Capítulo 59: Desenmascarando identidades
Apenas salí de la habitación, sentí un gran peso recayendo sobre mi espalda, una presión que me molestaba para respirar indiscutiblemente tenía que ser la rabia y frustración que sentía, que más me tenía que atar, aunque me haya criado, no existía fibra de Andrew Malkavein en mi cuerpo que pudiese tenerle la paciencia necesaria a esa clase de mujer, tóxica y manipuladora. Sentía ganas de arrojar cualquier jarrón a la pared o de golpear mi puño sobre esta, quizás tirarme desde el último piso. Aquel tumor, aquel cáncer que me agotaba física y psicológicamente del cual había intentado, sin éxito, sentir algo. Bajé a la sala con intenciones de regresar a casa, si debía quedarme por lo menos debía avisar en mi casa, sin embargo, el gobernador me llamó por mi nombre desde el salón.
—Aún sigue lloviendo a cántaros, por favor no cometa una imprudencia de irse con este clima, venga a tomar una taza de café...—sugirió ofreciéndome una taza humeante entre sus manos.
A pesar de lo singular y misterioso del gobernador, aquel personaje era el único capaz de hacerme sentir en familia, demostrando conmigo una actitud paternal que solo me recordaba vagamente a la del padre que había perdido hace diez años, de la forma más abstracta posible, pero era imposible negarle una taza de aquel exquisito café, apenas al darle un sorbo pude olvidarme de todos los problemas...
No deseaba darle falsas esperanzas a aquel hombre del parche, pudiera ser muy amable y adulador conmigo, pero lo menos que pasaba por mi cabeza era desposarla, de ese modo tomé mi saco y salí, no sin antes despedirme de mi anfitrión y explicar que solo sería por un par de horas.
La verdad, es que me importaba poco quedarme o volver, donde fuera que estuviera siempre me sentiría igual de aburrido, ya comenzaba a operar de forma automática cada paciente, si bien había escampado aquella tarde, en mi mente una tormenta de ideas me perturbaban y no me dejaban en paz, no se trataba de la evidente facilidad que tenía Eleanor de manipularme, si bien no hubiese querido que lo hiciera jamás la habría dejado ni siquiera tocarme un solo pelo, pero había llegado a un punto de mi vida en el cual no sabía que hacer, en ocasiones de manera discreta experimentaba con mis pacientes con diferentes tipos de fármacos y drogas para asegurarme si algún día conseguiría un caso igual al de mi padre.
Quizás ese paciente jamás llegaría, así como tampoco la mujer indicada para mí, aquella que no tema retarme con la mirada y decirme de frente la basura de hombre que soy...
Al llegar a casa me conseguí por primera vez en meses con mi hermano, casi permanecimos dos minutos mirándonos sin decir nada, no recordaba en qué momento su cabello había crecido tanto hasta llegar hasta la mitad de su espalda, era casi estar viendo a un ermitaño no pude evitar reír al verlo, este evidentemente se vio incomodo y un tanto confundido.
—También es un placer verte, hermano...—comentó irónicamente mientras entraba a la sala.
—Como no quieras que me ría cuando pareces un indigente, te hace falta un corte de cabello, ¿sabías?
—No tengo programada ninguna cirugía que yo sepa, eres tú quien siempre debe estar acicalado para tu trabajo, el mío no me da ningún tiempo libre...
Vaya, vaya, el siempre callado Alexander tenía sus bolas bien puestas, qué más había cambiado mientras me había ido, me alegraba que de algún modo todo estuviera bajo control y habían sabido cuidarse solos.
—Profesor universitario, que bien te va eso, pero por favor no vuelvas loco a tus alumnos, no todos son genios locos como tú...me alegro de que te vaya bien, te felicito. —comenté mientras me fijaba en los libros que llevaba en sus brazos.
—Gracias, también me alegro de que estés bien y hayas logrado recibir mis cartas. —comentó haciendo una pausa. — ¿Por cuánto tiempo piensas quedarte?
—Pues, por cuanto yo desee, esta también es mi casa por si no lo recuerdas. —contesté sintiéndome ofendido. —Sin embargo, aunque desee quedarme voy de salida, vine a recoger un par de cosas y regresar a la casa del gobernador, se me ha presentado una emergencia.
—Entiendo. —musitó guardando silencio, pensativo, conocía esa mirada en él, raras veces mostraba sus emociones y mucho menos comentaba sobre ellas, apenas y decía lo necesario y en este caso su mente estaba llena de inconformidad. — Antes que te vayas, quería darte algo que conseguí hace unas semanas, pensaba enviártelo por correspondencia, pero ya que te encuentro aprovecharé para dártelo ahora...—comentó dejando sus libros sobre la mesa del comedor.
Siempre ensimismado, callado y breve, ese es Alexander. Nunca piensa demasiado en las cosas triviales de la vida y pocas veces demuestra preocupación sobre los temas que no pertenezcan a las ciencias numéricas, seguro el habría sido el descubridor del significado del universo si lo hubiese querido y no habría aceptado ningún premio nobel. El tiempo que le dedica a sus estudios siempre fue obsesivo y enfermizo, por tal cosa en muchas ocasiones tuve disputas en mi infancia con mi padre por nunca haberle quitado aquellos aburridos libros y obligado a este a jugar como un niño normal conmigo. Mi padre se reusaba, sabía lo que a él lo hacía feliz y lo respetaba tal y como era, me costó muchos años entenderlo, pero aprendí a respetarlo y acostumbrarme.
Seguimos hablando de nuestras vidas mientras este tomaba una taza de café, como era de esperarse su rutina no había cambiado en nada, posterior a esto subimos hasta su habitación, este abrió una gaveta de su escritorio y sacó una pequeña bolsa de terciopelo atada con un cordel, dejándola caer sobre mis manos.
—Seguro tu querrías tenerlo, estas lejos y nosotros tenemos suficientes recuerdos con tan solo quedarnos en casa, además, ya Marie tiene el suyo y entre tú y yo, tú tienes más posibilidades de necesitarlo.
Mi hermano me había confundido más que nunca, tanto misterio había despertado mi curiosidad y rápidamente observé de lo que se trataba, un anillo de diamante bastante fino.
—Estaba entre sus cosas junto con una foto de su esposa, parece que fue su anillo de compromiso, viéndolo detalladamente debe ser un anillo de 20 quilates de oro blanco y con un diamante rosado decorándolo.
—¿Y que se supone que haré yo con esto? —comenté con fingida sonrisa, sentí gran amargura al sospechar de las intenciones de mi hermano.
—Pues, lo que tú quieras, guárdalo, póntelo, era de papá, seguro te sentirías mejor teniéndolo tú, lo que hagas con él, es tu decisión.
A ver que mi hermano era un hombre con ideas extrañas, pero tenía sentido, verlo como mi padre lo haría, con el mismo cariño y aprecio de lo que estuvo un día en el dedo de su esposa. Ahora era mío, quizás pasarían mil años para que yo decidiera dárselo a alguna mujer. Lo vi con tanta atención como repulsión, solo existía una mujer a quien yo pudiera poner esa gema y no me apetecía en lo absoluto pasar el resto de mis días con ella, Lena necesitaba una camisa de fuerza, no de un anillo de diamantes.
Tú también necesitas de una camisa de fuerza, doctorcillo descarado...
Apenas tomé algunas cosas como un par de uniformes limpios y algunos materiales de primeros auxilios por si se presentaba alguna otra locura, quizás mi querida compañera de quirófano podría atentar contra su vida, esta vez en el cuarto de juegos que su padre mantenía oculto, ya no sabía que esperar.
—Las cosas nunca volverán a ser como antes, ¿no es así?.—comentó Alexander justo antes de dar un paso fuera de casa, se había recostado de la pared de la sala con un cigarrillo encendido entre sus labios, no podía diferir si estaba molesto o nostálgico.
—¿Ahora fumas? ¿Eso es parte de tu nueva apariencia de vagabundo sin hogar?—comenté con ironía.
—Los placeres de la vida son muy escasos para no aprovecharlos...—fueron sus últimas palabras antes de irse. Solo logré afirmar para mí mismo que tenía razón, creer que la vida dejaría de cambiar tan rápidamente como lo hacía era tan ridículo como pedirle al tiempo que se detuviese.
Claro está que existía un sitio donde el tiempo no parecía transcurrir, donde las manecillas del reloj no se movían y las flores nunca parecían marchitarse, donde solo conocía una cara de la moneda sobre aquellos que habitaban ahí, la misteriosa mansión Van Monderberg, un lugar en el que quizás solo yo veía su lado oscuro. Tuve que darme prisa en llegar aquella tarde, siempre fue una molestia sufrir de estas porfirias, más refiriéndose a mi fotosensibilidad.
Habrá sido aquella la más molesta de mis debilidades, la más limitante e intimidante de todas, el olor del ajo continúa al sol de hoy asfixiándome, carezco de sombra y reflejo, posiblemente sean esas dos las más enigmáticas y bizarras de mis características. Pero era la luz solar mi mayor enemiga, entre todas aquellas alteraciones de mi organismo, mi nula producción de melanina era mi mayor problema, el que más me había limitado en toda mi vida.
Una exposición a los rayos del sol, fuera tan rápida como fuera, solía producirme eritemas y rápidamente podrían volverse ulceras sumamente dolorosas semejantes a las quemaduras de segundo grado difíciles de sanar incluso para un ser como yo. Así es, ese siempre fue un problema.
Sin embargo, siempre logré sanar de manera acelerada en comparación a la de un humano. Pero si hubo alguien que también sanaba de forma ridículamente rápida, era nada menos de Eleanor, conseguirla de pie al día siguiente de aquella hemorragia me dejaba perplejo. Según ella, solo era para aliviar mi carga y pudiese cumplir mis guardias sin problema, del resto del día volvía a permanecer en la cama, así fue por toda aquella semana, sus mejillas pronto adquirieron su característico tono rosado al igual que sus labios y se le veía más despierta, seguro en poco tiempo ya la hallaría trabajando en el hospital corriendo de un lado a otro como siempre.
—¿Qué haces ahí levantada? ¿Volviste a retirarte la vía del brazo? ¿Qué edad crees que tienes?—reproché al entrar y verla embelesada viendo fuera del balcón de su habitación.
—Hace una tarde muy bella... ¿no te parece? —comentó recostada del barandal. Su mirada estaba fija e inmutable, casi tan vidriosa como la de sus muñecas de porcelana.
—Es bueno que te sientas animada, de otro modo tendría que quedarme...—comenté ordenando algunas cosas en su habitación, sus signos vitales estaban en completa normalidad, nada que ver con una persona que hubiese perdido más del ochenta por ciento de su sangre.
Los ojos de Eleanor se abrieron como platos al mismo tiempo que palideció su rostro.
—¿Como...dices? —musitó con sus ojos clavados a mi rostro, sus labios dejaban salir una sonrisa nerviosa que combinaba perfecto con su mirada.
—Es mi trabajo, Eleanor. Cuando el paciente mejora, el médico, se va...
—N—No sabes qué día es hoy. ¿Verdad...?.—comentó desilusionada.
—Jueves, y el día en que al fin me iré de aquí. Se buena y no vuelvas a cometer otra estupidez...
—¡Estas muy equivocado si crees que te iras! ¡NO HOY!.— exclamó en tono perturbado mientras de un jalón me tiraba al suelo del balcón, aprisionando mi cuerpo debajo del suyo.
No pude contener la impresión, mucho menos mi molestia, tenía una fuerza descomunal para ser una mujer tan delgada, sus ojos se veían desequilibrados, abiertos lo más que podía y a punto de llorar un mar de lágrimas, yo en cambio comenzaba a humear por la intensidad del sol chocando con mi piel.
—Hoy...se cumplen diez años desde aquel hermoso concierto donde te vi por primera vez, el día que cambió mi vida, para siempre...—musitó dejando caer lagrimas sobre mi cara, sin embargo no fueron lo suficiente para detener las ardientes úlceras que comenzaban a generarse en mi rostro y parte de mis brazos descubiertos, ¿de dónde había sacado tanta fuerza aquella mujer?, la siempre sumisa Lena me había dominado en un solo instante poniéndome por debajo de su cuerpo, clavando sus uñas en mis muñecas sin dejarme mover más que mis piernas con la esperanza de liberarme, sus ojos permanecían cerrados llorando impidiéndole ver lo que ocurría con mi dermis la que se calcinaba segundo a segundo, hasta que ésta los abrió lentamente.
—Te dije que me soltaras, Eleanor.—amenacé con tono serio.
Ésta volvió a abrir sus ojos llena de asombro quizás al ver mis frescas quemaduras y de inmediato, perpleja, se hizo a un lado, no sin dejar de observarme confundida. Como pude me levanté y entré a la habitación con cuidado de no tropezar las ampollas que el sol me había causado, mi piel seguía humeando, cocinándose ante aquella breve exposición solar, solo me quedaba un mar de preguntas y explicaciones que no deseaba dar.
—No puedes irte...—musitó con voz quebrada. —¿Cómo es posible que tu piel se lesione tan severamente?
—Ese no es tu problema...—musité.
—¡No puedes irte! Mírate, si sales así terminarás de calcinarte, ¡necesitas atención! —exclamó levantándose en el acto. Rápidamente la tomé por los hombros y la puse contra la pared. Ya estaba harto, aquella insistencia solo hacia quererme largar más rápidamente.
—¿Qué eres?....—cuestionó con mirada perturbada.
Aquella pregunta me había hecho reír entre dientes con completa amargura.
—Tal vez sea eso lo que necesites saber para que me dejes en paz...—contesté enfocando mi mirada en la pared vecina, haciendo un mohín para que esta se fijara por sí misma en lo que ningún sentido de la lógica podría comprender.
Bastó un minuto para que el rostro confundido de Eleanor se horrorizara y su respiración se agitara, en aquella alumbrada pared solo se plasmaba la sombra de una sola persona, no la mía precisamente. No tenía sombra, al igual que reflejo, cuyo espejo casualmente estaba justo en frente de ella y solo dejaba ver su espantado rostro. Mis manos estaban clavadas en cada lado de su cabeza contra la pared, por más incómodo que fuera el dolor de sentir las úlceras aplastarse contra ésta, a aquella mujer debía quedarle claro que no debía jugar conmigo.
—No eres humano...—musitó con voz temblorosa, sus labios temblabas al igual que el resto de su cuerpo, su respiración estaba agitada y sus ojos desbordaban un rio de lágrimas sin parpadear ni un solo momento.
Al decir aquella frase tomé su rostro entre mis manos y clavé mi mirada en sus ojos, aquellas lagunas grises, grandes y expresivas cuan muñeca de porcelana, presioné mis manos sobre sus mejillas y la adentré al loco mundo que yo conocía, a mis recuerdos, desde el momento de mi nacimiento, todos aquellos recuerdos que ponían en evidencia mi falta de humanidad, los innumerables vasos llenos de sangre, aquellas heridas graves sanadas a la perfección en segundos, mi breve muerte en la carrera de caballos. Sus uñas una vez más se clavaban en mis brazos intentando parar aquella despersonalización, las imágenes de una vida que no era la suya cruzarse por su mente como la ilusión que era.
—¿Que harás al respecto? Licenciada Van Monderberg...—comenté con ironía mientras comenzaba a sentir como mi piel iba regenerándose lentamente.
—¿D—De qué hablas?...—musitó quebradamente, sus cejas no dejaban de moverse como si de un tic nervioso se tratase.
—Quiero decir, mi querida Eleanor, que existen innumerables términos para definir lo que soy, el más común, querida mía, es efectivamente, vampiro, chupasangre, hematófago o como me gusta llamarle...monstruo... ¿qué acaso no temes de mí? ¿Que yo pueda beber cada mililitro de tu sangre y la de todos en esta casa e irme sin dejar rastro para los policías? ¿No te aterra convivir con un ser de otro mundo?
—¿Y eso qué?...—comentó con sorprendente tranquilidad.—Eso no cambia nada. Si es por lo que tengo que pasar para que permanezcas a mi lado, mi sangre te pertenecerá cuantas veces lo desees, puedes dejarme sin un solo aliento de vida y llevarme contigo por el resto de tu eternidad, si eso te sirve de algo, eso me haría muy feliz...—comentó con emoción, sus ojos seguían abiertos, pero esta vez se veían decididos, no pude evitar sentirme irritado y perturbado.
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