Capitulo 66: Deseo cumplido


Es cierto, el suicidio era algo que no solo jamás había pasado por mi cabeza, sino un acto que al sol de hoy sigo viendo reprochable y hasta patético. Nadie que contemple el suicidio como una solución podría merecer compasión. Solo los débiles se rinden ante la vida, por muy miserable que sea.

Después de su ida, me dediqué a intentar conciliar el sueño. Sin ningún éxito, mis ojos no pudieron alcanzar el descanso aquella tarde antes de irme a trabajar.

—Ya veo...—intervino Heissman.—No podrías suicidarte ya que aun sigues buscando la razón de la muerte de tu padre, es eso tu razón de vida. ¿Pero, que harás cuando lo sepas? ¿Entonces cual será tu excusa para seguir vivo?

—Es una pregunta interesante...—contesté recargando mis codos del escritorio mientras entrelazaba mis dedos.—Esa fue la respuesta que casi averiguo esa misma noche en el hospital...

El regresar a mi hogar garantizaba una segura llegada tardía a mi trabajo. Esa noche no fue diferente. Apenas al llegar no obtuve el reproche que me esperaba del director, puesto que dentro, todos los médicos de guardias junto a las enfermeras se les veían correr de un lugar a otro con rostros llenos de pánico e inseguridad.

—¡Éstas no son horas de llegar a su guardia doctor!—gritó el director con mirada nerviosa.

Sin entender lo que ocurría, solo me tomé unos segundos para ver alrededor, se veía turbulencia sin presencia de pacientes en la sala de esperas. Al contrario, solo llamó mi atención una silueta familiar al cual de inmediato me acerqué por una explicación. Se trataba del oportuno Shubert quien pude notar se veía pálido, perturbado. Al acercarme este me tomó por el hombro por un momento antes de decir cualquier cosa.

—Adam...—musitó con lentitud.—Es...eso...—susurró con dificultad en mi oído.

Su rostro se veía pálido y su sudor caía como si hubiera visto un fantasma, o incluso, el evento más desagradable de su vida. No pude evitar paralizarme. Mi boca se secó al instante al igual que sentí una tensión en mi pecho. Shubert afirmó con su cabeza arriba abajo. Sus pensamientos eran claros, mi búsqueda había cesado aparentemente esa noche con un caso igual al de mi padre.

Sin decir una sola palabra aparté a este de mi camino, mis pies se movieron solos, dirigiéndose hasta la sala de emergencias, en el camino había tomado los guantes, gorro y tapabocas los cuales me coloqué sin parar de correr.

Al entrar, me conseguí con un caos de enfermeras saliendo con sabanas llenas de sangre y algunos colegas perdiendo la paciencia, entre estos el anestesiólogo de guardia un par de cirujanos y un infectólogo quien se hallaba tomando la muestra de sangre de este paciente. La victima esta vez, era nada menos que un pequeño niño no mayor de los ocho años, quien como ya había imaginado se retorcía y chillaba del dolor mientras sangraba por todos los orificios de su cuerpo y convulsionaba.

—¡La anestesia no surte efecto! ¡No ha dejado de convulsionar y la hemorragia no ha parado Bloodmask!—exclamó alarmado uno de los cirujanos quien en un par de ocasiones había visto anteriormente.

No logro comprender como entonces pude mantener la calma y no sufrir un colapso nervioso como los demás. De hecho, al verlo mejor, pude sentirme aún más perturbado al darme cuenta de que aquel niño, era uno de esos que había visto en la calle al salir de la ópera hace algún tiempo.

Al tocarlo, su temperatura corporal era inferior a lo normal, sus labios estaban completamente pálidos del mismo tono de su rostro, la hemorragia se había llevado todo su color vital. Como era de esperarse, sus brazos y piernas se habían oscurecido hasta el nivel de codos y rodillas con una evidente y rápida gangrena. Mordí mis labios, no lograba calmar mi mente entre tantos pensamientos turbulentos. Mis colegas no dejaban de gritar.

—¡¿Estas oyendo?! ¡Tenemos que amputar las extremidades antes que la gangrena siga esparciéndose!

—Lo principal será que busquen de inmediato la mayor cantidad de bolsas de transfusiones...

—¿Que piensas hacer...?—musitó otro de mis colegas.

—Lo que ninguno de ustedes, maricones, se les ocurriría.—mencioné tomando unas pinzas con yodo y un bisturí.—Operarlo...

Como era evidente, el horror no se hizo esperar en sus rostros. Las enfermeras igualmente miraban la escena sin comprender que me tramaba.

Mis conocimientos sobre aquella operación eran exactamente igual a las de ellos, la única diferencia, es que no era la primera vez que lo vivía. El principal objetivo era detener la hemorragia y buscar la fuente de las convulsiones. Sin sedantes, sin morfina, sin barbitúricos. Nada daría efecto en aquel paciente. Seguía sufriendo. Lo poco que este podía seguir consciente podía suplicarme con su mirada que lo salvara. Sus lágrimas corrían por sus mejillas del mismo modo que hilos de sangre que salían de la comisura de sus ojos nariz y boca. Que festín sanguinario y exquisito tenía a mi merced.

Mentiría si dijera que no me abría el apetito, además de sentirme al fin realizado y fascinado. La vida al fin me había dado la oportunidad de redimirme, y no desaprovecharía la oportunidad. Lentamente hice una incisión en su frente. Poco antes había sufrido una hipoxia debido a la hemorragia lo que me facilitó las cosas, bastaría con una mascarilla de oxígeno y decenas de bolsas de transfusiones. La sangre del colgajo de deslizó lentamente por la frente del niño, abriendo aún más mi apetito. Sentía como mis sentidos se agudizaban y podía oír los lentos latidos del corazón del paciente a su vez como la sangre viajaba en sus venas estabilizándose su ritmo poco a poco.

Al remover exitosamente la bóveda craneal, tan hermosa y perfecta como siempre, tuve menos de un minuto para volver a sentir horror ante aquella operación. No pude alcanzar a ver lo que se hallaba debajo de su cráneo, y poder parar las convulsiones. Un fuerte olor se desprendió del interior de su cuerpo haciéndome arder mis vías respiratorias, el cual aun con tapabocas pude percibir fuertemente.

Mis colegas me miraron con preocupación sin entender lo que pasaba, me preguntaban que ocurría, mi rostro debió haberse visto confundido. Inmediatamente salí de la sala sintiéndome asfixiado, mareado y, sobre todo, sin comprender absolutamente nada.

Aquel olor semejante al del ajo extremadamente concentrado se había introducido en mis fosas nasales para quemar todo a su paso dentro de mi cuerpo, rápidamente mi sistema respiratorio se paralizó, mis manos comenzaron a temblar, y mi mirada se puso borrosa. En el pasillo, las enfermeras y algunos médicos se acercaron a auxiliarme, preguntando que me estaba sucediendo. Fueron sus rostros lo último que pude ver. Mi vista se oscureció, perdiendo la consciencia.

Mi querido psicoanalista entonces dejó visualizar una expresión de angustia.

—¿C—Cómo? ¿P—Pero... ¿Que pudo haber sido eso? ¿Una sustancia capaz de hacerte perder el conocimiento de esa forma? ¿Cuánto tiempo exactamente duró el efecto para hacerte desfallecer?

—Más de lo que podría recordar. Quizás sea ese el momento más borroso de mi vida. Sin embargo, lo que vi inmediatamente después de despertar, no fue más tranquilizante. Sin embargo, temo que la sesión ha culminado...—comenté mostrándole la hora en mi reloj de bolsillo. Este resopló molesto, desilusionado.

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