Capítulo 52: sucumbiendo ante el fruto prohibido parte 1


Eran pasadas las seis de la mañana, mis ojos comenzaban a cerrarse por sí solos y mi cabeza dolía incesantemente a causa de tanta presión, lo único que hubiera deseado era un poco de paz y silencio.

Sin embargo, una vez más, algo frustró mis planes...

El sonido de un piano, tan lejano como cercano, no sabía si era producto de mi imaginación aturdida por el cansancio o el piano del salón tocándose por sí solo.

Invierno. De las cuatro estaciones de Vivaldi, nada más perfecto para acompañar aquella ingrata migraña, no solo tener que oírla, también de una manera casi agresiva salir de las teclas que parecían más bien golpeadas con frustración, ahora que lo recordaba, vino por si sola a mi memoria la escena de aquellas mascaras en el baile de año nuevo, todas de apariencia vacía y misteriosa, inexpresivas y perfectas... no pude evitar la curiosidad y bajar a ver quién torturaba el bosendorfen de la sala.

La mansión se encontraba más oscura que de costumbre, para haber sido esa hora de la mañana al menos pude haber esperado mayor tono de luz escaparse por entre las cortinas. Como lo esperaba, el sonido se hacía más fuerte y repetitivo, estaba nada menos que presenciando en vivo un concierto de piano en plena casa, de la manera más agresiva y rápida que pudiera haberse tocado aquella sinfonía, me acerqué con lentitud hasta las escaleras, no podía sorprenderme demasiado de quién se trataba, no es que hubiese vivido demasiada gente en aquella casa, no fue mi impresión al verla a ella sentada tocando el piano, era una mujer culta, su padre, evidentemente un controlador aún más perfeccionista que yo, y además, ella, una ferviente amante de la música. No fue eso lo que llamó mi atención, sino la sorpresa al llegar al final de las escaleras, de verla ahí sentada, desnuda, con apenas sus lacios cabellos cubriendo poco de lo mucho que se podía ver.

Cuanta facilidad tenía esa mujer de provocarme. Quizás yo había perdido un manual de uso el día que nací y ella lo había hallado, pues sus tácticas para verme la cara eran excelentes. Muy lejos de alagarme o hacerme sentir cómodo a su lado, llegaba a perturbarme.

Si bien la casa se encontraba en total oscuridad, podía ver perfectamente bien la silueta de una paralizada Lena quien había dejado de tocar justo al sentir mi presencia, lo único que iluminaba precariamente el salón era el fuego de la chimenea, que si bien no lograba calentar el frio ambiente que hacia esa noche, si resaltaba con su luz todos los atributos femeninos de mi anfitriona.

Sus ojos de por sí fijos y grandes me veían más vacíos que nunca, sus labios rojos estaban entreabiertos con una mueca de profunda inocencia, y el destello de la luz de la chimenea daban un aspecto anaranjado a la pálida y perfecta piel de su cutis, parecía no tener ni un solo poro, lisa y sin una sola mancha, ni siquiera un pequeño lunar o peca, nunca había visto nada igual, de hecho parecía primera vez que me fijaba en su cara, pero realmente era la única forma de no fijarme en todo lo demás que estaba expuesto ante mis ojos.

Tragué en seco evitando que los pensamientos lascivos me llevaran a cometer lo que desde un principio estuve evitando.

Cómo resistirme, si mis bajos deseos siempre me habían sometido, desde mi primer día en este mundo, mis instintos me obligaban a beber sangre, la muerte era parte de mí, entre cada víctima que mis venas aclamaran, como un torrente ardiente estas pedían por más, del mismo modo como ardían en ese momento. En mi adolescencia, la lujuria no era algo de lo cual tampoco podía escapar, cada tarde, cada noche de concierto, celebraba entre los brazos y las piernas de cualquier chica incauta a la que pudiese hipnotizar, esperando como una asquerosa tarántula atrapar cualquier presa para devorarla, no sin antes hacerlas mías. Siempre fui un esclavo de mis debilidades, como si ese fuese el precio a pagar por todas mis habilidades, mi cuerpo y mi mente pedían a gritos desesperados que complaciera mis más sucias fantasías, tan carnales como las de cualquier humano, pero diez veces más desesperantes.

Lo único que me había mantenido al límite de mis deseos fueron las palabras de mi padre, la promesa que yo había hecho a uno de sus últimos consejos. La mujer a la que yo mereciera no iba a caer en mis trampas, tampoco podría ser mi presa, la mujer que me perteneciera estaría conmigo aun a pesar de mis defectos, no sería aquella que yo eligiera para satisfacer mis necesidades, sino aquella por la cual yo lucharía en satisfacer las suyas. Deseaba que sus palabras se hicieran realidad algún día. Al sol de hoy sigo creyendo en ese amor incondicional entre él y Emily, sin egoísmos ni rivalidades. Eleanor no era una mala mujer, si bien era cierta su extraña capacidad, que siempre estaba vigilándome, debía admitir que a su lado me sentía menos solo, como si entre ambos llenáramos nuestros vacíos.

Un escalofrío invadió mi piel cuando ésta se levantó del asiento. No me había dado cuenta entonces de lo reluciente de aquel piano, aunque me arrancara los ojos en ese momento, era imposible no verla. Su piel era exactamente igual de lozana en el resto de su cuerpo, su cuello aún más largo de lo que se veía con su uniforme, me invitaban a las más viles tentaciones, como si sus venas latieran listas para ser atravesadas. De una delgadez increíble, se veía muy frágil, como si de una caricia pudiese romper sus huesos. Sus pechos a pesar de su pequeño tamaño se veían apetitosos, con dos pequeños y rosados pezones decorándolos, removiendo la poca cordura que me quedaba en ese momento. A medida que ésta caminaba paso a paso hacia mí, pude fijarme de sus largas piernas, no sabía con exactitud si hacerla mía de una vez o beber toda la sangre de cada parte de su cuerpo, no sin antes saborear aquella perfecta piel de porcelana.

Sin embargo, quien caminaba hacia mi tenía que ser una estatua de venus, su rostro seguía inexpresivo, inequívoco e indescifrable. Por más sereno e inexpresivo que me mantuve, podía sentir como mi sangre se espesaba como la lava hirviendo entre mis vasos sanguíneos, se apoderaba de mí una fuerte sensación de deseo que no podría esquivar por más tiempo. Ésta a pocos centímetros, entrelazó sus brazos alrededor de mi cuello a la vez que apretaba su pecho contra el mío. El suave tacto de su tibia piel, en relación con la mía me generó escalofríos. Poco a poco subió su pierna y frotó su muslo contra el pantalón de mi uniforme, realmente su cuerpo era suave incluso debajo de la tela podía percibirlo, un quejido salió de mi garganta, bajo ninguna circunstancia había dejado de mirarla.

Me sentí petrificado, temiendo que con un mal movimiento su hechizo se desvaneciera o pudiera despertar del más excitante sueño. Lena acercó su boca hasta mi cuello, besándolo con tal lentitud que pude sentir mi piel arder tras un rastro de su lápiz labial hasta llegar al lóbulo de mi oreja el cual acarició con la punta de su nariz, pero fue su aliento cercano a mi piel lo que me hizo enloquecer aún más que las palabras que expulsaba de su boca.

-Creo que es tiempo de ser más sinceros con lo que sentimos...

Me había dejado claro que toda mi excusa se había derribado como un castillo de barajas, sin pensarlo un segundo más tomé su cuello con violencia y deposité sobre sus labios el beso más desesperado que pude darle.

Había enredado mis dedos entre su cabello con tanta fuerza que dejó escapar un gemido de dolor, abriendo sus labios para darme la bienvenida a un beso aún más frenético. Mi lengua luchaba contra la suya en ver quien dejaba sin aliento al otro, o por lo menos en privarla de oxígeno suficiente como para que sus ideas se desvanecieran y se dejara caer en mis expertas manos quienes ya habían recorrido su cuerpo, en busca de su calor corporal el cual se colaba por cada poro de su piel.

Se movían solas, deseosas y desesperadas por no dejar ni un solo centímetro de piel por explorar, rozando con la yema de mis dedos por el interior de sus muslos haciendo que esta mordiera de mis labios y ahogara sus gemidos entre estos. Pero no era sino la alta temperatura de su entrepierna lo que más me atraía, sin darme cuenta de cuando me había acercado tanto hacia esa zona mientras empujaba su cuerpo hasta chocar contra las teclas del piano las cuales dejaron escapar unas cuantas notas. En el acto ambos nos separamos para tomar un poco de aire, aun con la respiración agitada, no creo que hubiera podido disimular el deseo que se reflejaba en mi rostro, pero el de ella seguía impecable, inocente.

Me colmaba, me sacaba de quicio esa expresión imborrable de improfanable inocencia. ¿Es que acaso no sentía? Claro que lo hacía, sus reacciones demostraban todo lo contrario a aquella cara angelical. Estaba en presencia de un demonio, y yo, de haber tenido alma se la hubiese vendido.

-¿Sucede algo?-intervino con un tono un tanto preocupado.

Volví a fijarme en sus labios, se había corrido su lápiz labial y manchado toda su quijada, el impulso no se hizo esperar, me tentaba a seguir el rastro de ese camino rojo con mi lengua hasta que esta se perdiera entre sus piernas. Acerqué entonces mi boca hasta la suya y toqué con la punta de mi lengua desde la comisura de sus labios, en seguida dejó entrecerrar sus ojos, sosteniendo mi cabeza entre sus largos y huesudos dedos, arañando suavemente mi nuca con sus uñas.

Seguí el recorrido bajando por su mandíbula, acercándome cada vez más hasta aquella zona tan prohibida y seductora para mí. Su cuello era terso, dulce y perfumado, la más extasiante de las combinaciones, pero lo más importante, era tibio. La sangre de sus arterias corría con demencial velocidad, producto a su excitación, que podía sentirlas palpitar con el suave roce de mi lengua, como agua hirviendo que busca soltar su vapor, me incitaba a aliviarla e insertar mis colmillos en él y vaciar su existencia en esa misma noche.

La temperatura de la sala descendía lentamente, se avecinaba una tormenta y el sonido de los truenos hizo que esta clavara sus uñas en mi espalda a su vez que rodeaba con sus piernas mis caderas. Sin embargo, si había algo que no descendía era la temperatura de nuestros cuerpos. Mi erección me mataba entre aquellos apretados pantalones blancos de mi uniforme.

Mordisqueé un poco su cuello para oírla una vez más gritar, cuidando que mis colmillos no perforaran su piel, pues si la sangre que por tanto tiempo ansiaba probar brotaba de esta como un manantial, todo terminaría ahí y no podría satisfacer el deseo sexual que sentía aquella noche. Bajé lentamente entre besos por su clavícula hasta que pude oír claramente los latidos de su corazón, iban tan acelerados que parecía quererse salir de su pecho, Lena agonizaba por más placer en su virginal cuerpo.

Tomé entre mis manos aquellos pequeños pechos los cuales entre el frio tacto de mis manos no evitaron endurecer. Lena volvió a gemir. Seguí mi recorrido con mi lengua por la suave piel de sus pechos, llegando a capturar uno de sus pezones entre mis dientes mientras con la otra mano seguía acariciando y pellizcando el otro.

-¡P-Por favor-D-Detente!-gimió con dificultad. Mala elección de palabras.


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