I: de los pies descalzos y yo
Mimi diría algo como: «vas a arrepentirte de esto, Yuyi», porque Mimi era racional, precavida y consciente, mientras que yo, Yuyi, podría ser todo menos eso.
Verás, a fin de año todos nos sentimos valientes ¿no? Quizá es por las luces y las decoraciones o por la promesa de regalos, sepa Dios, pero algo sucede que nos acelera aún más y según las estadísticas de picktonline, Navidad es la segunda fecha con más declaraciones de amor... y también la de más fracasos amorosos.
Y no, antes de que lo pienses siquiera, no planeé hablarle al susodicho, ni estaba en mis propósitos de año entablar con él una conversación, porque es una verdad universalmente conocida que los amores platónicos son como pastelitos con extra-calorías en el mostrador de la tentación, y todos saben que las extra-calorías son atractivas pero dañinas.
Solo que, estaba descalzo, ¡descalzo! Parado afuera de la Iglesia y con las manos en los bolsillos del pantalón.
Verás, lector, Mimi opinaba que no era tan guapo, y yo misma a veces no lo veía guapísimo, pero otras sí que me lo parecía, quizá porque era más alto que yo, porque se le hacía un hoyuelo en la mejilla derecha al sonreír o porque su piel eran tan blanca que parecía crema. O quizá era porque el programa de cocina del canal estelar le hacía ver mucho más guapo en los spots donde su cabello castaño oscuro rozaba esa frente tan bonita y la verdad es que con comida de por medio la gente embellece ¿no? Estoy más que segura de que no era la única fémina que suspiraba por él mientras nos enseñaba a preparar homelets.
Sea como sea, Tobías Franco era mi amor platónico, y no porque fuera fan de su segmento de cocina —lector, yo no cocino ni con hambre voraz— es decir, yo no era una enamorada de su club de fans, (porque Chef Toby tenía club de fans eh...) yo había descubierto que me gustaba platónicamente cuando no sé, pero fue mucho antes de ese programa de cocina. Quizá entre las veces que nos saludábamos en la iglesia o en ese campamento al que asistí con mis primos y él también estuvo ahí, quizá fue cuando compré uno de esos pastelitos que vendía cuando estudiaba la universidad o tal vez la primera vez que se cruzaron nuestras miradas cuando yo tenía dieciséis y por encima del hombro dijo «ah, gracias» y yo creí que era nuestro destino estar juntos.
Y de hecho no, no soy la tartamuda o invisible, sino que soy de las que se hace notar, tengo un gen extra de torpeza motriz y muchísimos chistes, anécdotas y bromas que platicar, también soy la que va por la vida cantando y riendo. Por supuesto que sabe de mí, Tobías y yo crecimos en una ciudad donde ciertos círculos sociales se ven obligados a conocerse y convivir. Pero nunca habíamos sido amigos, ni nada.
Conocidos, sí, congregantes de la misma iglesia también, con muchos amigos en común, pues sí, pero más de dos palabras nunca nos habíamos dicho. Pero, tú me entiendes, tú sabes que el amor platónico es eso, algo que se siente, aunque no lo tengas, late fuerte en un lugarcito detrás de las costillas y aunque a veces queda atrapado entre las dudas resurge como un barco pirata en medio del Mar, dispuesto a robarlo todo sin importar las consecuencias, cuando, como en esa Navidad, las estrellas se alinean y se desata el cataclismo.
Repito, yo no quería cambiar las cosas, es más, nos veía a años luz porque estamos hablando de Chef Toby el del segmento de cocina en el programa matutino y un programa al aire los sábados donde matronas cuarentonas le llamaban para coquetear. Me gustaba vernos por separado, platónicamente hablando éramos tal para cual, pero me shippeaba con él, aunque lo nuestro era igual de imposible que mi relación con Pablo Alborán.
Solo que soy preocupona por naturaleza, y ver a alguien descalzo en plena Noche Buena levanta mis alarmas.
Prometo, mi estimado lector, que no lo hice con intención. Es más, hubiera sido cualquiera, habría corrido a buscarle unos zapatos o como en este caso, a preguntar si estaba bien.
Y eso fue mi error, que me acerqué a él todavía llevando en manos mi vasito de unicel con un último trago de chocolate caliente y hablé sin pensar, tan natural que ni me esforcé.
—Te va a hacer daño —señalé mirando sus pies—, con este frío andar descalzo y en plena calle es para acarrearse una pulmonía.
Y, lector ¿conoces a esa gente? La que te mira sin mirar y un día ¡oh maravilla! Te mira de verdad. Eso hizo él y no sé qué vio, pero sus cejas se unieron en un ceño fruncido y soltó un seco «ajá».
Si, ya sé ¡ahí acababa todo! Pero ya les dije, soy preocupona y de las que se hace notar sin querer. Porque seguí hablando. ¡Ay de mí!
—¿Has perdido tus zapatos? ¿Te han asaltado? —quise saber—. La seguridad de la ciudad es terrible últimamente, fíjate que el otro día oí de un chico al que le robaron la chamarra y los guantes —metí la mano en la bolsa de mi abrigo y extraje un caramelo—, come uno, me está dando un bajón de azúcar solo de verte descalzo.
—¿Por qué?
—Pues mira, si comes dulce las pequeñas celulitas de tu cuerpo dicen «oh mira ¡dulce!» y corren por ahí superveloces para comerse tanta azúcar como puedan —le expliqué como si fuera un niño pequeño, quizá porque nerviosa tiendo a hablar sin parar—. Eso hace que el calor en tu cuerpo aumente; así no te congelas, mi abuela dice que el frío entra por los pies, tú debes estar al borde de la neumonía justo ahora —concluí dejando otro dulce en su mano.
—¡Lucy! Te están esperando.
Cierto lector, mi nombre es Lucero, no Yuyi, solo que tengo muchos apodos cariñosos y Yuyi siempre ha sido mi preferido.
La cosa es que lo dejé ahí afuera, descalzo. Y aunque puse atención a la celebración de acción de gracias, de vez en cuando buscaba su silueta entre el tumulto preocupándome además del porqué iba descalzo por el hecho de que entre tanta gente sus pies desnudos corrían riesgo de heridas y pisotones.
—¡Ya traes zapatos!
A base de empujones había hecho mi camino cerca de él, diciendo montones de «feliz Navidad» en el trayecto.
—¡Enhorabuena y feliz Navidad! —extendí mi mano alegre y él la miró como si le fuera apegar la viruela de dragón antes de darme un ligero apretón.
Mimi también diría que era un seco, que éramos tan opuestos como yo y las matemáticas, qué sé yo. Diría que merecía todo menos a un Toby. Pero yo llevaba años enamorada platónicamente de Toby.
Y hablo en serio.
Años lector. Años pensando que éramos piezas complemento de un rompecabezas y nos veríamos perfectos juntitos, casi como figurita de pastel de boda. Y para ser honesta no sabía ni su nombre completo o su edad, pero en mi cabeza éramos uno + uno = dos enamorados, como la canción de Luis Miguel.
Te resumiré el asunto: ahí quedó todo. Me ignoró como ignoras al de cobranza cuando te llama por teléfono y pasé mi Noche Buena con mi familia, es más ¡hasta él se me olvidó! Pero ya sabes lo que dicen de las películas navideñas: siempre terminan mágicamente.
Y la mía comenzó –o terminó– con una notificación en Messenger justo pasada la media noche, era él enviándome un «hola».
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