vii. goodbye brother
vii. adiós hermano
Agradeció a Arthur en el momento que pudieron irse a casa pero agradeció más cuando vió una cabellera platinada en la puerta de la catedral. Aemma corrió hasta su hermano, que la recibió con los brazos abiertos, pero no se sintió tan emocionado como ella.
Aemmond se había cortado el cabello, las largas mechas platinadas que le caían a su hermano por ambos lados de su rostro se habían acortado y ahora ni siquiera le llegaban al inicio del cuello. Lo había notado unos centímetros más alto y tenía mejor porte. No sabía si era el abrigo bordó que llevaba puesto o simplemente que había crecido en esos días separados.
—Te he extrañado tantísimo —le dijo Aemma, casi sin aire por lo mucho que estaba estrechando a su hermano en sus brazos.
—Me vas a quebrar, Memmi —bromeó Aemmond.
Aemmond le dio algunas vueltas en el aire antes de soltara y permitir que Aemma le presentara a sus abuelos y a Yvette. No era como si su mellizo estuviera muy entusiasmado en conocer a alguno pero se mostró cordial.
—No te esperaba —comentó Aemma, mirando a su hermano.
—Era una sorpresa —respondió Aemmond, con un toque de ironía.
Luego de ese comentario, Aemma le dijo a sus abuelos y a Yvette que irían más tarde, que podían adelantarse y que Aemmond y ella hablarían por un rato. Aemma comenzó a caminar para alejarse de aquella funesta catedral y se dirigió al pueblo, mientras entrelazaba sus brazos con los de Aemmond.
—¿Te vas a quedar? —preguntó Aemma.
—Vine para llevarte, de hecho —le dijo Aemmond.
—¿Llevarme?
—Estoy totalmente convencido luego de haber visto lo que sea que haya visto en esa iglesia —masculló Aemmond, mirándola con reproche—. ¿Ahora sigues a la Orden de Merlín?
—No —negó la platinada, mirando al frente—. Me dijeron que lo hiciera y yo...
—¿Y quien te dijo que lo hicieras? —inquirió Aemmond—. Personas que no saben de tu legado.
—Son solo unas palabras para nuestra madre, Aemm...
—No, no son solo unas palabras —la cortó el platinado, frenándose—. Es negar tu legado. Venderte.
—No me vendí a nadie. Aclaré que yo creo en Arthur —afirmó Aemma, con enojo—. ¿Y por qué has venido a llevarme?
Aemmond resopló.
—Porque eres mi hermana. Un símbolo de legitimidad...
—¿Un símbolo de legitimidad? —inquirió Aemma—. ¿Eso es lo que soy? ¿Ahora quieres tomar el trono?
—Soy el primer hijo del rey. El hijo legítimo. Maegor es un bastardo con un título acomodado —escupió Aemmond, comenzando a caminar una vez más.
—Vaya, vaya, vaya, Aemmond Pendragon, cuanto has cambiado —ironizó Aemma—. Yo he sido la ambiciosa, no tu.
—Tu misma lo dijiste. Las personas cambian —dijo Aemmond—. Arthur me ha iluminado. Y Camelot sabe que yo soy el legítimo heredero.
—¿Planeas una usurpación? —cuestionó Aemma—. ¿Usurpar a tu propio padre?
—Nuestro padre es viejo. Yo podría actuar como su regente —la expresión de Aemmond le dijo a Aemma que su hermano no bromeaba.
—La gente se dará cuenta que no lo es.
—Arthur me ha iluminado lo suficiente para saber que, si están ciegos como un bulto o si tienen ojos de águila, es una cuestión de tan poca importancia que no vale la pena pensar en ella, y mucho menos preocuparse —respondió Aemmond—. Maegor y yo compartimos algo, aún así. Ambos tenemos hermanas mellizas que han sido consideradas ilegítimas. Quien convenza a nuestro padre de que nombre princesa a su hermana, tendrá un punto a su favor
Aemma amaba a su hermano. Quizás era la única persona que jamás amaría. Pero estaba viendo lo que se había negado por tantos años. Que Aemmond quizás no la amaba a ella. A él no le gustaba el amor, no le gustaba que le hiciera sentir estúpido y vulnerable. Si alguna vez se casaba, elegiría a alguien incapaz de conmoverlo. Alguien a quien odiara, incluso, para que nunca pudiera manipularlo. Aemma sería la opción perfecta porque, si bien seguro que complacería todos sus deseos, nunca podría manipularlo pues eran dos gotas idénticas de agua.
—Yo no voy a ser parte de tus juegos —negó Aemma—. Y tampoco una usurpadora.
—Entonces hay que sacarlos del camino —sugirió Aemmond.
—¿Parricidio? Los dioses de las Tres Órdenes dicen lo mismo... no hay hombre más maldito que el que mata a otro de su sangre.
—Nosotros somos Pendragon —dijo Aemmond—. Somos más dioses que humanos.
—En la Völuspá una de las señales del fin del mundo es un incremento en fratricidios —recordó Aemma, acercándose a Aemmond que le había dado la espalda.
—Cuentos de niños —masculló el príncipe.
—Te gustaban esos cuentos de niños —murmuró Aemma.
—Cuando era un niño —le dió la razón Aemmond, con ironía—. A ti te gustaba la perspectiva de poder subir al trono. ¿Eso también se quedó en nuestra infancia o...?
—Aún sigue —respondió la platinada—. Pero, si vamos a usurparle el trono a alguien, será a Maegor. No a nuestro padre.
—¿Y quién sabe cuando puede morir ese maldito loco? —Aemmond le tomó las manos a Aemma—. Cuando salgamos de Hogwarts, quizás hoy, mañana, en diez años. Quizás ya estemos muertos. Quizás tu lo estes y yo no y nuestro plan se iría por la borda porque yo no puedo hacerlo sin ti. O quizás yo muera y el plan también se iría por la borda.
—Me moriría si tu te mueres antes que yo, Aemmond —soltó Aemma—. Saltaría de la Torre de Astronomía.
Aemma vio un brillo peligroso en los ojos de su hermano.
—No digas eso.
—Es la verdad.
—No lo digas.
Aemmond la miró a los ojos. Aemma sabía que no eran diferentes del uno al otro. No solamente en el físico, también en su mentalidad. En su mentalidad retorcida, catastrófica, desinteresada y egoísta. Era desgarrador porque, en realidad, ambos eran simplemente dos criaturas románticas y sentimentales, con tendencia a la soledad.
—Johanna Hardying ha dado a luz otro hijo —soltó Aemmond, tratando de cambiar el tema—. Otro niño para robarnos nuestro lugar legítimo.
—Pensé que a nuestro padre no le agradaban mucho el resto de sus hijos —farfulló Aemma. No le interesaba Johanna Hardying ni ningún otro de sus demonios—. Abdicaría antes de dejarlos subir a su precioso trono.
Aemmond parecía otra persona. Tenía el cabello más blanco, mientras que a Aemma se le había oscurecido y era más blanco crema que platinado. Aemma le había notado la mirada, antes llena de picardía, perdida. Era como si viera miles de destinos posibles, todo a la vez. Sus ojos parecían una catedral. Viudas, fantasmas y amantes parecían sentarse y cantar en sus interiores oscuros y corruptos.
Aemmond asintió, como si se estuviese guardando algo.
—Tengo un dragón ahora —continuó—. Es... Es el que eclosionó cuando nacimos.
—Ah... —murmuró Aemma y logró sonreír—. Felicidades, Aemmond.
A Aemma nunca le había importado si tenía su dragón junto a ella o no. Su huevo, junto al de su hermano, había eclosionado cuando tenían unos días de nacidos y, cuando los habían nombrado ilegítimos, no les permitieron llevárselos a la casa de lady Rochford ni mucho menos ir a visitarlos.
—Sí... Es lindo... volar —respondió Aemmond, con la mirada fija en unos pájaros en el césped tintado de blanco—. Puedo llevarte algún día. Si quieres.
—Me gustaría —sonrió Aemma. De hecho, no le gustaría, solo lo decía para ver un poco de alivio el aspecto consternado de su hermano—. ¿Quieres que vayamos a la casa? Creo que hace frío. Podría empezar a llover. Es casi la muerte cuando llueve aquí. Es todo húmedo. Cuando llegué, era un infierno y ahora está nevando.
—El dragón se alza en llamas y en sus cenizas sólo queda el vacío —murmuró Aemmond, distraídamente.
Aemma frunció el ceño y miró a su hermano. No tenía idea de que hablaba ni porque había decidido decir eso pero Aemmond siempre solía decir tonterías de vez en cuando. Aemma trató de sonreír y enganchó su brazo con el de su hermano.
—El día que los Pendragon ardan, será el día que la humanidad festeje —comentó Aemma, comenzando a caminar.
—La sangre es más espesa que el agua —respondió Aemmond. Era un reproche, Aemma bien lo sabía pero no le importaba. Se encogió de hombros.
—Pero ambas se sienten igual cuando tienes los ojos cerrados —concluyó Aemma, apoyando su cabeza en el hombro de su hermano. Aemma lo guió hasta la casa de sus abuelos, caminando en medio de la nieve—. Hay muchas fotos de mamá. Podríamos verlas.
—No quiero verlas —murmuró Aemmond—. Quiero que nos vamos lo más antes posible.
—Yo creo que te gustaría estar aquí por algunos días —opinó Aemma—. Yvette es... Una encantadora muchacha. Y el pueblo no es tan malo.
—Se cae a pedazos, Memmi —rezongó Aemmond—. E Yvette es una bastarda.
—Eso no la hace mala persona. Deberías conocerla.
Yvette era encantadora ya de por sí. Sabía que Aemmond no la aprobaría a primera vista, como había hecho Aemma, porque tenían los mismos prejuicios pero también sabía que se llevarían bien en cuanto se conocieran.
—Me quiero ir —repitió Aemmond, en el mismo tono quejumbroso—. Y quiero que vengas conmigo.
—Yo no quiero irme —dijo Aemma, mirándolo—. Estoy bien aquí.
—Pensé que no te gustaba.
—No me gustaba —asintió Aemma—. Pero porque no conocía el lugar.
Quizás no se quedara por el lugar. Quizás se quedaba por cierta castaña. ¿Y cómo no hacerlo? Cuando los labios de Yvette aún estaban plasmados en la piel de Aemma, como una estampa, y cuando el recuerdo de ellos aún estaba impregnado en el cuello de la Pendragon y estaba segura de que no se irían por mucho tiempo. Olía a cítricos y ese aroma rodeaba a Aemma aún cuando tenía a su hermano a un lado.
—Te gustaría más Lyonesse —replicó Aemmond.
—Lo dudo. Lyonesse es muy bullicioso —respondió la platinada.
—Mi habitación no es nada ruidosa. Todo siempre está muy calmado —dijo Aemmond.
Aemma lo miró de mala forma.
—Bueno, felicidades, mi Príncipe, pero yo viviría en una pocilga de mala muerte si vuelvo —no tenía intenciones de volver, eso lo sabía muy bien. Aemma vió la mirada de su hermano ante su sarcasmo y suspiró—. Quédate aquí hoy.
—No —rechazó Aemmond, justo cuando llegaban a la casa—. Quiero irme a mi hogar.
—Pensé que tu hogar era donde yo estaba —masculló Aemma.
Aemmond la miró, como si no hubiese querido escuchar ese comentario de su hermana.
—Por eso quiero que vengas conmigo —insistió Aemmond.
—No quiero ir a Lyonesse —repitió Aemma.
—Por favor —le rogó Aemmond—. Estoy muy solo, no tengo a nadie. Excepto a ti.
Aemma se puso de puntas y abrazó a su mellizo. Aemmond siempre había sido más alto que ella, un recordatorio irónico, quizás, de que por ser hombre, Aemmond siempre pesaría más en la historia que ella. Siempre significaría más para todos que una simple mujer. Pero ahora parecía que él era menos, simplemente por ser él. Era como si el solo hecho de ser Aemmond Pendragon lo estuviese hundiendo sin que nadie pudiera hacer nada.
Aemma era su ancla. Su salvación.
—Eres adicto a la soledad —le murmuró Aemma cuando se separaron, besando su coronilla—. Es la emoción más fuerte que has conocido, por eso tu subconsciente te dice que es tu destino. Pero no lo es.
—¿Y cuál es entonces? —le preguntó Aemmond.
Aemma le sonrió.
—Bueno... Aún somos jóvenes para saberlo —murmuró Aemma, con una sonrisita—. Quizás tu y yo terminemos casados... Y tu termines en el Trono de Arthur, como rey de Camelot y de los Cuatro Reinos.
—¿Qué pasa si no quiero ser rey? —cuestionó Aemmond en un murmullo.
La sonrisa de Aemma se borró de su cara, dando paso a una expresión adusta y seria. Acarició el cabello platinado de Aemmond e intentó calmarse para no ser demasiado brusca con él. Ya habían hablado de eso, habían hablado tantas veces que Aemma estaba segura que ambos ya se habían memorizado las respuestas.
—Aemmond... Es tu lugar. Y el mio es a un lado tuyo —dijo Aemma—. De hecho, fuiste tu quien vino aquí con la excusa de que querías llevarme para tener un "símbolo de legitimidad" de tu parte.
Aemmond la miró y Aemma notó el leve cambio del color en los ojos de su hermano. Habían pasado del azul oscuro que habían heredado de su madre al lila claro del que se tintaban sus ojos cada vez que había una tormenta y que buscaba consuelo en su hermana.
—Tengo miedo —confesó Aemmond, con un temblor en la voz.
—¿De qué, hermano? —preguntó Aemma, con dulzura—. Eres el futuro rey. Es a ti a quien te tienen miedo. Las ratas y los traidores te tienen miedo a ti, no tu a ellos.
—No las ratas. Los dragones —respondió Aemmond.
Aemma frunció el ceño. ¿Estaba borracho? ¿O se había tomado algo? Miró hacia arriba para comprobar si su hermano no la estaba intentando advertir de que algún dragón iba a quemarlos por sorpresa. Miró a su alrededor también, tratando de comprobar algún tipo de amenaza cerca de ellos. Pero no encontró nada en absoluto por lo que su cerebro llegó a la conclusión de que su hermano estaba o loco o tenía un tipo de enfermedad que afectaba su mente.
—Siempre has sido un misterio constante, ¿no es cierto, Aemmond? —inquirió la platinada, con una dulzura un tanto burlesca—. Ven, vamos adentro. Nos estamos congelando.
Aemma no dejó que Aemmond le negara nada más así que tomó la mano y entró a la casa. Sus abuelos estaban en el estudio o en la cocina por lo que Aemma no tuvo mayor problema para atravesar la casa. Entró a su habitación, dónde Yvette estaba sentada en su escritorio, y lo sentó en su cama.
—Yvette, él es mi hermano, Aemmond. Y Aemmond... ella es Yvette —presentó Aemma, con una sonrisa. A Aemmond la sonrisa y los ojos de ilusión de su hermana no se le pasaron por alto—. Espero que no te moleste que tenga que estar en la habitación por un rato. Creo que no se siente bien...
—Estoy perfecto —repuso Aemmond, dándose la vuelta para abrir la puerta de la habitación—. Y deberías empacar así nos vamos.
—¿Te vas? —preguntó Yvette, confundida.
—No me voy —aclaró Aemma—. Me quedo.
—Vienes conmigo—repitió Aemmond.
—Si ella no quiere ir, entonces no puedes obligarla —se metió Yvette.
—Mantente fuera de todo esto. No te interesa —escupió Aemmond, mirando a la castaña.
Aemma se separó de su hermano y le tomó la mano a Yvette, defendiendola del platinado.
—No la trates así —la defendió Aemma.
—Ya veo... —farfulló Aemmond—. Eliges a una... bastarda sobre tu propio hermano.
—Aemmond, basta —siseó la platinada.
Aemmond tensó su mandíbula y asintió.
—Así que así son las cosas ahora...
—No tienen porque serlo. Pero tu te enfocas en querer sacarme de dónde yo estoy bien —respondió Aemma.
—Disfruta tu estancia, entonces...
Y con eso el platinado se dio la vuelta y salió de la habitación.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top