Capítulo 109: Migraña mortal
Heissman entrelazó sus dedos tomando una larga bocanada de aire. Se recargó en sus codos sobre el escritorio y comentó.
—¿Que más dijo el fiscal?
—Nada de esto se lo dije al fiscal...—señalé.—Él ya había hecho su trabajo, tenía sus razones para inculparme, yo solo seguí respondiendo su interrogatorio sin necesidad de contar detalles...
El fiscal se había acercado hasta mí, recostando su antebrazo del estrado, mirándome como un león a su presa.
—Entiendo. ¿Y qué me dice entonces, del doctor Conrad Rosenzweig? Debe sonarle el nombre, puesto que fue uno de sus más exigentes profesores en la universidad...
—Se equivoca. No fue uno de mis más exigentes profesores. Fue el más exigente...—corregí.— Rosenzweig era lo que cualquier alumno describiría como un auténtico hijo de puta.
Los ojos de Marie se abrieron sorprendidos ante mi respuesta. El fiscal me miró con una ceja arqueada y una sonrisa viperina, afirmando su teoría del rencor que me azotaba desde mis días universitarios.
—Pero no se equivoque, yo no puse ni un solo dedo sobre Rosenzweig. Por donde se le mire, su muerte fue un indudable suicidio...
Heissman nuevamente se recostó sobre el escritorio, me recordó su mirada a la misma del fiscal.
Conrad Rosenzweig era un miserable. Si buscabas hijo de puta en cualquier diccionario seguro saldría una foto suya. Un hombre inmerso en su propio mundo, orgulloso de las alabanzas de muchos, como de las malas opiniones de otros. Era de esos hombres que juran poder limpiarse el culo con las críticas de la gente. Muchos de estos éramos sus alumnos, los que veíamos una de las peores facetas del neurólogo. Rosenzweig era un hombre divorciado, supuestamente su esposa lo había abandonado por su obsesión al trabajo. No se le podía negar, el infeliz era un genio en su especialidad, con veinte años de trayectoria había podido estudiar y desarrollar teorías sobre neurociencia que hoy día se siguen utilizando. Pero en el aula era un auténtico malnacido. De esos que piensa que con mostrarte imágenes inentendibles sobre neuronas y sinapsis ya es suficiente para evaluar en un examen de veinte preguntas. Los libros no explicaban a fondo sus teorías y basaba sus clases en experiencias personales de una trayectoria de veinte años, básicamente, debíamos pensar como él para aprobar. Definitivamente era mi materia más odiaba, y para la que más me preparé y decidí especializarme posteriormente.
No fue difícil hallar con él. Como todo hombre egocéntrico, por si fuera poco, médico de renombre, un día ofreció una conferencia en el auditorio universitario donde asistieron otros grandes de la medicina de toda Europa a alabar sus nuevos hallazgos. Mi hermano en su santo sepulcro se habrá sentido en paz, pues sus aportes no quedaron menospreciados. Alexander era un hombre tímido, pero lo que pocos sabían era de su capacidad para la investigación, me impresionó conseguir en su habitación tantos recortes y notas con contenido interesante, entre las notas que llevaba en una de sus libretas, bien oculta en un archivero. Una demanda por indemnización hacia el importante neurólogo. En resumidas cuentas, el documento hablaba sobre el indebido uso de fármacos aún sin probar por los laboratorios a sus pacientes, dicho de otro modo, por usar a sus pacientes de conejillos de indias para probar drogas nuevas y en la mayoría de los casos, los efectos secundarios eran severos, y el efecto farmacológico era nulo. Rápidamente comencé a unir los puntos, Alexander me había dejado el trabajo casi hecho del todo, como quién une un rompecabezas y deja la última pieza para que alguien lo termine. Justo detrás de aquel informe yacía una receta médica firmada por él. En ésta iba recetado un fármaco para tratar los trastornos medulares. Un tratamiento inmunosupresor que, para la época, no se probaba en humanos...
No hacía falta saber mucho sobre fármacos, apenas recordar un poco las clases que ese payaso impartía, para saber que mi padre había sido también parte de sus ratas de prueba. Ni siquiera el medicamento me sonaba y dudo que hoy en día exista, mi padre en cambio siempre se quejó de dolor y la paresia lumbar no mejoraba. Fácilmente la eminencia médica supo salir libre gracias a buenos abogados, entre estos incluidos, el siempre servicial Francis Shubert. Por poco pensé, que, si este había logrado salvar de prisión a Rosenzweig con cargos de negligencia y comportamiento antiético, quizás yo también podría salir libre de mis acusaciones.
"Como no..."
Después de saber toda la verdad respecto a él, no pude evitar asistir a aquella "interesantísima" conferencia. Me moría de ganas de ver sus nuevos hallazgos de neurociencia y como exponía los casos de sus pobres víctimas. Yo me antojé de ir vestido íntegramente de negro, con un sombrero de copa y el bastón de mi padre. Llevaba una bella sorpresa para el "profesor" que quizás le traería recuerdos, de algún modo.
Y así fue, como cualquier aburrida conferencia, todos lamían las suelas del otro, charlaban y bebían vino mientras competían sobre quién tenía las anécdotas clínicas más inverosímiles. Pronto pude notar a Rosenzweig quien iba bajando las escaleras del auditorio hacia el salón de reuniones. Todos dejaron de charlar para darse media vuelta y aplaudirlo por su "extraordinaria ponencia". El rector de la universidad se acercó a darle la mano, y entre dos alumnos se le hizo entrega de una placa conmemorativa por todos sus años de trayectoria profesional. Este sonrió con soberbia con un tabaco encendido en su boca, placa que colgaría frente a la cama de su cuarto para verla cada noche antes de dormir, al menos fue la idea que albergó sus pensamientos y fácilmente pude leer.
Igual que los demás, aplaudí su premiación mirándolo fijamente. Llamándolo con el pensamiento, insistiendo en su mente como un llamado necio que repetía una y otra vez "congratulaciones, profesor", éste comenzó a buscar entre los presentes con su ceño fruncido, de quién podía ser aquella voz que lo llamaba insistentemente, a pesar de oírla desde su nuca, nadie alrededor suyo mencionaba palabra. Pronto logró vislumbrar un personaje poco común parado bajo la profundidad de una esquina del salón, fueron sus ojos los que más llamaron su atención. Al comienzo le costó trabajo enfocarme, sin embargo, frunció su ceño intentando reconocer de quien me trataba. Así era como expresaba mi irritación al notar como mis enemigos no la habían pasado tan mal durante aquellos años, aquel miserable negligente quien no hizo otra cosa que administrarle placebos a mi padre recibía una condecoración por haberlo llevado a la tumba con sus diagnósticos presuntivos, se sentía realizado tras haber aplastado a la mosca fastidiosa de la que todo el mundo hablaba en los congresos médicos por su sentido de ética y le había robado su fama. "Solo era un cirujano, no podía ganar más que un neurólogo"
Terminada la ceremonia, crucé al pasillo adyacente, donde otros médicos seguían conversando, ésta era la zona de fumadores, muchos llevaban a sus mujeres del brazo, con sus vestidos vaporosos de raso y sombreros que hacían juego, éstas enganchadas a ellos como un candado irrompible. Rosenzweig bajó las escaleras, disimuladamente despidiéndose de todos ahí, me siguió con la mirada, y pronto con sus pies. Comenzó a abrirse paso entre los demás. No era la curiosidad lo que lo movía, sino más bien, la angustiante sensación de estar viendo un fantasma. Mis habilidades de intangibilidad me facilitaban las cosas cuando la gente me bloqueaba el paso, tan solo tenía que pasar entre las paredes y colarme entre las sombras para salir sin problemas de los lugares concurridos. Para este no fue tan fácil, sin embargo, una vez conseguido, me paseé por los pasillos hasta guiarlo como un espíritu del más allá hasta una oficina. Éste titubeo un poco antes de abrir la puerta, pensando qué demonios estaba haciendo, pero nuevamente su impulso y curiosidad no le permitieron pensar con lógica. Abrió la puerta esperando que su mente le jugara una broma. Pero ahí estaba. Una alta figura oscura vestido íntegramente de negro, con una máscara de la peste puesta sobre su rostro.
Su cara se transfiguró casi de inmediato sintiendo la necesidad de huir, sin embargo, su miedo no se lo permitió al momento. Lentamente la figura removió la máscara con mucho cuidado. Peor fue la impresión para el médico quien musitó con tono incrédulo el nombre de quien llevaba puesto el disfraz.
—...Andrew...
Aproveché a transformar mi rostro en el de mi padre y así notar el pánico en mi presa. No pude evitar sonreír, "era imposible que fuera Andrew Malkavein, su espalda estaba demasiado erguida como para sufrir una lesión incurable, el cuerpo había sido cremado"...eran algunos de los pensamientos de éste.
Nuevamente, aquellos recuerdos de la reunión de aniversario surgieron, esta vez en su mente. La misma película en blanco y negro mal conservada y que saltaba en ciertas partes. Aquella noche de risas y críticas donde el solo recordaba haber estado fumándose uno de sus tabacos más costosos. "Ese infeliz gana como un especialista" "¿Si es tan inteligente por qué solo es cirujano?" "Estoy harto de toda esa mierda del exorcismo"... "¡Quizás son las drogas para el dolor quienes lo han vuelto loco!"
Cada vez los recuerdos me lo dejaban más claro. Volví a posar la máscara de médico de la peste sobre mi rostro junto con el sombrero de copa sobre mi cabeza. Choqué el bastón contra el suelo antes de dar un primer paso, este trastabilló un segundo justo antes de caer al suelo, el miedo no le permitía coordinar sus movimientos y su rostro comenzó a sudar frío con una expresión horrorizada que hacía juego con sus repetitivos pensamientos de que debía estar en una pesadilla.
Al llegar a la puerta casi a rastras, trató de abrirla, percatándose de que esta se hallaba cerrada, una vez más el poder de mi mente había hecho su trabajo y de forma torpe el neurólogo logró ponerse de pie, mientras seguía mis pasos taciturnamente hasta él, arrastrando las pisadas y golpeando el bastón contra el piso de madera de modo que éste sintiera que de verdad se trataba del traumatizado cadáver cojo de mi padre. A pesar de los golpes hacia la puerta y sus gritos, nadie podría escucharlo, también había sucumbido a una ilusión que además había transformado toda la habitación de un espeluznante tono rojo y las paredes parecían derramar sangre. A pesar de lo álgida de su personalidad y su permanente filosofía ateísta presente, pues "Dios no puede existir si existe la inteligencia", su mente derramaba un sinfín de ideas entre ellas, que se encontraba en el mismísimo infierno. Solo así podía estar viendo el cadáver de Andrew Malkavein. Se moría de terror sin siquiera haber experimentado el diez por ciento de mi odio, a ver qué hombre más cobarde.
Pronto llegué hasta éste, tomándolo del hombro a lo que solo presionó los ojos con temor, de un rápido movimiento volteé su cuerpo frente al mío sujetando su cara entre mis manos, para admirar aquella expresión horrorizada entre los vidrios rojos de la máscara, ambos veíamos todo en completo tono rojo en ese momento. Sus lágrimas no tardaron en salir, repitiéndose para sí mismo que moriría.
—"Quizás Dios no exista, pero el diablo, sí..."—mencioné telepáticamente antes de adentrarlo a un estado de shock donde logró vislumbrar su sufrimiento, una sensación hirviendo que atravesó todos sus músculos y sus ojos quedaron en blanco, la convulsión duró exactamente lo mismo que su visión de la más horrorosa agonía que le esperaba. Pronto lo solté, este cayó al suelo, la saliva escurría de la comisura de sus labios y al cabo de pocos minutos reaccionó. Ya no me hallaba en la habitación, al menos eso fue lo que él pensó. Rápidamente se puso de pie y abrió la puerta sin problemas. No supe más de él en la velada, solo escuché decir que el doctor se había ido de emergencia tomando todas sus pertenencias.
El susto fatal que había recibido esa noche no se le borraría fácilmente de su memoria. De hecho, esa había sido mi intención. A donde quiera que este fuera, no dejaría de sentir que la figura del doctor de la plaga lo asechaba, podía sentirlo, siguiéndolo, observándolo detrás de su nuca. Pasaron varias noches donde solo podía dormir para volver a presenciar la figura oscura y siniestra del "doctor plaga" en sus pesadillas, como la imagen fantasmagórica de la parca con una máscara en su rostro y debajo de ésta, la cara de su antiguo colega, muerto hace trece años. Había visto lo que pronto le sucedería, su cuerpo siendo cercenado, uno a uno sus dedos, su carne quemarse entre las brasas del infierno, sentir como una serpiente entraba por su garganta ahogándolo, la visión que había tenido entre mis manos fue suficiente para enloquecerlo. Andrew lo había venido a buscar desde la muerte. Ya se había enterado una semana antes de la muerte de Sensemann y la de él no podía ser distinta. Su ateo y escéptico cerebro, comenzaba a creer que tenía una relación, y que Andrew Malkavein no descansaría hasta llevarse a sus conspiradores al otro mundo.
Días pasaron, días que se volvieron semanas, donde su trabajo no volvería a ser el mismo, puesto que ahora, él era su paciente más difícil. Sufriendo psicosis dondequiera que este fuera, podía observar al doctor plaga seguirlo, y cómo no, si yo no tenía nada mejor que hacer más que atormentar los pensamientos de mis enemigos. Lo seguí sin cansancio aguardando noches enteras de sueños e insomnios, vistiendo y llevando para todas partes aquella bella máscara de cuero negro y con pico de cuervo. Solo para llegar al momento que deseaba, el punto sin retorno donde su mente comenzara a afectar su órgano más preciado, su cerebro.
La cabeza de Rosenzweig palpitaba y dolía como balas y agujas incrustándose en ésta. Cefalea en racimos le dicen, una tras otra sin fármaco que pudiera controlarlas. El infierno en carne propia, uno de los peores síntomas que puede llegar a tener una persona y que mi padre en sus últimos días había tenido. Más pronto de lo que esperaba, Rosenzweig tuvo que abandonar su trabajo, repito, él ahora era su más importante paciente y el caso más inverosímil entre sus múltiples casos clínicos en sus veinte años de experiencia. ¿Cómo era posible que con mirar a alguien su vida haya cambiado tan drásticamente? Pronto recordó que aquel que había visto entre el público aplaudiendo, había sido uno de sus alumnos. "El hijo de Andrew"...pensó.
Aun así, el dolor no desapareció. Los fármacos no ayudaban. Las pruebas no arrojaban causas claras, incluso sospechó la existencia de un tumor. Sea lo que haya sido ni siquiera lo dejaba comer. Ni siquiera lo dejaba dormir. Su mundo pronto se volvió dolor. En un intento de aliviar el malestar, Conrad veló la idea de golpear su cabeza, quizás un dolor podría aliviar otro dolor, o al menos así tendría motivos lógicos por el cual sufrir. Su mirada había cambiado, aquella arrogante y prepotente mirada que todos conocían de la "eminencia" se había esfumado, se veía desesperado, enloquecido, aquella agonía le había hecho conocer el mundo de sus pacientes conejillos de india, logrando demacrarlo y rodear sus ojos de unas oscuras ojeras, su piel lucía descolorida y sus labios resecos, ni un leucémico en sus últimos días podía comparársele a aquella carga de dolor que llevaba a cuestas.
Después de meditarlo como pudo, pues el dolor tampoco lo dejaba pensar, comenzó a golpear su cabeza contra la pared. Una vez, después otra, luego otra, sin entender cómo, el dolor iba desapareciendo. Este gritó y gruñó histérico, las lágrimas rodaron por sus mejillas, sabiendo lo que iba a suceder. Seguía golpeando su cabeza una y otra vez, sin dejar de gritar y de jadear histéricamente. Ésta comenzó a sangrar al igual que su nariz y boca, lo sé, pues yo estuve ahí todo el tiempo a su lado para presenciarlo, recostado de la pared con mis brazos cruzados deleitado en ver como aquel bastardo acababa con su vida de forma lenta y dolorosa. Pronto me introduje nuevamente a su mente, para liberarlo de su agonía. Este paró los golpes, el dolor había cesado, cayendo al suelo agotado observando por última vez el techo de su habitación, su sangre corría desde su frente hacia sus ojos, mezclándose con sus lágrimas, pero su expresión era de completa paz, fue lo que pude ver antes de que muriera con los ojos abiertos.
La sangre siguió su curso por el pulido suelo de la habitación hasta tocar la planta de mis pies, introduciéndose entre mis poros. Uno más, y uno menos.
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