Capítulo 1

Solía pensar que existía el príncipe azul, tremendamente apuesto, que un buen día vendría, me rescataría de la torre y viviríamos felices y comeríamos perdices —¿perdices, en serio? ¡un par de hamburguesas con doble de cheddar!—. Y fantaseé con la idea hasta que pillé al que creía que era el apuesto caballero en la cama con la bruja de mi hermana. Resultó ser un sapo más de la larga lista de anuros. Después de lanzarles mi zapatilla—a falta de zapato de cristal, estrecho e incómodo— juré recoger los limones que me estaba dando la vida y, por qué no, pedir sal y tequila. El cóctel de la felicidad.

Y así fue como comenzó una etapa de desenfreno, ebriedad hasta la saciedad y resacas eternas. Fiestas y más fiestas por todo lo alto, sin bajar el ritmo. Ahogo tras ahogo en una botella. Y todo parecía ir sobre ruedas hasta que una noche, mientras se celebraba una fiesta en la cubierta de un barco, discutí acaloradamente con un niñato que apestaba a feromonas— se burlaba con sus amigos de mí, poniéndome como una pirada por estar en una fiesta con jóvenes de veinte y pocos, teniendo treinta y seis años. Bastó oírle decir que estaba mayor para hacer el ridículo para que colmara el vaso— y le tiré por la borda.

Desde entonces, los estirados de mis padres decidieron cortarme el rollo y mandarme directa a una asociación de alcohólicos anónimos, además de pedir cita para visitar un par de veces por semana al psicólogo para tratar mis problemas de ira.

Y así es cómo he llegado a ser la mujer perdida y problemática que mi familia piensa que soy. Una persona con treinta y seis años incapaz de reconducir su vida hacia el buen camino. Hay muchos adjetivos para definirme. Veamos, tenemos "perdedora", "inmadura", "derrochadora", "borracha", "irritable". Yo prefiero quedarme con loca. Lo demás no sé, pero majareta estoy un rato.

Siempre he creído que la vida era cuestión de probar suerte hasta encontrar tu lugar en el mundo, aquello para lo que has nacido. Terminé mis estudios, con más aprobados raspados que notables y comencé a saltar de un puesto de trabajo a otro. Tan dispares como el día y la noche. Y, curiosamente, no duraba más de una semana en cada uno de ellos. Haciendo una lista mental, estos son todos los puestos de trabajo que he cubierto:

→Dependienta en una tienda de ropa: me despidieron por haberme tirado de los pelos con una clienta que se llevaba la única blusa azul que quedaba, la misma que había estado deseando comprarme todo el día desde que llegó al almacén.

→Niñera: fui despedida por haberle dado un golpe accidental en la cabeza con el marco de la puerta al niño a mi cargo, mientras trataba de calmar su llanto meciéndolo entre mis brazos. Realmente la culpa fue de los padres, que aparecieron repentinamente como dos fantasmas y me asusté.

→Camarera: confundí la sal con el azúcar. No creo que gustaran especialmente los cafés que me tocó servir a los clientes.

→Personal de mantenimiento en un bloque de vecinos: me tocó quitar una telaraña que envolvía la antena del edifico. Estaba en ello cuando se me enredó la tela de la camiseta en el aparato y acabé rompiéndolo en dos. Pero, eh, conseguí sobrevivir.

→Barrendera: después de pasarme toda la mañana recogiendo hojas del suelo, pasó un capullo a toda velocidad e hizo volar todo el montón de hojas apilado. Le lancé el rastillo al cristal de atrás del coche.

→Cocinera en un hospital: hubo una incidencia. Al parecer un paciente se habría encontrado una araña en un plato y el suceso fue comunicado al departamento de calidad y un encargado se presentó en la cocina. Encerré sin darme cuenta al inspector en la cámara frigorífica por unos cinco minutos.

→Secretaria en una oficina: derramé accidentalmente el café ardiendo sobre mi jefe. También arruiné unos importantes informes que tenía que entregar ese mismo día.

Sí... el trabajo no ha sido mi fuerte. Pero bueno, la parte positiva es que debe haber algo que lo compense, ya sabéis, como el dicho "desafortunada en el amor, afortunada en el juego". Podría ser "desafortunada en el trabajo, afortunada en el paro". No suena mal. Desde luego, apuesto a que me iría mejor en el paro que en el amor. Comienzo a pensar que este no es para mí. Eso o que existen muchos idiotas sin corazón sueltos. He vivido en todas las relaciones que he tenido alguna mala experiencia que me ha hecho fuerte como un roble. Tal vez también desconfiada— como aquella vez que fui a acostarme con un tío majísimo y guapísimo que conocí en un bar y, cuando estábamos al lío, descubrí palomino en sus calzoncillos. Eso me hizo realmente fuerte de estómago. Y sí, salí por patas—. La realidad es que me he topado con ciertos sujetos extraños a lo largo de mi vida. Y cuando tuve la suerte de encontrar a Adam Coleman, un tipo aparentemente idóneo para mí, descubrí que tenía un pequeño pero grave defecto: tirarse a mi hermana.

Y, con esa última decepción, me bajé del barco del amor y le dejé zarpar sin mí.

Así que mi lema ahora es "a falta de amor, amigos, fiesta y alcohol" o más bien "seguir cagándola hasta que la Milagrosa me arree por los pelos mientras me dice: reacciona de una puta vez". Aunque no creo que ese mensaje sea muy divino.

Le lanzo una mirada a la veleta de dirección donde se recoge el nombre de la calle— Whiteladies Rd, Clifton— y confirmo con una mirada con mi madre que estamos cerca. Papá, un hombre de cabello platino y complexión delgada, con la mandíbula cuadrada, y ojos azul cobalto, conduce unos metros más y detiene el vehículo justo delante de la Iglesia Metodista Victoria, en el 1A.

—¿Una iglesia? ¿A caso el cura también es el salvador de los borrachos en su tiempo libre?

—Maize, eso no es gracioso. Él es un buen hombre que ayuda a personas como tú a resolver sus dificultades y encontrar el buen camino.

—¿Qué quieres decir con personas como yo?

—Lo que tu madre intenta decir, Maize, es que la vida que llevas de excesos está pasándote factura. Lo mejor es poner una solución antes de que todo se desequilibre.

—Sí, entiendo. Por eso la mejor idea que habéis tenido es traerme a una iglesia para que el Padre Fulanito de tal me realice una especie de exorcismo y me quite de la mala vida. Ah, y un puntazo que también creáis que tengo problemas mentales, a parte del alcoholismo.

—Ya está bien— zanja Susan, mi madre. Su cara ovalada y sus ojos celestes me recuerdan tanto a mí que por un momento me planteo si me veré como ella el día de mañana—. Tienes que hacerlo por el bien de esta familia y por el tuyo propio.

—Me enternece que os preocupéis por la hija mayor. La próxima vez podríais probar a llevar a Estella al psicólogo para que se dé cuenta de que está mal acostarse con el novio de su hermana.

—¡Maize!— grita Harold. Cierro la puerta del coche justo cuando va a volver a decir mi nombre y les despido con una sonrisa forzada y giro sobre mis talones para continuar.

Echo a caminar hacia la iglesia, una enorme infraestructura con forma triangular, acabada en pico, con una torre algo más fina y esbelta justo detrás de ella, en color verde. La fachada del edificio principal parece algo desgastada por el paso del tiempo y por la propia humedad del clima, aunque se mantiene impecable su majestuosidad. Tres enormes ventanales con vidrieras separados por gruesas columnas, y resguardadas por un arco apuntado orientado al cielo. En la entrada principal un nuevo arco del mismo estilo arquitectónico, pero acompañado de una estructura triangular justo encima. Una doble puerta de cristal me da la bienvenida.

Ese que viene por ahí debe ser mi salvador.

—Buenos días. Soy el Padre Neus. ¿Viene por las sesiones de AA?

—¿Me ha olido desde lejos?— se queda muy serio a causa de mi broma. Hubiera estado mejor una sonrisa por su parte. Pongo los brazos en jarra y recorro con la mirada el interior de la iglesia, a la espera de que ocurra un milagro y al Padre Neus le sea devuelta la voz.

—No, claro que no. Siento si le ha molestado mi pregunta. Era meramente profesional.

—Así que usted va a ser mi salvador. Bien. Tiene que saber que va a tenerlo muy difícil. Ayudarme será como armar un puzle aun faltando la mayoría de las piezas. Pero oye, podemos divertirnos intentándolo. Si encuentra algún remedio para mí, dígamelo. Quiero ser la primera en saberlo.

Asiente, sin saber muy bien si sonreír o dejarlo pasar. Hace una seña con su mano para que le siga hacia el altar, donde ha despejado la zona para poder colocar sillas de madera, formando un círculo perfecto y cerrado. Hay algunas personas ocupando su lugar. El Padre Neus toma asiento en una silla ubicada en el centro del círculo y me indica que me una a los demás.

—Bienvenidos a Visión para ti, una asociación que se especializa en ofrecer ayuda y los recursos y medios necesarios para que las personas que están pasando por una etapa complicada, donde se ven involucradas diversas drogas, incluida el alcohol, puedan ver más allá de la adicción, una luz al final del oscuro túnel— comienza a decir. No le presto demasiada atención. Me es más interesante reparar en las personas que me rodean antes que tragarme todas las palabras de su aburrido discurso, con las que apuesto voy a indigestarme—. Imagino que todos los presentes guardáis una historia que es precisamente la misma que os ha traído hasta aquí.

—Técnicamente me han traído, contra mi voluntad, mis padres.

Todas las miradas se centran en mí.

—¿Y por qué cree que sus padres le han traído aquí?

—Porque se les debe haber cruzado algún cable...

—¿Cómo ha dicho?

—Decía que ellos creen que me vendrá bien.

—Irónicamente, son aquellos quienes padecen el problema quienes no pueden verlo. Sin embargo, las personas que te rodean pueden ver la realidad, sin distorsiones, tal y como es. La primera fase es aceptar que se tiene un problema y, a partir de ahí, progresar.

Un hombre de cerca de cuarenta y pocos años, que estaba sentado enfrente mía, al otro lado del círculo, se incorpora tan pronto como puede. Tiene el cabello largo, a la altura de su nuca y con un flequillo cortina que se echa hacia atrás con una de sus manos. Eso me ayuda a localizar un arete plateado en una de sus orejas y una agrupación de ellos en la otra. Tiene bigote, perilla y barba en la zona de su barbilla.

—Según usted tengo un problema. ¿Y cuál es?

—Teniendo en cuenta que está en una sesión de Alcohólicos Anónimos, deduzco que la fuente de su problema es la bebida.

—Espero que no se dedique nunca a la adivinación o se morirá de hambre— sus ojos son marrones oscuros y penetrantes. No puedo dejar de mirarle. Es como si me tuviera totalmente hipnotizada. Su cuerpo musculado bajo la camiseta negra de mangas cortas que lleva puesta, con el diseño de una calavera en ella, y unos pantalones anchos y marrones, de cuyo lateral izquierdo penden unas cadenas plateadas. En lo nudillos de sus ambas manos tiene letras tatuadas que conforman la palabra "selfmade". Salir adelante por uno mismo—. Déjeme decirle que el alcohol y mi adicción a la juerga son mi último problema.

—Debería, en ese caso, ampliar sus horizontes hacia más ayuda profesional.

Esta vez soy yo quien me pongo en pie de nuevo.

—¿Está insinuando que está como una chota? ¿Usted no era el hombre Maravilla, el que nos sacaría de todos esos horribles vicios? ¿Qué pasa? ¿Se ha dado cuenta de que somos un caso perdido?

—¿Cree que no tenemos remedio?— se une a la acusación que le he lanzado al Padre Neus, quien también se incorpora con la esperanza de calmar los humos. Mueve los brazos de arriba a abajo, buscando la forma de apaciguar nuestro comportamiento—. Buen comienzo. Comenzar una reunión de AA creyendo que no hay nada que se pueda hacer presagia un buen augurio. ¿Dónde está esa fe de la que se regocija?

—¡Já! Y después dicen que nosotros tenemos un problema con la bebida. Ser hipócrita no es de ser buena persona. Debería mirárselo.

—Irónico que intente ayudarnos el mismo hombre que en la misa sirve vino. ¿Acaso no es provocación para que sigamos en el mismo bucle?

—¡Esto es un engaño!

—Es una basura. Eso es lo que es. ¿Cuánto se está embolsando? Porque apuesto a que no va a escuchar a toda esta gente gratis.

—Estáis sacando las cosas de contexto. ¿Podéis hacer el favor de tomar asiento y calmaros para poder aclarar los malentendidos?

Me señalo a mí misma con el dedo índice e intercambio una mirada de incredulidad con el hombre con el que estoy protagonizando un numerito.

—¿Está insinuando que tengo un jodido problema de ira?

El Padre Neus, desesperado, se pone a santiguarse en bucle.

—Padre nuestro, que estás en los cielos, dame fuerzas para solventar sus problemas y poder guiarles hacia el objetivo que persiguen.

—¿Problemas? Aquí mi único problema es usted, esta estúpida reunión y esta iglesia que se cae a pedazos.

—¡Y su vergonzosa falsa empatía por quienes estamos aquí! No le importa una mierda nuestros problemas. Pero eso sería demasiado horrible para decirlo en voz alta. Solo busca solucionar la mierda de los demás para sentirse bien. Pero usted está igual de perdido. También tiene problemas. Y esta asociación es un circo. Nadie se va a salvar porque alguien se lo diga. Solo uno mismo puede hacerlo. Y, esa, es una decisión personal.

—Os pido, educadamente, que salgáis a tomar el aire y reflexionéis acerca del por qué habéis decidido venir aquí, a pesar de que no queríais. Pensad en ese objetivo y en vosotros mismos, en si está todo bien como creéis. Y luego tomad una decisión. Valorad lo que podéis ganar frente a aquello que podéis perder. Como ha dicho usted, caballero, es una decisión personal.

Le doy una patada a la silla, que cae al suelo hacia atrás, quedándose a los pies de los bancos. El silencio se apodera del ambiente, aunque no puedo apreciarlo por la lluvia de pensamientos que hay en mi cabeza. Estoy tan enfurecida que todo lo que puedo hacer es pensar mil cosas que decirle a ese Padre Neus y en otras mil formas de manifestar mi descontento. Salgo al exterior y recibo la brisa fresca en la cara. Estoy abrumada.

Alguien sale justo detrás de mí, agarrando la puerta para evitar que se cierre ante sus narices. Es el mismo hombre con el que protagonicé un acto de rebeldía anteriormente. Ni siquiera sé cómo se llama pero ya siento que me cae bien. De alguna forma estamos conectados por una historia con una parte similar.

—No sé qué se cree ese idiota. Te lo pinta como si fuese la mejor oportunidad de tu vida y no es más que un engaño. Si tuviera una fotografía suya, jugaría ahora mismo a los dardos con ella.

—¿Por qué todos dan por hecho que, cuando tenemos un problema, debemos poder solucionarlo? A veces a uno le puede y solo quiere escapar.

—¿Y qué me dices cuando ese problema pasa a ser tú? Es como si no existiera ni importara nada más. Acapara toda la atención. Y eso no lo soporto.

—Y todos te miran y susurran como si estuvieras equivocándote todo el tiempo. Pasas a ser un error con patas.

—Me equivoque o no, es algo que me pertenece. Todo el mundo suele creer que hay un solo camino a seguir y no es verdad. Hay muchos y no todos son iguales. Y estoy tan cansada de que todos me recuerden a cada paso que doy que lo estoy haciendo mal. Ellos también se equivocan y nadie puede decir nada.

Asiente un par de veces y alza la vista. Puedo sentir su mirada clavándose en mí, pero estoy tan concentrada pateando el suelo que no le doy importancia. Noto cómo hiperventilo. Aún estoy disgustada y de los nervios. Repasar la conversación con el Padre Neus en mi cabeza no ayuda demasiado.

—¿Y si nos vamos?

—¿Irnos, adónde?

—Huir. Lejos. Dejar todo esto. No tenemos por qué encajar en un lugar que no está hecho para nosotros.

Pienso en sus palabras. Huir se me antoja un plan genial, incluso con un desconocido. Ahora mismo me iría a cualquier parte del mundo, sin importarme nada ni nadie.

—¿Y qué haremos?

—Seguir con la fiesta.

Sonrío, satisfecha. Él interpreta ese gesto como una afirmación y echa a correr. Le sigo sin darle una segunda vuelta, esforzándome por no perderle la pista. Rodeamos los cercos con porciones de jardín y recorremos unos últimos metros antes de llegar hasta la carretera. Junto a la acera hay aparcado un Mini Cabrio azul, con los asientos tapizados en marrón.

Salto al asiento del copiloto sin abrir siquiera la puerta y admiro el interior del coche, fascinada, sintiéndome nerviosa y emocionado por estar subida a un descapotable por primera vez. Él suelta una pequeña sonrisa al verme tan feliz. Se pone unas gafas de sol redondas en el puente de la nariz e introduce la llave del coche en la ranura del volante. El motor ruje al ser encendido, aunque no nos ponemos en movimiento.

—Por cierto, soy Cyne Myers— tiende su enorme y tatuada mano en mi dirección. Vuelvo a apreciar parte del tatuaje de sus nudillos. Por un momento me sobrecoge la idea de desconocer por qué motivo se ha tatuado esa palabra. Hay demasiadas cosas de él que aún no sé—. Y no soy para nada convencional.

—Maize Price. Bien. No me gusta lo convencional.

Estrechamos las manos con firmeza y por unos segundos. Cyne mira por el retrovisor y luego se incorpora a la carretera, pisando el acelerador. Pulso la radio y pongo mi emisora favorita. Subo el volumen para que la música se oiga bien fuerte y comienzo a cantar la letra a todo pulmón y a marcar un baile con mis brazos.

Así es como dos personas que no nos conocemos de absolutamente nada pero que compartimos un toque de locura y parte de una historia similar, dejamos atrás la ciudad en la que hemos crecido, abandonando nuestros puestos de trabajo y nuestro hogar sin una explicación, con la esperanza de encontrar nuestro lugar en el mundo. Huimos de todo, no nos quedamos con nada. No nos conocemos. No sabemos el pasado del otro. Tampoco sabemos hacia dónde nos dirigimos. Simplemente improvisamos. Por primera vez elegimos dejarnos llevar en vez de razonar. Aun siendo una completa locura.

Pero hay algo de lo que no se puede huir por mucho que se quiera: de uno mismo.

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