III. Sombras del pasado
Miré por la ventana de nuevo, sintiendo cómo la luna lanzaba silenciosas oleadas de poder a lo que quisiera que llevara dentro; había decidido recluirme en mi habitación tras aquella espantosa discusión con mi hermana mayor y, por ello, había acudido al único lugar donde sabía que nadie osaría molestarme de no tratarse de una emergencia.
Cuando había escogido aquella reducida sala, había ordenado que fuera equipada con un camastro lo suficientemente grande para que pudiera dormir sin problemas y un tocador. No necesitaba nada más, al contrario que mis hermanas, a las que les gustaba tener grandes armarios tallados a rebosar de ropas.
Cerré los ojos con fuerza, ignorando por completo aquella fuerza que tiraba de mí para que recogiera y releyera el trozo de papel que descansaba sobre su superficie. Sin embargo, no hacía ninguna falta: me la sabía ya de memoria.
Siempre he intentado protegerlos, y lo sabes perfectamente. Ahora, cuando leas esto, posiblemente sea que hayáis llegado demasiado tarde. Quizá ya esté muerta y mi asesino esté correteando por ahí tan tranquilo. Sólo quiero que me hagas un último favor: ¿podrías despedirte de todos ellos por mí? Dile a la pequeña Lyllea que siempre la llevaré en mi corazón; a Trinity dile que cuide de los más pequeños, sé que lo hará perfectamente; a Daren dile que sea fuerte, mi pérdida pronto la superará; a Kebia… dile que siga siendo como es, un poco de su vitalidad no os vendría nada mal; a Herta y Zavia diles que me recuerden y que no me olviden y, por último, dile a Jukka que siga entrenando duro. Sé que si sigue así conseguirá ser un poderoso lobo.
Ahora que he dicho lo más importante sólo me queda una última cosa… Perdóname, padre, sé que, desde siempre te negaste a asumir la idea de que estuviera enamorada de aquel vampiro pero yo estaba profundamente enamorada de él. Sé que me odiarás por eso, pero te repito que yo lo amaba y siempre lo haré. Lo que he hecho hoy, sólo ha sido un alivio a mi dolorido corazón. No permitas que suceda de nuevo, protégelos… protégelos de mi error.
Odina.
Si cerraba los ojos, era capaz de recordar a la perfección lo que había sucedido aquel fatídico día. Mi hermana mayor, Odina, se había marchado temprano con la excusa de ir de caza; pero padre sabía perfectamente que iba a reunirse en secreto con aquel vampiro que la había embaucado. Se reunían siempre bajo un enorme árbol que daba en la frontera de las tierras. Ella era tan perfecta… el vampiro supo ver desde el principio el gran potencial que poseía. Si consiguiera que se uniera a ellos… Sería toda una novedad, un golpe para toda su familia, en especial para su padre. Un par de horas más tarde, uno de los enormes lobos de padre se había topado con un cuerpo detrás de él; que pertenecía a su hermosa hija mayor. Odina tenía un par de marcas en el cuello. También estaba cubierta de sangre.
Sacudí la cabeza varias veces, alejando de mi cabeza aquellas escalofriantes imágenes que la hacían estremecer. De aquello hacía ya mucho tiempo que había pasado, pero padre parecía atormentado desde aquel día. Todo el mundo suponía que la pérdida de su hija mayor le había hecho cambiar completamente. Ya no era tan vivaz y siempre estaba encerrado en uno de los torreones, leyendo y recordando con todos los objetos que había dejado Odina.
Hubo un leve golpeteo en la puerta y no pude evitar sobresaltarme, temerosa y asustada a partes iguales. Nadie osaba molestarme en aquel lugar, porque era mi rincón, mi lugar especial.
-¿Se puede? -preguntó Kebia, asomando su cabeza por la puerta.
Esbocé una sonrisa a toda prisa y la invité con un gesto a que pasara, conmigo. Con todo el lío de recordar, me había olvidado de guardar la carta de Odina en su cajón. El viejo papel no pasó desapercibido para Kebia, que lo miró con los ojos entornados. Reconocía aquella caligrafía y sabía su contenido. Paseó sus dedos sobre la mesa y rozó la carta con la punta de sus dedos.
-Has estado dándole vueltas a ese asunto de nuevo, ¿verdad? -adivinó, con un gesto de dolor.
Me encogí con aire culpable. Era una herida que aún no había terminado de cicatrizar…
-No puedo dejarlo, Kebia -respondí-. No entiendo cómo pudo suceder…
-Es muy fácil -repuso Kebia con voz dura-, aquel estúpido vampiro la embaucó y se deshizo de ella en cuanto tuvo oportunidad y ya no le fue útil. Simple y sencillo de entender. Debes dejarlo pasar, Lyllea. A nadie le gusta recordar lo que sucedió. Y a Trinity y a Daren no les hace gracia ese tema.
-Pero, Kebia… -traté de explicarme, sin éxito.
-Vamos, Lyllea –su reproche me dolió en lo más profundo de mi ser-. Sabes que Odina hizo todo lo que pudo para protegernos de su error. Si sigues indagando ese tema… saldrás mal parada. Te lo recomiendo, Lyllea. Como hermana, te recomiendo que lo olvides. Sabes que es un tema tabú para la familia. A papá y a mamá no les hará ninguna gracia.
-¡Yo no intentaba hacer nada de eso! –conseguí defenderme a duras penas-. Sólo… sólo es que la echo demasiado de menos, Kebia. Sé que era muy pequeña cuando sucedió, pero recuerdo algunos momentos que pasábamos juntas…
Kebia bajó la mirada. Sus ojos estaban húmedos de emoción contenida.
-No eres la única, Lyllea. Todos nosotros la echamos en falta, y no sabes cuánto. Cada uno de los días la recordamos y nos odiamos por no haberla podido detener a tiempo. Si hubiésemos sabido cómo detenerla… aquel vampiro no le habría hecho lo que le hizo.
-¿Quién… quién fue? -me atreví a preguntar, pues siempre había sentido un auténtico interés en conocer la identidad del asesino de nuestra hermana.
Kebia se encogió de hombros, con aire ausente.
-Nadie lo sabe -respondió con la voz tensa-. Pero puedo asegurarte que era un asqueroso chupasangre perteneciente a la familia de Sieffre. Seguramente era algún mezquino de sus hijos -me dirigió una rápida mirada, al creer comprender lo que me proponía-. Pero tú no harás nada, Lyllea. Esas criaturas son peligrosas y muy, muy astutas. Harían lo imposible por tener todo lo que ellos deseen.
-No lo sabes –murmuré, con un hilo de voz-. Nadie puede saber cómo son si los odias…
-¿Pero qué dices, hermana? -dijo Kebia, sorprendida-. ¡Fueron ellos los que… los que se llevaron por delante a Odina y la mataron! -chilló con los ojos llenos de lágrimas-. ¡Si nunca hubieran existido, Odina seguiría aquí!
Me dejé caer lentamente hasta quedar completamente sentada. Kebia me observaba, temblando de ira. Si no conseguía controlarse, podría transformarse allí mismo y posiblemente no fuera dueña de todas sus acciones. Y sabía que jamás se perdonaría a sí misma si llegara a hacerme algo, era el único consuelo de mis padres…
La pálida sombra de lo que había llegado a ser mi hermana mayor.
Le dirigí una mirada suplicante.
-Vamos, Kebia. Sé que piensas que esta lucha es inútil. Deberíamos estar colaborando, no como lo estamos ahora. Sólo hay muerte y sufrimiento.
-No, Lyllea. Los hombres lobo luchamos por nuestra libertad y, aunque eso suponga varias muertes, debemos seguir adelante. Los vampiros no conseguirán que nos convirtamos en sus marionetas. Seremos más fuertes que ellos y los aplastaremos. ¡Liberaremos este mundo de la inmunda presencia de esas sanguijuelas chupasangres!
-Y así vengaréis la muerte de Odina, ¿no es cierto? –le pinché, con frialdad-. ¿Así es como queréis ganarles? ¿Poniendo en peligro la vida de tantos niños, mujeres y ancianos?
-Hay un montón de lobos, Lyllea. Los protegeremos sin problemas. Te protegeremos si es necesario –me respondió Kebia en voz baja, pero segura.
Sus palabras las recibí como si me hubiera abofeteado con fuerza. Aquello era lo que más le preocupaba a su familia, que aún era incapaz de transformarme en un lobo. Por eso era un impedimento para todos y querían que me mantuviera a todas horas en palacio. No tenían tiempo para protegerme y por eso era más seguro de que me quedara en aquel viejo castillo, lejos de cualquier peligro. Bajé la cabeza de manera automática mientras los ojos se me llenaban de lágrimas de ira; el sentimiento de impotencia crecía en mi pecho, recordándome el peso muerto que era para mi familia.
Escuché a mi hermana soltar un sonoro suspiro irritado.
-Lo siento, Lyllea –se disculpó en voz baja, audible para mi desarrollado oído-. Sé que me he pasado un poco, pero ya sabes cómo soy cuando me enfado…
Se me escapó un sollozo.
-Soy una carga para todos vosotros, ¿cierto? No soy capaz de transformarme y ni siquiera sé hacer nada bien… No me extraña que siempre estéis fuera…
-Pero si tú estás en los bosques, pareces feliz allí -objetó Kebia-. Además, todos nosotros estamos muy ocupados. Tenemos quehaceres y no tenemos tiempos para niñerías.
Me levanté de un brinco con resolución. Me sequé las lágrimas que se habían quedado en mis mejillas con los puños y observé a mi hermana fijamente, masticando interiormente todo lo que quería decirle.
-¿Niñerías? –repetí con molestia-. ¿Pasar un poco de tiempo con vuestra hermana menor son niñerías?
-¡No quería decir eso! -se apresuró a decir Kebia-. Pero ya sabes que apenas tenemos tiempo. Fíjate en Daren o en Trinity, apenas les ves el pelo…
-Vete –le espeté-. Déjame sola, por favor.
Kebia asintió en silencio y salió de la sala con la mirada gacha, como si se sintiera culpable y sintiera pena hacia mí. Desde siempre me habían tratado como si fuera de cristal, porque mi parecido era tan increíble que muchos de mis hermanos, o mis propios padres, seguían confundiéndome con Odina, por temor a que me pasara algo y pudieran perderme para siempre, tal y como había sucedido con la desdichada de mi hermana mayor.
En cuanto Kebia cerró la puerta, conseguí llegar a la cama para desplomarme sobre los almohadones y echarme a llorar desconsoladamente.
Los odiaba a todos por tratarme como a una niña pequeña y por creer que podía llegar a ser como Odina y ocupar su lugar.
Admes miró de nuevo hacia la luna, que resplandecía misteriosamente y lanzaba rayos plateados sobre el reflejo de las aguas. A su lado, Aiden permanecía metido en un profundo silencio pensativo. En su mano tenía fuertemente apretada una nota bastante doblada de distintas formas. Admes le dirigió a la nota una mirada interesada. Parecía que habían pasado siglos y siglos desde que sucedió, pero era bastante reciente. Todo el mundo sabía que el joven vampiro no lo había superado aún, pero su familia se empeñaba en asegurar que ya lo había olvidado hacía tiempo y que eso pertenecía a un pasado que nadie debía remover. Admes se aclaró la garganta, llamando su atención. Aiden lo miró con un gesto ausente.
-Estaba pensando en lo que realmente provocó que las dos especies se convirtieran en enemigos -dijo, como si fuera una reflexión-. ¿Cuál es tu opinión, Aiden?
Los enormes músculos de Aiden se tensaron, comprendiendo las intenciones de Admes. Le resultaba doloroso recordar, pero, parecía ser que no había más remedio, Admes era bastante persistente y podía usar su don para obligarlo.
-Siempre tan insistente con ese tema, ¿eh? No sois capaces de dejarlo ni siquiera un instante…
-No, Aiden. Lo que pasa es que no entiendo qué pudo pasar ese día. ¿Acaso tú eres capaz de darle una explicación lógica a lo que sucedió?
Aiden bajó la mirada, con gesto de dolor.
-Por mucho que lo piense, no encuentro ningún motivo o conexión que le diera sentido a lo que sucedió… Yo simplemente hice lo que ella me dijo, al pie de la letra.
Admes le dirigió una mirada interesada.
-Cuéntalo de nuevo, por favor. Sé que es duro para ti, pero quizá pueda echarte una pequeña mano para adivinar lo que sucedió en realidad.
Aiden soltó un resoplido de disgusto.
-Sabéis que no me gusta hablar del tema, Admes. Además, ¿a estas alturas de la historia crees que alguien te creerá si descubres algo?
Admes le dirigió una sonrisa pícara.
-Es posible si sabes jugar bien tus cartas, hermano -le respondió.
Aiden se acomodó sobre la balaustrada, dispuesto a contar de nuevo lo que sucedió aquel día que tanto dolor le traía.
-Fue momentos antes de que la encontraran -comenzó a relatar-. Ella me mandó una carta urgente pidiéndome que fuera de inmediato al lugar donde nos reuníamos siempre. Lo que más me extrañó de la nota fue la hora, nunca nos veíamos tan tarde. Ella siempre estaba muy ocupada y apenas tenía tiempo para que nos viéramos. A veces llegábamos a pasar varios días sin vernos, pero no le di importancia.
-¿Se te ocurrió pensar que quizá había sido una trampa? -le interrumpió Admes, pensativo.
Aiden se encogió de hombros.
-¿Por qué iba a ser una trampa? Ella me amaba y yo hubiera dado mi vida por ella si se hubiera dado el caso -le contestó y reanudó su historia-. Me costó bastante llegar, ya que parecía que todos los vampiros estaban dispuestos a entretenerme durante mucho tiempo. Cuando conseguí librarme de todos ellos, eché a correr en dirección al viejo árbol donde siempre nos reuníamos -hizo una repentina pausa y se puso tenso, aquella parte era la más dolorosa de contar-. Cuando llegué… bueno, la encontré tendida en el suelo, cubierta de sangre completamente. Intenté reanimarla, pero sólo abrió los ojos unos segundos, los suficientes para decirme lo equivocados que estaban todos al pensar que aquello era una locura. Murió en mis brazos, sí. Y yo no fui capaz de hacer nada por ella, simplemente me quedé allí unos minutos más, sollozando y después me largué.
-Fue la única mujer que te hizo feliz -murmuró Admes, sorprendido-. Y tú te sientes culpable de su muerte.
Aiden golpeó tan fuerte la balaustrada que hizo que se abriera una enorme grieta entre las piedras blanquecinas.
-¡Si hubiera sido más rápido…! -rugió de dolor.
Admes le pasó uno de sus brazos por encima de sus hombros.
-Quizá haya llegado el momento de vengarla, ¿no crees? Ella lo hubiera querido así. Busca a su auténtico asesino y hazle la peor de las torturas. Recuérdale cómo se debió sentir Odina antes de morir -le sugirió.
-¿Pero cómo lo voy a encontrar si ya ha pasado tanto tiempo? -preguntó Aiden.
-Siempre puedes volver a verla -comentó Admes.
-¿Crees que podremos contactar con ella? -preguntó de nuevo Aiden, atónito-. Pero eso es imposible, ni siquiera sabes si funciona aquel estúpido ritual de hablar con los espíritus…
-Zero y Zephyr seguramente podrán hacerlo. Sus poderes psíquicos son una gran ayuda y ventaja a la hora de hacer ese tipo de ritual -dijo Admes-. Pero sólo nos falla algo…
-¿El qué? -inquirió Aiden, impaciente.
-Un cuerpo -contestó Admes-. Una mujer que sea casi igual que la fallecida Odina. Sé que es difícil, pero no nos rendiremos tan pronto. Sacaremos a la luz quién fue el asesino de Odina y así todo se calmará, incluso tu sentimiento de culpa.
-Tú lo haces para que lo que ha dicho Sarangerel no se cumpla -lo acusó su hermano mayor-. Sabes que si consigues unir a los dos reinos, la visión nunca se realizaría. Sabes que la única opción que te queda es ésa, pues papá nunca dejará libre a los licántropos.
-Muy astuto, Aiden -asintió Admes-. Pero estarás conmigo de acuerdo de que es lo mejor. No nos queda otra solución que hacerlo de este modo. Aunque nos lleve más tiempo del que disponemos.
Aiden asintió con aire resuelto. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario por poder hacer descansar en paz de una vez a Odina. Apretó con más fuerza la nota y Admes le tendió la mano, pidiéndole la nota. El vampiro dudó un instante antes de entregársela, puesto que era lo último que le quedaba de ella. Al final, cedió a la petición de su hermano.
Admes observó fijamente la nota y las palabras que estaban escritas en ella. Era bastante corta, pero llenas de un significado especial.
Debemos reunirnos cuanto antes, Aiden.
Te espero junto al árbol viejo, en la frontera entre los dos reinos. Ven al anochecer, cuando todo el mundo esté más tranquilo, en tu caso. Es algo urgente… y demasiado grave para poder decírtelo por carta.
¡No lo olvides, por favor! Es necesario que hagamos algo de inmediato. Nunca ha sucedido algo así y tengo miedo de lo que pueda pasar…
Odina
Admes releyó varias veces la carta con el ceño fruncido. ¿Realmente aquella nota era una trampa o era verdad que Odina debía decirle algo sumamente importante a su hermano? Aiden, aún con la mirada ausente, observaba el negro bosque.
-Aiden… -lo llamó con voz grave-. ¿Tienes idea de lo que quería decirte ella? Quiero decir, que si sospechas que fuera algo como si os hubieran descubierto o algo parecido.
Aiden alzó la mirada rápidamente con un brillo de miedo en la mirada.
-No, no tengo ni idea de lo que podía ser -admitió, con la voz temblorosa y con la mirada fija en la nota-. Pero seguramente era vital que lo supiera… Sin embargo, no llegué a tiempo y no hay nadie que supiera lo que podría ser.
-Quizá alguien lo supiera y, por ese motivo, se moviera e hiciera lo que hizo. Debemos tener la mente abierta a todo tipo de posibilidades -le indicó Admes.
Aiden dio un golpe de cabeza y se dio media vuelta, dispuesto a dar por zanjada la discusión. Antes de marcharse, le tendió la mano para que le devolviera la nota. Admes se la dio aún sin mirarle, tenía muchas cosas que pensar.
En cuanto Aiden se adentró en el interior del castillo, Admes saltó hacia el bosque con una idea fija en la mente: La Frontera.
La Frontera era la única ciudad donde los humanos podían vivir en libertad y montaban sus puestos de intercambio. Además, allí habitaban todos rastreros, ladrones y demás sanguijuelas de la inmundicia. Incluso había un rumor de que allí se escondía un ejército capaz de deshacerse sin problema de vampiros y hombres lobo.
Nadie se atrevía a poner un pie allí por temor a ser una pieza de trofeo en el salón de cualquier desalmado como lo eran ellos.
Miré hacia la ventana con aire distraído. Hacía bastante tiempo que Kebia se había marchado y me había dejado sola. Tenía un nudo en el estómago y una enorme oleada de culpa me inundó cuando se dio cuenta de que estaba sola. Completamente sola en el mundo. Nadie se ocupaba de mí, ni siquiera me prestaba atención. Además, estaba siempre encerrada en aquel deprimente castillo. En varias ocasiones había conseguido escapar de sus muros o, cuando se había presentado la oportunidad, había acompañado a alguna de mis hermanas al mercado.
Se me escapó un gruñido involuntario cuando recordé, una por una, todas las situaciones en las que los había echado en falta… en que los había necesitado. Miré de nuevo hacia el balcón y llegué a la conclusión de que aquélla era la única solución: escapar. Pasé una de las piernas por encima de la balaustrada de piedra, poniendo una mueca al notar el frío sobre mi piel; jamás se me había pasado por la cabeza saltar desde allí, pero mi ascendencia de licántropo impediría que me hiciera alguna herida con gravedad, ¿no? Pasé la otra pierna por encima del balcón y me lancé al vacío, cerrando los ojos por miedo a ver lo que sucedía debajo de mí. Mis pies aterrizaron limpiamente sobre el suelo y abrí los ojos; no pude evitar mirar hacia el balcón desde el que había saltado y mis labios formaron una sonrisa de puro gusto. ¿Quién había osado decir que no podía compararme con cualquiera de mis hermanos? Con eso había demostrado que era capaz de hacer eso y mucho más. Eché a correr al interior del bosque sin preocuparme lo que pudiera pasar si alguien entraba en mi habitación; ahora era libre y podía hacer lo que quisiera. Ya nada me importaba. Y menos mi familia.
Trinity abrió la puerta y esbozó la mejor de sus sonrisas. Nada más salir de la habitación de Lyllea, Kebia había acudido a ella para explicarle en qué situación de desolación se encontraba la pequeña de la familia. Cuando terminó de relatarle toda la discusión que habían mantenido, Trinity decidió que Lyllea necesitaba apoyo. Había bajado a la cocina y había obligado a dos humanos que le prepararan una buena infusión de hierbas. Con la taza bien caliente entre las manos, se había dirigido hacia el rincón que había preferido Lyllea como habitación. Cuando la puerta se abrió completamente, la taza resbaló entre sus dedos mientras su mirada asustada buscaba a su hermana. La habitación estaba completamente vacía. Pero, ¿dónde había podido ir a esas horas? Se dirigió corriendo hacia la habitación donde descansaban sus padres con la mala noticia de la huida de Lyllea.
Mientras corría por el bosque, no pude evitar reparar en un bulto, del tamaño de un cuerpo, que estaba aovillado cerca de donde me encontraba, dándome la espalda. Por pura curiosidad, me acercó.
El desconocido se giró con una mirada inquisitiva. Era un muchacho un poco más mayor que yo. Llevaba el pelo corto y sus puntas miraban en distintas direcciones, de un color negro azabache. Era moreno de piel y de ojos rasgados, pero de un color marrón oscuro. Sus ropas eran holgadas y su camiseta estaba por hecha jirones por varias partes.
Me detuve de golpe, azorada, y le dirigí una mirada de disculpa.
-Lo siento… -empecé automáticamente a disculparme.
-Oh -se sorprendió el chico-, vaya. Se me ha hecho más tarde de lo que pensaba.
-No, no. Ahora mismo me iré –repuse a toda pastilla-. Siento haberte molestado.
El chico me dirigió una enorme sonrisa.
-No, no molestas. Es más, se agradece tu presencia aquí… La verdad es que necesitaba alguien nuevo con quien poder hablar. Últimamente no he tenido mucho tiempo de relacionarme con la gente… Por cierto, me llamo Ury -se presentó.
Le observé con desconfianza al oír su nombre. “Ury” no era un nombre muy común, que digamos. El chico pareció comprenderlo, porque ahora fue él quien me dirigió una mirada de disculpa.
-Bueno, me llamo Oren. Pero desde siempre me han acortado el nombre en Ury. Perdona, sabía que pondrías esa cara -añadió con una carcajada divertida.
Lo miré de reojo, debatiéndome interiormente sobre si debía confiarle mi identidad o no.
-Yo soy Lyllea –decidí contestar al final, con un tono seco.
-Mmmm, ¿Lyllea has dicho que te llamabas? -repitió Oren, desconcertado-. ¡Tú eres…!
-¡Baja la voz, por favor! –casi chillé para que no terminara aquella frase, para que no continuara hablando en aquel tono que nos delataba si los hombres de mi padre o mi hermano había salido en mi búsqueda.
-… la hija del jefe de los lobos -terminó Ury en voz baja, después soltó un silbido de admiración.
Resoplé.
-¡Por favor! –bufé, sin poderlo evitar.
El muchacho alzó las palmas de sus manos hacia mí, en señal de disculpa.
-En mi defensa diré que no me importa -se defendió-. El único que siente adoración por tu padre en mi familia es mi hermano -e hizo una mueca de desdén.
-¿No te cae bien tu hermano? –pregunté, con un repentino interés por conocerle más.
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