─━X. La que cuida mi espalda
DIEZ
LA QUE CUIDA MI ESPALDA
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La risa de Satoru era bonita, por más condescendiente que esta fuera.
—¿No lo entiendes?
Satoru se inclina al frente y observa al anciano, sonriente.
Ash no tiene que conocer al hombre para comprender su disgusto por esos sujetos, el asco que debe sentir de estar ahí sentado frente a ese saco de huesos viejos.
Los Altos Cargos en su lado del océano son igual de absurdos; hambrientos como él mismo pero ya pasados, muy usados.
Muy históricos.
(Muy viejos, como le había dicho Gina en algún momento. Muy viejos, viejos, viejos.
Viejísimos.)
Pero Satoru ríe, melódico, y un poco de ese algo desconocido en su pecho se desenreda.
—Todas esas oleadas de poder que han tratado de contener para proteger su estatus y tradiciones están por desbordarse e inundarnos a todos.
El ambiente dentro de la habitación es seco, permeable, y la chica de cabellos azules pegada al muro junto a la puerta se remueve un poco inquieta en su lugar.
Ash ladea un poco su rostro y la observa, una sonrisa curveándose en sus labios. Ese pico de energía en su aura es distrayente; ocurre cada vez que Satoru abre la boca o se mueve, cada vez que sonríe.
Una fan. De Satoru.
Es oro puro.
Se remueve, de nuevo, y se enfoca de nuevo en el desprecio cayendo de la boca del hombre de blancos cabellos. El saco de huesos en el sofá parece muy clamado, muy tranquilo.
Le divierte.
—La categoría especial quedará pequeña en esta nueva era —dice su viejo adversario, su enemigo por una noche—. Y si crees que seré el único en mostrar los colmillos vas a salir muy lastimado, viejito.
Entonces, el viejo se mueve. Es apenas un ligero movimiento que nada podría haber significado, de no haber sido por eso; eso siendo la mancha extendiéndose en su aura, permeando esa parte invisible para los humanos que le ocasiona un ligero movimiento en las costillas.
No es miedo, porque la verdad es que Ash perdió esa emoción hace mucho tiempo; no es miedo, no de este anciano que solo quiere ser un estorbo, que se rehúsa a morir.
El anciano abre la boca, y de alguna manera, aquello solo e hace más gracia.
—Te estás pasando un poco de la raya —dice, con la voz senil y rasposa.
Satoru, sonriendo, se echa hacia atrás contra el respaldo y se cruza de brazos.
—Ay, sí. Que miedo.
Una pequeña risilla se le desliza de entre los labios, una que suena únicamente a una brisa entrando por alguna ventana inexistente.
Pero Satoru se remueve en su asiento y ladea el rostro en la dirección general donde Ash se encuentra, oculto entre las sombras como lo hace cada vez que quiere, que le place.
Debajo de esa venda, los ojos tan azules como un diamante brillan un poco, pero no lo ven.
Aquello es algo que comparten ambos, algo más que los une; Ash jamás lo verá, y cuando Ash no quiere, Satoru tampoco lo hará.
—En fin… —sigue diciendo su contraparte buena—. Es todo lo que quería decir, así que me largo de aquí.
Lentamente, desvía la mirada de donde Ash se encuentra en pie y se levanta del sofá, elegante y poderoso y luciendo una sonrisa un tanto afilada.
La chica junto a la puerta tiembla cuando Satoru pasa a su lado, aún más cuando vuelve a entrar para avisarles que Yaga llegará tarde, mucho, mucho más tarde.
El anciano suspira y algo en sus hombros se desata también, sus temblorosas manos que sostienen el bordón en el que las apoya se afirman sobre él, y cuando mira a la chica del cabello azul, su aura está tranquila.
—Miwa, ¿podrías ir a comprarme un poco de té?
—Hai.
La chica sale, desaparece, se va.
Su aura se desvanece en un borrón de emociones súbitas y él sabe que esa urgencia es para ir tras Gojou, porque una fan siempre será una fan no importa las circunstancias.
Y el viejo se queda ahí.
Ash se pregunta, ¿cómo abordarlo, cómo aparecer? ¿Cómo hacerle saber que él, su peor pesadillas después de Gojou Satoru, ha estado compartiendo la misma habitación en espera de una oportunidad para poder hablar con él?
Lento, suave, el velo se desvanece y cae y Ash está ahí, de pie, sonriendo.
—Si me lo pide, podría deshacerme de él.
Gakuganji se tensa, tan tenso como la cuerda de un arco, tan quieto como un cadáver.
Gira su rostro hacia él con lentitud, como si moverse mucho pudiera desatara el peor de los desastres conocidos por la humanidad. Sus ojos, sus arrugas, todo está quieto. Ash saborea esa impresión de pura incredulidad que le brilla en la vieja piel.
—Tú.
—Un placer, señor —murmura Ash, dando quedos pasos dentro de la habitación hasta detenerse en el sofá junto al que Satoru estaba sentado. Los ensombrecidos ojos del anciano lo siguen a cada movimiento—. Me alegra verlo con vida.
Los labios del viejo se curvean con algo de asco, una pizca ahí de soberbia tan pura que le golpea con la intensidad necesaria para hacerlo titubear un instante.
Gakuganji alza la mirada con lentitud, labios pelados.
—¿Qué haces tu aquí, Shouganai?
Ash sonríe, tan amplio que le duelen un poco las mejillas.
—¿Por qué más? —dice, moviendo su mano en un gesto desinteresado—. Itadori Yuuji.
—Itadori Yuuji murió.
Y no hay remordimiento.
Ni una pizca.
Y Ash, que sabe que entiende que ha vivido en un mundo lleno de oscuridad, hundido hasta el pecho en una charco de sangre en el que antes solo pisaba y pasaba y nada ocurría.
Ash, que vio en Itadori algo que le hacía falta al mundo, no puede evitar esa pizca de rabia subiendo por su garganta cuando escucha hablar al viejo decrépito estalle en su pecho.
Su sonrisa se torna viciosa, esa que usa cuando debe salir de cacería, y se inclina al frente pero no se siente. No le dará el gusto, no le dará lo que el hombre quiere.
—¿Sabe algo, señor? A veces, cuando se cree que se está haciendo algo por un bien mayor, las cosas se voltean y se desmoronan y se vuelven trizas.
Hay algo en el aire. Algo que tiembla un poco y que sacude las paredes, que ocasiona que el lugar tiemble un poco.
Gakuganji se endereza un poco.
—¿Es una amenaza?
—No, claro que no —dice él, sonriente como Satoru lo estaba, alegre, y esa burbuja de rabia la aplasta con fuerza en el suelo y la envía a las catacumbas—. Es una promesa. Imperios caen y de ellos resurgen nuevos, y así será hasta que el cosmos explote y el universo se reinicie, y ni siquiera entonces va a dejar de ocurrir.
Gakuganji permanece en silencio, una queda tonada saliendo de sus labios mientras piensa, porque Ash casi puede ver los engranajes, los pensamientos. Puede ver ese pico en su aura comenzar a subir, subir, subir, y no dejar de hacerlo hasta que ese siseante sonido cesa y la energía se desvanece también.
Ash se inclina, y pone el metafórico hueso para un sabueso pendiendo frente al anciano.
—Satoru lo hará —comienza—. Usted sabe, tarde o temprano, Satoru se deshará de ustedes.
—Gojou Satoru no-
—Usted asesinó a su estudiante no importa cuánto lo niegue —dice—. Usted y todos esos idiotas ocultos en tradiciones y velos, hilos delgados de poder. Ustedes asesinaron a Itadori Yuuji, y Satoru lo sabe y lo entiende, y tarde o temprano, caerá sobre ustedes el juicio que él quiera dar.
Gakuganji se reclina, las manos sobre el bordón se tensan y su boca, antes curveada en asco, se deshace en una delgada línea que le dice a Ash que ha tocado un nervio.
—Pero si usted quiere —prosigue con lentitud—. Yo podría deshacerme de él.
El oxígeno se evapora y todo a su alrededor se detiene, y ni siquiera el anciano parece respirar.
Ash camina y camina y camina hasta posicionarse en el sofá tras el viejo, colocando sus manos, palmas abiertas, en el respaldo de este y sintiendo bajo su piel la suavidad de la tela, lo mullido que es.
Hay un leve temblor bajo su piel, en su papada, y la joyería que usa en sus orejas brilla con la luz del sol que se filtra a través de las delgadas cortinas. Hay un tintineo en el aire que suena a una canción llena de estática, porque el mundo sabe.
Esta oferta es tentadora.
Ash se inclina al frente, por encima del hombro del anciano, y su sonrisa se torna carnívora.
—¿Qué dice, Gakuganji-san? —murmura con voz sacarina, tan dulce como los postres que a cierto sujeto le gustan—. Usted sabe que si Satoru le provoca problemas, ustedes serían inútiles contra él. Pero yo no.
El aura pica, sube sube y se detiene al tope.
—¿En verdad lo harías?
La voz es rasposa, claro, vieja, de un anciano senil que se sostiene de su agarre en el mundo de débiles manos y débiles hilos.
—De niño me asustaba la sangre, incluso cuando ya estaba manchado con ella —la sacarina desaparece y es reemplazada con un poco de amargura—. Y cuando perdí la vista, también me deshice de ese miedo y ese asco. ¿Cree que me aterra enfrentarme a Satoru y mancharme con la suya?
—Creí que eran amigos.
Una ronca, sorprendida carcajada surge desde el fondo de su estómago y Ash piensa en la última vez en la que alguien lo hizo reír así.
—Gakuganji-san —y esa sonrisa que porta se transforma, se vuelve un poco más fina, delicada, frágil—. Alguien como yo no tiene amigos a excepción de la mujer que me cuida la espalda.
La tensión se disipa y el velo sube de nuevo, y cuando Ash empieza a andar hacia el muro en el que había estado en un inicio, es la ronca, rasposa, queda voz del anciano lo que lo detiene.
—Cuando el momento llegue, espero que no me defraudes, Shouganai Ash.
Y él se deshace en cenizas.
━━━
—¿Ash?
Es el aroma lo que le da la bienvenida.
Afuera no hay sol, no hay nubes. Afuera hay gotas de lluvia golpeando el asfalto con suavidad, nubes grises y pesadas y voluminosas que cantan y lloran y gritan con cada estremecer del cielo.
Tilda su cabeza y observa, sonriendo.
—Lo siento, ¿te hice esperar mucho?
Gina resopla, sus mechones rubios que le caen por el rostro meciéndose con un acto tan simple.
—Bueno, si por mucho te refieres a un par de horas…
Ash sonríe y se acerca a ella con lentitud, estirando su brazo. Porque la noche es oscura y la lluvia es pesada, y el ambiente parece llenarse de algo parecido a la nostalgia.
—No veo muy bien.
La tibia mano de Gina se enreda alrededor de su brazo y ella tira de él hacia la calidez de su cuerpo.
—No trajiste chaqueta.
—No hacía falta en donde fui.
Gina resopla y el metal del arma sujeta en su otra mano le golpea suavemente la frente.
Es uno de esos momentos en donde pueden ser sí mismos, en donde las cosas no importan y los disfraces y varias verdades salen a la luz.
—¿Ana dijo algo?
—Le dije que fuiste a investigar algo en Baltimore —dice ella, mientras lo guia en una dirección que él no conoce—. No me creyó, claro, pero… ¿Todo está bien?
No, es lo primero que quiere decir. No todo, pero sí, algunas cosas sí.
Sacude la cabeza y las gotas de lluvia se mueven junto con él.
—¿Me creerías si te digo que sí?
Gina ríe, y el sonido es inusual, pero bienvenido.
Le gusta escucharla reír porque Ash mismo no lo hace con frecuencia, y el nudo en su pecho se deshace un poquito cada vez que ella sí.
—Anda —dice ella, y a pesar de que el olor comienza a irritarlo, la sigue en silencio, una pequeña sonrisa en su rostro—. Hay cosas que hacer.
Arriba, el cielo grita y grita y llora.
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