Algo que ofrecer

El cielo se abría azul intenso entre las blancas y regordetas nubes. El aroma a tierra mojada invadió su nariz siquiera haber puesto un pie fuera de la cabaña. Estaba húmedo y frío. Pero aquello no la detuvo de retomar rápido su camino hasta la huerta. Sus botas se enterraban en el fango haciendo su caminar algo pesado. A la distancia reconoció a los hombres de Jenkins con una carreta, el jefe de los hombres sobre un caballo, del que bajó enterrando sus pies en el barro.

-Señorita Ackerman -la saludó Jenkins haciendo un gesto en el ala de su sombrero.

Mikasa se detuvo frente al hombre y miró un instante a los trabajadores, quienes estaban por ir al bajo por el arado.

-Dame solo un par de días, Jenkins -fue lo primero que salió de la boca de Mikasa al darle un vistazo al bajo y ver que los surcos seguían bastante visibles -No tengo dinero ahora, pero después de la cosecha.

-Tu padre no debería dejar que te encargaras de estas cosas -dijo Jenkins negando suavemente -Una mujer debería estar bordando o cuidando de la cocina.

Mikasa ignoró aquello.

-Solo dos días -insistió Mikasa.

Jenkins miró a sus hombres y asintió. Los trabajadores comenzaron a guiar la carreta hacia el bajo ante la tácita orden. Mikasa dio un par de pasos, Jenkins la detuvo por el brazo con firmeza.

-Nada es gratis en esta vida -dijo el hombre mirándola fijo -Pago adelantado o nada, señorita Ackerman -Mikasa frunció el ceño -Nos llevaremos el arado. Te di dos semanas y te arrendé a arado por mucho menos de lo que cobro. Llámalo misericordia -hizo una pausa -Pero no soy un buen hombre, niña. Negocios son negocios.

-Te pagaré, lo juro -respondió Mikasa -Perdimos tres días por las lluvias…

-Ese no es mi problema -sentenció Jenkins soltando el brazo de Mikasa, llevó su mano hasta rozar el fin de la trenza de la muchacha que colgaba hacia delante -Pero podemos llegar a un acuerdo los dos.

Mikasa retrocedió violentamente, sus ojos se clavaron en los de Jenkins sin miedo. Iba a responderle algo, pero fue distraída por los cascos de un caballo ingresando a la propiedad. Jenkins se volteó y soltó un bufido al ver al sargento Kirstein llegar hasta ambos y bajarse de su caballo.

-Buenos días -saludó de buen humor, pero sin duda la actitud de Mikasa lo alertó -Veo que no perdonas no un segundo, Jenkins. A penas y comenzó el día y ya te estás cobrando tu arado.

-Sargento Kirstein -respondió Jenkins a modo de saludo -¿De paseo? ¿O vino a hacer de peón como ha sido la tónica por estos días?

Jean se colocó junto a Mikasa en actitud relajada, manos en los bolsillos. Miró hacia el bajo, al parecer no todo estaba perdido. Eso le trajo cierta tranquilidad.

-¿Cuánto tiempo nos queda, Mikasa? -preguntó Jean -¿Cuánto necesitas para terminar de arar y sembrar?

-Un par de días, quizás tres -respondió la muchacha -La temporada termina dentro de una semana. Luego corremos riesgo que caiga una helada.

Jean asintió pensativo. Jenkins enarcó una ceja.

-De acuerdo -dijo Jean finalmente -Pasa por el cuartel al anochecer, Jenkins. Y dile a tus hombres que si no retiran su carreta y me arruinar un maldito surco sacaré mi pistola -bromeó, no tan en broma -Pagaré por esa semana extra.

-¿Qué? -exclamó Mikasa -¡No! Tú no…

Jean la miró severo.

-Shh -le dijo llevándose un dedo a los labios y guiñándole un ojo.

-¡No me hagas 'shh'!

Jenkins soltó otro bufido y llamó a sus hombres indicándoles que regresaran y dejaran el arado en paz. En silencio se retiró mientras Mikasa seguía recriminándole a Jean que no la hiciera callar, que no tenía porqué meterse en sus asuntos y que podía meterse su dinero en el trasero. Jean simplemente la dejó alegar mientras chequeaba con atención que Jenkins y sus hombres se hubieran retirado de la propiedad.

-…no me dejas arreglar las cosas -continuaba Mikasa -¡Puedo valerme por mí misma! ¡No necesito que llegues acá con tus aires de salvador! Necesito hacer las cosas por mí misma. Algún día tendré que hacerme cargo sola de esto, no estará mi padre. ¡Tengo que demostrarle que puede confiar en mí!

Jean volteó hacia ella cuando Jenkins estuvo fuera de vista. En el rostro de Mikasa se veía claramente la frustración y la infinita molestia. Sus ojos brillaban algo húmedos y sus mejillas estaba teñidas de un vistoso escarlata.

-Ya se fue -dijo Jean con voz calma -Vamos a sacar ese arado.

-¿Has escuchado algo de todo lo que te dije? -exclamó Mikasa.

-Por supuesto -respondió él de buen humor -Podría escucharte todo el día sin aburrirme.

Mikasa frunció los labios y le dio un empujón por el pecho. Sus manos cayeron hasta sus costados luego de ello y soltó una espiración larga.

-No tengo cómo pagarte -dijo Mikasa mirando al bajo -¡Mira ese desastre! Hoy no sacamos nada con intentar arar, está todo demasiado húmedo. Menos tratar de sembrar, las semillas se pudrirán. ¡Esto es una puta pesadilla!

-El lenguaje, señorita Ackerman -le llamó la atención -¿Eso le enseñarás a nuestros hijos?

-Vete a la putísima mierda, Jean Kirstein -gruñó Mikasa -Vienes a darme lecciones de lenguaje cuando el tuyo es pésimo -se volteó hacia él -Y si crees que porque pagarás por el arado voy a reproducirme contigo estás muy equivocado.

-Me sentiría muy decepcionado si accedieras a eso por un precio -respondió Jean manteniendo el buen humor -Hay cosas que el dinero no puede comprar.

Mikasa se cruzó de brazos.

-¿No es así como funcionan las cosas en la ciudad? Las mujeres buscan hombres que puedan cuidar de ellas, ellas en cambio llevan la casa, se abren de piernas y tienen hijos. Venden lo que son, la posición que tienen, lo único que pueden para asegurarse un futuro seguro, un techo y comida en su plato.

-Funciona así en muchas partes -respondió Jean -Pero no hablaba de eso.

-¿De qué hablabas entonces? -preguntó Mikasa -Porque la única diferencia entre tu trato y el que me ofrecía Jenkins es la retórica. ¡Eufemismos y más eufemismos! ¿Qué mierda tienen en la cabeza? ¿Creen que porque soy mujer pueden…?

-Mikasa…

-¡No! ¡Mikasa nada! -exclamó molesta otra vez -¡Si crees que puedes cobrarte tu préstamo entre mis piernas estás muy equivocado!

-¡Ey! ¡Bájale un poco! ¡Nunca dije eso! ¡Eres tú la que no me escucha! -dijo perdiendo la calma -Fue una broma. Tenías cara de mierda, estabas a un palmo de ponerte a llorar. ¿Qué querías que hiciera?

Mikasa iba a responder, pero vaciló. Jean la continuaba mirando interrogante. Buscó en sus ojos una respuesta correcta, pero no la encontraba. Soltó una espiración pesada.

-Te pagaré cada corona que te debo -dijo Mikasa finalmente.

Jean asintió.

-Es un préstamo amigable. No cobro intereses. Pero no le digas a otros.

Mikasa le sonrió ligero y asintió. Volteó hacia la cabaña y notó que las cortinas se movían rápidamente. Chasqueó la lengua. Esa familia suya eran unos fisgones. Negó suavemente y volteó hacia Jean.

-Vamos -dijo Mikasa -Si no tomas siquiera una taza de hierbabuena mamá se enfadará.

-Fantástico, no desayuné -respondió Jean.

Mikasa no respondió, simplemente comenzó a caminar hasta la cabaña. Jean un par de metros tras de ella, la seguía silencioso. Ya junto a la puerta, escuchó las pisadas de Jean sobre las escaleras y se volteó rápido. Con algo de torpeza se acercó a él y lo besó en la mejilla. Rápido y corto.

-Gracias -susurró al tiempo que se volteaba hacia la puerta y abría completamente sonrojada.

Jean no respondió, pero su rostro completamente rojo hablaba por él. Ingresaron a la cabaña.

.

.

-Hay que cambiar el papel tapiz -dijo Benson anotando en una libreta.

Jean contemplaba la sala de la casa de Robensen en el centro de la habitación. Bensom tenía razón. La humedad tenía el papel englobado y lleno de moho junto a las ventanas. Toda la sala olía a humedad. Al menos ingresaba algo de sol. Jean pasó el pie por el piso de madera, una pulida le vendría bien.

-Arreglar esta pocilga me costará una fortuna -bufó Jean cruzándose de brazos -Robensen murió hace seis meses, pero pareciera que en años no se preocupó de este lugar.

Benson se volteó hacia Jean y puso su libreta bajo el brazo, el lápiz tras la oreja.

-Las reparaciones las costea la Corona, señor -dijo el soldado -Lo básico. El papel tapiz, las reparaciones del baño, arreglar bisagras, pulir el piso. Haremos el presupuesto, señor. En la tienda de Finger puede encontrar materiales, a no ser que quiera algo más sofisticado. En tal caso debería ir a Shinganshina. Allá pueden tener algo de mejor calidad, o mandarlo a pedir a la capital -Jean caviló -La mano de obra puede conseguirla aquí. Pagarle a alguien…

-Sí, sí -desestimó Jean -Finalmente, esta casa debe quedar habitable. Tanto si la habito yo o el siguiente sargento -comentó al aire repasando la estancia -¿Te haces cargo del presupuesto?

-Es mi trabajo, señor.

Jean asintió y lo palmoteó en la espalda.

-Te has ganado una cerveza, mi estimado amigo.

Se alejó de Benson para aventurarse a las escaleras que conducían al segundo piso.

-Señor -alzó la voz el soldado antes que Jean terminara de subir -Si me permite un consejo -el sargento asintió -Debería dejar de manifestar de manera tan abierta su deseo de marcharse de Boeringa. Si ven su presencia como algo pasajero no logrará los cambios en este pueblo que desea. Hágales ver que los cambios serán para siempre, que nadie va a moverlo de este lugar. De otro modo nadie lo tomará demasiado en serio.

-Deben hacerlo, soy el sargento -respondió Jean impositivo -Mi palabra en Boeringa es ley.

Jean continuó hasta la planta alta y se detuvo en medio del pasillo, Benson tras de él.

-Si me permite otra palabra, señor…

-Sí, sí -dijo Jean sin darle importancia e ingresando a la primera habitación.

Un par de muebles viejos de lo que fue una oficina. El papel tapiz estaba desgastado, la ventana quebrada, el piso desastroso.

-Si quiere que la señorita Ackerman lo tome en serio, debería dejar de decir que desea marcharse de Boeringa, señor.

Jean se volteó hacia Benson y enarcó una ceja. El soldado retomó:

-Ni ella ni nadie va a confiar en nada de lo que dispone en este lugar si su deseo no es quedarse. Puede tener las mejores intensiones, pero para todos no son más que acciones para conseguir regresar a la capital. Y, supongamos, que la señorita Ackerman finalmente le cree, que sus intenciones son honorables. ¿Usted cree que ella se marcharía a la capital con usted? Porque si eso es lo que cree, no la conoce realmente.

Jean volvió a recorrer la habitación con la mirada. ¿Quedarse en ese pueblo perdido en medio de la nada? ¿Perder lo que su prometedora carrera en la capital podría significar? Buena vida, buen licor, la mejor comida, comodidades por doquier… Todo lo que siempre soñó. Todo aquello lo esperaba en la capital. ¿Dejar todo eso por una mujer? Una con un horrible carácter, pésima actitud y que le haría salir canas prematuras. Una mujer que… que…

-Voy a arrepentirme cada día de esta decisión -dijo Jean finalmente, con una sonrisa que Benson no podía ver al estarle dando la espalda -Pero esta habitación es demasiado iluminada para ser una oficina. Que sea el cuarto de los niños.

Benson se sonrió y salió de la habitación para dirigirse a la siguiente. Pronto hubieron terminado y Benson se dirigió a la tienda de Finger para cotizar los materiales, mientras Jean regresaba al cuartel.

Sentado ya frente a su escritorio abrió una carpeta. En el primer documento podía leerse "Solicitud de traslado". Se la quedó mirando largamente, ya estaba llena. Sus datos en ella solicitando su traslado de regreso a la capital. Iba a enviarla antes del invierno. Recordaba haberla llenado el mismo día que había llegado a Boeringa, jurando que no congelaría su respingón trasero en ese puto pueblo.

Tomó el documento entre sus manos y lo releyó varias veces. Tantas que casi podría repetir su contenido de memoria. Si seguía en esa carpeta, su resolución seguiría estando presente. Siempre podría dar un paso al costado.

La dejó a un lado y tomó una hoja en blanco. Acercó un lápiz y comenzó a escribir rápidamente.

"Disculpa por no escribir en estos meses. Sé que la última carta decía que estaría de misión, pero me temo que mentí. No he estado de misión. Fui trasladado al muro María. Mamá, la policía militar no es nada como imaginé. Hay corrupción, gente que no juró por proteger los intereses de la Corona, sino los propios. Me pregunto si yo no juré por lo mismo el día que llegué a la Capital. Es que… es que la Capital tiene todo lo que siempre soñé. Salí de un nido de ratas para llegar al mejor lugar en el que alguien puede estar.

Y lo tuve todo. Todo lo que siempre quise. Pero tú sabes cómo soy. Me dejé llevar por una idea de lo que era esto. No era real. El precio a pagar es alto. Es dejar de lado valores e ideales. Es contravenir a otros más importantes y hacer vista gorda a situaciones que son, por decir lo bajo, incómodas.

Quise hacer lo correcto y el costo fue mi traslado. Estoy en Boeringa, es un pueblo en medio de la nada, donde lo más cercano es Shinganshina a un día de galope. Un pueblo que queda aislado durante todo el invierno, donde no pasa nada interesante, donde solo lidio con campesinos. Pero, un lugar donde puedo hacer la diferencia. Porque si creían que enviándome aquí quebrarían mi voluntad y me harían creer que guardar silencio era lo adecuado, estaban muy equivocados. La Capital es demasiado grande para poder hacer lo correcto, pero aquí puedo hacerlo. Puedo lograr que el terrateniente deje de cobrar en exceso a sus inquilinos, que los pobres tengan una oportunidad de mejorar su precaria calidad de vida.

Estoy en el medio de la nada, pero haré que valga la pena.

Prometo visitarlos para primavera".

Firmó y guardó en un sobre donde escribió la dirección de sus padres. Dejó el sobre a un lado y pasó a tomar el documento de traslado. Lo miró detenidamente para doblarlo por la mitad, repasó el doblez y lo cortó. Luego juntó ambas mitades para volver a romperlo una y otra vez.

Miró las piezas sobre el escritorio un momento antes de dejarlas en el papelero.

Haller ingresó en la oficina cuadrándose frente al sargento.

-Señor, voy a hacer el pedido a la central. ¿Qué va a encargar además de tu té y sus galletas? -preguntó con la vista fija en una carpeta repasando los pedidos.

-Nada, olvida eso -dijo Jean -Creo que me estoy acostumbrando a la yerbabuena. Creo que empezaré a comprar dulces en la feria. Apoyar el comercio local, ¿verdad?

-Si usted lo dice, señor -respondió Haller.

Jean le alcanzó el sobre de sobre el escritorio.

-Envíalo con el correo.

-Sí, señor.

Haller se cuadró y se retiró extrañado. Jean se estiró sentado aun e hizo crujir su espalda. Soltó un bostezo y se puso de pie. Debería aprovechar de echarse una siesta, mañana retomaría sus labores en el campo y en Boeringa nada interrumpiría su sueño. Al menos no de momento.

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