Capítulo 74: El pasado del gigante de Siberia parte 1


"Historia de Misha Skelly"

Era un año tan frio en aquella villa desprovista de la compasión de Dios, que era común que muchas orgias se practicaran a cualquier hora del día. Se dice que incluso los niños debían dormir sobre la leña recién apagada de las hogueras para evitar que así su sangre se congelara. El frío solía sacar lo peor de las personas. Obligaba a los niños a convertirse en adultos y a los animales en bestias. Hacía más de seis meses que el sol no daba señales de su existencia y las temperaturas seguían por debajo de los 70 grados bajo cero.

Su madre no era una mujer distinta a las demás. Las familias no eran como las que conocemos, cada quien velaba por su bienestar, y cuidar del otro solo haría que sus cuerpos perdieran el poco calor que les quedaba, fue por esto que ella no previno un embarazo en esas condiciones. Se practicaban orgias libremente. Todos los visitantes conocían esta tradición, incluso muchos llegaban de sitios cercanos para formar parte de ellas y luego irse sin siquiera dejar una botella de vodka que calentara sus labios. Pudo haber sido por uno de esos viajeros, o incluso de algún lugareño, nunca conoció a su padre, su madre no se tomó la molestia de preguntárselo a si misma, después de todo el niño tenía que cuidarse sólo, como lo que era, un error producto del helado corazón del pueblo.

Algunos cuentan que el recién nacido nunca probó leche materna. Su madre se dedicaba a embriagarse o a fornicar además de comer y dormir, era la forma más fácil de sobrevivir. Nadie salía del pueblo además, buscar trabajo en otras zonas era complicado al tener que recorrer el camino en un clima tan hostil. Dicen que cuando se quedaba sólo, una loba lo alimentaba, puesto que su llanto cesaba sin razón. La madre nunca supo explicar a qué se debía. Era un niño grande desde su nacimiento, incomprensible cómo semejante neonato podía caber en un vientre o salir de éste. Quizás una madre loba tampoco podía saciarlo completamente, era muy grande, decían.

Nadie deseaba acercársele. El hijo sin padre, no se sabía si incluso había sido un lobo su verdadero padre, pero el niño además de un cabello plateado contaba con gigantes ojos amarillos casi inexpresivos que miraban fijo a todos en la villa como si conociera todas las inmoralidades que ahí se cometían. Los niños rápidamente se volvían adultos, puesto que debían pensar como adultos para sobrevivir. Comían conejos que ellos mismos cazaban aunque estuvieran crudos, muchos otros pescaban truchas con una facilidad que dejaría boquiabierto a cualquiera. El no era la excepción.

Había llegado a la edad de ocho años y aun nadie mencionaba su nombre, porque no precisaba de uno, su madre tampoco se tomó la molestia en dárselo. Quizás el frio no le había permitido pensar en uno. Solo se le recordaba por su gran tamaño y extraña apariencia. Pero era humano. Comía como humano, dormía, hablaba y hasta sangraba como un humano. Pero eso no era suficiente, nadie se tomaba la molestia para preguntar como se sentía, simplemente todos se alejaban a continuar con lo suyo. Parte de los instintos biológicos de supervivencia está en alejarse de lo extraño y diferente.

No era extraño que los niños además se acostumbraran a robar. La comida, el aceite y las pieles eran lo más escaso y las más apetecibles joyas que un habitante de la villa pudiese desear en su poder. Las inmoralidades despertaban cada día junto a quienes las cometían, al subir un poco la temperatura, pues es incorrecto decir que el sol salía después de todo.

La religión sin embargo, se practicaba de manera fiel y constante en cada casa, y la iglesia local sonaba sus campanas advirtiendo del comienzo del día, o de la noche, en los cuales todos los habitantes paraban en seco lo que estaban haciendo para orar en silencio por un minuto. Muchos oraban porque el sol volviera a tocar la villa. Otros porque el vecino muriera y así poder vestir nuevas ropas menos agujereadas. Pocos salían, debo repetir. Los lobos al igual que las tempestades intimidaban tanto que ellos preferían continuar viviendo del trueque con los vendedores ambulantes que se refugiaban en sus carretas, a veces vendiendo grandes reces que todos se repartían o nuevas pieles que cambiaban por pequeños diamantes que encontraban en las orillas del rio.

Siberia siempre sería conocida por sus brutales temperaturas que ningún otro ruso además de los oriundos gustaba de experimentar. Esas heladas brisas que te hacen escapar vaho de tu respiración, servía para corroborar para uno mismo si seguía vivo, o ya el hielo había helado tu alma. No era extraño pues que todos los que ahí residían tuviesen una espectral tonalidad grisácea de piel y claros ojos destacables en el fondo blanco invernal. Con mejillas apenas rosadas y nulas sonrisas en sus labios.

Nadie sabrá qué era entonces más frio, si sus habitantes o el clima.

Así pues un niño carente de afecto y nombre crece sólo, con nada más que la luna, reflejando su brillo en la escarcha. Él entonces no parecía prestarle mucha atención al helado clima, de hecho, era común conseguirlo de noche vagando en la calle y hurgando de la basura para alimentarse. El bastardo sin nombre como lo habían apodado. Gigante sin madre. Maduraría alcanzando su prematura adultez igual que los demás hombres del pueblo, dispuesto a dar su vida por una sola rebanada de pan para sobrevivir un día más.

Trabajaba como leñador en lo profundo del bosque donde pocos se atrevían a entrar pero la madera era la mejor para construir y reparar las cabañas de la villa. Cercano a la montaña de donde provenían aullidos fantasmas cada noche, recordándoles a los habitantes que no estaban solos, y que ellos eran quienes invadían el territorio de los verdaderos dueños de la tundra.

Pocos habían tenido la oportunidad de oír su voz, salvo para contestar de manera corta con un si o un no, nunca un tal vez, y en mas raras ocasiones se podía ver dibujado en su rostro una sonrisa, los cuales siempre eran niños que se la causaban al comentar lo grande de su tamaño.

Los miraba siempre de manera extraña, nadie se habría dado cuenta de ello hasta posteriores lunas. Dormía en el establo de una familia para la cual trabajaba. Le pagaban los favores con un poco de heno que le servía de cama y leña para la hoguera. Nunca se le vio vestir más que unos simples pantalones de piel de visón y una camisa sencilla que a cualquiera le habría parecido poco abrigadora aunque ésta escondiera sus grandes brazos.

Era un hombre de excepcional tamaño, mas de dos metros y un cuarto según lo que algunos pudieron calcular, y sus brazos eran semejantes al tronco de un árbol, de espalda ancha y con músculos fuertes, desde el cuello hasta sus tobillos. Nadie quería verse en los zapatos de quien lo amedrentara. Sobre sus hombros siempre llevaba con facilidad los grandes troncos de arboles. Igualmente su rostro era tosco con una mandíbula ancha y una nariz grande. Debajo de las pobladas y casi siempre fruncidas cejas estaban siempre centellando sus ojos color oro.

Solo los niños que vivían en aquel hogar cambiaban algunas palabras con él, ni siquiera los dueños de la casa parecían sentirse del todo agradados. Vivian de la venta de leña, y quien les facilitaba el negocio era aquel gigante. Ciertamente la vida nunca fue fácil para él. No había nacido para ser como los demás, eso estaba claro. Incluso se rumoraba que este gustaba de fornicar con mulas y caballos, pues de noche en el establo se les oía relinchar sin razón alguna, pero nunca se consiguieron pruebas.

Tiempo pasó, y nunca más se volvió a ver uno de los vendedores ambulantes en la aldea. Mucho se especulaba de su desaparición, algunos pensaban que tal vez el camino se había bloqueado por las fuertes tormentas, otros culpaban a las manadas de lobos de haberse devorado a algunos y esto asustó a los demás quienes optaron por nunca más pisar esas tierras. Así había comenzado la cacería de aquellos animales, los cuales eran muy astutos para dejarse ver.

Sin embargo, no era el camino lo que estaba bloqueado. Su única explicación a quedarse desprovistos de comida y vestimenta era que además del infernal clima, una criatura amenazaba las vidas de los viajeros, y pronto también la de los pueblerinos.

Uno a uno, habitantes fueron desapareciendo. Primero el pescador. Después el carpintero. La iglesia sonaba sus campanas cada hora para motivar el pueblo a orar por su bienestar. No encontraban explicación humana para que los cuerpos desaparecieran sin dejar rastro en la nieve, llevándose así hasta la esencia de aquellos dos. Sus familias estaban devastadas.

Una gran hoguera se prendió en la plaza, con la esperanza que los desaparecidos, de estar perdidos, pudieran encontrar el camino a casa gracias al humo y las oraciones. Todo esto resultaba contradictorio tratándose de un pueblo tan frio y egoísta. Ya habían incluso robado el pescado y las pertenencias de aquellos hombres, y la hoguera se había prendido con la madera del taller del mismo carpintero. Aun así, sin ellos dos, el pueblo seguía sintiéndose amenazado.

Grandes fueron entonces las angustias poco después, cuando las victimas de nuevas desapariciones fueron niños. Sus madres alegaron haber oído un grito en seco justo antes de correr hasta la habitación y percatarse de que estaban vacías.

Seguían desapareciendo. Sin rastro. Sin pista. Sin señales, estos se esfumaban como la brisa. Las plegarias no daban resultado. No pasó mucho tiempo para que cosas extrañas siguieran sucediendo.

Una noche, un extraño incendio despertó a todos los habitantes, incluyéndolo a él. Era incomprensible como el fuego se habría paso tan rápido o incluso cómo se había ocasionado. Pero lo más cruel de todo, es que la casa de aquella familia se calcinaba en las brasas del fuego. Cómo un hogar que oraba por un poco de calor ahora gritaba por ser sacado de las llamas.

—¡Olga!—gritaba una y otra vez el padre de la familia.—¡Hilda! ¡Mikael!—gritaba desesperado los nombres de sus hijos.

El se había acercado sin comprender más de lo que todos sabían. Era un incendio provocado por una fuerza extraña.

—¡No te quedes ahí parado, bestia inútil!—exclamó el padre mientras lo empujaba dentro de la casa y cerraba la puerta tras de él.—Será mejor que pagues todas las noches de refugio que nos debes...

Sin nada que reclamar, corrió dentro del hogar a tratar de encontrar a los tres. Las llamas y el humo le impedían ver correctamente. Las escaleras se habían derrumbado y el techo pronto se desplomaría, si sus cuerpos se encontraban lesionados debajo de los escombros, pronto quedarían enterrados sin salida. No pasó mucho tiempo para que comenzara a sentir que su oxigeno se agotaba y sus ojos ardieran. Aun así no se detuvo hasta verificar que en las habitaciones no yacía nadie.

Quizás fue el humo, quizás algo más. Pero él pronto no supo de sí. Sólo que antes de perder la guerra contra las llamas, observó una figura oscura, que se aproximaba desde las llamas.

Nunca pudo haber sido de otro modo. Su naturaleza era incomprendida por los humanos, quizás la ignorancia de la región, el prejuicio que siempre los había mantenido con vida en tan cruel clima. El no era más que un monstruo que debía servir. El bastardo sin nombre que debía pagar por los pecados de su madre, eso era él, aunque este nunca se quejara siempre odió a todos, a sus treinta y cinco años seguía sufriendo de aquel rechazo y nunca sería diferente.

Al abrir sus ojos y darse cuenta que ya el calor no lo sometía, notó nuevamente estar bajo las frías temperaturas congelantes. Esta vez dentro de un glaciar, que sin duda alguna lo había dejado más que extrañado. Por si la vida no lo había tratado de injusta forma, naciendo en el pueblo mas helado del planeta, ahora el hielo se convertía en su prisión. Un enorme túnel congelado del cual los gritos no salían y los rayos del sol no tocaban.

Rápidamente la confusión se convirtió en desesperación al verse atrapado en un laberinto congelado sin los suministros de supervivencia que necesitaba, a los pocos que estaba acostumbrado. A lo lejos, quejidos y llanto se oían como un pobre eco en las pocas corrientes de aire que soplaban en su interior. Guiándose de ellos, consiguió así el tesoro que muchos buscaron entre días y noches. Las personas y niños desaparecidos incluyendo los pertenecientes a aquella familia. Algunos vivos, otros ya no.

No podía hacer mucho, su cuerpo pronto se quedaría sin energía al igual que los demás y a pesar de las extensas horas de búsqueda por una salida, solo conseguía mas hielo solido de metros y metros de espesor. Aquel lugar no era otro que el escondite y morada de aquella oscura figura de las sombras que había avistado en la casa. El causante de las desapariciones y de las ausencias de los comerciantes ambulantes, pues temían a ser devorados.

Aquella criatura no era otra cosa que un vampiro, el cual reconoció al observarlo chupar con desesperación el cuello de uno de los niños. Gotas pequeñas de sangre cayeron sobre el hielo. Ya varias manchas se habían plasmado en ciertos lugares de éste pero ahora quedaba claro de que se trataba. Los pocos que aun tenían energía para correr intentaron huir adentrándose al glaciar, esperando por una salida subterránea o que simplemente un milagro los salvara.

Gran equivocación. Ninguno de ellos esperaba una cruel caída a un oscuro agujero del cual ni el mismo vampiro quien los había perseguido se atrevía a acercarse. Sin ubicación, sin alimento, sin calor y sin salvación, una fría y lenta muerte les esperaba sin la oportunidad de salir de aquel lugar.

Horas pasaban, días, semanas. Cinco para ser exactos, donde el grupo solo había sobrevivido juntando sus cuerpos desnudos del mismo modo que lo acostumbraban a hacer en sus reuniones de calor. Ya se habían acostumbrado.

Su salida del pueblo siempre fue imposible, el miedo no se los permitía, helaba más su sangre que la misma nieve. Ahora eran prisioneros de verdad. Los lobos quienes siempre robaban sus horas de sueño ocasionándoles fuertes pesadillas, aullaban a lo lejos manteniéndolos despiertos, alerta de su aparición en aquel glaciar. No podían hacer más, la cordura se desvanecía. Unos deliraban mientras otros morían de inanición, las esperanzas se habían agotado y no les quedaba de otra que matarse entre ellos para que el vencedor tuviese con qué alimentarse y sobrevivir quien sabe hasta cuando.

Los niños fueron los primeros en desesperarse, sus llantos y gritos facilitaron la perdida de su cordura. El era el más grande, su carne los alimentaria por días, eso fue lo que acordaron. Aun así él también había nacido para sobrevivir, y no permitiría que fuesen ellos quienes lo devoraran. Una fuerte discusión terminó en una sangrienta pelea.

Las uñas se quedaron clavadas en su carne, sus músculos parecían impenetrables pero aun así su piel podía sangrar. Sus mordidas se clavaron en diferentes partes de su cuerpo, mayormente en su yugular con la esperanza de degollarlo. Golpes y patadas tampoco podían con él. Los niños lloraban aun más fuertes. El era muy grande, demasiado para incluso cinco adultos. Un puñetazo era suficiente para aplastar sus cabezas contra el hielo, salpicando la inocencia de los niños quienes observaron todo con horror, ellos serian los siguientes. Y lo fueron.

El plan se había revertido. No había sido el bastardo quien fue devorado, sin embargo, la carne humana no era tan diferente a la de cerdo a su parecer. Suave, deliciosa y grasienta. Las piernas tenían particular sabor, aún más dulce como el más grasiento tocino. Su mente desvariaba y no había meditado en lo que hacía. Solo sabía que debía sobrevivir, y que el calor también se le acababa del cuerpo poco a poco.

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