Capítulo 18

El desayuno en casa es el momento elegido por mí para dar a conocer los planes de hoy. Todos parecen estar de acuerdo con la sugerencia. Así que no tardo en enviarle un mensaje a Luca para informarle de que todo va viento en popa.

Connor ha decidido sorprender hoy a su chica con un cartucho de churros con chocolate. Molly no puede estar más entusiasmada. Incluso salta y rodea con sus piernas el cuerpo del dueño de una cadena de restaurantes. Miles está sirviéndose café en una taza, al otro lado de la barrera de encimeras que separa la cocina de la mesa del salón. Una vez termina deja caer el peso de su cuerpo en el mueble de detrás y bebe mientras observa a la acaramelada pareja.

—Creía que me había pasado con tres cucharadas de azúcar, pero acabo de caer en la cuenta de que no es el café lo único que empalaga aquí.

—Me parece que alguien siente celos— dice con una sonrisa pícara la chica morena—. No te preocupes, Miles. Seguro que tú encuentras a alguien.

—Sí. En el bazar de la esquina.

Molly coloca una de sus manos en la mejilla derecha del chico moreno y aprovecha para ponerse un poco de puntillas y plantar un beso en su pómulo. Miles le lanza una mirada a Connor y a continuación señala a la chica de su lado con el ceño fruncido.

—¿Qué le has hecho? Ahora es como un osito de peluche.

—Juro que no he tenido absolutamente nada que ver— confiesa, mostrando sus palmas en señal de defensa. Molly va hacia él, envuelve su cuello desde detrás de la silla donde está sentado y muerde el churro que estaba a punto de llevarse a la boca.

Remuevo el café de mi taza una y otra vez, pensativa. No puedo quitarme de la cabeza la confesión que me hicieron ayer dos de mis amigos. Recordar el miedo que pasé por creer que Cyne había desaparecido de nuevo, sin despedirse de mí, las lágrimas que derramaban sus ojos cuando le encontré hecho mil pedazos en la calle donde murió su hermana. Su voz pastosa. El dolor nos cambia a todos. Nos apaga y al mismo tiempo confirma que nuestro corazón sigue latiendo a pesar de los múltiples golpes y que aún es capaz de sentir.

Cyne aparece a mi lado y deposita un beso en mi mejilla a la par que pasa su brazo por mi cintura con gentileza. Muevo la cabeza, algo sobresaltada, con la esperanza de dar con sus ojos. Él me devuelve la mirada poco después. Una pequeña sonrisa asoma en sus labios. Aun después de enfrentar tanto dolor a diario, es capaz de regalarme una sonrisa. ¿Será que uno acaba acostumbrándose al propio sufrimiento? ¿Es elegir ser feliz todos los días la única forma de sobrevivir a una vida de dolor?

—¿No hay un beso para mí? — pregunta Miles al ver a su mejor amigo. Este le responde con una palmadita en el pecho que recibe con cara de póquer—. Venga ya. No es posible que los sapos tengan más suerte que yo.

—Encontrarás a alguien que te dé todos los besos del mundo, Miles. Y hay muchas posibilidades de que sea una rana— contesto y Cyne alza la mano para que choque los cinco.

—Reíros. Quien ríe el último, ríe mejor— Miles va hacia la mesa para unirse a la pareja que charla animadamente y come churros. No tarde en incorporarse a la conversación con una de sus típicas gracias—. Churros, churretes, estáis de rechupete.

Cyne se sirve un vaso de leche, cogiendo el tetrabrik de forma que la apertura queda muy alejada del borde del vaso. Nunca había visto a nadie servirse así. Cyne y sus peculiaridades. Mientras el mundo va a una, él rompe el molde e impone su propio criterio. Así es él. Diferente y al mismo tiempo especial.

—¿Por qué echas la leche así?

—De esta forma cae mejor en el vaso.

—Pero así consigues que la encimera acabe salpicada.

—Esa es mi parte favorita. Así tengo excusa para que me riñas— le doy un golpecito con el brazo y él se mueve ligeramente hacia el lado izquierdo antes de volver a un estado estático. Agarro el rollo de cocina a la misma vez que él lo hace. Decido cortar dos papeles y entregarle uno. Entre ambos limpiamos la encimera, hasta que nuestras manos se encuentran, y los dedos aprovechan para propiciarse cálidas caricias. Sonrío y él también lo hace—. ¿Estás bien? Pareces menos exuberante de lo normal.

—Hay algo en lo que no puedo dejar de pensar. Ayer, cuando desapareciste sin dar señales de vida, sentí miedo porque te hubieras marchado. Tenía temor de perderte. Y aunque eso me traía loca, no lo fue tanto como creer que te habías ido lejos sin despedirte de mí— explico, nerviosa. Sacudo la cabeza al ver su expresión imperturbable—. Sé que es una tontería. Y que quizás tiene menos importancia de la que estoy dándole, pero quería que lo supieras.

—Lo que te duele no es un mero juego para mí y mucho menos una pequeñez. Sé que pude haber hecho las cosas mejor. Me arrepiento de ello. Y sobre todo de no habértelo contado antes— deja el papel a un lado y atrapa mi mano antes de que pueda volver a estar suspendida en el vacío, al lado de mi cuerpo—. Tal vez llegue un poco tarde para decirte que nunca me iría sin despedirme de ti. No podría hacerlo. Y mucho menos ahora que me he acostumbrado a tu presencia. A ti.

—Te mereces un tirón de orejas como poco— él se recoge un poco el pelo y me ofrece la oreja que para que pueda tirar de su lóbulo. Sigo el juego y llevo a cabo el pequeño castigo que le arranca una sonrisa.

—¿Mejor?

—Mucho mejor.

Cyne me da un pequeño golpecito juguetón en el brazo con el trapo de la cocina. Abro la boca, asombrada por su osadía, y le respondo con otro pequeño latigazo de tela en su costado. Él agarra mi taza de café y yo hago lo mismo con su zumo. Echo a correr alrededor de la mesa donde desayunan nuestros amigos y él me persigue. Paro a un lado de la mesa cuando él se encuentra justo en el opuesto.

—Se van a ir las vitaminas. Y es una pena.

—Tú te vas a quedar sin cafeína, con lo necesaria que es para empezar el día— mete el dedo meñique en mi taza, remueve el contenido y luego se lo lleva a la boca. Hace un sonido satisfactorio con la garganta—. No sabes lo que te pierdes.

—Tú tampoco— alzo el vaso ante todos y bebo el zumo de un largo trago. Luego dejo el vaso en la mesa y echo a correr, pues el chico viene detrás de mí a paso ligero. Me atrapa justo cuando voy a entrar en mi habitación para refugiarme, levantándome en peso al rodear mi cintura. Pataleo al aire e intento respirar entre risas—. ¿Por qué siempre me atrapas?

—Solo se deja atrapar quien así lo quiere.

Me suelta de nuevo, aliso mi camiseta y voy hacia la mesa. Connor está leyendo el periódico cuando alcanzo a ver la sección de tablón de anuncios, donde se recogen diversos puestos de trabajo donde esperan contratar a un personal con determinadas características. No lo pienso dos veces, saco mi teléfono móvil y marco el número para presentarme candidata para monitor en un local de celebración de cumpleaños. La llamada no dura demasiado. La mujer que me atiende se muestra realmente aliviada de haber encontrado a un nuevo empleado justo a tiempo.

—¡Tengo una entrevista!

—¡Eso es genial! ¿De qué es? — pregunta Molly.

—Monitora en un local de celebraciones.

—Niños por todos lados. Es como tener pase directo al infierno— da su opinión Miles. Este se pone en pie después de ponerse las botas comiendo y se limpia las manos con una servilleta—. En casos extremos, usa el parque de bolas como cárcel para niños. Ni se enterarán.

—Intento que no me despidan, Miles.

—Ah, sí. Buena suerte con eso.

Pongo los ojos en blanco.

—¿Queda muy lejos? Molly y yo podemos acercarte, si quieres— sugiere un amable Connor, quien tiene su mano sobre la de mi amiga. Niego con la cabeza. No quiero interrumpir el desayuno tan bonito que están teniendo estos dos tortolitos—. No es una molestia.

—Gracias por el ofrecimiento. Pero creo que cogeré el bus. Así tendré la cabeza ocupada y no me pondré nerviosa durante el camino.

—Maravillosa elección. A mí también me apetece coger hoy el transporte público— da a conocer el chico de cabello castaño que se remanga hasta los codos las mangas de punto de su camisa a cuadros grises. Los contornos de los cuadrados están coloreados de azul y rojo. Y sus vaqueros claros le da un toque fresco—. Además, soy tu amuleto de la suerte.

—Los amuletos de la suerte no se beben mi taza de café.

—No has conocido muchos amuletos buenos de verdad.

—¿Cyne yendo en un autobús lleno de gente? Creo que lo he oído todo ya— murmura Miles, sin caber en su propio asombro.

—Lo que claramente no has oído ha sido la alarma de tu teléfono. Es hora de ir a trabajar. Vamos, mueve el trasero— le presiona la chica morena a Miles, quien se pone en pie tras recibir un pequeño golpecito con el periódico en el brazo. Molly se dispone a dejar la mesa cómo está cuando su vecino de enfrente se queda inmóvil en la cocina—. Dime que no necesitas ir al baño.

—¿Vas a dejar así la cocina?

—Ni se te ocurra— le advierte, amenazándole con el dedo índice. Miles dirige su mirada a un vaso con restos de café y a las migajas de la mesa.

—Puedo dejarlo limpio y ordenado en un abrir y cerrar de ojos.

—No.

—¿Qué tal un insignificante vaso?

Continúa negando con la cabeza y a su negación añade una fulminante mirada que aterroriza temporalmente a Miles. Este no se da por vencido. Hace como que se va a marchar cuando va hacia la mesa y agarra un vaso. Molly suelto un pequeño gruñido y salta sobre su espalda, con la esperanza de impedir que se ponga a fregar. El altercado termina con el vaso hecho añicos en el suelo. Miles, obviamente, está por la labor de recogerlos, pero Molly no se lo permite. Le agarra de la mano y lo pone de patitas en la calle.

—Puedo usar la llave de repuesto.

—Si lo haces, atente a las consecuencias.

—Yo que tú no me arriesgaría— susurra Connor por lo bajo. Miles traga saliva y espera a que se marchen para debatir consigo mismo.

—¿Vienes? — le pregunta Cyne antes de encaminarse hacia el ascensor, donde la feliz pareja ya nos espera, pacientemente.

—Id adelantándoos.

—Me gusta ese espíritu rebelde— confieso, dándole una palmadita en el pecho a modo de despedida y entro en el ascensor. Las puertas se cierran y comenzamos a descender—. Esta tarde, sobre las seis, nos vemos en la puerta del parque de atracciones. Id entrenando el estómago para las alturas. Quien vomite primero, pierde.

—Ese será Miles. Sin duda— concluye Molly con una sonrisita. Apostamos que va a ser así y zanjamos el trato con un amistoso apretón de manos.

—Suerte en la entrevista, Maize. Vas a bordarlo. Y Cyne, espero que tengas un buen día. Nos vemos pronto— se despide Connor. Tiene pensado acompañar a Molly hasta su trabajo para asegurarse de que empieza el día de la mejor de las maneras: con un beso mágico. De esos que te dejan sin aliento.

Ellos se marchan en una dirección y nosotros cruzamos la calle para esperar el bus en la correspondiente parada. Cyne siempre que me descubre mirándole, me dedica una de sus espléndidas y brillantes sonrisas, pero cuando mi mente es distraída por algo más, su rostro se vuelve a apagar.

No se puede olvidar lo que se recuerda todos los días. Pero un pequeño gesto puede hacer que el día mejore sin necesidad de hacer un gran esfuerzo. Y contribuyo a ayudarle, tomándole de la mano con dulzura y firmeza, con la esperanza de hacerle saber que estoy ahí, que puede confiar en mí, apoyarse en mí cuando lo necesite. Yo siempre tendré dos orejas para escucharle, una voz para animarle, unos brazos para envolverle y dos hombros para enjugar sus lágrimas.

—Ahí viene el bus— anuncio al ver al transporte acercarse hacia nosotros. Se detiene justo delante y van subiendo los pasajeros que llevaban más tiempo esperando en la parada—. ¿Hace mucho tiempo que no viajas en autobús?

—Demasiado. El olor a humanidad no es precisamente mi favorito. No lo usaría como colonia desde luego— echo a reír ante su comentario y subo al autobús para pagar—. Pero hoy estás de suerte. He hecho una excepción por ti.

—¿Debería acostumbrarme a tus excepciones?

—En términos de autobús, no. Pero puedes acostumbrarte a tenerme cerca. Iré allá adonde vayas, como el caballero oscuro.

Meneo la cabeza. Voy hacia un asiento y me acomodo en él. Mi acompañante hace lo mismo. Olfatea el ambiente y arruga la nariz poco después.

—Creo que a más de uno se le ha olvidado echarse hoy desodorante.

—Sh. Van a enterarse.

—Esa es la idea. Es como si viajara en un camión para transporte de cerdos.

—¿Qué si soy yo quien ha olvidado usar el desodorante?

—Imposible. Hueles estupendamente bien. Jazmín, almendra, lirio, azahar del naranjo. Un toque de vainilla y limón. ¿Me dejo algo?

—Café.

—Lo siento. Me lo bebí esta mañana. No pude resistirme. Aunque aún tengo el sabor en los labios, por si quieres recuperarlo.

Un hombre regordete pierde el equilibrio cuando el autobús retoma nuevamente la marcha después de pararse en un semáforo y cae sobre nosotros. Siento como mis piernas quedan prisioneras y la sangre empieza a tener dificultades para pasar, provocando pequeños pinchacitos en mis extremidades. El pasajero se pone en pie después de arrancarle accidentalmente un botón de la camisa a mi acompañante y se marcha como si nada hubiera pasado, sin pedir disculpas.

—Ha arruinado mi camisa— tiene una buena parte de su pecho al descubierto. Intenta cerrarse un poco la prenda en vano, para conseguir un aspecto presentable—. Espero que mis clientes no piensen que quiero potenciar mi atractivo con tal de conseguir un acercamiento. Y mucho menos que esperen que suba a la barra a hacer un estriptis.

—Eso sería horrible.

—Sería lo mejor que les podría pasar, pero no están preparados para apreciar lo bueno. No quiero que nadie acabe en el hospital por un fallo cardíaco.

—Creo que tengo en el bolso un imperdible— busco con mis manos en el interior de este con la esperanza de dar con aquello que ansío encontrar. Está en un pequeño bolsillo interno. Lo sostengo con mis dedos índice y pulgar y lo dejo a la vista de mi acompañante. Bajo su penetrante mirada, uno ambos lados de su camisa y me las ingenio para colocar el imperdible por dentro para que no sea visible—. Ahora no correrás el riesgo de convertirte en el culpable de un posible ataque al corazón de alguien.

—Mira tú por dónde. Acabo de encontrar a mi amuleto de la suerte.

Sonrío.

Una anciana se dispone a bajar del bus con su andador. Tiene ciertos problemas, así que decido echarle una mano. Sujeto su brazo para impedir que se haga daño en caso de caer. Cyne espera de pie en el interior del bus, rehuyendo de un hombre que tiene el brazo levantado, con la mano agarrando una barra metálica, con la axila demasiado cerca de la cara de Myers. A juzgar por su cara, deduzco que acaba de encontrar a quien ha olvidado usar el desodorante.

La mujer me agradece con un fuerte pellizco en la mejilla mi ayuda y se marcha. Voy a subir de nuevo al autobús cuando las puertas se cierran demasiado pronto detrás de mí y mi larga chaqueta negra sin mangas queda atrapada entre las puertas, con parte de la tela fuera. El conductor no se da siquiera cuenta y sigue con el recorrido. Intento tirar hacia adelante con fuerza. Cyne toma mis manos para atraer de mí.

—¡Estoy atrapada!

—Tienes una curiosa manía de quedar atrapada.

—¡No lo hago a propósito! ¡Tira más fuerte!

Cyne obedece y eso provoca que mi chaqueta se desgarre casi por la mitad. Parte de la tela va a parar a un semáforo, ocultando los colores que en él se representan. La gravedad y la fuerza con la que tira de mi Myers hace que ambos caigamos al suelo. Él boca arriba, con sus manos alrededor de las mías, descansando sobre su pecho. Yo sobre él, quedando cara a cara. Este momento me recuerda a aquella escena vivida en el sofá de casa de Molly. Y tengo la sensación de que él también está rememorando ese momento en estos precisos instantes.

—Esto no puede estarme pasando.

—Sinceramente, prefiero mil veces antes verte a ti a tener que enfrentarme a lo que hay más allá de tus preciosos ojos celestes— alzo poco a poco la cabeza y veo que el hombre que agarraba la barra metálica se ha agachado para recoger sus llaves, que han caído al suelo. Tiene el pantalón bajado y se le puede ver la hucha en toda regla.

—¿De qué número decías que era tu lápiz de ojos? — pregunto para intentar mantener nuevamente la atención en el chico que tengo justo debajo. No creo que pueda quitarme de la cabeza ese trasero por mucho tiempo.

—¿Intentas recuperar el aroma a café?

—Estoy servida con la manzana— doy una palmadita en su pecho y me pongo en pie. Simulo tener una manzana en la mano a la que le regalo un pequeño bocado antes de arrojarla a su dirección. Cyne toma asiento en el suelo y adhiere la espalda a la pared de sus espaldas. Las puertas se abren y abandono el autobús.

Le guiño un ojo a modo de despedida y él sonríe ampliamente, echando hacia atrás su cabeza. Esa es toda la suerte que necesito para la entrevista.

Ante mí hay un edifico, cuya fachada está pintada de azul y decorada con diseños de marcianos, cohetes y platillos volantes. En centro el nombre del establecimiento— Kids Planet— en letras amarillas y formando un círculo que hace alusión al planeta tierra, sobre el que caminan unos niños enfundados en trajes espaciales.

¿Dónde me estoy metiendo? Todo sea por encaminar mi vida.

El interior no es muy diferente a los locales de cumpleaños donde solía ir de pequeña. A un lado un enorme parque de bolas acompañado de un largo recorrido con divertidos retos a superar. Un poco más allá un jardín infantil formado por suelo de goma espuma, donde hay bloques para mover con formas geométricas y un par de pelotas. En el extremo opuesto de la estancia, una sucesión de mesas verdes donde se sirve la merienda, a saber, la tarta y sándwiches.

Una mujer de cabello dorado y recogido en una trenza alta viene hacia mí y agarra mis brazos como si fuese a hacerme una confesión antes de caer muerta al suelo. No puedo fingir que no me he asustado y doy un pequeño bote. Tiene los ojos abiertos de par en par y amenazando con escapar de sus órbitas en cualquier momento. Su ropa mal colocada y un chicle pegado en el pelo.

—¿Eres Maize Price?

—Sí. ¿Cuándo iniciamos la entrevista?

—¡Estás contratada! Tengo un ojo crítico y puedo ver que eres buena persona. Así que bienvenida a Kids Planet. Hoy hay un cumpleaños infantil. Tu misión será procurar que los niños no se hagan daño, hacer que se diviertan y asegurarte de que ninguno se salta la merienda— estoy a punto de abrir la boca para preguntar por mi contrato cuando ella se me adelanta y me tiende la hoja de papel para que firme. Leo por encima las condiciones y, al estar conforme, dejo constancia de ello al final de la página—. Sé que lo harás fenomenal.

—¿Te vas? — le tuteo, de la misma forma que ella ha hecho conmigo antes. La mujer detiene su huida y se da media vuelta para mirarme.

—No puedo estar un minuto más aquí. Es insufrible— repara en la chaqueta desgarrada que llevo puesta y frunce el ceño—. ¿Le ha pasado algo a tu chaqueta?

—Es una nueva moda de Gucci.

Asiente. Sale por patas y me deja a mí con todo el pastel. Un montón de niños de unos seis años entran por la puerta y vienen hacia mí, como si de una plaga de insectos se tratara. Revoltosos, tremendamente energéticos y repetitivos. Sacuden mis pantalones en busca de atención. Todos ellos gritando que quieres entrar en el parque de bolas. Voy poniéndoles a cada uno un sello de pintura verde en las manos para tenerlos contados y, a aquellos que ya lo tienen, les dejo entrar. Los niños más pequeños van al jardín infantil.

—Vamos. Ve, diviértete. No tienes por qué tener miedo— animo a un niño que duda si entrar al parque de bolas con el resto de sus amigos. Le acaricio la espalda y hago por darle una palmadita para que eche a andar, dándole más fuerte de lo que debería, lo que ocasiona que el niño se caiga de boca al suelo. Rápidamente le pongo en pie, con la esperanza de que las madres no hayan visto lo que acabo de hacer—. Anda, te has tropezado. No pasa nada. Venga arriba. Y ahora a jugar con tus compañeros.

Le llevo hasta la puerta y espero a que sus amigos hagan el resto. Dejo encajada la puerta detrás de ellos y me dispongo a reunirme con los más pequeños en el jardín infantil. Algunos están haciendo la croqueta en el suelo, otros dan saltos sin parar y unos pocos juegan a dispararse con pistolas invisibles.

—¿Quién quiere jugar a mover los bloques? — todos levantan la mano en el aire. Voy asignándoles a cada niño una figura a trasladar. Y continúo dando indicaciones claras—. Ahora vamos a llevarlas hacia la pared del fondo, ¿vale? A ver cómo de fuerte estáis.

Todos dan lo mejor de sí mismos. Se divierten con poco. Lleva menos tiempo del que pensé que tardarían en hacer la actividad. Ellos están frescos como una lechuga y yo estoy hiperventilando, como si tuviera ochenta años y llevara desde los quince fumando. Tomo de la mano al niño y la niña más pequeñitos del grupo y voy hacia el centro.

—¿Jugamos a la pelota? Venga. Colocaros formando un círculo. Vamos a pasarnos la pelota— ejecutan la orden torpemente. Cuando están preparados, cojo la pelota, que al parecer dobla el tamaño de sus pequeños cuerpos—. Allá va.

La pelota va rulando de un lado a otro. A algunos se les cae, pero la recuperan sin problemas. Otros la alcanzan en el vuelo y continúan con el recorrido sin que roce el suelo una sola vez. Se cierra el círculo cuando vuelvo a tener la pelota en mi poder. Hago por continuar con el fuego por donde lo dejamos. Le paso la esfera a un niño, delgaducho y de tez pálida. El chico no se mueve y la pelota impacta en su cara, dejándole caer hacia atrás. El resto de los niños se echan a reír. A mí me sale una risa nerviosa. Al ver que el crío está a punto de echarse a llorar, decido poner remedio.

—¡Una carrera! ¡Corre, que te pierdes el juego! — sujeto de la mano al niño y le ayudo a llegar en primer lugar a la pared opuesta. Eso le anima un poco. No hay rastro de tristeza en sus ojos—. Qué veloz. Estoy segura de que llevas sangre de superhéroe.

Continuamos con más juegos, entre los que se encuentran cantar y bailar las canciones infantiles que van sonando en la radio, imitar los movimientos que hago con el cuerpo, jugar a Simon dice y a la gallinita ciega. Los niños se divierten enormemente. Y, aunque, con su insistencia me hacen perder un poquito la paciencia cada vez, lo llevo bastante bien. Pronto llega la hora de la tarta y todos los niños se aglomeran alrededor de las mesas. La parte más difícil es conseguir que se estén quietos en sus sillas.

—No me gusta la tarta— dice una niña asiática, cuyo pelo moreno está recogido en dos trenzas a cada lado. Me arrodillo a su lado y trato de comprenderla.

—No tienes que comerla, si no quieres. Mira, tienes en tu bandeja un sándwich relleno de crema de cacao.

—Es que tiene corteza.

—Podemos quitarlas. Yo te ayudo— voy quitándole los bordes al pan de molde y cuando termino, divido el sándwich por la mitad y le tiendo una de las mitades. Ella me dedica una sonrisa y empieza a comer. A su lado, un niño de pelo rizado no se queda quieto en la silla—. ¿Por qué no te sientas y meriendas?

—¡Quiero darle mi regalo!

—Cuando sople las velas, podrás dárselo, ¿vale?

—¡Yo quiero dárselo ahora!

—Ahora no puede ser.

—Sí— echa a correr de su asiento. Voy detrás de él. El niño no se detiene por nada ni por nadie. Corre por todos lados como si no hubiera un mañana. Aunque asfixiada, no desisto. Le atrapo cuando tiene el regalo en la mano y le llevo de nuevo a la mesa. Le dejo sentarse junto al cumpleañero, aunque me aseguro de que no le dé todavía el regalo.

Otro crío intenta soplar las velas del cumpleañero, así que tengo que estar agarrando el brazo del niño que quiere dar el regalo antes de tiempo y con la otra mano impedir que el aire llegue hasta las mechas prendidas. Eso sin sumarle a los niños que se suben a la mesa para poder ver mejor. Los padres están demasiados ocupados grabando la escena como para estar pendientes de sus hijos.

Tras el momento tarta, viene algo más complicado: entregarle un trozo de pastel a cada niño, quitándole a unos la decoración de azúcar que a otros les encanta. Cada uno quiere la tarta así o asá. Acabo completamente loca de remate. Ahora entiendo a la chica que se ha ido. Sobrevivir a un cumpleaños es realmente complicado.

—¿Quién quiere volver al parque de bolas? — pregunto unos minutos más tarde. La gran mayoría de los niños echan a correr hacia este. Los más pequeños vuelven al jardín infantil para entretenerse jugando con plastilina en una mesa no muy lejana. Recojo un poco la mesa y miro la hora de mi teléfono móvil. Son las cinco de la tarde. Un alboroto llama mi atención. Miro hacia la segunda plata del laberinto de juegos y veo a dos niños peleándose—. ¡Eh, eh! No os peleéis.

Ninguno me echa cuenta, así que decido quitarme los zapatos y entrar en el parque. Tengo que ir encorvada para no chocarme con el techo. Había olvidado la multitud de retos a superar: redes, rodillos que giran sobre sí mismos, escalones, lianas de colorines, entre otros. Torpemente voy abordándolos, llevándome algún que otro castañazo y quedándome atrapada, momentáneamente, en los espacios más reducidos.

Resbalo al llegar hasta los niños y al ponerme en pie me golpeo en la cabeza con el techo. Decido permanecer arrodillada ante ellos e intentar mediar para que acabe la pelea.

—No se pega. ¿Por qué estáis peleándoos?

—Porque me ha llamado niña tonta.

—¿Y tú qué has hecho?

—Le he tirado esta pelota en la cara— admite, enseñando una bola amarilla. Ambos continúan peleándose, lanzándose manotazos.

—No quiero que vuelvas a llamarle tonta y tú no quiero que le lances más pelotas a la cara— voy diciéndole a cada uno, saltando de una cara a otra—. Ahora haced las paces. Venga, daros la mano.

—¡No! — gritan al unísono. Entre ambos consiguen tirarme al suelo. Mientras ella me tira del pelo con fuerza, el chiquillo juega a tirarse sobre mi abdomen una y otra vez. Intento apartar sus manos de mi cuerpo, pero me es muy complicado.

—¡Parad de una vez, diablillos! — miro a través de las redes cómo las madres reparten los paquetes de chucherías y los niños entran en las zonas de juego con ellos. Van a ponerlo todo perdido. Como puedo agarro a los dos niños y para deshacerme de ellos me lanzo por el tobogán más cercano. Voy a parar directamente a la piscina de bolas. Sin querer dejo caer a una niña que estaba de pie, mostrando orgullosa algo que tenía en la mano—. ¿Qué hacéis?

—¡Me has perdido el diente que se me acaba de caer! — grita la niña, malhumorada. Se deja la garganta emitiendo esos terribles gritos que tantos dolores de cabeza me da.

—Vamos a buscarlo. Venga, todo el mundo a buscar el diente.

Todos los asistentes al cumpleaños empiezan a bucear en la piscina de bolas, a apartar pelotas a sus espaldas que vuelan en todas direcciones, amenazando con golpear a alguien. Algunos críos se me echan encima en mi misión de dar con la pieza dental. Encuentran más divertido jugar a que soy un dinosaurio sobre el que van montados. Y también se divierten pintándome la cara con ceras. Muy a mi pesar me lleva cerca de media hora dar con el incisivo. Acabo con la espalda hecha polvo y las rodillas magulladas de caminar a gatas.

Poco a poco algunos niños se van yendo del cumpleaños al ser recogidos por sus padres, dejando todo un rastro de chucherías por todo el parque de bolas donde han estado jugando. En cuanto veo la oportunidad de volver a la zona de mesas, la aprovecho, sin dudar un solo instante. Algunos niños juegan con un balón que le han regalado al cumpleañero. No me preocupo por ellos por estar barriendo las chuches del suelo, cuando uno se cae al hacer el amago de golpear el balón y echa a llorar desconsoladamente. Por fortuna, alguien le coge en brazos y le mece entre ellos. Alzo poco a poco la mirada, dejando atrás a los niños que se abrazan a la pierna del nuevo integrante, y alcanzo a ver la camisa de cuadros de esta mañana.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Pensé que necesitarías un poco de ayuda.

—Por favor— suplico. Ver a Cyne calmando el llanto del pequeño, dándoles pequeños y suaves pellizquitos en las mejillas me resulta enternecedor. Nunca le había imaginado en la faceta de padre. Él suele lucir un estilo de tipo duro y ahora, sosteniendo a ese crío, se ve realmente dulce—. No te queda nada mal.

—Sé domar a las bestias— dice con una sonrisa. Me acerco al pequeño y le hago entrega de una piruleta que he guardado en mi bolsillo para casos extremos. El niño deja de llorar y se anima con el reciente regalo. Una madre se acerca a nosotros, posponiendo su marcha.

—Qué bonita familia formáis. Se ve desde lejos la felicidad y el amor orbitando alrededor vuestra.

Intercambio una mirada con Myers, quien parece casi tan sorprendido como yo. Un tono rojo vivo se apodera de inmediato de mis mejillas. A él le sale una sonrisa sola.

—Él y yo no somos pareja. Ni siquiera el niño es nuestro.

—Pero apuesto a que le gustaría que lo fuésemos— repone mi acompañante mientras deja al pequeño en el suelo para que siga jugando con sus amiguitos.

—Es una pena. Hacíais buena pareja. Yo creo en las energías y creedme cuando os digo que las vuestras han colisionado y han liberado una gran corriente eléctrica, imposible de ignorar.

Se va poco después. Ambos fingimos que no nos ha removido por dentro lo que ha dicho. Realmente han sido palabras mayores. ¿Es posible percibir desde fuera cosas que nosotros mismos, como protagonistas, no apreciamos? Hay un silencio entre nosotros. Cyne se acaricia la nuca mientras me mira fijamente.

—¿Nos vamos?

—Después de recoger un puñado de chuches— le hago una seña para que me siga. Vuelvo a entrar en el laberinto de retos con la esperanza de encontrar golosinas esparcidas por el suelo. Por fortuna, la mayoría se han concentrado en la zona de camas elásticas. Cyne se pone a saltar sin parar—. Tengo que recoger. Vas a esparcirlas por todos lados.

—¿Por qué no vienes y saltas conmigo? Vamos, seamos unos críos. Una vez por año no hace ningún daño.

Me parece una idea genial. Salto a la cama elástica junto a mi acompañante y agarro sus manos para botar a la par y con fuerza. Aunque no todo se resume a permanecer unidos. También nos separamos para tirarnos de plancha o de espalda sobre la cama para intentar efectuar piruetas imposibles como las que vemos en televisión. Reímos al unísono y en ocasiones nos empujamos el uno al otro o nos turnamos para que mientras uno salta sin parar, el otro no pueda levantarse de la cama elástica.

Dejo caer mi cuerpo, vencido por el cansancio, cayendo boca abajo y Cyne me imita, situándose a mi lado, con su hombro pegado al mío. Algunas piruletas están sueltas en la cama. Un par de ellas no quedan demasiado lejos de nosotros, así que me hago con ellas y le tiendo una a Myers. Él también ha conseguido una dentadura de azúcar que se pone en la boca.

—Cuidado, que muerdo. Ñam— río y doy un golpecito en su hombro con mi cabeza. Quito el envoltorio de la piruleta y lo guardo en mi bolsillo. A continuación, procedo a degustar el dulce con sabor a fresa.

—Había olvidado lo buenas que están estas piruletas.

—Sienta bien volver a ser niño de vez en cuando.

—Demasiado bien— me recuesto boca arriba y miro la luz blanca del techo. Deposito una mano sobre mi abdomen. Myers, a mi lado, usa su brazo izquierdo como almohada. Las palabras de la madre de antes vuelven a abordar mi cabeza y suelto una risotada.

—¿Qué es tan gracioso?

—La mujer de antes dijo que tú y yo hacíamos una buena pareja. Y no sé qué rollo de las energías. En fin, tú y yo...— primeramente, me señalo a mí misma y después lo hago con él y muestro una expresión cómica.

—Es una completa locura.

—Y muy raro.

—Rarísimo— concuerda conmigo.

Reímos a carcajadas e intercambiamos miradas cómplices mientras vamos compartiendo las golosinas repartidas por la cama elástica. Me aproximo a él, como quien busca una hoguera en pleno invierno, y dejo caer mi cabeza en su hombro y la mano la deposito a escasos centímetros de la suya. Cyne acaricia con su dedo meñique el mío a la par que nuestros ojos se pierden en el techo en forma de red, a través del que se cuela una luz blanca.

El amor sabe mejor en una copa de locura.

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