Epílogo. Incertidumbre
Ambos estábamos tan débiles y había tanto de lo que hablar que decidimos meternos en la cueva para resguardarnos, además de que Admes pudiera ponerme al día sobre lo que había sucedido; nos apoyamos contra la pared de piedra y Admes se permitió estirar su largo cuerpo.
Fue entonces cuando vi las heridas que cubrían sus antebrazos, que era hasta donde me permitía ver la camisa que llevaba el vampiro; Admes no pareció preocupado por ellas, sino que estaba atento a mí.
-¿Qué es lo que ha sucedido? –quise saber.
Ya le había hecho antes esa misma pregunta fuera, pero él no me había querido responder.
Ahora ya no tenía excusas para no hacerlo.
Sin embargo, Admes desvió la mirada hacia sus manos y se las quedó contemplando durante unos momentos, como si estuviera buscando la mejor forma de explicármelo.
-Todo está perdido –me confesó tras un buen rato pensativo-. Los humanos nos han mermado... casi masacrado; ni siquiera los licántropos que trabajaban en las minas de plata consiguieron salvarse. Creyeron que tendrían piedad con ellos por haberles ayudado a exterminarnos pero terminaron igual que los vampiros...
Se me formó un nudo en la garganta cuando entendí que los humanos habían logrado, al menos, uno de sus objetivos; no quise ni imaginarme cómo debían haber quedado las cosas en el castillo y agradecí profundamente que Admes hubiera salido de allí más o menos entero.
Sin embargo, y por lo poco que había conseguido sacarle, no tenía muchas esperanzas de que alguien más hubiera logrado escapar. Aquello solamente podía significar...
-Nadie de mi familia ha sobrevivido, que yo sepa –me respondió Admes-. Al único que vi caer fue a Aiden, pero no guardo muchas esperanzas respecto al resto; los humanos sabían bien lo que hacían... a qué habían venido.
Admes escondió la cara entre sus manos y yo me pegué más a su cuerpo, tratando de infundirle ánimos y procurando darle algo de consuelo. El vampiro había perdido a toda su familia, o eso es lo que creía, aquella noche; tampoco había conseguido datos sobre el resto de poblaciones vampíricas, pero creía firmemente que el resultado de aquella revuelta por parte de los humanos había sido devastador.
Si así habían terminado las cosas en el reino de los vampiros, ¿cómo habría ido en mi hogar? Admes y yo habíamos logrado huir justo cuando los humanos se dirigían hacia allí. Cerré los ojos con fuerza, tratando de alejar de mi mente las imágenes sangrientas de toda mi familia siendo masacrada como si fuéramos unos simples animales.
Se me retorció el estómago al pensar en Nile, en su embarazo. Mi hermano Daren había estado muy ilusionado con el hecho de que iba a ser padre, al igual que el resto de nuestra familia; aquel bebé habría sido el heredero. Y ahora...
-Ahora no nos queda nada, Lyllea –dijo Admes a mi lado.
Seguí con los ojos cerrados. No quería aceptar que, al igual que Admes, toda mi vida había desaparecido de un plumazo; quise salir allí fuera para masacrar a todos esos humanos, a esas criaturas a las que habíamos dado un voto de confianza y habíamos tratado de convivir con ellos en paz.
El brazo de Admes me rodeó por los brazos, impidiéndome que pudiera salir fuera de la cueva. Mi instinto, por el contrario, me alentaba a que huyera de sus brazos para poder vengar a mi familia; Admes me estrechó con más fuerza.
-Tenemos que esperar, Lyllea –me recomendó-. Ahora mismo estarán buscando posibles supervivientes para sacrificarnos y seríamos un blanco fácil.
-No tendrías por qué acompañarme –mascullé-. Puedo hacerlo sola.
-No podría permitirme que pudiera pasarte algo –me susurró Admes al oído-. Eres lo único que me queda ahora.
Mi mente voló hacia Oren y hacia Kebia, sin poderlo remediar.
-Y tú también eres lo único que me queda ahora –respondí.
A Admes se le escapó un quejido y me aparté como un resorte, por temor a haber sido yo la causante de ese sonido; Admes tenía apretada la mandíbula y me fijé en que su camisa estaba manchándose de sangre por uno de sus costados.
-¡Admes! –exclamé, horrorizada-. Admes, por Dios, estás sangrando...
-No tiene importancia... -trató de tranquilizarme, pero no lo consiguió.
Me abalancé sobre él y le abrí la camisa, quedándome completamente blanca con aquella visión: Admes tenía un profundo corte abierto en uno de los costados, además de pequeñas heridas por todo el pecho. Me pregunté qué es lo que había hecho que su perfecta y marmórea piel pudiera presentar semejante aspecto.
-Hierro –me confesó-. Por no hablar de algunos mordiscos por parte de licántropos bastante mosqueados.
Le palpé las heridas que parecían ser más superficiales y que tenían forma de medialuna que procedían de las mandíbulas de los hombres lobo a los que se había enfrentado al intentar seguirnos.
Mis ojos, sin embargo, no podían despegarse de aquella fea herida que no parecía cicatrizar y que cada vez perdía más sangre.
-¿Qué...? –empecé-. ¿Cómo es posible que no se cierre?
Admes cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared de piedra.
-Sangre –respondió-. Necesito sangre.
Miré a todos lados estúpidamente como si, de la nada, pudiera aparecer allí un humano al que Admes pudiera hincarle el diente; tragué saliva con esfuerzo, sintiendo un nudo de lágrimas en la garganta por no ser capaz de ayudar a Admes. Y, de no hacerlo, estaba condenándolo a muerte.
Pero no podía perderlo.
A él no.
-Úsame a mí –dije de repente, retirándome el cabello apresuradamente de la zona del cuello-. Bebe de mí.
Los ojos de Admes se abrieron de golpe al escuchar mi petición.
-No... no puedo –se negó.
-Si no lo haces, morirás –dije-. ¿Por qué no quieres hacerlo?
Admes se retiró, poniendo algo de distancia entre ambos.
-Porque es un acto horrible, Lyllea –respondió con amargura-. Porque nos muestra tal y como somos: unos monstruos que tenemos que sobrevivir a costa de otros.
-No me vas a hacer daño –le aseguré-. Tengo fe en ti.
Admes dudó unos segundos antes de, finalmente, claudicar. Acercó su rostro a mi cuello y se me erizó la piel cuando su gélido aliento chocó contra la zona de mi cuello; empecé a respirar hondo, procurando tranquilizar a mi acelerado corazón mientras notaba los labios de Admes contra mi piel.
Cerré los ojos y los dientes de Admes perforaron con cuidado mi cuello y empezó a succionar; al principio fue una sensación incómoda y un tanto dolorosa, era consciente del flujo que estaba bebiendo Admes, pero me obcequé en quedarme quieta.
Se me escapó un involuntario suspiro de placer cuando Admes se separó de mí y me miró fijamente, evaluando mi rostro.
-¿Estás... estás bien? –quiso asegurarse Admes.
Solamente fui capaz de asentir. Una extraña somnolencia se había apoderado de todo mi cuerpo y los ojos me pesaban. Demasiado.
Admes sonrió con cariño.
-Tienes que descansar –me recomendó-. Ambos tenemos que descansar.
Pero no quería cerrar los ojos porque, de hacerlo, estaba segura que todo lo sucedido volvería de golpe a mí, haciéndome de nuevo culpable por todo lo que podría haber hecho.
-Mis heridas tardarán en curarse –dijo entonces Admes-. Tu sangre me ha ayudado a que empiecen en sanar, pero debo... debo sumirme en la hibernación para que todo vaya bien...
Había oído hablar de ello. Tanto vampiros como licántropos, aunque en nosotros no era muy común, teníamos un mecanismo que nos ayudaba a mantener nuestros cuerpos en funcionamiento, recuperándose de las heridas, aunque no estuviésemos conscientes.
Miré a Admes con temor.
-Es lo único que podemos hacer por el momento –dijo Admes.
Y tenía razón.
Pero nos exponíamos a que nos encontraran los humanos y, en ese estado, jamás sabríamos qué pasaría.
Admes se acercó hacia mí y me cogió la cara con sus manos. Nos miramos largamente antes de fundirnos en un profundo beso.
-Te quiero –declaró entonces Admes con una certeza abrumadora.
Se me humedecieron los ojos y lo único que pude hacer fue asentir.
Admes se encargó de cubrir la entrada de la cueva para que pasara desapercibida ante los ojos indiscretos, permitiéndonos un lugar seguro hasta que despertáramos. Después de ello, se colocó frente a mí y me sonrió, tratando de darme ánimos.
Antes me había explicado cómo funcionaba todo el mecanismo pero el temor a lo que nos esperaba al despertar me tenía en vilo.
Observé a Admes quedándose completamente tumbado en el suelo y me apresuré a acurrucarme a su lado.
Entonces cerré los ojos, notando cómo mi cuerpo se relajaba y mi mente se quedaba en blanco.
La eternidad y la incertidumbre se extendían en el horizonte como una enorme incógnita de la que ni siquiera Admes tenía una respuesta.
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