Capítulo 7


Llegué a casa, pero no me fui directamente a dormir, sino que me di una ducha y me entretuve creando un currículum— añadiendo alguna que otra experiencia inventada— y enviándolo a algunos lugares de trabajo que llamaban mi atención. También imprimí algunas hojas con mi información laboral para dar en mano. Después, me quedé dormida sobre la cama, con el ordenador abierto a un lado.

No duermo demasiado. Cuando despierto apenas han pasado unas cuatro horas. Tengo todo el cuerpo dolorido y dolor de cabeza. Ayer me pasé bebiendo. Mi mente está algo nublada. Tengo lagunas con respecto a algunos lapsos horarios de la noche. No recuerdo demasiado desde la jarra de sangría que tomé. Sin embargo, recuerdo perfectamente el baño en aquella presa y toda la movida con la policía. Y, cómo no, el inolvidable y húmedo paseo en coche de vuelta a casa.

El estómago me ruge. Es hora de darle gasolina. Y dicho esto, abandono el dormitorio después de haberme aseado rápidamente en el cuarto de baño, y guío mis pasos hacia la nevera. La abro de par en par y me encuentro con que no hay demasiado que llevarse a la boca: un tetrabrik de leche prácticamente vacío, un huevo abandonado en una balda y un tarro de mantequilla de cacahuete abierto.

Molly se planta en el salón y se deja caer en el sofá.

—No puedo con mi alma.

—¿No tienes que trabajar hoy?

—Sí. Dentro de una hora. Pero estoy plof. No creo que pueda ponerme delante de una cámara. ¿Tú me has visto? Incluso me he dado cuenta de que tengo un chicle pegado en el pelo.

—No creo que eso sea un chicle. Más bien los tropezones que había en mi vómito— ella se retira un mechón de pelo y lo acerca a su nariz para olerlo. El hastío se refleja en su cara. Se vale de sus manos apoyadas en sus rodillas para ponerse en pie—. Molly, ¿no tienes nada para desayunar? ¿o tu secreto para tener ese cuerpazo es comer hielo?

—Tengo que ir a hacer la compra. Pero todavía hay algo de comida en la nevera.

—¿Mantequilla de cacahuete oxidada, un culito de leche y un huevo caducado? — le lanzo una última mirada al interior del frigorífico y descubro que hay algo verde pegado en la pared del fondo. Cojo una espátula para poder separarlo sin problemas—. Ah y una rodaja de pepino.

—Es jamón en mal estado. Con moho.

Tiro el hallazgo a la papelera y aprovecho para hacer lo mismo con la espátula. Cuando doy media vuelta me encuentro con que Molly está bebiéndose lo que queda de leche directamente del tetrabrik, sin utilizar un vaso para ello.

—¿Qué vas a hacer hoy en el día?

—Echaré mi currículum en algún que otro sitio y me llegaré a una entrevista que tengo.

—Ve tranquila. Sé tú misma. Ya verás cómo te va de maravilla.

—Ya. Eso me dije en mis últimos siete trabajos— añado mientras me lavo las manos minuciosamente en el fregadero.

—¿Por qué no vamos a pedirle a los chicos algo para desayunar?

—Menos mal que lo has dicho. Estaba a punto de lamer esa loncha de jamón verde.

Voy hacia la puerta y espero a que mi compañera se reúna conmigo. Dejamos encajado pues sabemos que volveremos en breve y ante cualquier incidente estamos cerca. Lo más valioso que puede haber en el piso es, probablemente, el juguetito que Molly guarda en el jarrón del salón— que ya estuvo en peligro de ser sustraído por la curiosidad de Miles—. Llamo a la puerta con mis nudillos y me sacudo el pijama arrugado. Molly, a mi lado, recién se quita las legañas. No recordaba que fuera tan desordenada y pasota para ciertas cosas.

Cyne aparece detrás de la puerta. Tiene el pelo alborotado y los ojos limpios de maquillaje, pero con acentuadas ojeras bajo su párpado inferior. Sus brazos están hoy completamente al descubierto, así como su clavícula gracias a una camiseta de tirantas, color azul marino, que lleva puesta. Un pantalón de pijama gris, holgado, completa su vestimenta. Sus ojos viajan de Molly a mí, deteniéndose mucho más en mi persona, lo que me hace sentir nerviosa. Una sonrisa tonta asoma en sus labios. Se echa hacia un lado y nos cede el paso hacia el interior de la casa.

—¿Podemos quedarnos a desayunar? He olvidado hacer la compra y no tenemos nada que llevarnos a la boca.

—Tú te has bebido el culito de leche que quedaba.

—Y no ha sido nada agradable. Creo que estaba cortada.

—Bienvenidas a vuestro supermercado personal. Servíos— dice Cyne, quien cierra la puerta justo detrás de mí. Mientras Molly pone rumbo rápidamente hacia la cocina de muebles de madera, formando una L, para atacar la nevera llena de posits perfectamente ordenados, que recopilan información acerca de todas las tareas a hacer en el día, yo me quedo atrás, junto al chico que nos ha dado la bienvenida—. Pijama de Snoopy. Y zapatillas de colores. ¿A qué debo el honor?

Echo un rápido vistazo a mi camiseta rosada de mangas cortas, con el diseño de Snoopy en el centro, y a mi pantalón largo de color celeste, cuyos bajos se pierden en unas zapatillas arcoíris.

—Molly no tenía otro pijama para dejarme— explico, sintiendo calor en las mejillas—. Y vas a tener el inmenso honor de servirme una rica tostada y un café con leche.

—El cuerpo necesita gasolina para empezar el día. ¿Tienes algo importante que hacer hoy?

—Tengo una entrevista de trabajo.

—Uh. Eso son palabras mayores. ¿De qué es la entrevista?

—Ayudante de peluquería.

Cyne, que está apoyado en una encimera que tiene detrás, sosteniendo la tostada que se estaba comiendo en la mano, suelta una pequeña risita al oír mi respuesta. No puede evitar reparar en mi pelo desaliñado y con las puntas algo abiertas.

—No sabía que habías realizado un curso de peluquería.

—Lo hice online.

—¿Has practicado en casa o ejercido en una peluquería?

—Claro. Tenía montones de muñecas en casa, a las que les cortaba y teñía el pelo. Está todo bajo control. No es por alardear, pero creo que puedo bordarlo.

—Así que va a ser la primera vez que estés en contacto con personas reales. Déjame decirte que eres una chica muy valiente.

—A la vida hay que echarle coraje. Y gasolina. ¿Dónde está mi tostada?

Termina de comerse su tostada con queso crema y me da la espalda por unos segundos para cortar un par de rebanadas de pan e introducirlas en el tostador. Luego se dispone a coger la cafetera para verter parte del contenido en una taza verde. Apuesto a que el desayuno va a saber a gloria. Es lo que suele suceder cuando lo elabora otra persona. Le da un toque especial, por así decirlo.

Molly se ha tomado la libertad de prepararse una barra de pan con todo lo que ha ido encontrando por la nevera. Está sentada en una de las encimeras, con el enorme bocadillo entre sus manos, comiendo con gran disfrute. Se la ve realmente cómoda, a pesar de encontrarse en la casa de la persona que tan nerviosa la pone con su manía con el orden. Yo, por el rápido vistazo que le he echado al piso, he captado que todo está en su sitio. Incluso cada posit de la nevera está separado del siguiente por unos centímetros exactos.

—No eres la única que hoy tiene una entrevista. Yo también he estado haciendo mis pinitos.

—¿Qué puesto aspiras a ocupar?

—Auxiliar de almacén. Algo temporal. Ya sabes que mi meta es muy distinta. Pero primero tengo que regirme por el principio de las tortugas: pasito a pasito.

—¿De qué es la fábrica? — inquiere saber la chica morena. Tiene un leve rastro de mayonesa en una de las comisuras de su boca.

—Cristalería.

—Suerte, amigo. No seas muy duro con el vidrio o lo quebrarás.

—Es precisamente esa gran e indudable confianza que tienes en mí la que hizo que te considerara mi mejor amiga.

Ella le saca la lengua.

La puerta del baño se abre y por ella sale una figura envuelta en vapor. Poco a poco este va dispersándose por el resto de las estancias y deja al descubierto a un chico, con una toalla envolviendo su cintura y unos rulos enredados en su pelo húmedo. Lleva en una de sus manos un pequeño bote de crema, que mira ensimismado, y en la otra una cuchilla de afeitar. No se percata de que estamos allí hasta que tiene los brazos en alto, enseñando sus axilas enrojecidas, con los pies echando raíces junto a la cocina.

—¿Sabías que la nueva crema de afeitar no hace espuma? Aunque tiene un fuerte olor a eucalipto que irrita un poco la piel— alza la vista y al vernos allí, se cubre con sus manos el pecho, y se muestra avergonzado por haber sido descubierto en paños menores. Suelta un gritito y nos señala amenazante con el dedo índice de su mano derecha—. Esto ya se está yendo de las manos. Es acoso. Tenéis que pararlo ya. No podéis jugar a pillarme en la ducha para ver aquí al amigo.

—Hemos venido a desayunar. Tenemos la nevera vacía. Para ser sincera, esperaba encontrarme cosas raras pero nunca imaginé verte con las axilas cubiertas de pasta de dientes y con rulos en la cabeza.

—Ya sabía que era pasta de dientes. Solo bromeaba— miente para no darle la razón a Molly y se dispone a llevarse las manos a la cabeza, mostrando nuevamente sus axilas. Se asegura de que estén bien colocados—. Los rulos me ayudan a darle forma el pelo, a que no quede a lo loco. Pero tú qué sabrás, tienes una melena lisa y sensual.

—Tienes razón. No tengo esos rulos tan guais. Solo cuento con un rodillo rosado que no me ayuda con ese temita. Vas a tener que prestarme algunos.

—Eso sí que no. Consíguete los tuyos— Molly deja su bocadillo en la mesa y echa a correr detrás del hombre envuelto en toalla. Este se ubica a un lado del sofá y ella al otro. Juega a escapar por un lado, pero su oponente le cierra el paso. Corretean de aquí para allá hasta que Miles se oculta en algún lugar de la casa y ella no logra encontrarle.

—¡Uy! ¿Quién habrá dejado aquí estas migajas de pan, asimétricas y para nada combinables con el resto del mobiliario?

—¿Es que nadie le inquieta la falta de orden? — aparece de detrás de una cortina y se dispone a recoger las migajas de pan con sus manos para tirarlas después a la basura. Molly sujeta nuevamente el trozo de bocata que le queda y Miles se pone nervioso por el simple hecho de temer que vuelvan a aparecer migajas donde no deberían estar, así que pone su mano bajo la barbilla de ella para asegurarse que no caen al suelo—. Tenéis que aprenderos las normas generales.

—¿Qué normas generales? — pregunto.

—Miles hizo un generoso trabajo con ellas. No se dejó ni una por el camino. ¿Por qué no se las enseñas?

Asiente. Extiende su brazo disponible para tirar del agarrador de uno de los muebles superiores, mientras con el otro se asegura de que las migajas estén a salvo. En la superficie interior de la puerta aparecen pequeños letreros, ordenados de menor a mayor gravedad, en los que se enumeran distintas normas: no caminar descalzo, ordenar los platos en el escurridor adecuadamente— empezando por los llanos sin diseño, luego con diseño, continuado por los hondos que sigan el mismo patrón anterior—, dejar el mobiliario tal y como es encontrado, no desordenar las pastillas de jabón del cuarto de baño, no arrojar migajas de pan...

—¿Esas son las generales? No quiero ni imaginar cuáles son las específicas. Me da terror saber qué pasaría si cambiara el orden de los posits de la nevera.

—Mejor no tentar a la suerte, Maize— responde Miles.

—Arrojar migajas no parece tan grave.

—Es una de las normas más graves.

—¿Qué tiene de malo? Se recogen y ya.

—¿Qué tiene de malo? ¿Qué te parece que pueda venir un ejército de cucarachas o de hormigas cabezonas? ¿Y si entrara por la ventana una bandada de pájaros? No estoy interesado en que se presenten aquí Hansel y Grettel. Porque entonces tendríamos dos problemas: las migajas y la falta de chocolate. Y las onzas están racionadas de forma que duren toda la semana.

—Siempre he creído que debería trabajar como profesor de matemáticas. Así resolvería los condenados problemas del libro.

Miles esboza una sonrisa ante el comentario de su compañero.

—Me lo pensaré cuando me jubile de correos.

—¿Sabes qué no pone ahí? Que pueda quitarte los rulos— salta sobre la espalda del chico para hacerse con el complemento mientras él abre sus brazos y se mueve en círculos, soltando algún que otro gruñido mientras hace por bajar a la chica de su espalda.

—¡Ah! Me estás tirando del pelo.

—¿Hoy te lo has lavado con Perlán?

—¡Exactamente!

—¡Perlan es un detergente!

—¿Es que ya uno no puede bañarse en la lavadora?

Observo la escena mientras bebo mi café. Cyne está a mi lado, tomando del suyo, intercambiando alguna que otra mirada conmigo. Nuestros respectivos compañeros de piso están enfrentados, ya con los pies en el suelo, golpeándose sus manos infantilmente, mientras se sacan la lengua. Parece que están en plena rabieta. No intervenimos. Simplemente caminamos de espaldas hacia la entrada y nos marchamos sin que se den cuenta. Voy a casa a cambiarme y luego me reúno con Cyne en el pasillo.

—Dejemos que solucionen sus diferencias. Con suerte, durará unos segundos y luego se irán a jugar a las casitas.

—No me extraña que choquen. Miles es tan ordenado. Busca la perfección, tener todo bajo control. Y Molly es más bien pasota. Son polos completamente opuestos.

—¿Y nuestros polos cómo son?

Cyne llama al ascensor. Yo solo puedo rezar internamente porque llegue cuanto antes y, con suerte, cargado con gente para que la conversación se posponga para otro momento, quizás para el que tenga una respuesta bien pensada para darle. Sin embargo, eso no ocurre. Él la quiere ahora. Y las puertas del ascensor acaban de abrirse y no hay nadie en su interior. Entro en primer lugar y me apoyo en una de las paredes. Él hace lo mismo, pero con la opuesta. Tiene sus ojos en mí.

—Nuestros polos son invertidos. Ponemos el mundo patas arriba. Pero es algo necesario. Ha de suceder.

—Podríamos joder la gravedad. Sería peligroso para alguien que teme a las alturas.

—Tendría que conseguir unas alas.

—No te vale de nada tener alas si no sabes cómo usarlas. Por suerte, yo tengo el título de instructor de vuelo.

—Ah, sí. Ese que conseguiste en la tómbola. No sé si una debe estar completamente loca para intentarlo, pero algo dentro de mí me pide a gritos que confíe en ti.

—No puedes dudar de un heladero diabólico.

Sonrío.

—¿Puedo acompañarte hasta la peluquería?

—Si quieres, puedo conseguirte un pase vip.

—Podrás jugar con mi pelo si pasas el periodo de prueba. Mientras, me mantendré tras los cristales.

—Procura no atravesarlos. La idea es que los cuides, no que los reduzcas a añicos.

El sol del día ilumina mi semblante un poco antes de hacer lo mismo con el de mi acompañante. El coche de Cyne está en el taller con motivo de la avería del mecanismo de cierre de la capota. Así que no nos queda de otra que ir a pie hasta nuestro próximo destino. Ciertamente, lo agradezco. Al menos puedo mover el esqueleto— está cogiendo forma de sofá—, respirar y sentir el aire, ver a las personas que transitan las calles. Es la excusa perfecta para conocer más lugares de la ciudad. Siento que aún debo de visitar nuevos sitios, vivir experiencias inéditas y sentir todo un raudal de emociones. No puedo esperar a vivirlo todo.

Al pasar junto a una pastelería, me detengo, y pego la nariz a la cristalera para poder ver los dulces que yacen en un bandeja forrada con papel de hornear. Se me hace la boca agua. Pasteles alargados, en forma de corazón, redondeados, con pepitas de chocolate, azúcar glas, sirope y pequeños trocitos de frutas. Cyne también se une a mí. Aunque acabamos de desayunar, el estómago se nos vuelve a abrir, y pecamos de comprar una palmera de chocolate, que partimos por la mitad para poderla compartir.

—Después, me gustaría darte la primera clase de vuelo.

—Solo si me dejas cortarte el pelo.

—Y raparme una ceja, si quieres.

—No vale echarse atrás luego.

—Lo mismo digo. Una promesa es una promesa. ¿Qué me dices?

—Ve comprándote una peluca.

Ambos reímos. Dejo de caminar y miro el local de la peluquería a mis espaldas. Cyne mete sus manos en los bolsillos delanteros de su pantalón vaquero azul. Este gesto acentúa la camiseta verde que lleva puesta a los músculos de sus brazos. No puedo evitar fijarme en ellos. Aunque pronto mi atención va a parar a sus ojos marrones combinados con el lápiz negro. Tiene un mechón de su cabello tras su oreja, lo que hace que pueda apreciar un arito plateado en el lóbulo, con una pequeña cruz pendiendo de él.

—Suerte en el primer día.

—Lo mismo digo.

—Te veré luego.

—Cuidado con los cristales.

—Si necesitas rulos, dame un toque. Miles tiene varios en casa.

—Lo anoto en mi agenda.

Cyne camina de espaldas hacia el paso de peatones. Le despido con la mano. Da media vuelta y espera a que el semáforo le dé luz verde para cruzar hacia el otro lado de la calle. Sonrío. No es hasta que dejo de verle cuando me decido a enfrentarme a mi primer día de trabajo, con ilusión y muchas ganas de que todo marche bien.

—Buenos días. Debes de ser Maize Price, la aspirante al puesto de auxiliar de peluquería— asiento y le estrecho la mano a modo de saludo—. Venga conmigo. Me gustaría hacerle algunas preguntas.

—Tengo todo el tiempo del mundo.

La mujer me mira con seriedad. No se ríe ante mi broma— por el momento es mejor que no haga bromas. No parece tener demasiadas ganas de soltar carcajadas—, simplemente se limita a guiarme hacia su despacho para poder contar con mayor privacidad para hablar. Tomo asiento en una silla y me aseguro de mantenerme erguida. Aunque no hasta el punto de parecer que me han metido un palo por el culo que me asoma por la boca.

—He estado mirando su currículum. Ha hecho un curso de peluquería con muy buenas notas. Tiene experiencia ejerciendo para particulares. Y, además, hace relativamente poco que ha estado con las tijeras en las manos, así que no ha habido un cese temporal de su actividad— explica. Asiento, mientras me limpio el sudor en la falda negra de volantes que llevo puesta. La entrevistadora toma nota en un cuaderno—. Dígame, señorita Price, ¿Cómo se definiría a sí misma?

Esta va a pillar.

—Soy una persona muy trabajadora, responsable, emprendedora, amable— a medida que voy citando las cualidades recuerdo ciertos momentos de mi vida. ¿Trabajadora? No sé si se le puede decir así, dados mis prematuros despidos. ¿Responsable? ¡Ayer me puse hasta el culo de maría! ¿Emprendedora? ¡Cyne debe estar riéndose desde la presa! ¿Amable? Apuesto a que el Padre Neus aún está santiguándose—. No tiene de qué preocuparse conmigo. Me adapto bastante bien a los cambios.

—¿Qué cree que puede aportar?

—Me considero creativa también, así que podría crear nuevos peinados o técnicas para poder llevarlos a cabo— creativa, desde luego que sí. Si no que se lo digan a Ray. O, mejor dicho, a su nariz destrozada e hinchada, del tamaño de un huevo de avestruz—. No tengo problemas para socializar. Siempre vengo cargada con una buena dosis de positividad. Y tengo un talento innato para liderar.

—Muy bien, señorita Price. Eso es todo. Voy a hacerle entrega del contrato. En principio sería temporal, pero si todo marcha correctamente, podríamos hacerlo indefinido. Léalo y, si está de acuerdo, puede empezar con el periodo de prueba ahora mismo.

—¡Estoy más que de acuerdo! ¿Dónde tengo que firmar? — me lo señala y no tardo en plasmar mi firma al final de la hoja. Le hago entrega del contrato y ella lo guarda en un cajón, aún algo abrumada por mi emoción—. ¡Es usted la caña!

—Venga conmigo. Pero antes, tome— tiende un pañuelo en mi dirección.

—¿Va a hacer algún truco de magia?

—Tiene la boca manchada de chocolate.

Palidezco. Cojo el pañuelo y me limpio. Hago por devolvérselo, pero ella niega con la cabeza. Así que lo hago girar en mi mano para disimular que me he llevado un corte. Salgo del despacho situado en la segunda planta, una estancia de paredes grises, con enormes muebles blancos, con espejo rectangular central en aquellos que están destinados a la clientela y con un par de baldas para los encargados de portar los diversos productos de peluquería. Cada repisa es verde. Los sillones negros y separados los unos de los otros por escasos cuarenta centímetros, a excepción de las mesas y asientos que se disponen, enfrentados, en el centro de la habitación.

—Comenzará en la planta de abajo. Hay tres clientas a la espera de ser atendidas. Este establecimiento ha sido galardonado con el premio a la mejor peluquería de la ciudad. No hace falta que le diga que ha de estar a la altura.

—Lo entiendo. Daré el cien por cien.

Me indica con la mano que baje las escaleras en solitario. Aunque tengo muchos nervios, me armo de valentía para afrontar el primer día de trabajo. Tal y como dijo la jefa suprema, hay tres clientas esperando en sus respectivas sillas, leyendo revistas de cotilleos. Antes de ponerme manos a la obra, dejo el bolso en un perchero, recojo mi pelo con ayuda de una pinza y uso un delantal negro, con un par de bolsillos donde voy introduciendo las tijeras, el cepillo, alguna que otra brocha.

En el escritorio blanco yace un ordenador, donde se recoge información acerca de las citas. Justo detrás un estante de madera enorme, con todo tipo de champús, tintes, aceites, acondicionadores y botes de laca.

—Muy bien. ¿Quién es la siguiente? — una mujer mayor, de unos setenta años, con el pelo plateado y enormes bolsas bajo sus ojos levanta la mano. Lleva un vestido verde con flores azules—. ¿Viene para hacerse un peinado, no es así?

—Sí. Mi hija se casa mañana y me gustaría hacerme algún tipo de recogido.

—Pase al sillón de lavado. Ahora estoy con usted— tecleo en el ordenador y dejo constancia de que la correspondiente clienta está ya iniciando su cita. Leo los próximos nombres y alzo la vista. Una mujer de cabello rojo y corto que al parecer viene a teñirse el pelo y una adolescente que busca innovar su corte—. Vosotras relajaros. Yo me encargaré de dejaros divinas. Hasta Beyoncé se girará por la calle para miraros.

Encamino mis pasos hacia el fondo de la peluquería, donde los sillones de lavado se refugian bajo unas paredes extravagantes, con diseños circulares que mezcla tres colores: amarillo, naranja y marrón. Tomo una toalla marrón del estante más cercano y me ubico tras la mujer. Con ayuda de mis manos le voy sacando el pelo y dejándolo en el lavabo. El agua es templada. Su cabello plateado va adoptando un tono más apagado a medida que el agua se apodera de él.

—Debe estar muy entusiasmada por la boda de mañana.

—Salvo por el novio, a quien cambiaría, sin duda. Mi yerno no me cae nada bien. Entre usted y yo, no me importaría que se atragantara con una aceituna en el convite.

—Si quiere puedo presentarme en la boda y fingir que él y yo hemos tenido una aventura. Apuesto a que a su hija no le hará ninguna gracia que le robe el protagonismo.

—No quiero estropear la boda de mi hija. Verla feliz, me hace muy dichosa. Pero puede ayudarme. Quiero tener mañana un aspecto imponente.

—Capto la esencia. Intimidar al novio. Eso podría serle útil. No creo que se atreva a meter la pata con su hija.

Termino de enjuagarle el pelo. A continuación, envuelvo su cabeza con una toalla y la froto para aligerar el secado de su cabello antes de pasar por el secador. La mujer me sigue hasta un sillón situado ante un tocador con espejo y sienta su trasero en él mientras yo lo dispongo todo. Cepillo y secador en mano es todo lo que necesito para darle forma. Una vez tiene el pelo seco, juego con él, pensando en qué peinados son factibles.

—¿En qué había pensado?

—Un recogido trenzado.

Pero si está mujer tiene cuatro pelos contados. ¿Cómo pretende que le haga eso? Como no coja pelos del suelo de otras clientas y se los pegue con cola en la cabeza, no sé.

—¿Qué le parece si le ondulo el pelo, echo hacia atrás el flequillo con laca y añado una bonita diadema floral?

—¿Y un par de trenzas que comiencen en la raíz y terminen unidas en una cola ondulada?

Le paso el cepillo y me llevo conmigo un buen mechón de pelo. Tiene enredos. Demasiados para tener tan poca melena. Intento probar diferentes peinados improvisados con pinzas. Ella se mira en el espejo una y otra vez, moviendo la cabeza, valiéndose de un espejo de mano para ver cómo queda su pelo según diversos ángulos. Entre una cosa y otra se caen otros pelos más. ¿La dejaré calva?

—¿Podrías probar el recogido trenzado?

—¡No tiene pelo suficiente para hacerlo! — le grito. Ella se queda sin habla. Dejo lentamente el peine sobre el tocador y a continuación meto mis manos en los bolsillos delanteros del delantal—. ¿Conoce el chiste de la mujer con tres pelos que va a la peluquería? Se lo contaré. Es una mujer, como he dicho, con tres pelos que va a la peluquería y le dice a la peluquera que le haga una trenza. La mujer se pone a ello y cuando se la está haciendo: ¡uy! Se te ha caído un pelo. No puedo hacerte la trenza. La clienta le dice: no importa, hágame una cola de caballo. Y nuevamente pasa lo mismo— repito la frase que diría la peluquera, pero cambiando trenza por cola de caballo—. Y ya cuando solo le queda un pelo, la peluquera le pregunta qué le hace, a lo que le dice: ¡Déjamelo suelto!

—Yo vine con poco pelo, pero usted me ha dejado con menos todavía. He visto el mechón que se ha llevado en el cepillo.

—Hala, pues la próxima vez tápese los ojos. Y si quiere que le haga un recogido, tráigase puesta una maldita peluca.

La mujer, ofendida, se quita las pinzas del pelo y se marcha de la peluquería con el cabello completamente despeinado y con cara de pocos amigos. Quito con las manos el manojo de pelo del cepillo y lo arrojo a la papelera más cercana. Aprovecho que me coge cerca del mostrador para echarle un vistazo a la pantalla del ordenador.

Están llegando nuevas clientas. Todas señoras mayores.

—¿Quién es la siguiente? — pregunto. La adolescente se pone en pie. Va hacia sillón para cortarse el pelo, dado que no ha pedido pasar antes por el sillón de lavado. Me reúno con ella—. ¿Qué corte le gustaría hacerse?

—Un corte bob. Por atrás más corto que por delante.

—¿Quiere que se lo deje planchado o rizado?

—Planchado, a poder ser.

—Voy a por la plancha— me despido. Camino hacia el estante situado en el extremo opuesto del establecimiento. Aunque tengo lo necesario para comenzar, me tomo la libertad de poner un poco de orden en el tocador más cercano. Hay rulos por todas partes. Cojo uno de ellos y lo miro. A mi mente acude rápidamente Miles, con una toalla envolviendo su cintura, y unos rulos enredados en su pelo húmedo. Tampoco tiene tanto pelo para acomodar bien los rulos en su cabeza. Pero es tan ordenado, que apuesto a que no puede haber un pelo fuera de su sitio. Me pregunto si lo aplicará a otras zonas de su cuerpo.

Cuando quiero darme cuenta estoy deslizando un par de rulos por mi trasero, poniendo a prueba mi teoría, claro está, imaginando a Miles con el Amazonas en su trasero. Debe ser algo así como el culito de un conejito. Blandito. Peludo. Tal vez incluso tenga huéspedes, varias ladillas. Puede que hasta se le pueda hacer el recogido trenzado que la vieja de antes quería. Bueno, ya basta. Deja de imaginar el trasero de Miles. No te interesa lo más mínimo saber si tiene ladillas, una mata de pelo o qué tipo de peinado le vendría bien.

Las ancianas me observan a cuadros. Sus dentaduras amenazan con abandonar la boca. Trato de quitarle hierro al asunto saludándolas con las manos desde la distancia, dejando entrever entre ellas los rulos que con anterioridad restregué por mi culo. Sin más dilación, vuelvo con mi clienta y, me pongo manos a la obra. Al principio, se convierte en un reto desastroso. Su pelo queda desigual, muy corto por un lado y muy largo por el otro. Desnivelado. Por suerte, se me ocurre la fantástica idea de pedir una cacerola al restaurante de frente, con el que termino de cortarle el pelo, igualándolo.

A regañadientes paga lo que debe y se va.

—Está siendo un día realmente productivo. Exitoso— alardeo frente a las ancianas, que a estas alturas deben estar barajando la posibilidad de ir a otra peluquería donde la peluquera sea más profesional. A alguna que otra pillo yéndose cuando me doy media vuelta. Mi próxima clienta está impasible—. Hoy es mi primer día. Estoy un poco nerviosa.

—Y que lo jures. He venido a teñirme.

—Perfecto. Pasa al sillón— hace lo que le pido con cierta inquietud. Su pelo es de un rojo apagado y algo desgastado.

—Me gustaría teñirme de morado.

—Genial. Que rule el morado. Hoy vas a ser mi clienta estrella.

Oh, vamos. Solo es echar un tinte. ¿Qué puede salir mal?

Voy hacia el mostrador para buscar el tinte con el correspondiente decolorante. No doy con él con facilidad, así que termino poniendo patas arriba el estante. Muevo champús y tintes de aquí para allá, desordenándolos. Pero entre tanto caos logro ver lo que busco, así que sumerjo mis manos entre tantos botes, con la esperanza de alcanzarlo a ciegas. Y vaya que lo agarro. Pero no solo eso, sino que además dejo caer al suelo una estatua honorífica con la que fue premiada la peluquería, que se hace añicos.

—Tengo las manos de trapo hoy— añado bajo la mirada de la clienta que me espera. Me agacho corriendo y amontono todos los pedazos rotos. Me la he cargado, pero bien. Nada de un rasguño. Mierda, mierda. Si la jefa se entera de esto va a ponerme de patitas en la calle. Tengo que arreglarlo como sea—. Valdrá una pasta, pero mira que es feo el premio.

Ladeo la cabeza hacia un lado en busca de respuestas y hallo una en una balda del mostrador. Un bote de cola líquida oculto justo detrás de un cuenco con una brocha. Me hago con todo ello y busco otro cuenco más para añadir el correspondiente tinte a aplicarle a la clienta que me espera. Intento que mi cuerpo oculte la trastada que estoy haciendo. Ordeno las piezas e intento imaginar el aspecto de la estatua antes de acabar destrozada. Esa idea construida en mi mente es lo único de lo que me valgo para pegar las piezas hasta componer un todo.

—Sí. ¡Sí! ¡Soy la mera verga! — exclamo con acento hondureño y lanzo una patada al aire que va a parar al sillón más cercano, que gira sobre sí misma como si estuviera poseído. Lo paro con la mano antes de que pueda acabar en desastre y cojo el cuenco con el tinte—. Aquí viene la peluquera del mes.

La clienta se encoje en su asiento, temerosa. Voy separando su pelo con el cuerpo de una brocha y untando el decolorante mientras me marco un baile con las caderas. La mujer se calma un poco al sentir mis manos perdidas en su melena, masajeando con dulzura su cuero cabelludo. Hago una cola con todo su pelo y me aseguro de que el decolorante empape todo su cabello. Luego vuelvo a perder mis manos enfundadas en guantes en su cabellera. Y las dejo ahí por unos minutos. ¿Mi sorpresa? Cuando tras estos noto que mis miembros han quedado unidos a la cabeza de la mujer y no hay forma humana de separarlos.

—Creo que ya ha pasado bastante tiempo y se puede enjuagar.

—Sí, claro— coincido, pero sigo con las manos inmóviles. Miro a través de uno de los ventanales del establecimiento con cara de horror.

—¿Y bien?

—Todo bien, sí. Gracias por preguntar.

—No. ¿Todo bien con mi pelo?

—Oye, una pregunta así por puro interés. ¿Has pensado alguna vez en raparte al cero? Creo que le favorecería mucho a tu tipo de cara.

—No. Me encanta mi pelo como es.

Esbozo una amplia sonrisa.

—Si, la verdad es que tienes un pelo tan bonito que no puedo dejar de tocarlo.

—Gracias. Pero creo que deberías enjuagármelo.

—Vamos.

—Pero suéltame el pelo, que no me puedo levantar.

—¿Y si jugamos a ver si podemos ir hasta el sillón de lavado en esta posición? A lo mejor batimos un récord Guinness.

Hago por desplazarme y ella inclina la cabeza hacia un lado. Le doy sin querer en la cara con mi estómago al intentar moverme por si eso hace que los guantes se despeguen. Nada. La clienta está casi levitando, tratando de levantarse de la silla.

—Oye, suéltame el pelo.

—Ya me gustaría. ¿Alguna vez te ha pasado que en vez de echarle sal a la comida le has echado pimienta? ¿O vinagre en vez de aceite? — su respiración se vuelve agitada. Mi corazón parece una metralleta ahora mismo. Y mis pulsaciones aumentan cuando escucho a la jefa cerrar la puerta de su despacho, en la planta superior, y dirigirse hacia la cima de la escalera—. Me he confundido y en vez de echarte decolorante en el pelo, te he puesto cola. Pegamento. Para que me entiendas. Y no es que no quiera soltar tu pelo, es que no puedo.

—¡¿Qué?!

—Oye, agradecería que no gritaras. Estoy en periodo de prueba. Mira, creo que es posible que, si vamos hasta el sillón de lavado y humedezco tu cabeza, mis manos se despeguen de tu cuero cabelludo. ¿A que ahora no te resulta tan mala idea desplazarnos hasta allí en esta posición?

Y, ahora sí, intentamos ponernos manos a la obra, a contrarreloj. La clienta mete la cabeza bajo mi brazo en un vago intento de compaginar sus movimientos con los míos. Yo hago por mover los antebrazos, pero solo logro que se meneen mis pechos. La desesperación se palpa en el ambiente. Yo estoy sudando la gota gorda y ella llorando. Y, encima, su cabeza está tornándose de un color rojizo que anuncia que se está irritando.

—Levanta primero el culete. Ahora acomoda la pierna izquierda en el brazo del sillón y haz lo mismo con la otra. Yo inclinaré mi cabeza hacia adelante para ver si puedes levantarte— la jefa nos pilla en una posición algo extraña. La clienta despatarrada y yo intentando dirigir mi cabeza hacia sus partes bajas—. Ahora tienes que darlo todo.

—¿Qué está pasando aquí?

—Pues está pasando algo muy importante porque estamos a punto de batir un récord Guinness. Podrá presumir de eso en su peluquería.

—Maize, no sé de qué habla, pero suelta el pelo de la clienta y llévala al sillón de lavado para que pueda enjuagarse la cabeza.

—Es que adoro su pelo. Es tan sedoso y rojo que no puedo dejar de tocarlo.

—¿He de recordarle que está en periodo de pruebas? Haz el favor de soltarle el pelo a la clienta o su rendimiento laboral caerá en picado.

—No puedo. Pídame otra cosa.

—No es una sugerencia. ¡Suéltale el pelo!

—¡No!

La jefa viene y se aferra a mi cuerpo con sus manos para tirar de mí. Sigo unida a la clienta y eso parece desconcertar a la dueña de la peluquería. Toma el secador más cercano, lo enchufa y me apunta con él como si de una pistola se tratara, poniendo el dedo en el botón de encendido.

—Déjala o el calor hará el resto.

—No creo que sea buena idea.

En el mostrador se desmorona la estatua que tanto me he esforzado en armar. Al parecer la he pegado con el decolorante. Y no solo está hecha añicos sino además descolorida. Los pedazos se desparraman por todo el suelo bajo la atónita mirada de la mujer de mis espaldas. Puedo oír sus dientes chirriar.

Enciende el secador y el calor es tan ardiente que me daña las manos. Rápidamente hago un esfuerzo sobrehumano por huir de ese dolor que se extiende por mi piel. Un grito desgarrador corta el aire y alerta a quienes pasean por la acera de la peluquería. Levanto mis manos y muestro mis palmas en señal de defensa, repletas de mechones de pelo. La clienta ha quedado con partes de su cabeza sin un solo pelo. Las lágrimas se deslizan por sus mejillas. Se mira las calvas y el cuero irritado. Mi jefa apaga el secador y lo deja caer al suelo. Está horrorizada.

—¿Va a pagarme el día de hoy?

Se marcha hacia la planta superior. Poco después se reúne conmigo nuevamente y rompe el contrato delante de mis propias narices.

—Está despedida. Y ni se le ocurra poner un pie aquí nunca más.

—Quédese con su estúpida y extravagante peluquería.

Recojo mi bolso, me quito el delantal que arrojo al suelo y me marcho a buen ritmo, dando un portazo. La multitud está aglomerada en torno a la acera de la peluquería, buscando dar con algo jugoso para contar a sus amistades.

—¿Qué estáis mirando? ¡No hay nada que mirar! ¡Arreando! — les echo a gritos y con algún que otro empujón hasta quedarme en solitario.

Voy al banco más cercano y tomo asiento en él. Mis ojos se anegan en lágrimas. Estoy decepcionada conmigo misma. Pensé que saldría bien por una vez y no ha sido así. Una vez más soy bienvenida al club de los fracasados. Al cementerio de las esperanzas rotas. Ahora queda recomponerse, tomar aire, limpiarse las rodillas y echar a andar.

Alzo la vista y a lo lejos, al otro lado del paso de peatones, encuentro a Cyne. Me saluda con la mano desde la distancia, con esa sonrisa que hace que todo parezca sencillo, que todos los problemas se esfumen por arte de magia. A medida que va reduciéndose el espacio que nos separa siento más y más ganas de embarcarme con él en la aventura que me tenía preparada.

—Tienes tinte en la frente— anuncia nada más tomar asiento a mi lado en el banco. Esbozo una sonrisa triste y tomo el bolso para mojar un pañuelo con agua para deshacerme de la mancha.

—Me he superado. Cincuenta minutos. Ese es mi nuevo récord.

—¿Un corte poco acertado?

—Más bien haber puesto pegamento en el pelo de una clienta en vez de decolorante.

—Vaya. Eso sí que es descabellado.

Aunque no tengo ganas de reír, suelto una gran carcajada. Me ha hecho gracia ese comentario. Cyne se une a mí poco después.

—¿Qué tal te ha ido a ti?

—Olvidé que el cristal es un material frágil. Me despisté con el camión grúa mientras trasladaba enormes láminas de cristal de un lado a otro. Fue solo un golpecito que hizo que las cristaleras hicieran efecto dominó.

—¿Has reventado la fábrica entera?

—¿Y tú has arrancado hasta el último pelo de la cabeza de esa pobre señora?

—Podría decirse que sí.

—También es aplicable a mi caso.

Meneo la cabeza, divertida.

—Bienvenido al club de los fracasados.

—Se celebra todos los sábados— continúa. Da una palmadita en mi rodilla para que me ponga en pie y, automáticamente, me incorporo. Mis músculos parecen actuar por su cuenta, sin que el cerebro les ordene nada.

—Para haberte cargado la cristalería, no tienes ningún rasguño.

—Mi corazón está roto— dice con una sonrisita, llevándose una de las manos al pecho. No sé si su broma puede aplicarse a la realidad. Lo cierto es que hasta ahora no le he visto mal. Casi siempre tiene una sonrisa para dar o broma por hacer—. No se puede decir lo mismo de Don Limpio. Él ha debido pasar por tus manos.

—¡Oye! Te vas a enterar.

Hago por pellizcar su camiseta, pero él me esquiva ágilmente, echándose hacia un lado. Vuelvo a probar y nuevamente atrapo únicamente el aire. Una sonrisa victoriosa vive en sus labios y una divertida en los míos. Es un juego realmente entusiasta. No me doy por vencida. Continúo correteando detrás de él mientras Myers se escabulle entre la multitud. La gente nos observa como si nos tratáramos de dos críos que juegan en la calle. En una ocasión me armo de la fuerza necesaria para saltar sobre su espalda y agarrarme a ella como un monito a su arbolito. Sus manos aseguran mi sujeción tras mis rodillas.

—Tú y yo tenemos un trato.

—Saltar sobre tu espalda puede ser considerada la primera clase de vuelo.

—Buen intento. Pero vamos a ir un paso más allá.

Y me dejo llevar. Dos almas libres hacen la mejor de las compañías.

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