XVII. Majestad
Al menos no me obligó a quedarme allí hasta el final. Me cogió por la muñeca con suavidad y tiró de mí hacia la dirección que habíamos seguido para llegar hasta allí; les advirtió a los vampiros que lo quería todo limpio y sus hombres asintieron con un gesto mientras se ponían en movimiento.
Empecé a hipar mientras avanzábamos por el bosque. El olor a carne y madera quemada impregnaban el ambiente, provocando que se me saltaran las lágrimas; el ritmo de Admes tampoco ayudaba mucho: tiraba de mí con insistencia a través del bosque como si estuviéramos huyendo de algo.
Me sentí torpe, ya que tropezaba con las raíces y estuve a punto de terminar en el suelo en muchísimas ocasiones de no haber sido por Admes; conforme íbamos avanzando, el olor fue disminuyendo hasta desaparecer. Se me escapó un gimoteo cuando vi el castillo completamente iluminado. ¿Estarían esperándonos dentro? ¿Habrían sabido que nos habíamos marchado?
¿Me castigarían por mi osadía? Admes había averiguado la identidad de aquellos dos vampiros gracias a mis recuerdos; estaba segura que lo que había hecho, al enviar a la pira a aquellos dos vampiros, estaba duramente penado porque, básicamente, el motivo había sido yo, o eso quería creer.
-Date prisa –me urgió.
Aceleré mis pasos, obedeciendo la orden de Admes de ir más deprisa. El castillo estaba a unos pocos metros de nosotros y temía que hubiera vampiros esperándonos al otro lado de la puerta para apresarme.
Sin embargo, la entrada estaba vacía. No había ni un alma pululando por aquellos pasillos y me pregunté por qué; los vampiros eran mucho más activos por la noche, donde podían moverse con más libertad y podían salir a cazar.
A aquellas alturas, yo estaba completamente atemorizada. No entendía los motivos que habían movido a Admes a hacer eso y tenía miedo de las consecuencias; fijé la mirada en la espalda del vampiro, que estaba escuchando en aquellos precisos momentos mis pensamientos y no estaba haciendo comentario alguno.
-¿Por qué? –me atreví a preguntar en voz alta, ya que Admes no había dicho ni mu a excepción de meterme prisa.
Vi sus hombros subir y bajar en un suspiro silencioso. Habíamos alcanzado ya las escaleras de piedra que conducían a la primera planta, donde se encontraba nuestros respectivos dormitorios.
-Es algo... complicado –respondió cuando íbamos por la mitad de las escaleras.
¿Complicado? ¿Acaso era tan complicado entender que Admes buscaba ganarse una buena relación conmigo para poder usarme después como trueque con mi padre? Estaba claro que me habían retenido allí con el único fin de usarme contra mi padre y contra mi pueblo.
-No es eso –me contradijo Admes entre dientes.
-¿Ah, no? –repliqué-. Entonces, ¿por qué no me lo explicas?
No sabía de dónde había salido aquella vena de valentía, pero estaba furiosa con Admes por haberme secuestrado y por estar usándome a su antojo; nuestras pisadas resonaban contra las paredes, enfadándome aún más debido a ese repentino mutismo en el que Admes parecía haberse sumido.
-Hemos llegado a tu habitación –me informó Admes con voz neutra.
Miré la puerta de madera que conducía a mi dormitorio. Admes lo había hecho a propósito para evitar responder a mi pregunta.
Le dirigí una mirada acusadora.
-Buenas noches –se despidió y, sin darme oportunidad a replicar, dio media vuelta y desapareció por el pasillo.
Quise destrozar la puerta o lo que tuviera más cerca debido a la frustración que sentía al verme, de nuevo, tratada como si fuera un mero objeto. Mi familia lo había hecho desde que Odina murió, recluyéndome en el castillo y preservándome como si fuera uno más de sus preciados tesoros; Admes, siguiendo las mismas pautas que había usado mi familia en su momento, también lo estaba haciendo. ¿Sería posible que alguna vez recuperara mi libertad o siempre estaría prisionera?
Me colé en mi dormitorio procurando hacer el mínimo ruido posible. El fuego de la chimenea se había consumido y solamente quedaban las cenizas; recogí la sábana que había dejado caer cuando Admes había venido a buscarme y me la puse sobre los hombros, encaminándome hacia la cama.
Me pregunté si Oren aprobaría la salida que había hecho con Admes.
A la mañana siguiente, justo cuando había terminado de vestirme, irrumpió en mi habitación una mujer, la primera mujer vampira que veía dirigirse a mí desde que había llegado allí, que me miró con una mueca bastante desagradable.
-Tú, la mascota del príncipe –me espetó de muy malas maneras-, hay alguien que quiere verte.
Por unos segundos creí firmemente que era mi padre, que había decidido aventurarse a aquel reino que con tanto odio evitaba, para tratar de llevarme a casa; bajé la cabeza de manera sumisa para evitar tener problemas con aquella vampira y la seguí hasta fuera de mi habitación.
Los pasillos, al contrario que había sucedido anoche, rebosaban de actividad: veía criadas y doncellas correr con las manos cargadas; guardias haciendo sus rondas y a las concubinas ir de un lado a otro, tratando de engatusar a los vampiros. Sin embargo, me centré únicamente en la espalda de la vampira y procuré mantener la mente en blanco; aquellos vampiros, tan distintos a Admes, necesitaban establecer contacto visual directo para poder averiguar lo que pensaba. Pero el temor seguía ahí, latente.
Supe que las cosas iban terriblemente mal cuando la vampira me guió hacia una ornamentada puerta con grabados espeluznantes: parecían desarrollar una guerra entre licántropos y vampiros, donde podían observarse cadáveres y miembros desperdigados por toda la escena.
Se me revolvió el estómago vacío.
La vampira cogió aire antes de abrir las puertas con maestría y hacerme caminar por delante de ella; aquello debía ser la sala del trono, ya que al fondo había dos enormes y ornamentadas sillas con los mismos motivos que la puerta. Allí nos esperaban un grupo reducido de vampiros, que cuchicheaban entre ellos sin quitarme la vista de encima; también otro grupo de vampiros que, por un segundo, creí que eran los hermanos adoptivos de Admes y el propio Admes, que estaba situado al lado de su padre.
Cuando mis ojos se quedaron clavados en el rey de los vampiros me eché a temblar. Al igual que mi padre, aquel vampiro desprendía un aura de poder y seguridad apabullante; su cabello entrecano estaba pulcramente peinado hacia atrás y sus ojos me observaban con una mezcla de curiosidad y repulsión. A su lado, una mujer tampoco me quitaba la vista de encima.
-Shakuntala –tronó la voz del rey vampiro por toda la habitación-, gracias por habernos traído a la... al sujeto en cuestión.
¿«Sujeto en cuestión»? Miré con sorpresa al vampiro, incapaz de creerme que pudiera tener aquel concepto tan bajo de mí. ¿Sabría, acaso, que yo pertenecía a la realeza licantrópica? ¿Que tenía ante él a una princesa?
Admes me dirigió una breve y malhumorada mirada.
-¿Sabes por qué estás aquí, loba? –me preguntó el rey, dirigiéndose por primera vez a mí directamente.
Me encogí de manera inconsciente, apabullada.
-No, Majestad –respondí con un hilo de voz.
¿En qué había fallado? ¿Acaso habrían descubierto la conversación que había mantenido con Oren ayer, durante mi transformación? Sin embargo, la siguiente cuestión que me planteé me dieron ganas de echarme a llorar: ¿habrían decidido que no era útil y, por ello, habían decidido librarse de mí?
¿Todo aquello era un juicio final antes de mi ejecución?
El rey chasqueó la lengua con evidente fastidio.
-Me temo que no es un asunto que te incumba únicamente a ti –comentó y sus ojos, además de los míos, se clavaron en Admes-. Ha llegado a mis oídos que, anoche, mi hijo decidió sacarte del castillo en la más completa ignorancia de todos nosotros. Además, también he percibido la desaparición de dos de mis hombres. ¿Sabes a lo que me refiero? –me preguntó y sus ojos se movieron hacia mí de nuevo.
Por supuesto que sabía a lo que se refería. Miré a Admes de manera acusadora, insultándolo de todas las maneras posibles en mi cabeza por haberme metido en aquel lío; el padre de Admes carraspeó con impaciencia, aguardando mi respuesta. ¿Debía mentir o contar la verdad? ¿Qué consecuencias habría para mí en caso de mentir y que se descubriera lo que había sucedido?
Admes se adelantó unos pasos.
-Padre, creo que esto no es necesario –lo interrumpió con un tono cargado de seguridad-. Ella no...
Su padre alzó la mano para silenciar a su hijo.
-Creo que la loba tiene boca y, bajo esa forma, sabe comunicarse de manera bastante eficiente con nosotros, hijo.
Admes apretó los labios con fuerza, pero no desistió en tratar de alejar de mi persona toda la atención.
-Lamento insistir, pero ella no tiene la necesidad de pasar por todo esto cuando sabes perfectamente lo que sucedió –reiteró, tenso.
Su padre hizo un aspaviento con la mano.
-Me gustaría saber qué te empujó a hacer eso, hijo mío –dijo-. Ya que tú te has mostrado tan esquivo con el tema, quizá ella pueda darme algo de luz al asunto. Has quemado a dos de tu gente, de tu pueblo –se oyó un gemido ahogado por el público-. ¿Cómo crees que me siento ahora mismo?
-Decepcionado, dolido... -respondió Admes, con demasiada valentía-. Entiendo que te sientas así conmigo, pero ella no ha sido...
-¡Ella es el denominador común de todo lo que ha sucedido! –exclamó su padre con enfado-. Ha sido su llegada aquí lo que ha provocado que hagas cosas que en el pasado jamás hubieras hecho.
En el rostro de Admes vi que aquello le había sentado como si le hubieran abofeteado. No entendí por qué Admes parecía tan obsesionado conmigo y, al parecer, su padre tampoco lo comprendía. Quizá aquello significaba que por fin Admes iba a darnos una explicación.
-No creo que sea el momento justo para hablar de esto –respondió Admes, evasivo.
Tanto los ojos de Admes como los de su padre se clavaron en el grupo de vampiros que llevaban ropas de color negro y, después, en los hermanos de Admes; todos mantenían la atención puesta en aquella discusión que, al parecer, era un tema candente en aquellos momentos.
Con un simple gesto, el padre de Admes consiguió que la sala se vaciara en un simple suspiro, no sin antes dirigirme una mirada que iba entre la repulsión y la curiosidad; aquello no me extrañaba en absoluto ya que ¿por qué un vampiro iba a tomarse tantas preocupaciones por un simple licántropo como yo?
-¿Crees ahora que es el momento idóneo? –inquirió entonces su padre con un tono bastante enfadado.
Al ver que su hijo no pronunciaba palabra alguna, su padre clavó los ojos en mí. De inmediato me eché a temblar, abrumada por la energía que desprendía aquella mirada.
-Entonces tendré que descubrir lo que realmente sucedió por otros medios –declaró y un segundo después estaba frente a mí.
Adiviné sus intenciones demasiado tarde: el vampiro me sujetó con una firmeza pasmosa el rostro entre sus manos y sus ojos claros se clavaron en los míos, dejándome a su merced; escuché vagamente el grito frustrado de Admes y después no sentí nada más.
Los tentáculos del vampiro comenzaron a indagar por mi mente sin que fuera capaz de frenarlos; en mi cabeza se repetían momentos que había vivido con mi familia en mi niñez para luego llegar al instante donde conocí a Admes. Noté la curiosidad creciente de mi invasor al seguir indagando dentro de mi cabeza, moviéndose de un recuerdo a otro hasta que llegó al día donde caí prisionera de los vampiros; las imágenes pasaban a toda velocidad por mi mente, deteniéndose en el recuerdo de lo que había sucedido ayer. Se me revolvió el estómago cuando el recuerdo me sumergió de nuevo en aquel aire acre con olor a carne y madera quemada.
Un segundo después, me encontré tirada en el suelo mientras el vampiro se giraba a toda velocidad hacia su hijo, que me miró horrorizado.
-¿Cuándo pensabas comunicarme que esta criatura era la hija menor de Alem? –tronó la voz del vampiro-. ¿Sabes la cantidad de problemas que están surgiendo por tu desliz... por tu capricho?
Cerré los ojos como si me hubiera golpeado. Aún seguía en el suelo, justo donde había caído, mientras el padre de Admes seguía recriminándole a su hijo la cantidad de errores que había cometido y las consecuencias que todos estaban pagando por culpa de su irresponsabilidad; sin embargo, mi mente no paraba de repetir una única palabra: «capricho». ¿Realmente aquello era lo que significaba para Admes? Quizá buscaba impresionarme y ganarse mi confianza para luego destrozarme. Destrozarme de todas las formas posibles.
Admes seguía a una distancia prudente de su padre y sus ojos alternaban entre el rostro rojo de ira de su padre y mi cara de pasmo; parecía estar pasándolo realmente mal, pero no supe si creerlo. Desde que lo había conocido no había parado de mentirme o de hacer uso de medias verdades. Se merecía eso.
Y mucho más.
-No es ningún capricho –se apresuró a defenderse Admes, más pálido que de costumbre.
-¡Por supuesto que lo es! –le recriminó su padre, fuera de sí-. Al igual que tu hermano Aiden, tú has decidido divertirte con gente de su especie –aunque no lo hubiera dicho en voz alta, parecía estar refiriéndose a mí-. Podría perdonártelo de haberse tratado de otra mujer... pero no de ella. ¿En qué estabas pensado? –le preguntó de nuevo.
Se me escapó un chillido cuando observé, a cámara lenta, cómo la mano del vampiro salía directa hacia la mejilla de Admes. El sonido que produjo el bofetón fue similar al chocar dos bloques de piedra, pero el rostro de Admes no cambió en absoluto... como si no le hubiera dolido realmente.
La mano de su padre se cerró en el cuello de su hijo y no pude seguir viéndolo más; no entendía los motivos que habían movido a Admes, ignoré la punzada de la posibilidad de ser un simple capricho para él y me abalancé sobre el brazo que sujetaba por el cuello a Admes.
Tenía las mejillas húmedas por el llanto que me había embargado al ser consciente del riesgo que había corrido Admes y que, finalmente, había sido descubierto.
-¡Pare! –chillé-. ¡Él trató de protegerme! ¡Aquellos dos vampiros... uno de ellos intentó... intentó propasarse conmigo! –me faltaba el aire y el rostro del vampiro seguía mandándome oleadas de terror que se colaban por cada centímetro de mi cuerpo-. La única culpable soy yo, ¿no lo entiende? ¡No pague con su hijo mis propios errores! Yo tampoco le dije quién era en un principio...
Conseguí atraer la atención del vampiro hacia mí... hasta tal punto de ocupar el lugar de Admes; su padre lo soltó de un empujón y me sujetó a mí por el cuello, haciendo presión. Sus ojos se habían oscurecido hasta adoptar un tono granate y me mostraba abiertamente los colmillos.
Empecé a temblar, a punto de transformarme debido al peligro que corría, pero me obligué a cerrar los ojos para intentar tranquilizarme. De convertirme en lobo allí mismo supondría un error.
-No vuelvas a ponerme una de tus sucias manos encima, ramera –me advirtió en un tono peligroso el vampiro.
Dicho esto, miró de nuevo a su hijo con una mirada que no auguraba nada bueno. Admes respiraba entrecortadamente, con los puños fuertemente cerrados a sus costados y con aspecto bastante amenazador. No se atrevería a enfrentarse a su propio padre... ¿o sí?
-Sabes que tengo que hacerlo, hijo mío –continuó entonces-. Esto se merece un castigo y ella será la que lo reciba.
Me arrastró, aún con una mano sobre mi cuello, hacia una de las puertas laterales que había en la habitación; a aquellas alturas yo ya estaba temblando por el miedo de lo que podría sucederme y del que, estaba segura, que Admes iba a ser incapaz de poder salvarme.
Comencé a mostrar algo de resistencia cuando mis ojos se toparon con una habitación enorme, con todo tipo de instrumentos de tortura y un enorme poste de madera en el centro, donde incidía directamente la poca luz que se colaba por el tragaluz que había en el techo. Tragué saliva mientras el padre de Admes me arrastraba hacia el poste ante las súplicas de su hijo para que meditara bien su decisión; me eché a llorar como una cría pequeña cuando el vampiro terminó de atarme con cadenas a ese trozo de madera.
Jamás en mi vida había deseado con tanto ahínco hacerme diminuta... y tener a mi familia a mi lado. Estaba de espaldas a ellos, por lo que no podía ver nada de lo que hacían; fijé mi mirada en el tragaluz y volví a tragar saliva mientras seguía sollozando.
Ni siquiera mostró compasión alguna conmigo cuando empecé con las súplicas.
Me rasgó la parte trasera de mi ropa, dejando mi espalda al aire y sufrí un estremecimiento de anticipación.
Me centré únicamente en mis oídos, ya que era con lo único que contaba ante la posición en la que estaba; escuché cómo uno de los dos se movía, buscando algo que no pude ver.
Un segundo después algo punzante me golpeó en la espalda, dejándome la zona dolorida. Cogí aire de golpe debido a la sorpresa y al dolor cuando escuché que aquel no iba a ser el único.
Perdí la cuenta cuando el látigo me golpeó en una zona donde debía habérseme levantado la carne; tenía las uñas ensangrentadas debido a que las había clavado profundamente en el poste de madera, tratando de resistir todo aquel infierno cuyo fin no parecía estar cerca.
Deseé desmayarme.
Deseé morirme ahí mismo.
Solamente quería que el dolor parara.
Gimoteé cuando escuché el sonido del látigo deslizarse por el suelo de piedra, para un nuevo golpe... pero nunca llegó a descargarse contra mí. Ladeé un poco la cabeza para ver cómo el cuerpo de Admes se había interpuesto en la trayectoria, quedándose enrollado en su brazo.
-Apártate de ahí –le ordenó su padre.
-Creo que ya es suficiente –declaró Admes con demasiada seguridad. Una seguridad que no había mostrado hasta ahora.
-Hazte a un lado, aún no he terminado con ella –repitió.
A mi espalda Admes cogió aire.
-Yo ocuparé su lugar –le propuso-. Por favor. Está al borde del desmayo. Por favor –repitió en voz baja, suplicante.
Una extraña nubosidad había cubierto mis pensamientos, poniéndome bastante complicado que pudiera escuchar bien el resto de la conversación; seguramente su padre se negaría en rotundo a que su hijo, su querido hijo, ocupara mi lugar y todo terminaría allí.
No iba tan desencaminada, ya que nos manos suaves cogieron mis muñecas y escuché las cadenas caer con estrépito a un lado; tuve que parpadear varias veces para enfocar a duras penas el rostro de Admes, cuyos ojos estaban cargados de preocupación. ¿O serían imaginaciones mías?
Mi cuerpo resbaló hasta quedar sobre el suelo, de costado, impidiendo que la piedra del suelo pudiera estar en contacto con mi maltratada espalda; observé a Admes deshacerse de la camisa que llevaba para dejarla caer al suelo a su lado. Se puso de espaldas a su padre y su mandíbula se tensó.
-Sabes que el castigo que se impone en casos como estos son cien latigazos –dijo su padre y su voz sonaba fatigada-. Puedes parar esto ahora, hijo mío; solamente tienes que decirlo.
-No te reprimas en absoluto, padre –contestó Admes.
Al contrario que yo, Admes se mantuvo inmóvil durante el tiempo que duró. Me estremecía cada vez que escuchaba el látigo restallar contra la espalda de Admes hasta que todo se oscureció.
Nunca en mi vida me había alegrado tanto de desmayarme antes de seguir soportando aquella visión y el dolor de mi espalda.
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