Capítulo 76: De vuelta en casa


Al finalizar pude oír el agudo sonido de la puerta metálica abriéndose y sentí como paso a paso él se acercaba hasta mí.

—Ese Misha...—suspiró.—Siempre se ha tomado su labor muy en serio. A ver que tiene una mano muy ruda...—comentó rozando la yema de sus dedos por mi espalda

Mi reacción fue inmediata al sentir como sus dedos rozaban terriblemente lento sobre mi piel que seguía ardiendo, seguía infligiéndome dolor de forma disimulada.

—Debo suponer...—intervine.—Que ahora que me has contado su historia, debo sentir pena por él, sin guardarle ningún rencor...—comenté irónicamente.

—Si deseas o no guardarnos rencor, eso queda a tu juicio, Adam. Claro que...—añadió.—Primero tendrías que salir de aquí. He ahí tu verdadera prueba.

Sonreí con hipocresía, la rabia hacia arder mis venas aún más que mi piel la cual seguía humeando.

—De haber tenido idea de que esto pasaría, habría sido menos caballeroso en la cama con su hija...

Inmediatamente el gobernador removió su mano. Sin ver su rostro pude imaginar su expresión de incomodidad. De lo único que me arrepentía entonces era de haber tratado como una dama a aquella golfa manipuladora.

—No entiendo de que tanto te quejas de mi hija, Adam... después de todo, el monstruo lo has creado tu al haberla hecho tuya por primera vez. Eres un experto creando seres infernales. Tu sangre nos ha sido más que útil desde que llegaste, toda una solución a nuestros problemas, la sangre maestra la hemos llamado... pero puedes estar tranquilo, le haré saber a mi hija en cuanto despierte que tu piensas en ella de vez en cuando, eso la complacerá.

—Malnacido...—musité con impotencia. De haberme podido mover habría hecho lo que deseaba con el resto. Asesinarlo con mis propias manos.

—Que pases buenas noches, muchacho...—dijo con su típico tono amable antes de irse.

Me había dejado solo con mis pensamientos, analizando lo que posiblemente era la verdad, quien sabe cómo, de alguna manera Lena se había vuelto una súcubo gracias a mí, sin embargo, esa información me dejaba con más interrogantes que respuestas. ¿De qué modo una mujer se vuelve un monstruo al perder la virginidad? Uno devorador de energía y con permanente apetito sexual. Muchas hoy día podrían considerarse súcubos, pero Lena había nacido para lo que era, con su cara de mosca muerta y la facilidad de engatusar a todo el que la conociera con su sumisa personalidad. Me desquiciaba.

Sin embargo, otra interrogante seguía viniendo a mi mente desde el primer momento en ese lugar, y era, ¿por qué? ¿Qué excusa tenía ese hombre para tenerme en ese lugar? ¿Por qué me odiaba? ¿Era acaso por haber lastimado a su hija? Amadeus van Monderberg no era un padre sentimental, eso estaba claro. Lena pasaba demasiado tiempo sola, ansiando una figura paterna que nunca tendría. ¿Era para vengarse de mí? ¿Yo que le había hecho? Quizás y lo único a lo que le conseguía un sentido era a que, resultaba una amenaza para él. No obstante, aquel era un plan muy bien ejecutado, pacientemente entretejiendo una red de ilusiones para así, ganarse a medias, mi confianza al no dejarse leer la mente ni una sola vez. Van Monderberg no era humano. Siempre lo sospeché, sin sentirme moralmente apto para juzgarlo. Era más que obvio lo que era.

De haber tenido ojos los habría cerrado en ese momento, solo para concentrarme en la música del gramófono la cual repetía la melodía un millar de veces, sonreí con ironía justo antes de dejar salir una carcajada que no pude contener. No tenía otro modo de burlarme más de mí mismo. Era tan patético que mi enemigo tenía la oportunidad de narrar el pasado de sus sirvientes con fluidez. El obstinado y soberbio hombre que mi padre había criado se desvanecía entre los mohosos y fétidos muros de la prisión, intoxicando con su fuerte olor a sangre descompuesta hasta lo más profundo de mi olfato. Sangre que en parte me pertenecía. Entre risas y alaridos encolerizados grité repetidas veces maldiciones que salieron de mis labios sin que yo lo controlara. Mi mente me repetía lo decepcionado que me sentía de mí mismo. El único modo de callarme era morder mis labios o rechinar mis dientes lo que hacía que al día siguiente un insoportable dolor de cabeza me hiciera despertar. No tardé demasiado en quedarme dormido, era imposible no rendirse al único placer que aun mantenía conmigo.

Sin embargo, ni siquiera eso era algo que pudiese controlar a mi antojo. Mientras permaneciera a merced de mis captores, ellos se encargarían de controlar hasta mis horas de sueño. Les convenía enloquecerme, eso procurarían incluyendo en aquella oportunidad.

Quizás no habían pasado más de un par de horas, pero Skelly me había despertado arrojándome un balde de agua helada encima que al instante me hizo sobresaltar. Por suerte, me encontré con que ya podía ver. Lo poco que se pudiese ver en aquel lugar. Mis ojos estaban regenerándose.

—¿Te desperté?— insinuó sarcásticamente.—Deberías ya conocer tu rutina, llevas bastante tiempo en este lugar como para dormir tan tranquilo...

No había terminado de maldecir por la sesión del día anterior, mi espalda aun ardía y mis nervios se resentían por la helada sorpresa, aun así, este volvía a hacer sus ingratos actos de presencia, arruinando así la poca paciencia que me caracterizaba.

De mi uniforme era poco lo que quedaba, lo que una vez fue blanco impecable se había pigmentado de mi sangre tantas veces que ni el agua lograría desmancharlo. Hace tiempo que mi camisa estaba rasgada por la espalda. Me di cuenta de lo largo que estaba mi cabello y mi barba ya se notaba bastante. Nunca la había dejado crecer, era poco higiénico para las condiciones en las que debía trabajar.

Ya me había vuelto un experto en el arte de guardar silencio. Si abría la boca solo me iría peor. No era el temor de salir lastimado lo que me hacía callar, más bien la idea de decepcionarlos cuando ellos deseaban oír mis alaridos.

—Hoy he traído un pequeño artefacto que me resulta encantador el cual seguramente lo habrás visto en algún momento de tu vida...

No entendía entonces muy bien lo que se traía entre manos aquel malnacido. Llevaba en sus manos algo parecido a una batería, un artefacto eléctrico que para la época sobrepasaba su nivel de arcaico. La Viena del siglo xix aun no gozaba de demasiados avances eléctricos y ese artefacto habría sido más interesante para ojos de mi hermano. En él se disponían dos polos en la parte superior con dos largos cables con electrodos en la punta. No me tomó mucho tiempo para sospechar que se venía.

—No tienes idea de lo grandiosa que es la ciencia hasta que tienes una cosa de estas en tus manos. El doctor Arnold Schwarchild es el primero en probar este artefacto en su clínica. Nada que esté licenciado por la escuela de psiquiatría, pero igual no deja de ser fascinante.

Con un giro de la perilla, la batería emitió un sonido agudo, muy parecido a los desfibriladores modernos, de eso se trataba, de un desfibrilador casero usado para las primeras terapias de electroshock del siempre antiético ex amigo de mi padre...

Mi incomodidad no se hizo esperar así como una sensación de horror que se adueñó de todo mi cuerpo el cual se puso rígido al notar no solo la peligrosidad de aquel artefacto eléctrico sino que además, me habían mojado previamente, y aquello seria un eminente golpe a mi cerebro.

—No te atreverías...—comenté hiperventilando sin quitarle la mirada a los electrodos los cuales el sujetaba con sus manos. Evidentemente si sentí miedo.

—¡Tienes miedo!—exclamó con efusividad antes de reír.—No puedo creer que por primera vez te veas tan preocupado, ¡¿Que clase de poder tiene esta cosa que te haga temblar de ese modo?!

—Estás loco. No sabes lo que intentas. ¡Todo el piso esta mojado! ¡Tu mismo vas a electrocutarte!

—El único en peligro eres tu doc...—comentó señalando con su mirada que efectivamente solo el piso de mi alrededor estaba mojado.

Su mirada sádica me revelaba que no tenía intenciones de retroceder. En vez de eso, sujetó ambos electrodos entre sus puños y los posó sobre mis sienes correspondientemente. No logré decir una sola palabra, inevitablemente, perdí el conocimiento en seguida...

—Intentaban enloquecerte...—afirmó Heissman con seriedad, su ceño estaba fruncido, apenas había dado un par de aspiradas a su cigarro.

—¿Crees que lo hayan logrado?

Heissman sonrió.

—Se muy bien que no esperas que aun te de esa opinión, tampoco viniste porque esa fuese tu duda, ¿verdad?

Ahora era yo el que sonreía, comenzaba a conocerme.

—¿Que tan loco piensas que estas?

Volví a retomar mi posición en el diván a punto de continuar.

No sé cuánto tiempo exactamente estuve inconsciente. Desperté de golpe ahogándome en desesperación. Al abrir mis ojos, las cosas no se hacían menos extrañas.

Había despertado en la sala de mi casa.

Tal como si nunca me hubiese ido de ahí, el salón de la chimenea donde siempre tocaba el piano y nos sentábamos a leer algo frente a ésta en el cómodo mueble donde yo me hallaba entonces. No pude evitar pellizcarme y rozar mis dedos sobre la tapicería, corroborando de la realidad que estaba viviendo.

Había despertado de una horrorosa pesadilla, sádica e inimaginable. Sin embargo, no podía creer lo que estaba viviendo. Me acerqué al piano a tocar una tecla, esta sonó, llenándome aun más de perplejidad.

Salí observando a mí alrededor buscando algo que no encajara. Aun así todo era igual, tangible y real como debería, olía a café recién hecho desde la cocina, el reloj daban las tres de la tarde, las agujas se movían normalmente.

El cuarto más cercano era el de Marie Antoinette, al que decidí acercarme. Ya me había resignado que todo había sido una loca pesadilla, ¿que habré comido antes de dormir?

Al tocar no obtuve respuestas.

—Marie, ¿estas ahí?—insistí tocando por segunda vez.

—¡No deseo ver a nadie!—gritó desde el otro lado, la puerta estaba cerrada con seguro.

Ahora que lo recordaba, esta seguía molesta conmigo por no aceptar a su pretendiente. Decidí obedecerla y dejarla en paz.

Caminé hacia el cuarto de Alexander, para mi suerte este se hallaba abierto. Más bien entreabierto. Se dejaba ver a este haciendo algo que pocas veces vi hacer desde que se graduó. Tocar el chelo.

Estaba sentado a la orilla de su cama muy concentrado tocando algo que parecía ser..... Abrí la puerta sin esperar su permiso, este no volteó a verme.

—¿Todo bien por aquí?—mencioné acercándome.

Su rostro no se notaba debajo de su cabello largo casi completamente suelto y enmarañado.

—La dirección no concuerda con la fecha de su avistamiento...la distancia recorrida no podría ser tan larga para el tiempo establecido en el lapso del mes quince...—comenzó a murmurar desquiciadamente mientras tiraba el instrumento al suelo.

Alexander era un hombre misterioso, a veces solía presentar crisis de ausencia mientras trabajaba, era el y su mundo numérico. Cuando algo le parecía ilógico e incalculable, las cosas se ponían feas. Cuantas veces tuvimos que darle calmantes para que su ansiedad no lo terminara matando o poniendo mas agresivo de lo que el era capaz. Siempre respeté eso de él, prácticamente por temor a salir herido de una de esas crisis.

Este halaba de sus cabellos, lo que me explicaba el por que de su apariencia y su barba tenia por lo visto semanas sin afeitarse. Murmuraba una y otra vez lo mismo, sacando del librero cada libro, buscando uno en particular tal vez.

Sujeté a éste de los hombros ordenándole que se calmara. Aun así seguía repitiendo incansables veces aquellas oraciones sin sentido. Un trastorno obsesivo compulsivo que el sufría al ponerse nervioso sin duda. Me sentí aburrido, como siempre, no había mucho de que hablar con él. Salí de su habitación dejándolo solo.

No pude haberme ido a ningún lado. De haber sido así, mis hermanos no estarían tan indiferentes con mi presencia, pensé.

La cabeza me pesaba al igual que todo mi cuerpo. Revisé mis muñecas y mis dedos, dándome cuenta que efectivamente estaban libres de cualquier cicatriz. No había muestra de tortura ni agresión aparentemente. Nada más me quedaba ir a mi habitación a descansar, mi mente estaba demasiado confundida como para seguir observando mi propia casa con incredulidad.

Aun así. Al llegar a mi habitación, no me esperaba hallar nada menos con otra sorpresa.

Justo antes de abrir, escuché sollozos provenir del interior. Sollozos que me hicieron erizarme al instante al reconocer la voz.

Abrí instantáneamente. Ahí estaba él. Mi padre, arrodillado frente a mi cama, llorando desconsoladamente sobre un cadáver.

Miré la escena con horror. Noté que el cadáver era nada menos que de un niño. Mi padre repetía incesantemente "¿Por qué?". Era yo por quien lloraba. Llevaba mi uniforme de jockey de aquel día en el que morí al caer del caballo.

El llanto de mi padre me ponía aún más nervioso, inmovilizándome, sin comprender lo que estaba viendo. Lo que estaba viviendo. Estaba muerto. Era entonces un fantasma viviendo una vida irreal, en el limbo, creyendo que todo lo vivido había sido real, o nada más producto de la mente de un niño que deseó ser adulto.

De pronto una presencia se acercó desde mis espaldas. Tocando así por encima de mi hombro.

Exhaltado. Volví a despertar.

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