v. guilty as sin?
v. ¿culpable como pecado?
Aemma realmente no lograba entender a los muggles.
Los consideraba una anormalidad pero, podía soportarlos. Lo que no podía era entender su forma de vivir. ¿Cómo vivían sin magia? Aemma descubrió la respuesta a esa pregunta cuando su abuela la mandó a comunicarse con Aemmond en una forma bastante extraña. Algo llamado feltefono.
—No grites, la gente te va a mirar raro —dijo Lysistrata, como si ya supiera lo que pasaría.
—Extraño casa y acabo de llegar —dijo Aemma, al quinto día de hablar con su hermano—. Este lugar es un tanto sombrío.
—Es Gales, ¿qué esperabas? —dijo Aemmond, al otro lado de la línea—. Espera. ¡James, pegale con la silla! ¡Deja la almohada! Ya, ¿como es la gente ahí? ¿Chiquitos, peludos y furiosos?
—¿Qué? —inquirió Aemma.
—¿No son así los celtas? —retornó Aemmond—. Peludos y furiosos, enanos, con grandes cejas, caras rojas. Encorvados y aplastados bajo el peso de un rencor ancestral.
Aemma rió.
—No son muy amigables, es cierto —admitió Aemma—. Pasé un letrero cuando estaba llegando. "Bienvenido a Gales". Perfectamente pudo haber dicho "maldita, vuelve a tu casa".
—No será por tanto —dijo Aemmond.
—Claro que sí. Una eternidad —contradijo Aemma—. Hasta las Navidades y luego de Hogwarts 3 meses más.
—Pasarán volando.
—Más bien arrastrando, sobre manos y rodillas.
—En serio, eres peor que Ígor —mencionó Aemmond.
—¿Qué quién?
—No importa —dijo su hermano—. ¿Qué vamos a hacer contigo, Aemma?
—Sacarme de aquí, sería un buen inicio —comentó Aemma.
—Iré a visitarte —prometió Aemmond.
—No lo harás —replicó Aemma, casi instantaneamente.
La platinada casi pudo ver la sonrisita de su hermano cuando esté contestó:
—No, probablemente tengas razón —admitió Aemmond—. Anímate. A nadie le gusta una princesa triste.
—No soy una princesa.
—Para m... ¡Sirius, hijo de...!
Aemma exhaló cuando se dió cuenta de que su hermano había colgado.
—Yo tampoco tengo muy buena relación con mis hermanos —comentó una voz a sus espaldas.
Aemma se giró, asustada. Resopló cuando se fijó que solo era Yvette.
—Yo no tengo mala relación con mis hermanos —se defendió Aemma—. Mi hermano y yo somos como carne y uña.
—Sí... en tu familia tienen una relación más bien curiosa entre hermanos —dijo la britanica, haciendo a Aemma rodar los ojos.
—¿Mi abuela te mandó? —preguntó Aemma, con molestia.
—Sí, dudaba que supieras el camino. Además, va a comenzar a nevar y no trajiste abrigo —contestó Yvette, extendiéndole un abrigo azul que Aemma no tomó—. Está limpio y no trae a nadie con un cartel que diga "maldita, vuelve a tu casa".
Así que la había escuchado...
—Yo no uso azul —dijo Aemma a la defensiva—. Solo negro, rojo y dorado.
Yvette se rió nasalmente.
—Oh, disculpa. No sabía que los bastardos teníamos ese tipo de elección —comentó Yvette, con sorna.
Aemma emitió algo parecido a un jadeo, como si la hubiese ofendido por decir la verdad.
—Yo no soy...
—Yo creo que sí —remetió Yvette—. ¿La vas a tomar o no? —al ver a Aemma dudar, Yvette tomó la chaqueta y se la colocó—. Bien. Yo me voy, si quieres puedes seguirme.
De mala gana, Aemma siguió a su acompañante. Su ropaje carmesí se distinguía entre lo depresivo y gris del lugar y la diferenciaba de su acompañante que usaba un vestido celeste. A mitad de camino, Aemma comenzó a temblar y, aunque no iba a pedir que Yvette le diera la campera, le preguntó si faltaba mucho para llegar.
—Un tanto —respondió ella—. ¿Por qué? No me digas que tienes frío.
Con una sonrisa, raramente no burlesca solo divertida, Yvette se detuvo y se dió la vuelta para mirar a una Aemma que castañeaba los dientes. Sin querer aceptarlo ampliamente, Aemma apenas asintió. Yvette, riendo, le extendió el abrigo.
Aemma lo agarró y se lo colocó, ignorando lo mal que combinaban ambos colores. Cuando fue a prenderla, el cierre no parecía querer subir.
—Déjame, te ayudo —se ofreció Yvette, agarrando las manos heladas de Aemma en las suyas y ayudándola a subir el cierre.
Cuando la cremallera llegó hasta el cuello de la platinada, Aemma se dió cuenta de que ambas estaban demasiado cerca. Tan cerca que sus manos parecían estar unidas, sus cuerpos casi juntos y, lo más importante, los labios casi pegados. Si Aemma no hubiese estado tan empeñada en negarlo, hubiese tenido tiempo para darse cuenta que sus labios de hecho sí estaban tan milimétricamente juntos que estaban pegados.
A la Pendragon le costó unos segundos, quizás minutos, dar la señal a su cerebro para despegarse. De una forma u otra estaba tan a gusto, tan calentita, que no quería que parara. Aemma se aclaró la garganta.
—Gracias —susurró.
—D-de nada...
—Bien jugado —decía la voz de un hombre.
—Nada de esto es un juego, Alexander —respondía una voz femenina conocida.
—Lo es y lo sabes muy bien —dijo el mismo hombre—. Tenemos la oportunidad. No hay que dudar, no hay que ser débi...
—¡La negación al asesinato no es una debilidad! —exclamó una castaña que a Aemma no le costó reconocer como Yvette—. El rey no deseaba la muerte de su hermana. Ni de su hija.
—¿El rey? ¿O tu, la indecente compañera de su hermana? —escupió aquel hombre con veneno. Yvette pareció quedarse callada—. Nuestros hijos ascenderán al trono como rey y reina consorte y sus hijos deberán morir. Al igual que ella. Si es que no lo han hecho ya.
—¡El rey no deseaba que nada de esto sucediera! —volvió a repetir Yvette.
—Y aun así mataste al inutil de Edward y aun así maté al débil de mi hermano y aun así tomamos el trono de Francia —enlistó el hombre—. Estoy segura que mi hermano nunca deseó que nada pasara pero ese es el precio de la justicia. Aemma Potter debe morir.
El hombre se retiró de la habitación e Yvette se agarró el cuello, en una señal de desesperación. Miró hacia arriba y en una súplica, murmuró:
—Aemma... Mi Aemma... Por favor no...
En algo parecido a un torbellino se llevó aquellas imágenes y en un santiamén Aemma descubrió que estaba parada, viéndose a si misma en algo parecido a una cena. Aemma descubrió que Aemmond estaba ahí con Lily Evans; Alexander, otro de sus hermanos y al que Aemma más odiaba; para su sorpresa, James Potter también estaba; el padre de Aemma y una mujer joven a su lado; al mismo tiempo había tres adolescentes que Aemma no conocía. E Yvette.
—Últimamente he sentido los conflictos entre nuestras familias, querida hermana. —Aemma reconoció la voz de Yvette y comenzó a sospechar que no había lugar en donde no la viera—. Y por cualquier ofensa mía, pido disculpas... pero somos una sola casa y mucho antes éramos amigas.
Las dos se miraron. Aemma descubrió que, por más que tratara verse a si misma, no podía. Solo veía su cabellera platinada y podía seguir toda acción que hacía.
—Deseo levantar mi copa por la Honorable Lady Yvette... —habló la otra Aemma, que se había levantado de su asiento—. Amo a mi padre, pero debo admitir que, en estos últimos meses, nadie ha estado más leal a su lado que su nuera. Ella le ha atendido con devoción, amor y honor —se miraron de nuevo— inagotables. Y por eso tiene mi agradecimiento... y mis disculpas.
Yvette parecía algo cohibida. Tenía un expresión un tanto melancólica, como si estuviera arrepentida de algo o como si el solo hecho de mirar a Aemma le avergonzara.
—Me conmueve profundamente, Princesa. —dijo Yvette. Aemma observó como Aemmond veía el intercambio con algo de incredulidad—. Ambas somos madres y amamos a nuestros hijos. Tenemos más en común de lo que a veces permitimos. Levanto mi copa por ti y por tu casa y te deseo toda la... —respiró profundamente al decirlo, como si no quisiera— felicidad.
De nuevo un torbellino pero ésta vez fue de voces y se notó caer por entre algo negro y helado, como si un remolino oscuro la succionara y le gritara "nos sentaremos y veremos en qué nos convertiremos y beberemos el vino de mi marido", "¡no está bien!", "aléjate, por tu propio bien", "algún día todo esto será tuyo y podrás enviar a los Britannia-Pendragon al exilio", "tengo la intención de casar a mi hijo Alexander con Lady Yvette Britannia", "tu hija y la mía parecen haber huido juntas... se ve que es verdad que los hijos cumplen los sueños de los padres", "mi Ivy no sería capaz de hacer un acto tan cobarde... dejarme sola, no así", "quiero volver a ver a mi dulce Aemma. Le leeré como cuando éramos adolescentes. Me decía que tenía una voz encantadora"
Aemma se despertó entre sudor y algo parecido a lágrimas corriendo por su cara.
No solía ser mucho de llorar (de hecho sí lo era pero lo reprimía, alegando que era una forma de debilidad) y se sorprendió a si misma cuando descubrió que eran lágrimas de casi tristeza, y no de desesperación, como solía pasar cuando soñaba con ese tipo de cosas. Se pasó las manos por el rostro y lo notó caliente, hirviendo.
—¿Todo bien? —preguntó la voz de Yvette—. Tuviste un sueño, ¿no?
—Claramente —respondió Aemma, con ironía. No supo porque, pero se retractó al instante—. Perdón. Es que... me ponen de mal humor.
—Entiendo... —sonrió Yvette. Aemma vió que estaba sentada en el escritorio con una vela encendida y un pergamino que parecía estar escrito—. Cuando tengo pesadillas suelo leer... ¿Quieres qué...?
—Por favor —asintió Aemma, sin pensarlo dos veces y sin dejar a la castaña terminar.
Yvette sonrió y agarró un libro de su mesa de luz. Se sentó a los pies de la cama de Aemma, pero la platinada le gesticuló para que se sentara a un lado de ella. Aún no sabía que hacía pero parecía estar guiada por una especie de conciencia que no era de ella. Rompiendo toda barrera de espacio personal que Aemma tanto amaba, y quizás también perdiendo la cordura, extendió una manta en los pies de ambas y lo siguiente que escuchó fue la dulce voz de su compañera de cuarto.
—Un día, de repente escuché su voz como si me estuviera hablando a mí. Me vino a la memoria una frase que había olvidado. La voz dijo con seriedad y solemnidad: "Cree, Olivia, cree, no quiero hacerte daño". Entonces descendió sobre mí una calma repentina y casi mágica. Grace me tocó misteriosamente. Las nubes sofocantes y cegadoras se alejaron de mi corazón, de mis ojos; Pude respirar, ver una vez más. Fui salvada. Esa noche le escribí una carta. Le dije que la había odiado, que ese había sido el peor de mi dolor, pero que ahora estaba reconciliada con ella, con la vida. La amaba de nuevo con todo lo mejor que había en mí. Iba a ser feliz; Iba a trabajar, a vivir. Iba a intentarlo de nuevo.
Era para Aemma que Yvette estaba leyendo. Ella lo sabía. Como nunca antes, esa sensación de profunda intimidad, esa comunión más allá del poder de las palabras o las caricias, la acercó a su corazón. Estaba con ella, a su lado, para siempre cerca de ella, en esa estrella infinitamente hermosa, infinitamente distante, que derramaba sus rayos mezclados de dolor, afecto y renuncia sobre el oscuro y frío mundo de abajo.
Sin saber apenas dónde estaba, salvo que estaba cómoda, la cabeza de Aemma se hundió en el hombro de Yvette y se quedó dormida.
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