Capítulo 22: Acechando.
Estoy sola en una lúgubre sala del palacete de La Parca. Es una especie de aula anticuada, parecida a mi sala de entrenamiento. Estoy convencida de que acabo de echar a perder el uniforme de gala que me han puesto para la ceremonia, pues la silla donde me he sentado estaba llena de polvo. No puedo evitar fijar la mirada en el contraste del vestido negro con mi piel pálida. Parezco un pingüino. Para complementar el disfraz me han pintado los labios de rojo anaranjado, exactamente como un pico.
Son aproximadamente las cinco de la mañana. Eran las cuatro cuando ha terminado la fiesta.
Después de estar más de una hora vistiéndome, me han vuelto a "presentar al mundo" en una fiesta súper exclusiva (o eso ha dicho César) donde he estado con gente supuestamente famosa y a varios esbirros de La Parca que también trabajan en Acrap.
He vuelto a conocer la falsedad. Cuando creía que el maquillaje humano no podía ser más espeso, me he dado cuenta de que a veces cunde tanto que envuelve a varias personas en una bóveda de máscaras donde todos aseguran comprenderse, amarse y admirarse los unos a los otros. Todo por interés propio. Lo peor de todo es cuando los que no queremos participar en ese mundo artificial, nos vemos obligados a meternos para salvarnos a nosotros mismos.
La gente ha empezado a felicitarme, a decirme que tenía mucho mérito el haber superado las pruebas. Sé que lo decían para quedar bien, no se alegraban por mí. Luego yo les decía que gracias y me remoloneaba con el mismo objetivo que ellos, a sabiendas de mi hipocresía. Ha habido un momento en el que quería contarles la verdad pero no podía. Si lo hacía, tanto ellos como yo hubiéramos muerto. Nunca había sentido tanta impotencia.
— Sígueme — una de mis maquilladoras entra en la sala y me reclama.
Me levanto y voy detrás de ella, que porta exactamente la misma indumentaria que yo.
— ¿Qué se siente al ser tan descolorida? — pregunta indiscriminadamente la tal Aroa.
Me dedico a lanzarle una mirada de desprecio. No me hace mucha ilusión que se mofen de mi albinismo.
— Perdona... sólo pretendía hablar un poco — ha debido captar mi indirecta —. ¿Por qué te has metido en este infierno?
— Porque en el que he vivido hasta ahora era mucho peor — contesto.
— Entiendo... Yo me metí por lo mismo — añade mirando al suelo. Creo que le duele hablar sobre ello, como a mí.
— ¿Qué te pasaba? — ahora soy yo la indiscriminada.
— Luego te lo cuento — levanta la cabeza, clavando sus ojos negros en mí —. Ahora podrían oírnos.
Asiento mientras llegamos a nuestro destino. Es una estancia parecida al vestuario del restaurante. No hay nadie.
— Tengo que prepararte para el ritual de iniciación — habla Aroa de repente —. Con lo que has visto, supongo que ya te imaginas a qué te enfrentas.
Le sonrío. Me cae bien.
— Más o menos... — respondo.
Abre una taquilla y saca dos indumentarias.
— Cuando La Parca se reúne, hay que llevar la "ropa de matar" — extiende el brazo con un conjunto doblado —. Póntelo.
Despliego lo que me ha dado en un banco. Es una sudadera negra ancha de manga corta con la capucha muy grande, unos vaqueros negros y ajustados, unas botas también negras que parecen de montaña y un par de mitones de cuero que deben llegar por el codo y son obviamente del mismo color que el resto.
— ¿Hay uniforme para matar? — no se me ocurre nada más que decir.
— Claro — afirma la química, irónica —. Así nos identificamos más con el personaje.
— Estamos enfermos — se me escapa mientras niego con la cabeza.
— Aún no has visto lo peor... — balbucea mientras se traslada con su ropa hacia otra parte del vestuario.
Supongo que tendré que vestirme. Me limito a embutirme en esta especie de adaptación de parca, tirar mi otro traje de una manera poco cuidadosa y mirarme en el espejo. Coloco la capucha para verme mejor. Un escalofrío me recorre. Es como si hubiera mirado a los ojos al diablo... cuando era yo misma lo que estaba viendo.
— ¿Te gusta? — la química me saca de mis pensamientos.
Ella lleva una bata, se ha recogido su larga melena castaña en una cola de caballo y se ha puesto unas gafas aislantes a modo de diadema. Pese a llevar zapatos de tacón, es más bajita que yo.
— No — conforme más falsedad veo, más incapaz soy de mentir.
— Pues espera a ver la obra de arte que te voy a hacer en la cara.
Me indica que me siente y empieza a pintarme.
— Era drogadicta — ahora recuerdo, Aroa me debía contarme su historia —. Me arruiné y terminé en un centro de rehabilitación. Todo esto a los quince... Robaba a mis padres para conseguir más dinero y cubrir mi vicio. Para ellos siempre había sido un condón roto, así que me abandonaron. Estuve sólo un año en el centro y me escapé porque no podía con ello. No he vuelto a probar las drogas.
Le miro interesada.
— Como no tenía ni un duro, estuve un tiempo viviendo en la calle... Era horrible aunque mejor que ese internado para intoxicados. Los de La Parca me vigilaron... y en cuanto vieron que estaba en mis mínimas — traga saliva — me abdujeron. Ya llevo tres años con ellos.
— Igual que han hecho conmigo — añado.
— Igual que nos han hecho a todos. Los miembros como nosotras, que somos conscientes de la locura de esto... tenemos el mismo tipo de historia. Se aprovechan de jóvenes débiles, tan débiles como para no poder soportar la vida, tan ilusos como para tener esperanza pero lo suficientemente egoístas para poder hacer cualquier cosa por recuperar las ganas de vivir.
Se me ha puesto la carne de gallina. Es exactamente mi caso.
— Mi padre nos abandonó suicidándose... vivo con mi familia en una alcantarilla — me siento obligada a devolverle la historia.
— ¿Lo haces por ellos?
— Y por mí — admito.
Asiente con la cabeza en signo de respeto.
— Ya está — sonríe y se aparta para que me levante y vea el resultado.
Tengo los labios pintados de negro, con una línea que alarga las comisuras en forma de cicatriz. Mis cuencas oculares están teñidas con un degradado del mismo color. Creo que simula una calavera.
Para cuando me doy la vuelta, ella ya se ha maquillado. Lleva la boca morada y el contorno de los ojos excesivamente remarcado intencionadamente. Debe tener mucha práctica para haber hecho todo eso tan rápido.
— ¿Y bien? — espera mi respuesta.
— Da miedo — me encojo de hombros.
La química me responde con una carcajada y se dirige hacia la puerta. Le sigo, pulso el interruptor para apagar la luz y giro la cabeza mientras salgo para mirarme al espejo una vez más.
Va a ser una noche muy larga.
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