Capítulo 57: Cada cosa en su lugar
—¿Como procedieron las cosas con Eleanor? ¿Seguías viéndola como objeto de tu deseo o razonaste más sobre tu futuro y comenzaste a verla como una posible compañera?
—Sí y no. A pesar de lo tentador que era tenerla cerca, sus abrazos y susurros a mi oído, mi debilidad me impedía hacer otra cosa que no fuera trabajar y dormir... del resto me quedaba en casa leyendo algún libro de aquel cuarto rojo.
—Entonces, no volviste a intimar con Eleanor...
—Pues...Después de aquellos síntomas, vinieron unas fuertes migrañas que solo podía tolerar para ir a trabajar. No te mentiré. Seguía deseando a aquella mujer, aquella voz llena de inocencia susurrándome cuanto me amaba con aquellos labios rojos que besaban de punta a punta mi cuerpo.
Una vez el gobernador nos invitó al teatro a ver el estreno de la obra Las Metamorfosis del poema de Ovidio, aquella noche se presentaría el mito de Pigmalión y Galatea. Tenía un palco reservado para él y su hija. Él y ella se veían como si estuvieran en la comodidad de su casa, yo no podía evitar sentirme nostálgico, deseando que aquella aburrida y absurda obra terminara. Tenía sentido por qué Lena era tan dramática con sus sentimientos, para ella yo era como Galatea, una estatua fría e insensible de la cual ella se había enamorado perdidamente sin ninguna razón lógica.
—Quizás más bien, yo soy Pigmalión, buscando la perfección que no existe en alguien que quizás algún día yo mismo tendré que crear, quien sabe...
—El efecto Pigmalión... es interesante que lo menciones, es uno de mis temas favoritos de mi carrera...El creer tanto en un objetivo que se es capaz de lograrlo, solo teniendo fe en ello...
—En mi especialidad, a eso le llamo efecto placebo. —reí.
Sin embargo, poco duró mi comodidad con Eleanor en el teatro, quien no dejaba de tomarme la mano y recostarse de mi hombro, al salir de este, lo primero que pude ver al cruzar la calle fue a un par de niños más o menos de unos seis años hurgando la basura. El estómago se me revolvió en el acto, el gobernador ya había subido al coche, yo en cambio me tomé la libertad de sacar un billete de mi pantalón.
A punto de acércame a estos, sentí como Lena tensaba mi brazo y se aferraba a éste con fuerza. Al voltear al verla, ésta había escondido el rostro contra mi brazo, mirando la escena con incomodidad.
—Por favor, no lo hagas. Siempre me ha dado miedo ese tipo de personas...
—¿Qué dices?
—Siempre miran de una manera extraña, se ven tristes, huelen mal. No me dan confianza...—susurró a duras penas sin despegar los labios de mi brazo. —No creo que debas acercarte.
Yo solo chasqueé con mi lengua y puse mis ojos en blanco a tan absurda declaración. Me pareció un juego bastante estúpido hasta que al intentar acercarme esta clavó sus uñas y me miró fijamente, casi suplicante.
—¡Ya suéltame! Me lastimas. —ordené arrancando mi brazo de su agarre.
Caminé con propiedad hasta los niños y no solo les di el dinero que pensaba darles sino además aumenté la cifra, observando la cara de reproche de Lena. Aquella demostración la hubiese esperado quizás de la fanfarrona Marie aunque al pensarlo, mi prima siempre donaba sus juguetes viejos y alguna ropa a la caridad. De una enfermera a tiempo completo aquello me parecía una incoherencia.
Ésta tan solo volteó a mirar el suelo con decepción frotando sus manos. Pasé mi brazo por encima de su hombro y pude sentir su cuerpo tensarse, incomoda. Reí para mi mismo mientras subíamos al coche con su padre.
—No debiste darle tu dinero a unos desconocidos. —musitó
—Eleonor...—intervino su padre con seriedad.
—¡Es la verdad! ¡Has trabajado demasiado duro para tener todo lo que tienes! ¿Como puedes malgastarlo de esa manera?
—No le haga caso a mi tonta hija, doctor. Ya estas cansada querida, será mejor que te calles. Mas bien dinos ¿Qué te pareció la obra?
—¡Si deseas hacer caridad puedes darle ese dinero al hospital o trabajar a honores!
Si bien me había contenido gracias a la presencia del gobernador, aquello ya era el colmo.
—Yo hago con mi dinero lo que mejor me plazca. Y donárselo a ese infernal lugar solo serviría para llenarle los bolsillos al director.
—¡Pues si sus padres eran pobres no debieron traerlos al mundo en primer lugar!—sollozó
Lena entonces se había vuelto un mar de lágrimas que ni yo mismo comprendía. El gobernador apenas se limitó a reír mientras negaba con su cabeza. Las lagrimas bajaban por sus manos mientras cubría su cara cayendo sobre su falda, por lo que saqué un pañuelo de mi traje, pero al tendérselo ella lo rechazó, sacando de su falda un pañuelo blanco con encajes y un grabado con las letras EVM. Eleanor Van Monderberg.
Las cosas siempre terminaban igual, justo cuando Lena me daba la ilusión de conocerla, se trataba de eso, solo una ilusión que no hacía más que confundirme, quizás era yo quien deseaba ver más de lo que ella podía enseñarme y no me había dado cuenta, tenía una forma muy particular de ser, tan dedicada y preocupada en su labor, pero tan fría y dura en ciertas ocasiones. Quizás también portaba una máscara invisible, yo no tenía moral para juzgarla, en un momento estaba salvando vidas en el quirófano, en otro bebía la sangre de los pacientes terminales y robaba bolsas de transfusiones sanguíneas.
Vivir con una mujer nunca es sencillo, Marie me lo había demostrado por años, sin embargo ella era un libro abierto, compleja para cualquiera que no estuviese acostumbrado, para mi todo lo que hiciera y decidiera me parecía predecible, Eleanor de cierta forma, no lo era.
Siempre que pasaba a leer por la habitación roja, llegaba al cuarto de Lena, cerrado y a oscuras. Cierto día ésta había salido con su padre, yo me había quedado dormido, supongo que pensaron que era mejor no molestarme, dadas las circunstancias de mis síntomas los cuales disminuyeron en poco tiempo.
Aquel día me tome las molestias de pasar hasta el cuarto rojo a buscar algo que me pareciera interesante de leer, el gobernador tenia de todo, incluso conseguí el vademécum y muchos libros de medicina que supuse pertenecían a Eleanor y sus años en la universidad. Sin embargo, al ir hasta mi habitación, conseguí la puerta del cuarto de Lena entreabierto, ya había estado ahí en ciertas oportunidades, como siempre sus tétricas muñecas miraban fijamente hacia la cama desde la repisa, me dispuse a cerrar para después irme, sin embargo, por obra de brujería, o quizás del destino una de las muñecas cayó al suelo, al verlo pude sentir escalofríos, me dirigí a recogerla, justo antes de ponerla en la repisa junto a las demás, conseguí debajo de ésta algo que me llamó la atención.
Pisadas debajo de los pies de una de las muñecas se hallaban varios sobres firmados con una letra particularmente conocida.
Al tomarlas y verlas de cerca, me quedaba muy claro todo. Tenía sentido, sentí la rabia atravesar mis entrañas. Cartas de parte de mi hermano desde pocos días después de mi partida, una carta por semana, todas preguntándome con gran preocupación sobre mis condiciones, tenía sentido porqué aquella ultima él escribía de una forma tan fría y breve, habría pensado que seguía molesto o había cosas más importantes para mí.
Me tomó hora y media leer toda la correspondencia que Eleanor había escondido, al ser un vampiro no estaba despierto durante el día, momento en el cual ella guardaba cada carta apenas atravesaba la puerta. Me sentí inevitablemente fúrico y mal de haber preocupado así a mi hermano, mi familia, el único que demostraba real preocupación por mí. Aquel fue tiempo suficiente para que arreglara mi equipaje para volver a mi hogar y la familia Van Monderberg llegara.
Me arreglé con total paciencia y respiré un par de veces antes de salir con mis maletas en mano. No pude evitar reírme de mi mismo, no deseé hacer escándalo, al llegar a la entrada los vi a ambos comenzando a cenar en el comedor, faltaba poco para que anocheciera, dejaría las maletas en casa y me devolvería al trabajo sin tocar el tema, sin embargo una vez más el detallista gobernador me interrumpió.
—¿Va usted a algún lugar doctor Bloodmask?...
Yo quien apenas había puesto la mano en la perilla con intenciones de pasar desapercibido, tuve que suspirar con pesadez antes de decir alguna palabra
—Veo que a usted no se le escapa nada señor van Monderberg.— suspiré esforzándome por sonreír educadamente.
Lena de un salto se levantó y caminó hacia mí con mirada insegura. Ya yo había salido cruzando el jardín, esta me seguía como mi fiel sombra, sin ánimos de darle explicaciones ni siquiera volteé a mirarla.
—¿Vas a irte justo ahora? ¿Que solo falta un par de horas para nuestra guardia? ¿A dónde piensas ir? Llegaras tarde al trabajo. —insistía siguiéndome.
—Soy un adulto, Eleanor, se bien como aprovechar mi tiempo y qué hacer con él, pero me temo que ya no hay nada que me permita quedarme aquí, agradécele por favor a tu padre por su hospitalidad y se educada y permíteme marcharme...
—P—Pero ¿sucede algo? ¿Hay algo que yo no sepa?
—No lo hagas más difícil, y permíteme irme...—musité enseñándole el paquete de cartas que llevaba en el interior de mi bata. Eleanor palideció más que de costumbre. Sus iris se mecieron tratando de entender en qué momento había pasado todo. Ésta sin embargo agachó su mirada y con voz tenue musitó.
—T—Te juro que...no sé de dónde has sacado eso...
No pude evitar reprochar con mi cabeza, una risa sarcástica salió de mis labios.
—A ver que eres más falsa que las muñecas que están en tu habitación, ellas por lo menos no temen pisotear lo que me pertenece, te pedí que no te metieras en mis asuntos...
—Entiende que solo impedí que te volvieras a un lugar donde no te comprenden como yo si lo hago...
Aquello había sido el colmo para mí.
—¡Te advertí que no te metieras en mis malditos asuntos! Estás muy equivocada si pretendes separarme de mi familia.
—¿Qué demonios ha hecho tu familia por ti más que darte dolores de cabeza? ¡No lo entiendes! ¡Aquí tienes todo lo que necesitas, yo te necesito Adam! No te puedes ir y dejarme, ¡este es tu hogar! —gritaba mientras yo atravesaba el resto del jardín. Justo antes de cruzar la reja para irme, sentí una mano posarse sobre mi hombro.
Al girarme, tal como lo supuse, se trataba del padre de Eleanor, quien se veía serio por primera vez, este bajo su mirada y susurró a mi oído.
—No soy nadie para pedirte que disculpes a mi hija, no tengo por qué interferir en sus asuntos, Lena siempre ha sido una niña estúpida, pero quiero que sepas que las puertas siempre estarán abiertas para usted. Doctor.
—Gracias, lo tomaré en cuenta...—respondí sin verlo al rostro.
No sabía lo que realmente me molestaba. Había intentado enamorarme de una mujer que para los ojos de muchos era la mujer perfecta, crear una Galatea desde la figura de la hermosa Lena, muchos hombres habrían sentido envidia al verme con ella, habían sido muchas las ocasiones en que no podía conectar con su forma de ser, éramos dos extraños encaprichados el uno con el otro.
Apenas llegué a casa, una sorprendida Marie abrió la puerta parpadeando un par de veces.
—Hola...—saludé con ironía al ver su incredulidad.
—Bien...venido...—mencionó ésta mientras cruzaba el salón para subir a mi habitación.
Heissman rió.
—A ver que esa Marie... no logro verte en ningún otro lugar alejado de tu circulo o, mejor dicho, triangulo familiar, no concibo entender como lograste resistir tanto tiempo lejos de tu hogar...
—Ni yo mismo se cómo, la curiosidad por los secretos de la casa Van Monderberg eran suficiente para atraer mi atención, y el hospital me quedaba ridículamente cerca.
—Dudo que no hayas extrañado a tus hermanos, a pesar de sus discusiones, se nota que eres un hombre capaz de tolerar a una mujer como Marie.
—Je, quizás es un talento innato... Karen no le ha perdido pisada.
Volvió a reír...seguro estaba de buen humor.
—A ver qué personaje más interesante esa Marie, por desgracia, ha finalizado nuestra sesión...—mencionó presionando su cigarro sobre el cenicero y levantándose de su asiento para despedirse.
—Pero que rápido pasan las horas...—comenté observando mi reloj de bolsillo. —apenas siento que fue hace un segundo que terminé de halagar a tu secretaria.
—Si sigues molestando a Rose me quedaré sin secretaria...
—¿Como quieres que eso no pase? Tienes una despampanante mujer con labios de azúcar en tu recepción. —comenté en voz alta al ver a esta en el vestíbulo del consultorio.—¡Llámame, lindura!.—exclamé mientras Heissman me empujaba fuera, ella solo me miraba con el mismo desprecio de siempre.
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