XXIV. Revolución
Me pegué de manera inconsciente a Admes, tratando de mantener la calma mientras veía cómo el fuego avanzaba inexorablemente hacia nosotros. El vampiro tenía la vista clavada en las llamas, con un brillo de temor en ellos; se había quedado paralizado debido al temor que sentían los de su especie hacia el fuego.
Debía ser yo quien intentara sacarnos de allí con vida.
Oren parecía estar con la cabeza en otro sitio, así que decidí que la mejor idea sería avanzar hacia las zonas donde el fuego aún no había llegado; quizá encontraríamos una salida para que Admes llegara hacia su territorio. Entonces podría solucionar el segundo problema que se me había planteado a lo largo de la noche: Oren; el licántropo sabía demasiado y, de llegar a oídos de mi padre la verdad, estaba segura que no iba a tener piedad. Ni aunque fuera su propia hija.
-Tenemos que irnos de aquí -le exigí a Admes, tirando de su brazo.
-Oh, no -me contradijo Oren a mi espalda-. No os vais a mover de aquí.
Miré a Oren con desprecio.
-No te interpongas en mi camino -le advertí-. Porque, de lo contrario, haré que te arrepientas. Hablo en serio, Oren.
Mi amenaza debió surtir efecto, ya que Oren se quedó perplejo, incapaz de creerse que había tomado mi decisión. Una decisión que no era la que había esperado, puesto que había creído que no me iba a enterar de sus mentiras tan rápido.
Lo fulminé con la mirada mientras conseguía mover a Admes para que pudiéramos huir de allí, fuera del alcance de las llamas. El humo estaba cubriendo cada palmo del bosque, entorpeciendo mi visión, por lo que tuve que tirar a tiendas de Admes mientras nos alejábamos del claro donde se había quedado Oren.
Admes seguía rígido, sin decir una palabra.
-Admes -gemí, tratando de hacer que el vampiro reaccionara-. Admes, por favor.
Los ojos habían comenzado a escocerme del humo y era incapaz de poder avanzar a través de la humareda, por no hablar del fuerte olor a quemado que entraba por mis fosas nasales, trayéndome a la memoria el momento en el que Admes mandó quemar vivos a aquellos vampiros.
Intuía que las llamas no andaban lejos de nosotros y que, de no darnos prisa, íbamos a vernos en un buen aprieto.
A lo lejos escuché aullar a un lobo y el tono en que lo hizo me puso los pelos de punta; sin lugar a dudas era Oren, lo que significaba que no iba a darse por vencido tan pronto. Y, en aquellas circunstancias en las que nos encontrábamos, no era muy bueno que Oren y Admes (o yo misma) se pusieran a pelear allí mismo.
Admes leyó mis pensamientos y pareció reaccionar entonces. Nos pusimos en marcha y, en esta ocasión, fue Admes quien llevó la delantera mientras tratábamos de alejarnos de donde habíamos dejado a Oren y evitábamos el incendio.
Un nuevo aullido resonó en todo el bosque.
-No tardará en alcanzarnos -gemí mientras me ahogaba con el humo que iba cubriendo cada vez más espacio del bosque.
Admes miró por encima de su hombro, oteando el horizonte, tratando de escudriñar lo que sucedía entre la cortina de humo que el incendio estaba produciendo conforme avanzaba más; no habíamos bajado el ritmo desde que Admes parecía haberse dado cuenta de la gravedad de la situación y el aire contaminado estaba haciendo estragos en mi interior. Tenía que respirar por la boca y el humo se me colaba en la garganta, hasta alcanzar mis pulmones, provocándome un molesto escozor en el pecho.
Otro aullido se escuchó a nuestras espaldas y el sonido de unas fuertes pisadas nos indicó que Oren estaba cerca. Muy cerca.
El desprecio que había sentido hacia Oren unos momentos antes se había convertido en desesperación y temor ante lo que podría suceder de darnos alcance; casi podía olfatear el odio que desprendía el cuerpo de Oren y que estaba claramente dirigido a nosotros. Un lobo desenfrenado era peligroso incluso para los de su misma especie.
Aceleramos el paso, tratando de movernos por aquella zona por donde el humor era mucho más denso, tratando de darle esquinazo; los pulmones me habían comenzado a arder debido a la carrera y al humo, además que tenía que mirar por dónde íbamos con los ojos entrecerrados debido al mismo motivo.
-No... no puedo... no puedo continuar -balbuceé con esfuerzo.
Cogí una gran bocanada de aire y sentí un terrible escozor al intentar tragármelo. Admes frenó un poco, lo suficiente para ladear la cabeza en mi dirección y poder observarme largamente.
Sabía que aquello nos retrasaría lo suficiente para que Oren pudiese alcanzarnos en cualquier momento pero lo cierto es que no podía seguir. Parecía que, en vez de alejarnos del infierno, nos estábamos acercando cada vez más.
-Un último esfuerzo, Lyllea -me animó Admes, tratando de sonreír-. Conozco la zona, no estamos lejos.
No deis ni un paso más, dijo una voz en mi cabeza. Una voz que reconocía perfectamente y que me heló la sangre.
Admes también debió oírla porque se giró como un resorte hacia una dirección en concreto donde un enorme lobo se acercaba peligrosamente a nosotros; nos enseñó los colmillos en señal de aviso.
Tendríamos una oportunidad si lograba transformarme, pero el miedo me tenía atenazada, incapaz de moverme. Por otro lado, mucho no podría hacer debido a la cantidad de humo que contaminaba el ambiente.
El vampiro debió escuchar algo en la cabeza de Oren, porque chasqueó con fuerza los dientes y se inclinó en su dirección.
Sin embargo, los ojos del lobo estaban fijos en mí.
Has hecho una mala elección, Lyllea. No solamente me has traicionado a mí, sino a toda tu familia... a todo tu pueblo. ¿Qué pensarían de este acto de traición?, su voz estaba cargada de resentimiento. Entendía que pudiera sentirse traicionado por haber ayudado a un vampiro pero ¿cómo debía sentirme yo después de todas sus mentiras y secretos a mis espaldas?
Alcé la barbilla, desafiante.
-Es posible que hayas creído que he traicionado a mucha gente, pero no encuentro justo que una persona que nos ha ayudado a escapar sea condenada de esa forma -le espeté de malas formas.
Mis palabras hicieron que Oren se molestara más aún. Miré con desesperación por encima del lomo del animal para comprobar que el fuego no estuviera llegando hacia nosotros; Admes se había colocado frente a mí en actitud más que protectora conmigo. Pero debíamos irnos de allí de inmediato.
Entonces, ¿pretendes renunciar a todo por... él?, sus palabras estaban llenas de amargura y decepción. Espié durante unos segundos la espalda de Admes, que seguía anclado en la misma posición como si se hubiera convertido en una estatua de piedra; ninguno de los dos había sido sincero conmigo. Ambos habían jugado conmigo para tratar de conseguir sus propios propósitos; la única diferencia que existía entre los dos era que Admes había tratado de disculparse conmigo, de conseguir mi perdón. Sin embargo, Oren no parecía dar señas de estar arrepentido o de querer darme una explicación.
Debía mostrarme firme y no flaquear delante de Oren.
-Renuncio a todo aquello que no creo que merezca la pena -sentencié-. Déjanos pasar, Oren; estás en clara desventaja y nada bueno puede salir de esto. Además, con todo este humo y las llamas... -no pude continuar por un ataque de tos debido al humo-. Tenemos que salir de aquí...
Me doblé hacia delante con una arcada debido a la gran cantidad de humo que había respirado; Admes se encargó de sujetarme antes de que me diera contra el suelo y me sostuvo mientras analizaba a Oren, que nos estudiaba como si nos hubiésemos convertido en sus presas.
Aquello iba a conseguir retrasarnos.
-Los humanos han decidido atacar ahora -intervino Admes, sin despegar la mirada de los ojos del lobo-. Este incendio es producto de ellos. Necesitamos acudir a nuestros respectivos territorios para poder avisarles antes de que sea demasiado tarde; dame una oportunidad, Oren. Danos a todos una oportunidad de sobrevivir.
Me sujetó con más fuerza, aguardando a la decisión de Oren. Estábamos perdiendo unos segundos demasiado valiosos y ya era capaz de distinguir el color de las llamas acercándose inexorablemente hacia donde estábamos; el miedo me obstruyó la garganta al imaginarme a los humanos atacando el castillo, entrando en él y asesinando sin piedad a toda mi familia. Yo había dado una voz de alarma falsa, lo que les habría quitado un tiempo precioso para poder replegarse y preparar la defensa; me temblaron las piernas cuando comprendí que, muy posiblemente, había sido yo quien les había condenado a muerte.
El lobo cerró los ojos y empezó a convulsionarse, escondiendo su pelaje y revelando su forma humana. Desvié la mirada automáticamente hacia su rostro, sorprendida por aquella transformación tan repentina.
Oren nos observó con cautela.
-Marchaos de aquí -nos ladró-. Huid hacia donde podáis y no volváis a cruzaros en mi camino -sus ojos se estrecharon y relucieron amenazantes-, de lo contrario me replantearé seriamente mi decisión -me dedicó una última mirada, dolida y traicionada-. Espero que tu decisión haya sido la correcta porque le estás dando la espalda a lo que realmente quieres.
Dicho esto, se transformó otra vez en lobo y echó a correr, internándose en el bosque, sorteando troncos y tratando de alejarse lo más posible de las llamas que, de nuevo, estaban cerca de nosotros. Una vez lo perdimos de vista, solté un suspiro derrotado y Admes me dejó que apoyara ambas rodillas en el suelo; seguíamos perdiendo tiempo y ya notaba el latigazo caliente de las llamas cerca.
Repetí las palabras de Oren en mi cabeza y me pregunté si con ese «lo que realmente quieres» iba dirigido hacia la vida que había llevado o si se había referido a sí mismo; de todas formas, acababa de renunciar a todo aquello. Oren no tardaría en contárselo todo a mi padre y él mandaría a sus hombres a buscarme después de haberse librado de los humanos.
Acababa de convertirme en una fugitiva.
Parpadeé varias veces para retener las lágrimas que pugnaban por escapárseme de las comisuras de los ojos. Quise hacerme un ovillo, pedirle a Admes que se marchara y permitir que las llamas hicieran conmigo lo que quisieran.
Admes me alzó entonces en brazos y, a pesar de mis protestas, echó a correr hacia el bosque, tratando de encontrar una salida; el aire que dejábamos atrás estaba mucho menos contaminado y mis pulmones lo agradecieron.
No pude evitar coger una gran bocanada de aire cuando salimos del bosque y nos quedamos en la zona de La Frontera; el gran bloque de piedra donde nos conocimos por primera vez estaba un poco más allá de donde nos encontrábamos ahora y fue allí donde Admes se dirigió para dejarme contra ella para que pudiera recuperarme.
El rostro de Admes se quedó a una distancia prudente del mío y sus ojos me escrutaron aunque, en el fondo, sabía perfectamente qué era lo que me sucedía: había podido leer mis pensamientos sin problemas.
-Encontraremos una forma de que puedas regresar a casa -me prometió.
Pero ambos sabíamos que aquello ya no era posible. Lo había perdido todo en una jugada demasiado arriesgada en la que no había tenido en cuenta las consecuencias; había creído que mi plan no tenía ningún fallo y me había confiado demasiado.
Y ese había sido el resultado.
Miré a Admes fijamente unos momentos, pero él se había girado hacia el bosque de nuevo con el ceño fruncido. Algo silbó en el aire y, de repente, vi una flecha que iba dirigida hacia Admes; de manera inconsciente me puse en pie y le empujé con el hombro para apartarlo de la trayectoria de aquella flecha que había salido del bosque.
Se me escapó un grito de puro dolor cuando la punta se incrustó en mi brazo y una horrible quemazón me cubrió la zona. Admes desapareció de mi campo de visión y, desde el bosque, me llegó el alarido de la persona, supuse, que había disparado aquella flecha.
Aferré el objeto por el astil y, apretando los dientes con fuerza, tiré con ganas de ella para sacármela; siseé cuando conseguí extraerla de mi brazo y la lancé lejos de donde me encontraba. Un segundo después, las manos de Admes sujetaban con firmeza mi brazo para poder observar la herida mejor.
La vista se me nubló durante unos instantes.
-La herida no cicatriza -observó Admes, con la mandíbula tensa.
Me centré en ella y, tal y como había dicho Admes, mi herida no cerraba. El flujo de sangre que salía de ella había disminuido, pero no cicatrizaba; el pulso se me aceleró al comprender qué era lo que estaba sucediendo allí. El motivo por el cual la herida no se cerraba ni curaba.
-Plata -musité y desvié la mirada hacia donde había caído la flecha-. La punta estaba hecha de plata...
Se me escapó un gemido ante la idea de que la sustancia se hubiera introducido en mi cuerpo, en mi organismo, anidando cada vez más y provocando que no tardara en morir; me atreví a mirar a Admes a los ojos y vi que él también parecía realmente preocupado por todo aquello.
Un nuevo gemido se me quedó atascado en la garganta.
-Eh... Tranquila, Lyllea -trató de calmarme el vampiro-. Puedo tratar de cerrar la herida de otra forma y dudo mucho que esto sea mortal; sois más vulnerables a la plata cuando estáis bajo vuestra forma animal.
Respiré entrecortadamente, mirándolo con desconfianza.
-¿Cómo sabes eso? -pregunté.
La mirada que me dirigió fue de arrepentimiento.
-Mi padre... experimentaba con algunos de los licántropos que capturábamos -me confesó-. Quería conoceros más para saber cómo acabar con vosotros de una manera más rápida.
Se me formó un nudo en el estómago ante las imágenes que se formaron en mi mente. Sin embargo, todo aquello se vio eclipsado por un sentimiento de vergüenza y horror cuando Admes bajó la cabeza hacia mi brazo y lamió mi herida; un extraño cosquilleo me recorrió la zona cuando su lengua pasó por encima de mi piel y, cuando se separó, comprobé que no había ni rastro de la herida.
Parpadeé con sorpresa.
-¿Qué...?
-He usado mi saliva para acelerar tu curación -me explicó Admes, poniéndose en pie y ayudándome a mí-. Sería mejor que nos pusiéramos en marcha.
Lo miré con ciertos reparos.
-¿Para ir dónde? -inquirí.
Admes me miró con severidad.
-Tengo que ir a avisar a mi familia -respondió-. No puedo abandonarlos de esta forma...
Lo entendí. A pesar de todo el daño que me había causado su padre, entendí el fortísimo sentimiento que unía a Admes a su familia; a mí también me hubiera gustado hacer lo mismo por la mía pero, confiaba, en que Oren pudiera haber llegado a tiempo para poder advertirles del peligro que corrían.
Le sonreí y me atreví a estrecharle la mano.
-No perdamos más tiempo.
Echamos a correr de nuevo, cruzando La Frontera e internándonos en su territorio. Admes estaba al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor y yo me encargaba de buscar cualquier signo que me indicara que las cosas seguían bien por allí; cuando seguimos avanzando nos llegó el inconfundible olor a quemado y Admes arrugó la nariz.
-Han prendido las hogueras de las almenas -dijo Admes y casi parecía hablar para sí mismo-. Las cosas no van bien.
Aceleramos el ritmo y entonces fui consciente de que las cosas, tal y como había adivinado Admes, no iban nada bien; el portón del castillo estaba destrozado y el patio estaba sembrado de cadáveres y hogueras que desprendían un nauseabundo aroma a carne quemada; Admes me hizo que pasara con más celeridad hacia el interior del castillo para evitar que siguiera viendo aquellas escenas tan espantosas. En la entrada, sin embargo, la escena que nos esperaba era mucho más horrible que las de allí fuera: los vampiros trataban de hacerle frente a una horda de humanos que estaban fuertemente protegidos y parecían llevar todas las de ganar.
Admes me empujó detrás de una columna mientras estudiaba la situación.
-¿Qué hacemos? -musité, temblando como una hoja-. Oh, Dios mío...
Admes me ocultó más aún en la oscuridad que nos proporcionaba ese rincón y me tapó la boca para evitar que alguien escuchara mis lamentos.
-Es posible que ya hayan bajado a las mazmorras -murmuró Admes-. Son tan grandes que no habrán querido aventurarse tan lejos. Quizá ese sea un sitio seguro para ti mientras yo...
Moví la cabeza de un lado a otro, tratando de quitarme la mano de la boca. Admes me la retiró con cuidado.
-¿Mientras tú qué? -le espeté-. Vas a lograr que te maten y no podrás ayudar así a tu familia.
Admes me aferró por la muñeca y me miró con seriedad.
-No voy a ponerte en peligro, Lyllea -me aseguró.
-Entonces quédate conmigo -le pedí-. Escondámonos hasta que haya pasado todo esto.
Me devolvió una mirada cargada de dudas.
-¿Y mi familia? -preguntó.
-Quizá se hayan refugiado allí abajo -probé a decir.
Aquello pareció convencer en parte a Admes. Su mano se cerró en torno a mi mano y se asomó por la columna para comprobar cómo estaba la situación; una vez tuvo claro cómo íbamos a llegar hasta las mazmorras tiró de mí para que echáramos a correr en dirección hacia la puerta que conducían a las celdas. Por el camino tuvimos que esquivar a vampiros y humanos que se enfrentaban entre ellos pero que, sin embargo, no repararon en mi presencia.
A Admes se le escapó un suspiro de puro alivio cuando divisó la puerta de madera doble que conducía a las mazmorras; me hizo pasar a mí primero y me condujo hacia los niveles más profundos y cuya puerta estaba estratégicamente camuflada para que nadie pudiera verla si no sabía que estaba allí. La empujó con el hombro y, de nuevo, me hizo pasar a mí primero.
Me soltó la mano con suavidad, dejándome bajar a mí a una prudente distancia y, cuando quise darme cuenta, Admes se había quedado junto a la puerta y me miraba con pesar.
Comprendí demasiado tarde sus intenciones.
-Lo siento mucho, Lyllea -se disculpó antes de colarse de nuevo al otro lado y cerrar por fuera, impidiendo que yo pudiera salir.
Me abalancé sobre la puerta y empecé a golpearla con violencia mientras le gritaba y suplicaba que me sacara de allí. Debía haber adivinado sus intenciones antes: Admes no me había creído en absoluto y me había seguido la corriente para poder dejarme allí encerrada, oculta de la vista de los invasores y de los propios vampiros.
-¡¡¡Admes!!! -chillé, haciéndome daño en la garganta-. ¡¡¡ADMES, POR FAVOR!!!
Tenía la extraña sensación de que algo iba a salir mal aquella noche, que los humanos se habían convertido en unos enemigos a tener en cuenta. Que habían conseguido dejarnos atrás y convertirnos en un simple rebaño, listo a ser sacrificado; tuve miedo de que Admes pudiera salir herido... o resultara muerto.
Se me saltaron las lágrimas mientras seguía suplicando que alguien me sacara de allí y las astillas que se soltaban de la puerta se me clavaban en las manos.
-Oh, por todas las lunas, ¿¡puedes dejar de aporrear la puerta!? -gritó una voz que llevaba tiempo sin escuchar, irritada-. Te ha encerrado y esa maldita puerta se abre desde fuera. Por cierto, menuda fiesta tienen montada allí arriba... ¿Quién se ha muerto? -bromeó, dejando escapar una cruel carcajada.
Recordé entonces a la misteriosa licántropa que estaba encerrada en aquel nivel y del que apenas había podido saber nada; bajé hacia allí y me quedé observando aquella pared de metal que formaba su celda, protegiendo su identidad.
-Yo también me alegro mucho de verte -mascullé, buscando con la mirada algo que pudiera usar para abrir su puerta.
Escuché un sonido sorprendido desde dentro de la celda.
-¿Eres tú? -preguntó-. La chica licántropa que tuvo su primera transformación aquí mismo, junto a un chico que olía bastante bien. También licántropo, si no recuerdo mal.
-Sí, soy esa misma -le confirmé, sacando una tabla del interior de una celda para encajarla en la puerta.
-¿Qué demonios te crees que estás haciendo? -graznó.
Hice palanca y la puerta se resistió.
-Sacarte de aquí, por supuesto -resoplé, intentándolo de nuevo. Fallé-. Los humanos están atacando el castillo y tenemos que salir de aquí.
Después de intentarlo otras tres veces más, al final conseguí que la puerta se soltara de sus goznes y cayera de manera estrepitosamente sobre el suelo. Escuché pies arrastrándose por el fondo de la celda y una pierna escuálida asomó tímidamente hacia la luz.
Fue haciéndolo progresivamente hasta mostrarme una chica que rondaría la veintena y que llevaba una enorme máscara que cubría su rostro.
Sus ojos azules, de un tono muy parecido al mío, me observaron con sorpresa y reconocimiento.
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