero hay otros que no ven a bien que haya alguien que intervenga, sobre todo cuando hay muchos que esperan la caída de ciertas tierras para hacerse de ellas y comprarlas a precios miserables. Quizás hoy no ocurrió nada y tal vez mañana tampoco, pero… temo que el día que aquellos que te guarden rencor puedan desquitarla contigo. ¿Entiendes?

–Te preocupas demasiado –dijo Jean sin darle importancia.

Mikasa bajó la vista hacia la banca, puso una de sus manos sobre la de Jean, el chico se volvió muy rojo de súbito.

–Puede que no seas un niño, puede que seas un hombre. Pero eres solo uno frente a muchos más, muchos que pueden pagarle a otros para que hagan el trabajo sucio. Si Robensen jamás hizo algo fue con razón. Aquí todos temen a Ritze con conocimiento de causa. Llegaste aquí siendo un tipo de ciudad más, pero has cambiado. Sin embargo, no te tienes que poner en riesgo, no por este pueblo.

–¿Qué quieres decir? Estoy haciendo algo que me hace sentir bien, estoy satisfecho con mi labor en este pueblo. Si hay algunos contra mí, hay otros que están de mi parte…

–Ninguno de ellos va a arriesgarse por ti –repuso Mikasa desganada.

–Tú lo hiciste… hoy.

Mikasa ladeó la cabeza:

–Sí –hizo una pausa –Pero eso es diferente –volvió a hacer una pausa –Yo… –soltó un suspiro –Tu padre es un imbécil –soltó de súbito.

Jean soltó una carcajada. Mikasa iba con un discurso tan sentido y luego salía con sus cosas, sus comentarios al aire con su voz adorable de molestia. Volvió a reír y asintió divertido.

–Lo es –afirmó –pero tiene razón en algunas cosas. Pensándolo con la cabeza fría, no tiene por qué creer que no soy el mismo que partió a la Capital hace cinco años. El tiempo pasa, la gente cambia, pero si no estás para demostrarlo, es difícil que la gente pueda dar cuenta de eso. Aunque mi padre es un cabeza dura, puedo pasar mi vida junto a él tratando de demostrarle que está equivocado y, aun así, no cambiará su parecer.

–Él se lo pierde –dijo Mikasa de buen ánimo –Solo… no quiero que te quedes con lo que te dijo como si fuese una verdad. Porque no lo es.

Jean sonrió ligero.

–Lo sé –dijo con voz suave –Pero… gracias.

Mikasa le sonrió de regreso, su semblante era calmo, salvo por un ligero sonrojo. Retiró su mano de sobre la de Jean y se puso de pie.

–Creo que me siento de ánimo para uno de tus té todos pijos de la ciudad. Supongo que hay una cocina en este lugar.

–Creo que eso tendrá que esperar. Vamos, te llevo a casa –dijo Jean poniéndose de pie –Tus padres deben estar preocupados.

Mikasa se puso de pie.

–Le dije a mi padre que me aseguraría que Ritze no te matara. No deben estar preocupados, han de saber que estoy contigo –Jean se puso de pie –Créeme que deben creer que estamos consumando nuestro amor –bromeó.

–¡Vaya ideas! –exclamó iniciando el camino a la cocina, Mikasa lo siguió –¿Y crees que estarían de acuerdo con eso? –preguntó coqueto.

–Que ellos estén de acuerdo no significa que yo lo esté, no te hagas ilusiones. Odioso –respondió con un ligero tinte juguetón –¿No tendrás algunos dulces? ¿Me puedes creer que hace años que no como un caramelo?

Jean entrecerró los ojos.

–Sabes perfectamente que tengo en el primer cajón del escritorio –se metió la mano al bolsillo y sacó las llaves –Toma, anda a buscarlos. Yo estaré en la cocina –indicó al fondo del corredor –Y los tengo contados, para que lo sepas.

–¡Qué tacaño!

Jean siguió su camino y Mikasa abrió la oficina. Encendió la lámpara de gas sobre el escritorio antes de sentarse para abrir el cajón. Hurgó entre las cosas hasta encontrar un frasco de vidrio que sacó para apoyarlo sobre el escritorio. Se quedó mirando los dulces dentro del frasco iluminados por la luz tenue de la lámpara. Su mente retrocedió hasta todo lo ocurrido aquella tarde. El miedo que la invadió cuando supo que Jean estaría donde Ritze, el cómo se asustó más cuando Hasse le comentó que Benson estaría en Shingashina hasta dentro de tres días. Benson era la persona más confiable que Jean tenía de su lado en Boeringa, después de su propio padre, claro. Ni Hasse ni Haller ni Maurant ni ninguno de ellos podría ayudar a Jean si ocurría algo. Al menos ella podría correr hasta las chacras de quienes sí estaban de parte del sargento a pedir ayuda… o lo que fuese. Suspiró. Sí fue muy arriesgada, lo reconocía.

–Muy pensativa.

Jean interrumpía sus reflexiones trayendo dos tazas de té que dejó sobre el escritorio. Se sentó frente a Mikasa, invirtiendo los roles.

–Te queda bien el puesto, sargento Ackerman –la bromeó mientras ella abría el frasco y se metía a la boca uno de los dulces, era blando y muy azucarado. Sabía a gloria y al cielo mismo –No hay nada más atractivo que una mujer con poder…

–Voy a ignorar tus burdos cortejos solo porque los dulces están deliciosos –le dijo indicándolo con un dedo que estaba lleno de azúcar, tal como las comisuras de su boca.

–Muy sabia, señorita Ackerman, muy sabia –dijo risueño al tiempo que bebía con calma de su taza de té.

Mikasa sonrió algo maliciosa y se chupeteó los dedos.

–Podrías poner un poco más de leña al fuego, se está apagando –le indicó con la mano aun azucarada –No quieres que me congele en tu cuartel.

Jean se puso de pie para ir a la cesta junto a la misma chimenea. Colocó un leño con cuidado y lo atizó con la vista perdida en el fuego. De pronto se volvió hacia Mikasa. Quizás era un ingenuo enamorado y quizás estaba completamente equivocado, pero en su interior pensaba que si Mikasa estaba aún ahí no era porque sus padres estarían pensando que estaban “consumando su amor”, ni porque ellos estaban de acuerdo en que Mikasa estuviese “asegurándose que Ritze no lo matase”. Tal vez, la verdadera razón por la que ella aún estaba ahí, era porque no quería que estuviese solo, no después de la discusión con su padre.

–Mikasa… –la llamó y ella ladeó la cabeza poniéndole atención –Gracias.

Ella le sonrió ampliamente antes de volver su vista a los dulces y sin mirarlo respondió:

–No hay por qué.

Y mientras lo veía atizar el fuego, procurando que aquel leño encendiera finalmente, se le vinieron las palabras de Taki, aquella noche en que conversaron sobre Jean. Debía reconocer que sí admiraba su tesón y el sacrificio que estaba haciendo no solo por el pueblo, sino por convertirse en una mejor versión de sí mismo. Los cambios no llegan sin un costo, pero ese costo siempre tiene un saldo a favor. Y Jean, sin duda, estaba pagando caro por ello. Eso era admirable. No sabía si ella misma tuviese ese valor, quizás sí, pero no lo sabía. Tal vez su propia existencia, encerrada en su propia realidad, no la dejaba ver que él también tenía sus batallas internas y que pudo dejarlo todo para volver a la comodidad de la que venía. Su padre traía un trato conveniente, Jean pudo dejarlo todo. Vivir una existencia sin Ritze, sin cosechas, sin absurdas peleas por los cerdos que se escapaban entre las cercas.

Pero no lo hizo, decidió quedarse. Aun cuando eso le costara trabajo, aun cuando era más sacrificio del que alguna vez pensó hacer por otros que no fuesen él. Prefería estar ahí, en Boeringa, en medio de la nada, rodeado de campesinos, compartiendo con ellos y haciéndoles la vida un poco más fácil y justa. Tampoco era como si lo hiciera teniéndoles compasión por ser pobres, sino que los veía como a personas dignas, que merecen ser consideradas como tales y no como animales de carga. A veces, cuando lo veía charlar con su padre, le parecía que realmente se interesaba por lo que su padre tenía para contarle. Jean realmente admiraba a su padre, lo consideraba alguien sabio y esforzado, le tenía confianza ciega. No era como el resto de las personas que siempre miraron a los campesinos por sobre el hombro.

–Jean… –el sargento se volteó hacia ella dejando el atizador a un lado –¿Estás considerando la propuesta de tu padre?

–No –respondió volviendo a sentarse –Solo pensaba. No tengo intensiones de regresar a Trost. Honestamente, prefiero estar aquí.

Mikasa asintió lentamente, pensativa. ¿Y si su padre lo convencía finalmente? Tal vez, sería lo mejor. Temía profundamente que Ritze pudiese hacerle algo. Temía que algún día, el cuerpo de Jean colgara de uno de los árboles como muestra de que, quien va contra Ritze, pagará con su vida.

–No va a pasar nada, Mikasa –insistió Jean –No temas por eso.

–Entonces –dijo Mikasa –¿En qué pensabas?

Jean soltó una espiración pesada.

–En que Ritze pudiese… –se interrumpió –En nada, no te preocupes.

Mikasa asintió nuevamente y bebió de su taza intentando alejar pensamientos negativos. Quizás en la mente de Ritze no estaba deshacerse de Jean, quizás solo buscaba llegar a una especie de acuerdo. Sí, quizás era solo eso.
Pero quizás Jean si estuviese considerando regresar a Trost. Su cercanía con Mikasa comenzaba a generar comentarios, incluso le hablaban a ella sobre él. Si Ritze quisiera hacerle daño… podría tomar su precio con Mikasa. La miró con disimulo.

Si Mikasa tenía tanto miedo de Ritze, tal vez él mismo lo tomó demasiado a la ligera. Si a Mikasa le ocurriese algo, no se lo perdonaría jamás. ¡Cómo no se detuvo a pensar en eso antes!

–Tienes razón, Mikasa. Tendré más cuidado con Ritze. Procuraré no ser yo quien lo incordie al alcalde. Buscaré otra forma de hacer valer la Corona, la función de la Policía Militar. Mi función. Te prometo que buscaré otra forma.

Mikasa sonrió amplio, pero no respondió. La verdad es que no sabía cómo hacerlo sin sonar como una chiquilla boba. Momento… ¿boba? Se estaba… ¿volviendo boba? ¿¡Y por qué diablos sonreía como si se le fuesen a acalambrar las mejillas!?

Ay, no. No, no, no.

Bajó la vista hacia el té y volvió a alzar la mirada para ver al sargento frente a ella. Y volvió a sonreírse ligero. No, no, no.

–¡Con un putísimo carajo! –exclamó llevando sus manos hacia sus mejillas de dramática manera. Jean la miró asustado. Mikasa se volvió roja –Me mordí la lengua.

–Ten cuidado, no vayas a arruinar tu mejor arma –la bromeó.

La chica le sacó la lengua burlona. Él imitó el gesto. Quizás, no era algo tan malo después de todo. No era tan malo, reconocer, que… tal vez… y solo tal vez…

Mikasa Ackerman se estaba enamorando del sargento pijo palo–en–el–culo… y de la mejor persona que había conocido hasta ahora.

–Carajo –masculló otra vez.

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Finalmente pude actualizar. ¡No saben cuánto me costó desbloquearme! Espero que les guste. Y gracias a todos aquellos que me dieron el apoyo en cada comentario, para continuar esta historia que me encanta escribir.


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