Capítulo 65: Salmos asesinos


—¡¿CÓMO DEMONIOS PASÓ ESTO?!—interrogó el gordo a punto de arrancar los pocos cabellos de su cabeza.

—Kampmann volvió a aparecer, pude observarlo antes que la policía se lo llevara, fue él quien disparó...—comenté con naturalidad mientras bebía mi café.

—¡¿Qué demonios estás haciendo aquí?! ¡Deberías estar en la sala de emergencias atendiendo tu guardia!—exclamó perdiendo la paciencia.

—Mi guardia comienza dentro de una hora, doctor...—comenté con ironía apuntando al reloj de pared.—Así me lo planteó desde hace una semana, las 9:30 y apenas son las 8...

—Que estás tramando...—formuló con rabia mientras me miraba fijamente.

—Nada doctor, solo sigo las reglas como a usted le agrada...—comenté con ironía.—además, hay otros colegas muy capacitados para operarla...

El director ardía en cólera, su tensión arterial se disparaba, seguido de sus niveles de ansiedad, su gordo rostro dejaba resbalar las gotas de sudor frías producto de su estrés y pánico. Quien corría peligro era la hija del gobernador, ex empleada de aquel hospital, aquel hombre con fama de severo hacía temblar a quienes lo defraudaban, detrás de aquel parche y su cara bonachona parecía meter más miedo que el mismísimo diablo.

—La señorita van Monderberg es una ex empleada excelente de este hospital...—comentó. Yo solo continué con mi café, agregándole el séptimo terrón de azúcar.—Su padre es el gobernador... ¡¿qué diría este si supiera que su hija fue asesinada a los pies de este hospital sin que nadie pudiese salvarla?!—añadió con desesperación.

—Ya le he dicho que hay otros doctores que pudiesen hacer el trabajo, discúlpeme señor director, pero parece que usted desea obligarme a encargarme de este caso...—comenté irónicamente una vez más.—¿No confía en las capacidades de mis colegas?

—Usted sabe muy bien que sus capacidades son superiores a las de cualquier cirujano en este hospital, doctor Bloodmask.—insistió.—Me atrevo a decir que en mis muchos años de experiencia, jamás había conocido a un médico con un nivel de excelencia como el suyo...le pido por favor se encargue de esta operación, por el bien de su compañera, y del hospital...

Oí atentamente las palabras del director, sin embargo, no me inmuté y continué meneando mi café observándolo con atención.

—Le ofreceré lo que desee...—comentó en voz baja, casi entre dientes, suplicantemente.

Sonreí, reí entre dientes, le dediqué una mirada compasiva justo antes de acercarme hasta él y depositar mi mano sobre su hombro.

—Un aumento...eso es lo que deseo.—sentencié.

—Usted sabe bien que eso le corresponde al estado, usted es un empleado público que debe ganar lo mismo que sus colegas.

Mi mirada cambió, me encogí de hombres y tomé mi bata de la percha justo antes de salir.

—Le puedo ofrecer un cincuenta porciento...—insistió obligando las palabras a salir de sus labios.

Volví a sonreír, detuve mi mano sobre el pomo de la puerta antes de dirigirme nuevamente a él con mirada compasiva y con voz suave intervine.

—No, no...esto es un malentendido doctor.—comenté con voz misericorde.—Yo no le pido un cincuenta por ciento...

Aquel hombre exhaló dándole gracias a dios al oír mis palabras, estuvo a punto de cerrar el trato de no ser porque interrumpí.

—Deseo un cien por ciento...

Sus ojos se abrieron al mismo tiempo que su mandíbula y su rostro palideció en seguida, nuevamente no permití que este dijera una palabra.

—Lo quiero en efectivo en menos de una semana...

—¿Está usted loco! ¡El hospital no tiene esa suma de dinero!

—Entonces a Eleanor Van Monderberg solo le espera la muerte. Si el hospital no lo tiene esa cantidad, tendrá usted que pagarlo de su bolsillo...sino, será su cabeza la que ruede. "El gobernador se sentirá complacido de usar algún instrumento de su colección para ello..."

Resignado y muerto de la rabia, bajó su cabeza, con amargura e indignación, aceptando mi propuesta. Sonreí malignamente justo antes de salir, dejando así al hombre más desesperado que antes. Había faltado a la parte más importante y sagrada de mi carrera, a mi sentido de bioética, a mi código hipocrático. Sin embargo, aquel no hablaba sobre ayudar a los súcubo a toda costa, era ridículo pedirle sentido de humanidad hacia alguien que no lo poseía y sobre una institución igualmente inhumana.

Al entrar al quirófano no me sorprendió lo hábiles y veloces que habían sido las enfermeras al mantener el ritmo arterial de Eleanor e incluso rasurar su cabello, ¿me pregunto si entre enfermeras era algo común la ayuda mutua o el que esta fuese una heredera millonaria también ayudaba? Nunca antes las había visto trabajar tan coordinadamente, apenas las vi no pude evitar dejar salir una risotada y aplaudir, estas me miraron entre confundidas y asustadas.

La bandeja con el instrumental estaba completamente preparada y ordenada. Una de las enfermeras acercaba hasta mí el batolín así como gorro y tapabocas los cuales rechacé. Apenas me coloqué un par de guantes me dispuse a comenzar la operación, deseaba salir de ello lo más rápido posible. Jamás había disfrutado tanto de usar la sierra en uno de mis pacientes como en aquella oportunidad, al fin sabría que había dentro de la cabeza de la señorita van Monderberg, la chica sin pensamientos.

Aquella cirugía tomó un total de tres horas exactas. El proyectil no era otra cosa que una bala de 9 mm recubierto y grabado, toda una obra de arte. La sangre de Lena que aun la recubría parecía irse evaporando sobre ésta; una particularidad que me hizo recordar la misma reacción de mi piel al humear bajo el sol. Limpié la bala con delicadeza para poder fijarme mejor del escrito troquelado sobre esta.

"Tu palabra es lámpara ante mis pies que ilumina mi camino"...

Reconocí aquel salmo inmediatamente por la cantidad de veces que mi padre lo repetía. Viendo fijamente el material, habría sido una bala con cobertura de plata, no pude evitar tocarlo con mis manos desnudas, como me lo esperaba, mis dedos ardieron casi instantáneamente dejando una pequeña quemadura en mis yemas. ¿En qué momento Wilfred Kampman había sabido mi secreto? Aquella bala con destino a mi frente no habría podido ni atravesar mi hombro según mis cálculos, pero las intenciones de aquel hombre eran de matarme, y sabía cómo. Lena estaba en mayor peligro del que creí.

Al salir del quirófano volví a tener un deja vu. Justamente igual que mis días de universidad, específicamente en mi prueba final, me habían estado esperando unos veinte periodistas con libreta y pluma en mano con la esperanza de que emitiera declaraciones sobre el crimen contra la hija del gobernador. Junto a estos también se encontraban oficiales de la policía y forenses a quienes inmediatamente entregué la bala de plata cubierta por una fina gasa. Al final del pasillo, vislumbré al único que me sorprendió ver entre tanta gente, siendo igualmente acosado por la prensa y a su lado el director. El gobernador. Este se hizo a un lado a todos quienes estorbaban y se dirigió hasta mí con paso presuroso.

Su mirada, siempre inmutable, seria e impasible, esta vez se notaba turbada y confundida. El director ordenó a todos a despejar el área de emergencias, a lo que los periodistas obedecieron apartándose del lugar. Nuestras miradas se fijaron una en la otra antes que este dijera la primera palabra. Ninguno podía leer la mente del otro, igual que un caracol vacío, en la mente del gobernador solo se oía un eco lejano.

—¿Cómo está ella?...—intervino.

—Estará mejor. La operación fue exitosa, pero no garantizo que hoy recupere el conocimiento.

Van Monderberg mantuvo silencio sin apartar la mirada. Apretaba sus puños intentando mantener la calma. Poco a poco sus brazos temblaban, trataba de disimularlo apretando así su puño. Estaba estresado, no me atrevería a decir que estaba asustado. Aquel ser parecía una estatua de hielo.

—¿Se salvará?—Preguntó a secas sin titubear.

No pude evitar sonreír. Rasqué mi nuca al mismo tiempo que negué de un lado a otro con mi cabeza, no era mi intención ponerlo más nervioso, sin embargo aquella pregunta me era muy irónica.

—Sabe usted muy bien que sí lo hará.—respondí.— Usted mejor que nadie conoce a su hija, sea lo que haya hecho con ella, usted sabe que está fuera de peligro, ella no es humana, y las súcubos, no son tan frágiles como lo son los humanos...—inquirí.

Por primera vez tuve la suerte de ver una expresión de sorpresa en la cara de aquel hombre, que, si bien me superaba en estatura unos cuantos centímetros, no me intimidaba en lo más mínimo como al resto de las personas de la ciudad. El gobernador no refutó una sola de mis palabras y de sus labios no salió ni una sílaba. Nuevamente los periodistas volvieron a acercarse a él, empujándose entre ellos, lentamente mi imagen entre la multitud se disipaba, el gobernador quien deseaba seguirme con la mirada se decepcionó al notar que ya había desaparecido, aprovechando el disturbio.

—Nunca pudiste sentir ni tan solo un poco de cariño por ella. ¿Cierto?—mencionó Heissman con seriedad.

—No soporto a los traidores, Gregor, en mi opinión, no hay nada más gratificante que acabar con la vida de un traidor. Quizás ella no me había traicionado convencionalmente, pero lentamente su verdadero ser se vislumbraba tras aquella máscara de enfermera obediente. No me gustan las falsas impresiones, es otro tipo de traición.

—Sin embargo, desde el primer momento nunca confiaste en ella...ni en su padre. O me equivoco.

—Para nada. Quizás sean cosas mías o de mi especie una habilidad bastante común. Alexander también parecía percibirlo todo el tiempo. Algo así como un sexto sentido, un tercer ojo, como quieras llamarlo, esa vocecita que nos advierte de ciertas cosas o esa avecilla chismosa, nuestra intuición que nos hace ver más allá de lo que ven nuestros ojos o pueda pensar nuestra mente. Poder leer la mente siempre nos facilitó el alejarnos de ciertas personas, sin embargo, cuando éstas no dejan entrar a sus pensamientos, es más fácil sentirse alarmado. Sino la debes, no la temes. Sin secretos no hay nada que ocular, y había más que una súcubo queriendo ocultar su realidad.

A pesar de lo cordial y atento que el gobernador había sido conmigo, y lo abierto que se había comportado al mostrarme el cuarto de su colección, no pude evitar sentirme inquietado. Cuan amenazante pudo haber sido ese cuarto para mí al igual que para cualquier otro. Un hombre con un salón de tortura es digno de temer, más aún cuando cada noche desde que regresé a mi hogar logré conseguir libros de mi padre donde nombraban y explicaban muchos de aquellos artilugios incluyendo en su diario sus propias anotaciones al respecto de ese tema. Así como información referente al Dios Shiva, ese Dios del cual poseía su armadura. Aquel hombre tenía más secretos que ocultar que aquella habitación la cual solo era la punta del iceberg.

Leer el diario de mi padre, ver sus anotaciones con su puño y letra siempre me resultaba difícil. Incluso podía adivinar cuando este tuvo que escribir en su diario los días de absoluto dolor, acostado en cama sin mucho más que hacer poco después de la fractura de sus vertebras. Su letra se distorsionaba, se veía temblorosa y aun así se entendía su perfecta redacción, excelente y nutrida con tanta información. No podía evitar morder mis labios y contener mis lágrimas como si mi vida dependiera de ello, batalla que no pude ganar.

Quizás mi padre también poseía ese sexto sentido que le permitía saber lo que nosotros necesitaríamos a futuro y poder escribir sobre ello. Apreté mi puño sobre mis labios sin poder leer una línea más de aquella dificultosa caligrafía temblorosa. Inhalé hondo observando el techo de la habitación. Mi llanto resbalaba por mis mejillas mientras mantenía mis ojos cerrados, lleno de impotencia, rabia, rencor. Mi padre, aun, a mis casi treinta años seguía conmigo, apareciendo cuando más lo necesitaba en sus escritos.

Lo odiaba, aquel sentimiento de frustración e impotencia. Años de estudio desperdiciados. En aquel momento, apenas había comenzado a tomar mi taza de sangre cuando por mis venas ardía un fuerte sentimiento de odio. Me levanté en el acto y arrojé esta contra la pared. Ya era suficiente. Mi padre no merecía más lágrimas. Lo que él merecía, era la verdad.

La verdad sobre su cruel y sobrehumana muerte que ningún libro de medicina hasta la fecha posee, ninguna con esos síntomas vinculados. Gangrena, crisis tónico clónicas, alucinaciones, delirios, mialgia, cefaleas en racimo, en pocas palabras, muchísimo dolor...

Grité tan fuerte como pude, sosteniendo mi cabeza entre mis manos, no sé en qué momento quedé arrodillado en el suelo del salón, gritando.

Como era de esperarse, aquel grito había sido suficiente para atraer la atención de Marie, quien no se encontraba muy lejos de aquel salón, al igual que de su conyugue, a quien yo seguía sin ver con confianza. Cuidadosamente esta se acercó, en el acto intervine alzando mi mano indicándole que se detuviera. Al instante me puse de pie como si nada hubiera pasado. Esta recogió los libros uno a uno y me devolvió una mirada seria y legible... "No deberías seguir leyendo estas cosas"...

Solo sonreí, respiré profundo y pasé mis manos sobre mi cabello para apartarlos de mi rostro antes de despedirme.

—Iré a dormir...—mencioné antes de besar la frente de mi prima.

Herr de la Fontaine me miraba con confusión, preocupado y hasta aterrado. Solo posé mi mano sobre su hombro. Era bastante más bajo que yo, apenas un poco más alto que Marie quien apenas media 1,60cm.

—Que pasen buenas noches, tardes, como deseen...—me excusé, dejando a aquel par atónitos.

Apenas llegué a mi habitación, sentí una punzada en mi frente la cual se intensificó con la inmediata intervención de Marie quien había tocado a la puerta. Me hubiese extrañado más la ausencia de esta en aquella oportunidad.

—¿Crees que puedes pasar desapercibido después de eso?...—interrogó justo al abrir la puerta.

—No sé de qué me hablas.—sonreí con descaro.

Esta entró a mi habitación mirando todo alrededor como si hubiese llevado años sin entrar. Ciertamente había pasado mucho tiempo desde que no vivía en mi casa. Marie volteó a mirarme a los ojos, se le veía preocupada.

—Puedes estar tranquila...solo estoy, sintiendo el odio que deberían sentir mi hermano y tú. Después de todo, siempre he tenido que hacer todo por ustedes dos.

—No, te equivocas. ¡¿Que te hace pensar que no hemos sufrido lo suficiente?! ¡También perdimos a nuestro padre!

Miré fijamente a Marie antes de dirigirme a la puerta e indicarle que se retirara. Deseaba estar solo. Antes de irse una vez más volteó a mirarme. Tomé su hombro y mencioné.

—Tu solo se feliz. Prométemelo...

..."Lo dices como si te fueses a suicidar"...pensó con ceño fruncido, no pude evitar reír casi a carcajadas.

—Eso es algo que nunca pasará. Ni estando completamente loco.—exclamé con una sonrisa para aliviar sus locos pensamientos.


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