8. Promesas incumplidas

Cuando el rey Ferdinand III murió, su única hija, aquejada por la extraña enfermedad, experimentó una significativa mejoría. Fue por esto que su nueva madrastra creyó que ya no tendría que honrar la pesada promesa que le hizo a su difunto esposo en el lecho de muerte: la de buscar la cura de la enfermedad de la pequeña. Pero esta mejoría no duró. Al mismo tiempo en que Roxelana estaba siendo nombrada regente, Blancanieves volvió a caer en cama y el ciclo se renovó.

Lord Boris también le prometió a su amigo el rey, que cuidaría a la esposa e hija que le sobrevivieron. Es por esto que apoyó y guio a la nueva reina en todo lo concerniente a la salud de la niña y a los embajadores enviados a buscar las causas y la cura de la peculiar enfermedad.

Las noticias de esta misión se hicieron esperar durante meses, y cada una era más desalentadora que la otra. De todos los rincones del mundo solo provenían viejas leyendas y supersticiones sin fundamento que no eran de utilidad para la joven Blancanieves. No obstante, y a regañadientes del médico real, se probaron en la niña algunos de los menjunjes, oraciones y talismanes recomendados. Pero nada indicaba que la salud se recuperaba.

Por su parte, Blancanieves experimentaba temporadas de mejoría, como la que tuvo en los últimos días de su padre, pero luego volvía a su estado febril y cuasi catatónico.

Al mismo tiempo, una plaga pareció esparcirse en el palacio. Pero solo atacaba a los niños pequeños del servicio. Primero se creyó que lo de Blancanieves era contagioso, ya que los niños presentaban una marcas en el cuello similares a las que tenía la princesa cuando volvió del bosque. Sin embargo, una de las razones por las que se descartó la plaga fue que los niños no se enfermaban todos juntos, sino de a uno o dos por vez, y días después seguía el resto. Uno a uno los amiguitos del palacio de Blancanieves fueron cayendo en cama.

Esto planteó una crisis para la flamante regente y su Consejo, ya que los niños empezaron a perder la vida o a quedar demasiado débiles para ser funcionales.

Pasado el tiempo, y al no encontrar respuestas, lord Boris y el médico creyeron que sería mejor no revelar los detalles de estas muertes para que no cundiera el pánico entre la población, y plantearon la hipótesis de la pobreza como causa de la enfermedad de los niños. De esta forma, se culpó a su malnutrición o a su poca higiene, ya que les gustaba jugar en el lodo y sus cuidadores estaban muy ocupados con las tareas del castillo como para estar al pendiente de lo que hacían. Aun así, los pequeños cuerpos de los fallecidos fueron quemados para evitar futuros rumores o inconvenientes.

A todo esto, la reina estaba enfocada en caerle bien al pueblo y los nobles, haciendo obras que los beneficiarían, como le aconsejó lord Boris. Y sobre la promesa hecha a su marido, ella más bien ponía la firma y el sello real para que se llevaran a cabo las investigaciones e intervenciones, y cuidaba a la niña en sus momentos más delicados.

Un buen día llegaron dos mensajeros con importantes noticias de parte de los embajadores en el exterior. Uno detrás del otro.

El primero vino del Noroeste y anunció que lo que tenía la princesa era terminal y debían encomendar su alma a Dios y esperar lo peor. Además, traía consigo una copia de un tratado escrito por un tal San Gregorio, legado en secreto a Catalia por la Orden de San Gregorio, donde se describían diferentes soluciones para lo que tenía la niña. Cada una más cruel y terrible que la anterior. Lord Boris quedó horrorizado con lo que leía. El médico aconsejó quemar una literatura tan monástica como fantasiosa. La reina estaba devastada, ya que lo que decía ese libro era que abandonara toda esperanza.

Pero el segundo mensajero traía noticias de Oriente, en donde se hablaba, con pistas fundadas, de un objeto que podía revelar toda la información que le solicitaran.

Lord Boris tranquilizó los nervios de la reina, asegurándole que no se rendirían con Blanca. Guardó el compendio del santo extranjero bajo llave, y organizó todo para enviar a los mejores soldados a recuperar aquel artefacto que prometía solucionar este y otros problemas de la Corona, como la repentina muerte de tantos niños. La reina aprobó todo, aún en contra de los miembros más conservadores de su Consejo, que opinaban que las creencias de Oriente eran nocivas para su estilo de vida y que se vería muy mal ante los reinos vecinos el mezclarse con aquellos.

Al cabo de unos meses, el general Eldrich volvió a Catalia triunfante, pues había hallado un espejo majestuoso que le reveló cómo librarse de sus enemigos y un salvoconducto para volver a casa a salvo. El espejo estaba revestido de adornos dorados como la arena del desierto, brillaba como un oasis y contaba con la sabiduría de mil ancianos o más.

Pero claro, los resultados de esta gesta no los podía comentar al público, ni él ni los hombres que lo acompañaron, ya que fueron advertidos que el sector opositor a la reina desconfiaba de cualquier artefacto que proviniera de Oriente, con propiedades mágicas o sin ellas. El informe oficial decía que la misión no tuvo éxito. Y fue así como los soldados narraron sus grandes aventuras a quienes les prestaran oídos; una historia llena de travesías, trampas y exotismo, pero omitiendo hablar en concreto de aquello por lo que habían sido enviados.

El espejo fue colocado en una habitación secreta en medio de la noche. Allí se reunieron lord Boris, sir Eldrich y la reina Roxelana. El militar les explicó cómo llegaron a él y las instrucciones dadas para activarlo:

-... Entonces, reclamamos el espejo como propiedad del Estado de Catalia, para uso de los asuntos de la Corona y al servicio de la Regente Roxelana -dijo Eldrich-. Deberán disculpar nuestra indiscreción, pero juzgamos necesario activarlo para nuestra supervivencia, ya que los guardias locales empezaron a perseguirnos por irrumpir en sus lugares sagrados.

Lord Boris le hizo una señal de aprobación y le indicó que continuase.

La reina se restregaba las manos, ansiosa por saber si el objeto funcionaba como decían las misivas.

-Así que lo activamos -continuó el General-, y le ordené expresamente que nos mostrara un paso seguro para salir del país con el espejo, evitando un enfrentamiento que nos llevase a un conflicto político internacional.

-¿Y? -preguntó la reina, impaciente.

-¡Nos habló en nuestro idioma y con la voz de un hombre sabio, pero a la vez parecía de otro mundo! Y nos mostró el camino que debíamos seguir y el momento indicado en que habíamos de zarpar en barco para viajar con buen clima.

La reina estaba fascinada.

-Queremos ver -ordenó Boris.

Y, acto seguido, el General descubrió el espejo de las telas que lo cubrían de ojos indiscretos.

-Lo activamos con una oración que recibimos, y se supone que cualquiera en servicio de la Regente lo puede utilizar. Solo pídanle lo que desean saber.

-¿Y ya? -preguntó Boris.

El jefe afirmó con la cabeza.

La reina se acercó al espejo, lo inspeccionó, lo palpó, lo admiró. Era majestuoso como el arte más exquisito y opulento como solo un rey muy rico podría poseer. Se suponía que sabía todo lo que hay en el mundo y contenía todo lo que había que saber. Y había tanto que ella quería saber. ¿Qué sería lo primero que preguntaría? Era tan tentador pensar que cualquier problema pasado o futuro podía resolverse mágicamente con solo pedírselo a un espejo.

Lord Boris también se vio tentado a pedir muchas cosas, a revelar misterios y a conocer el futuro. No sabía cuál era el límite, pero debían comprobarlo.

-Adelante -Los animó el general.

-Espejo mágico -comenzó a decir a la reina-. ¿Es cierto que Blancanieves morirá?

Dentro del espejo, la imagen comenzó a nublarse, y de él salió una voz masculina que no se parecía a nada conocido:

-¿Blancanieves? Hmmm... -dijo aquella voz-. La princesa de la Casa Wold y Velasco -agregó, pensativo, para luego mostrar la imagen de la niña durmiendo plácidamente en sus aposentos-. Su destino está marcado, morirá, pero no con la muerte que ustedes conocen.

Luego de esto, la imagen desapareció, y el genio dentro del espejo guardó silencio.

-¡¿Qué?! Eso no puede ser todo. Dime lo que sabes, qué le está pasando...

El espejo se volvió a encender:

-La niña está cambiando. Está en un estado de transformación interrumpida, para convertirse en una criatura antinatural, condenada por todas las culturas y religiones del mundo: una hematófaga.

-¿Qué cosa? -lo interrumpió Boris.

-Una criatura nocturna que se alimenta de sangre humana -respondió el espejo-. En cada región tiene un nombre diferente: Upiry, Vurdulak, Vampiro... Los niños la han estado alimentando, por eso ha experimentado momentos de alivio y luego vuelve en cama, porque necesita más. Y, cuando tenga lo suficiente, morirá y renacerá con su transformación completada. Dejará de ser una niña inocente y se convertirá en una criatura despiadada, cruel, sin amor, familia o memoria.

»Ah..., sí, la Orden de San Gregorio -agregó, anticipándose a los pensamientos invasivos de lord Boris-. Esa es realmente la única solución para que la enfermedad de la princesa no se propague. San Gregorio fue un devoto investigador de las artes ocultas y descubrió cómo acabar con las grandes criaturas que amenazan a la humanidad. Sus métodos son eficientes y definitivos.

Con esto último, el espejo mostró a un monje ortodoxo luchando contra fuerzas sobrenaturales.

-¡No, no puede ser! -se lamentó la reina.

-Tiene que haber otra alternativa -sugirió lord Boris con su característico pensamiento frío y calculador-. Es nuestra princesa, la única heredera. Buscar otra línea alternativa de sucesión traería caos al reino, una guerra entre familias que creen tener el mismo derecho divino al trono.

-El caos reinará sobre Catalia, sin importar lo que hagan -le respondió el espejo mágico.

La reina y su consejero estaban devastados, le habían fallado a su amor y a su mejor amigo al no poder ayudar a Blanca. Él la abrazó para contenerla, fingiendo compostura, pero estaba tan desecho como ella.

Pero sir Eldrich, aún presente, pensó en una alternativa para salvar el reino, su hogar. Quería vivir hasta su retiro, criar a sus hijos y nietos allí, y no estaba dispuesto a ver caer la tierra por la que había peleado tantas batallas. Se dirigió al espejo:

-¿Hay alguna forma de detener la transformación de la princesa?

-La hay -afirmó el espejo, luego hizo una pausa, buscando la respuesta-. Pero solo la contendrá temporalmente. Deberán reunir todos los símbolos sagrados que repelen a los vampiros, en una prisión diseñada exclusivamente para que la princesa no escape. No deben espantarse por el origen de estos símbolos, lo que ustedes llaman pagano, ni escatimar en gastos para que la Blancanieves no se libere.

Luego de esto, el espejo les dio instrucciones necesarias para encerrar a la princesa en un ataúd de cristal bendecido, protegido por la cruz de los cristianos; y para ocultarla en un bosque al que nadie se atrevía a entrar por ser el hogar de criaturas mágicas, y asegurarse de que la custodiara un culto pagano dedicado a mantener el equilibrio entre el bien y el mal.

Los tres cómplices acordaron hacer lo encomendado por el espejo, con la esperanza de ganar tiempo suficiente para encontrar otra cura que el espejo aún desconociera.


La reina y sus dos cómplices guardaron el secreto de lo que le ocurría a Blancanieves, a los ojos de todo mundo, la enfermedad de la niña continuaba siendo un enigma que los médicos aún trataban e investigaban. Pero pronto los esfuerzos por descifrar el enigma disminuyeron, a pesar de los rumores y quejas de que no se estaban ocupando de la salud de la princesa. Porque se empezaron a buscar otras soluciones al problema del vampirismo y aun se aceptaban soluciones del folklore que tenían poca o ninguna confirmación en la que basarse, como el uso del ajo y la rosa silvestre para espantarlos. Como les dijera el espejo, los tres empezaron a hacer preparativos para llevarse a la princesa si su condición avanzaba. Incluso tenían planeado qué debían decir al público. Y, como contingencia, sir Eldrich insistió en alertar a la Orden de San Gregorio, por lo que la reina preparó una misiva donde contaba todos los detalles, cerrada con su sello, y que guardó bajo llave para que no cayera en manos equivocadas. Ni siquiera en manos del mismísimo Eldrich estaría segura, ya que él anteponía el bienestar de la población por sobre la niña.

Para cuándo en espejo magnífico apareció, Blancanieves tenía trece años. Pero ya dijimos que nada lo que probaron contra el avance de su enfermedad funcionaba, por lo que su vida pendía entre temporadas de lucidez y temporadas de convalecencia. Aquellos involucrados en tratar la salud de la niña, siguieron su labor hasta que ya no tuvo sentido. La niña siguió creciendo y experimentando cambios, y ya no se conformaba con atacar niños de su edad, sino que empezó a alimentarse de sus doncellas, de otros miembros del servicio y hasta mostraba interés en salir del castillo y conocer el reino del que se haría cargo algún día. Y a sus súbditos, por supuesto.


Para Roxelana, esto se volvió insostenible, la gente ya murmuraba sobre una plaga y exigía medidas; pero pronto Blancanieves sería tan fuerte y tan peligrosa, que nadie la detendría de alimentarse de quién quisiera, quedando al descubierto el monstruo que tanto trataban de ocultar. Y, entonces, el pueblo pediría la cabeza de ambas en una pica, sin mediar explicaciones ni promesas de curas lejanas. De modo que Roxelana apuró los preparativos para la prisión de la princesa, y, poco después de celebrar su decimocuarto cumpleaños, la obra estaba lista.

Roxelana, lord Boris y sir Eldrich esperaron a que la cumpleañera cayera en su típico estado de debilidad y fiebre, para poner en marcha su plan. Representaron una pantomima para que tanto médicos como cortesanos supieran que recibieron una invitación de la abadesa de un convento de clausura, para cuidar de la niña, proveyéndole lo necesario para curarse y convertirse en una dama digna del trono de su padre. Como era de esperarse, la ubicación de este falso convento era secreta, pero la excusa dada para esto fue que debían proteger a la princesa de los enemigos de Catalia. Los súbditos, viendo el estado deplorable de salud de la princesa, y haciendo un recuento de los años que hacía que era atacada por su enfermedad, aceptaron sin dudar su nuevo destino y pidieron hacer una misa en su honor para encomendarla a Dios y rezar por su pronta recuperación. La reina lo permitió, pero impuso que se celebrara en la capilla construida para San Draven, y rogó a su pueblo que le rezaran a este por la sanación de Blancanieves.

Así se hizo, y luego de la misa, los súbditos se reunieron en el patio para despedir a la princesa como si de un funeral se tratara, ya que Blancanieves se encontraba en una camilla, inconsciente, cargada por la guardia real. Todos vieron como la subían al carruaje, y detrás, la reina, ya que acompañaría a la niña en su travesía.

La comitiva era guiada por el General Eldrich, y escoltada por la guardia personal de la reina y los hombres de confianza del sir.

La infame reina (como la llamarían los Consejeros en el futuro), llevó al médico real en el mismo carruaje, para que mantuviera dormida a la princesa, ya que ni Roxelana ni sus fieles servidores sabían en qué momento Blancanieves podía sentirse mejor y atacarlos para beber su sangre. O si era la sangre de sus víctimas lo que daba inicio a su estado de aparente mejoría. Por eso decidieron que era mejor mantenerla bajo los efectos del éter, antes que arriesgar sus vidas.

Tras un largo trayecto, llegaron al Bosque de las Ánimas, territorio recién recuperado, por el que lucharon especialmente para la causa de Blancanieves. Lord Boris y sus espías habían arribado antes, y ya estaban esperando a la princesa con todas los elementos reunidos para contenerla. Junto a ellos se encontraban los representantes de las criaturas mágicas del bosque: una guardia de siete duendes que actuarían de nexo entre la reina y el resto de criaturas, comunicando las necesidades de ambas partes para llegar a un acuerdo. Los humanos no tendrían contacto con las hadas, la vegetación viva ni con el culto pagano que se manifestaba en aquel bosque, ese era el trato. Estos serían los guardianes de la princesa.

Al conocer este culto conformado por criaturas deformes que tenían más que ver con el ocultismo y el mundo de los muertos que de los vivos, y que adoraban a sus propias deidades del Inframundo, la reina se hubo espantado. Pero luego, descubrió que esta iglesia oscura también tenía lugar para San Draven, cuyas investigaciones sobre lo paranormal aceptaban, incluido su tratado sobre la naturaleza de los vampiros. Investigaciones de las que la reina no tenía idea hasta entonces. La inclusión de su patrono y su fe cristiana hubiera sido uno de los requisitos para trabajar en conjunto, pero para sorpresa de Roxelana, estas criaturas ya conocían todos los remedios habidos y por haber para combatir a los chupasangre, y los símbolos como las cruces fueron bienvenidos.

Todo estaba dispuesto para la estadía de la heredera del trono de Catalia. La antigua ermita era un lugar santo, dónde el mal no podía mandar; las estatuas de las deidades colocadas alrededor del lugar de descanso de la princesa; cruces y santos por todo el camino hasta la ermita; y los duendes, hadas y vegetación con poderes mágicos se encargarían de mantener alejados a los curiosos. Solo por precaución, los humanos también quisieron colocar señales de advertencia, algo que los duendes no entendieron. Los cuervos, que ya se hallaban vigilando el bosque, no fueron pedidos por ninguno de los involucrados, sino que permanecían fieles a su señor y a la causa contra el avance de la oscuridad.

Lord Boris y sus hombres esperaban junto al ataúd de cristal bendito, para llevar a la niña hasta su última morada. Y esta no se hizo esperar más.

En algún punto del camino, la comitiva real había cambiado de carruaje por uno más discreto y que no pudiera ser relacionado con la realeza. Así que, al llegar, lord Boris abrió la puerta de un carro humilde y deslucido para dejar descender a Su Majestad. Tras ella, también bajó el médico, con su típica cara de disgusto hacia lo desconocido y lo sobrenatural. Él estaba allí por órdenes de su reina, pero en ningún momento había creído una sola de las solicitudes mundanas que recibió para tratar la extraña enfermedad de Blancanieves.

El consejero Boris presentó a Roxelana, Eldrich y al doctor, a sus anfitriones, los siete duendes. La reina mantuvo la compostura al saludarlos cordialmente, evitando demostrar su asombro al estar en la presencia de criaturas que creía habían salido de la imaginación de una madre sobreprotectora hacía siglos. El médico, en cambio, aún viendo lo que veía, no se dejaba sorprender como a cualquier hijo de vecino, y fingió que estaba frente a un grupo de hombres que padecían enanismo. Uno a uno, los duendes se presentaron y dieron la reverencia debida a la reina, mas no al resto de nobles.

Luego de esto, el mayor de los siete hermanos, preguntó a lord Boris si ya les había enseñado la reverencia que debían hacer al bosque antes de entrar. El lord respondió afirmativamente, y luego le indicó a los recién llegados lo que debían hacer.

-Madre Naturaleza -Empezó a recitar la reina, mientras se inclinaba-, mis súbditos y yo nos presentamos ante ti para mostrarte respeto, y pedirte humildemente que acudas en nuestra ayuda. No deseamos turbarte. Te traemos ofrendas y una niña para que cuides hasta que podamos encontrar la cura a su transformación.

Sir Eldrich, los guardias y los soldados se inclinaron al mismo tiempo que la reina. El doctor, dubitativo, agachó la cabeza, rehusándose a hacer nada más. Pero el general, viendo su actitud, le puso una mano entre el cuello y la nuca, y lo presionó para que hiciera la reverencia. Solo después de terminada la oración de la reina, lo soltó de su agarre.

Concluidas las formalidades, los duendes indicaron que el bosque estaba listo para recibirlos, así que los guardias se metieron al carruaje para bajar a la niña.

Sin previo aviso, la princesa despertó, había consumido su sedante, y, al ver la situación, se resistió, exigiendo explicaciones. Los guardias forcejearon con ella, y la bajaron a rastras, sujetada por los brazos.

-¡Suéltenme, no tienen derecho a tocarme! -gritó Blancanieves, desesperada, una vez en el exterior-. Madre, ¿qué está ocurriendo, qué hacemos aquí?

El médico, anonadado, empezó a remover sus instrumentos, buscando el éter para ponerla otra vez a dormir.

Roxelana ahogó un grito de dolor, y lágrimas empezaron a rodar por sus ojos. Hubiera deseado que jamás tomara conciencia de lo que estaba ocurriendo. Hubiera deseado encontrar la bendita cura mucho antes de tener que llegar a esto.

Cuando el médico se acercó con el pañuelo embebido de éter, listo para hacerla callar, la niña volvió a gritar, con dolor, con súplica.

-Madre, ¿por qué me haces esto?

La reina sintió un impulso de acudir en su ayuda. Pero el mayor de los duendes se le acercó, ayudado por un bastón de madera cubierta de musgo, el que interpuso delante de las piernas de Roxelana. Y le dijo en tono solemne:

-Esa ya no es su hija. No la escuche.

Blancanieves, al ver esto, sintió que la frustración la consumía. Su madrastra la estaba traicionando. Así que luchó con todas sus fuerzas, logrando lanzar a uno de los guardias que la sostenían y golpeándolo contra el otro guardia. Ambos cayeron al suelo, confundidos por la repentina fuerza de la princesa. Ella, entonces, arremetió contra el doctor, le dobló la mano que sostenía el pañuelo tan fuerte, que este creyó oír cómo se quebraban los huesos; luego la niña le presionó el cuello, clavando sus largas uñas en la carne y haciéndolo sangrar.

-¡No dejen que se alimente! -ordenó sir Eldrich a los hombres.

Mientras estos avanzaban para apresar a la niña, esta soltó al doctor, desmayado por el susto, y se abalanzó contra la reina para atacarla. Su rostro angelical se había tornado demoníaco y sus ojos, los mismos ojos azules que compartía con su madre y con la reina, solo reflejaban irá y oscuridad. Roxelana, asustada, se congeló. Pero un soldado logró retener a la princesa lo suficiente para que sir Eldrich la golpeara en la cabeza con la culata de su pistola.

La niña sintió el impacto, pero aún tenía fuerzas para pelear, quería zafarse de sus captores. Entonces, lord Boris le quitó el pañuelo y el pequeño frasco de éter al desvanecido médico, y se lo puso sobre la cara de la princesa. Como esta aún forcejeaba, Boris quitó el corcho del frasco con la boca, y vacío todo el contenido sobre la cara de Blancanieves.

Lo último que vio la princesa antes de caer inconsciente en brazos de lord Boris y sir Eldrich, fue a su madrastra, quien hizo caso omiso a sus súplicas.

Roxelana se tiró al suelo al ver a su hijastra caer. Ordenó que la soltaran y se arrastró hasta ella para abrazar su frágil cuerpo.

-Mi niña, lo siento, lo siento -le dijo mientras lloraba y la apretujaba contra su pecho.

Los hombres se tomaron un momento para recuperar el aliento.


Y, en seguida le recordaron a la reina que debían avanzar. Aún tenían un largo trecho hasta el lugar de disposición final de la princesa. Abrieron el ataúd de cristal, colocaron a la niña, y lo sellaron con la tapa que contenía una cruz de plata. Los duendes la rodearon y elevaron una plegaria en un idioma nunca antes escuchado. Luego de esto, aparecieron unas enredaderas que los humanos no habían notado, que se movían rápidamente, y rodearon el féretro desde abajo. Lo elevaron del suelo y empezaron a moverlo en dirección a la espesura del bosque, hacia la cima de la montaña, mientras los duendes entonaban extraños cánticos y escoltaban a la princesa, detrás.

La guardia real debía quedarse en el carruaje con la reina, pero los hombres de Eldrich empezaron a andar para continuar custodiando a Su Alteza. Tan solo avanzaron un paso cuando unos extraños seres se aparecieron entre los árboles, amenazantes, con cuerpos rígidos como de hombres pero con rostros deformados, y el cuerpo cubierto por túnicas parecidas a las sotanas de los monjes católicos.

-¡Hasta aquí! -les dijo lord Boris con autoridad-. No tenemos permitido entrar al bosque. Estas criaturas son muy celosas de su estilo de vida.

A lo lejos, mientras veían alejarse al ataúd de cristal como si estuviese flotando, notaron que unas pequeñas luces descendían de las copas de los árboles, para rodear a la princesa, hasta que toda la comitiva sobrenatural se perdió en la oscuridad del bosque.

Los cuervos, que habían observado todo desde la distancia, levantaron vuelo y comenzaron a dibujar círculos en el cielo a lo largo y ancho de la Montaña de las Ánimas.


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