Capítulo 99: El Jack el destripador de Viena


Del Diario de Marie Malkavein

No entiendo por qué tuve que decirle esa hartada de tonterías, tomando en cuenta por todo por lo que él ha pasado, ni siquiera demuestra su dolor y yo quejándome de las cosas que yo misma me he procurado. Qué vergüenza. Ya no se si las pesadillas que tengo a diario siguen siendo producto de su hechizo para ver su trágica historia, o son provocadas por las constantes noticias del periódico. Aunque no lo compre, estas noticias llegan a mí con más detalles de lo necesario. Me producen un vuelco en el estómago. Esta vez apenas y leí el titulo y ya sentí repulsión.

"Traumatologo desaparecido, Matthew Shippman, de la cárcel a la desaparición."

Un fuerte vuelco en el estómago seguido de un brinco doloroso en mi pecho me hizo querer voltear en otra dirección lejos del niño de los periódicos. No sabía si sentir miedo o regocijo por la noticia, el nombre Matthew Shippman volvía a mi vida después de diecisiete años, pues cómo olvidar al negligente médico que llevó al tío Andrew a tanto sufrimiento hasta su muerte. Que asco sentí entonces, ni siquiera sé en qué momento había salido ese hombre de la cárcel. Pero con gusto desearía que fuese encontrado para que siguiera pagando por su insensibilidad.

Por otro lado, mirar en otra dirección no fue de ayuda, pues al otro lado de la calle, pude ver cómo iban pegando carteles de "desaparecida" en las farolas de la ciudad. Una mujer con un rostro desesperado e hinchado quizás por el llanto. Al acercarme un poco a uno de estos, observé la foto de una pequeña niña.

"Desaparecida, Victoria Kottom".

El anuncio decía que había sido vista por última vez cerca de la relojería de la ciudad, apenas tenía cinco años, parecía una pequeña muy contenta visto por la expresión de la fotografía. Aun así, me erizaba los vellos. No es nada fácil sobrellevar la desaparición de un pariente, no se lo desearía a nadie.

¿En qué se había vuelto la ciudad? ¿Aquellos días en los cuales caminar por la calle eran suficiente para despejar la mente ya no volverían? ¿Sería completamente lo contrario a partir de ahora y salir a la calle seria sinónimo de angustia e inseguridad? ¿Por qué seguían sufriendo de destinos crueles los mejores médicos de la ciudad?

Por un momento una terrible idea me hizo abrir los ojos lo más que pude. Si esto era cierto, quizás no faltaría mucho para que mi primo también fuese víctima de esto. Quizás esta era una forma de no levantar sospechas, y los mismos malnacidos que lo mantuvieron cautivo iban matando uno a uno los médicos de Viena hasta llegar con él.

Fin del diario de Marie Malkavein.

—Cabe mencionar que la paranoia de Marie fue en aumento de forma insospechada, aunque su mente se mantuviese turbia pensando en los problemas dentro del hogar, además del tiempo que llevaba Shubert sin aparecer, ya la sangre de transfusiones se había agotado y eso era un problema bastante grave no solo para mí sino para ella. Además de eso de vez en cuando su mente recordaba involuntariamente los sucesos siniestros. No me pareció algo demasiado importante, incluso me daba gracia observarla tan nerviosa, la siempre perfecta doncella Malkavein.

Chiste que por desgracia perdió la gracia al día siguiente. Al despertar, me percaté de que mi mano estaba esposada a los barrotes de la cama. Sentí más ironía que rabia la verdad. No me costó mucho trabajo imaginar de donde había sacado las esposas y por qué las había usado conmigo, considerando que mi hermano había sido policía y que la paranoia de Marie se intensificaba con el pasar de los días, de hecho, reí entre dientes, pensando cuando sería el día que dormiría sin el temor de despertar esposado a algo.

Exhalé con pesadez pensando en la única solución. No conseguí nada útil a mí alrededor, ella lo había pensado bastante bien. Mi estomago comenzaba a doler y mis sentidos a agudizarse, una sensación de ansiedad albergaba mi cuerpo, la misma que siempre me impacientaba cuando el hambre me dominaba.

...Ya había funcionado una vez, ¿por qué no una segunda?...

Del diario de Marie Malkavein

No entiendo cómo puedo tener estomago para escribir después de esto, a ver qué mañana más horrible, en realidad, todo es mi culpa, planeé cuidadosamente la "trampa" corriendo el riesgo de la "solución", Adam es un hombre sin escrúpulos, nunca los ha tenido. No conforme con el susto que me he llevado cuando entré en su habitación con una carne cruda y bien ensangrentada, esperando que fuese suficiente para mantenerlo calmado sin bolsas de transfusión, he dejado caer uno de los platos más costosos de la platería de la casa.

Un grito de horror salió de mis labios al ver la cama llena de sangre y ahí lo único restante de su cuerpo, su mano con su dedo intermedio levantado de forma ofensiva, con las esposas aun pegadas de su muñeca. Como lo imaginé este tomaría el camino menos ortodoxo para escaparse, algún día se volvería un hábito eso de arrancarse las manos a mordiscos, no logro entender lo fácil que se le da. He salido de la habitación molesta. Tanto por la pérdida de aquella fina porcelana cara como la osadía que ha tenido este de liberarse. Que horroroso espectáculo.

Sin otro remedio más que volver a impacientarme, ya era tarde y no sabía señales del doctor Bloodmask, futura víctima de cualquier cosa, me comí hasta la última de mis uñas mientras terminaba de limpiar el último rincón de la casa, esperando sola sentada en la sala sin pensar en nada particular. Poco después, el muy descarado llegó. Sujetando una bolsa de transfusiones con los dientes mientras cerraba la puerta de entrada tras de sí, con ambas manos, sanas. Eso sí, una un poco más roja que otra.

—¿Te divertiste?...—inquirí con ironía mientras me levantaba de mi asiento.

Este me miró con una sonrisa ladeada.

—Cálmate, ¿sí? No deberías dejar a un prisionero morirse de hambre, va en contra de los derechos humanos. Sentí hambre y no me quedó remedio que salir.—contestó entre dientes con la bolsa aun sujeta entre estos.

—Derechos humanos, no me hagas reír monstruo...—comenté furiosa.—¿Dónde demonios estabas y de donde has sacado esa bolsa?

—¿Esto?—señaló con su dedo, fue cuando noté lo roja de su mano recién regenerada.—Deberías recordar que trabajé en un hospital...—contestó sacándose esta de la boca y rebotándola de arriba abajo con su mano.

Obstinada, sujeté su muñeca y observé con atención su mano, era impresionante la velocidad con la que se había regenerado, tan solo faltaban unas capas de piel para estar exactamente igual a la otra.

—Te saldrán canas por tu paranoia, deberías relajarte...— mencionó sarcásticamente apartando mi mano de su muñeca.—Después de todo, la policía está haciendo su trabajo...

Dicho esto, éste depositó sobre mis manos un periódico del cual extrajo del bolsillo trasero de su pantalón. Me temí de leer lo peor. Este tomó la bolsa entre sus dientes y la abrió para así beberla y succionarla todo lo que pudo, como un niño desesperado por su biberón. Subió las escaleras y despreocupadamente me dio las buenas noches.

Observé la escena con molestia. Si el mismo había aclarado quien llevaba los pantalones en la casa, al menos deseaba recibir más respeto de su parte.

Al abrir la prensa, entrecerré los ojos con el temor de leer otra horrible noticia. Sin embargo, más me impactó la fotografía que el titulo en esta ocasión. La escena de un hombre muerto con una expresión de pavor, sus ojos retraídos hacia atrás y su boca llena de sangre.

"Hallado sin vida. Suicidio del pediatra Erich Kottom impacta a todos tras la desaparición de su pequeña hija."

Mis manos temblaron mientras mi mente trataba de hallarle una explicación a todo. Aquella mujer con expresión desesperada era nada menos que la esposa del doctor Kottom. No podría olvidar a aquel bastardo que me hacía llorar con las vacunas en mi niñez. Ese al que mi tío me llevaba y hasta el día de su muerte se veía exactamente igual que entonces. Sin embargo, no me perturbaba tanto el hecho de reconocerlo, sino que, una vez más, aquellas muertes de médicos se conectaban de manera muy sospechosa. Comenzaba a pensar en miles de teorías conspirativas.

Miré hacia las escaleras, siguiendo con mi mirada el recorrido de los pasos de mi primo, fijándome justamente en el barandal de la planta superior, ahí estaba él, recostado de ésta, viéndome con una expresión excesivamente maliciosa, una sonrisa llena de placer como de un niño que acaba de comer dulces a escondidas. Siempre había temido de esos blancos y largos colmillos, en ese momento, temí aún más.

...Donde diablos has estado metido, Adam...

Lo disfrutaba. Exhaló con tanta paz justo antes de desvanecerse en la oscuridad, que hizo que me diera cuenta de todo.

Una fría sensación azotó mi estómago, recorriendo un hormigueo caliente dentro de mis entrañas, quizás pánico, quizás...excitación.

Pronto recordé como un disparo a mi sien los alaridos del tío Andrew, aquellos clamores dolorosos por piedad, los desgarradores gritos cada día que había llegado al hospital, esos gritos que deseé nunca escuchar, haciendo el intento de cubrir mis oídos sin éxito, pues los recordaba, y había superado hacía tiempo con mucha dificultad, una vez más volvían a mi mente, percutiendo en esta como un martillo incesante.

Sonreí apenas una mueca ladeada, esforzándome en disimular en mi propia casa, sentí que el ansiado karma había llegado... aún faltaban dos.

Subí las escaleras lentamente, meditando. Esperando poder compartir algo en común con la única familia que me quedaba, después de todo, Adam y yo siempre fuimos muy diferentes con ambiciones completamente opuestas, podía ser el comienzo de cambiar eso...

Al llegar a su habitación, me percaté de que había dejado la puerta entreabierta. Siempre había sido una habitación excesivamente oscura, invitaba a una siesta casual. Y ahí estaba él, recostado de su cama, aun con las sábanas manchadas en sangre. Acostado de medio lado, casi en posición fetal, no dormía, miraba fijamente a la pared. Absorto, parecía ni notar mi presencia, decidí recostarme a su lado, ignorando por completo el hecho de que la cama seguía manchada de sangre.

—No debiste morder tu propia muñeca...casi me haces vomitar.—reclamé, a lo que este apenas rió.—Si sigues haciendo eso, terminaran metiéndote al hospital psiquiátrico del doctor Schwarchild. ¿Cuál es que era el nombre de ese lugar?— pregunté haciendo una pausa.

—Hospital psiquiátrico Serenity Valley...—intervino.

—Vaya, estás al día con todo...

—No seas tonta. Lo conocí en mis días de facultad, en una demostración para las prácticas de craneotomía y como las ejecutan en ese lugar...

—Pues deberías cuidarte. Supe que hay todo un cuarto destinado a los caníbales.

Adam rió despreocupado, claro está, qué tanto podría preocuparle a alguien que acostumbra a alimentarse de sangre humana. Esos colmillos se hicieron para devorar, a diferencia de los poco afilados dientes humanos...

—No podría olvidar ese lugar...—comentó.—La primera vez que fui lo que más me llamó la atención fueron los murales en el techo. Representaban la trágica vida de Santa Dympha, conocida como la patrona de los locos, casi podía verse como su padre intentó violarla y posteriormente la degolló. Son bastante crudos.

—Me lo puedo imaginar...

—Del resto debo admitir que es un lugar muy bello y bien cuidado. Los pisos y las columnas de los corredores son de granito blanco. Las ventanas son de mosaicos de colores, dejan que la luz entre de una forma muy agradable, todo cambia drásticamente cuando te asomas a las habitaciones...parecen dos mundos paralelos. Algún día podría volverlo a visitar.

Permanecí callada. Ya estaba hecho. No podía imaginarme como alguien podría resistirse a entrar a ese lugar sin salir loco. Tenía entendido que el doctor Arnold era un adicto de primera. A las apuestas y a las drogas, tanto legales como ilegales que él mismo se proveía al ser psiquiatra, quizás dejando de suministrárselas a sus pacientes para consumirlas en sus noches de vicio. Se había casado tres veces y parece que frecuentaba burdeles. Aseguran que una vez envió a un hombre sano a su sanatorio como extorsión para que éste dejara de cobrarle una deuda. No logro concebir como ese hombre pudo ser amigo de la infancia de mi tío. Era su antítesis completamente.

No estaba segura de qué estaba haciendo en primer lugar, sembrar la semilla me hacía directamente una cómplice. Mi consciencia comenzaba a resonar, como el canto de un grillo muy fastidioso. Pero era la única manera de estar segura de lo que estaba sucediendo. Al final de cuentas, no se perdería nada demasiado importante, quizás la ciudad se limpiaría un poco de tanta basura.

A la mañana siguiente, me levanté muy temprano, seis de la mañana exactamente, aun ni siquiera había indicios del sol en el cielo. Me asomé a la habitación de mi primo, quien curiosamente dormía. Me preparé un café cargado y salí a tomar el periódico con la taza con café humeante en mi mano. Justo acercando la taza a mis labios, hice un brusco movimiento de muñeca para abrir el periódico y leer la primera plana.

"Muere devorado en su sanatorio, la eminencia de la psiquiatría, el doctor Arnold Schwarchild".

En ese momento me quemé los labios con el café, derramando un poco sobre mí camisón. Maldije internamente. Pero no por eso la noticia me parecía menos aterradora. Me aferré a mí misma en un auto abrazo para mantener el calor bajo esa mañana tan fría justo antes de entrar nuevamente a casa. Tiré el periódico encima de la mesa y lo miré con inseguridad, como si el asesino pudiese salir de las páginas y degollarme de un solo movimiento, castigándome por mi morbosidad. Una sonrisa casi se dibujó en mis labios, la cual contuve regañándome a mí misma. No estaba bien que disfrutara de tal obscenidad.

La culpa me carcomía. No podía entender cómo las malas noticias se propagaban tan velozmente como la pólvora, igual de peligrosa y volátiles eran éstas. Mi mente chasqueaba sin entender que sentir. ¿Cómo se le llama a una persona que no sabe definir sus emociones? ¿Estaba enloqueciendo? Sabía lo que había hecho y tenía la idea del resultado que obtendría y aun así no sabía cómo sentirme. Arrepentida. Así me sentía, arrepentida, pero no había vuelta atrás, ansiaba la muerte de ese engendro como la de todos los que se habían acercado al tío Andrew. Deseaba ver sus cuerpos pudriéndose en la tumba del mismo modo que conseguimos el cuerpo de mi tío en la basura. La vida me lo debía, era la venganza que tanto necesitábamos...si debía dar mi última célula de humanidad al diablo a cambio, lo haría.

Fue entonces que lo hice. Sin entender de qué forma eso ayudaría, deseaba sentirme partícipe de lo que por mucho tiempo ansié realizar con mis propias manos. Tomé un cuchillo de la cocina y corté la palma de mi mano con este. Escribiendo con esta en el papel más cercano que conseguí. La biblia. "Yo soy el doctor plaga".

—Falta uno...—pensé en voz alta.

Por un momento sentí una helada sensación al darme cuenta de quien se trataba. Mi pecho dolió, agitado. Un fuerte dolor de cabeza me invadió. Llevé mis manos a mis sienes dándome cuenta de lo que había hecho, el mareo y la migraña eran parte del cambio emocional tan radical, la sangre seguía corriendo como una manguera abierta e incesante. Me desmayé en un par de segundos.


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