3. El llamado del bosque
La consecuencia indirecta de los festejos los en honor a Blancanieves fue una inmensa felicidad para el rey, quien quedó maravillado con las cualidades de su prima política. Pero para el resto del palacio las reacciones fueron muy diferentes. Los consejeros, nobles y cortesanos seguían desfilando con sus candidatas a reina, disgustados, sin embargo, porque el rey pasaba demasiado tiempo con la desconocida Roxelana. Mientras que la princesa experimentaba su primer ataque de celos y hacía cualquier cosa con tal de llamar la atención de su progenitor.
Del mismo modo, Ferdinand hacía de todo para llamar la atención de Roxelana. Incluso cuando no lo necesitaba, ya que era el soberano y la figura principal de las intrigas palaciegas.
Con tal de saber cómo conquistar el corazón de la lady sin títulos, Ferdinand consultaba con frecuencia a lord Boris para que le dijera lo que había averiguado en su casa y con su parentela. Boris se hacía de rogar un poco, puesto que debía mantener el cuento de la institutriz, aunque no demoró mucho en escupir la sopa. El rey realizó su cortejo invitando a la rubia a recorrer los jardines reales, a pasear en caballo por las tierras de la Corona, y a visitar el poblado más cercano para hacer algunas obras de beneficencia.
Los consejeros se dieron cuenta de que el rey ya tenía su elección a futura reina, aun sin anunciárselo a nadie, aunque eso no les impidió buscar razones para desprestigiar a la señorita, ni que las restantes damas solteras de la corte se siguieran pavoneando delante de él. Fue más obvio todavía que lo de la institutriz era una farsa cuando Blancanieves continuaba deambulando por el castillo, sin custodia y burlando incluso a los guardias.
Las respuestas al cortejo del rey parecían positivas, ya que Roxelana reía de sus chistes, le sostenía la conversación con gran interés y aceptaba los costosos regalos. Pero ella era muy discreta en cuanto a sus expresiones y a compartir cualquier detalle personal, incluso cuando las otras damas de la corte la presionaban con artimañas para conocer lo que hablaba o hacía en sus audiencias privadas con el rey. Privadas a plena vista, por supuesto. Ella no tenía intenciones de que se levantara ningún tipo de rumor que arruinara su reputación e hiciera peligrar su puesto en la enseñanza de la princesa, como bien fue advertida por lord Boris.
En solo un par de semanas, el rey estaba segurísimo de que se encontraba enamorado y de que ahora era buen momento para escuchar el consejo que siempre le daban: contraer nuevas nupcias. Solo se necesitaba a la mujer ideal para que recuperase su ánimo jovial y vivaz, su brillo y su felicidad. Estaba extasiado al descubrir que aún podía tener sentimientos tan fuertes y quiso compartir su buen humor con sus consejeros más cercanos, reuniéndolos en la sala del trono.
Cuando el tan sospechado anuncio llegó, el concilio recibió la noticia con amargura. Lord Boris, por su parte, lucía una orgullosa sonrisa. Sus adversarios intentaron disuadir al rey a elegir a una dama de mejor cuna, promocionando a sus protegidas.
Pero el rey tenía reparos para cada una y sus ánimos se iban caldeando con cada intromisión. Él ya había decidido y sentía que no lo escuchaban, que la palabra de un rey no valía nada.
—¡¿Acaso era mi difunta reina de una cuna más alta que la mía?! —dijo con tono severo, poniéndose de pie— ¿Creen que no he considerado las consecuencias políticas y económicas de no haber elegido a alguien más? ¿Soy acaso un jovencito sin experiencia que toma decisiones sin más? ¿Ese es el concepto que tienen de su rey? —Finalizó muy disgustado y alzando la voz.
Otro hombre le recordó que la dama en cuestión ya había estado casada y tenido un hijo. A lo que él le respondió:
—Los difuntos no causan problemas. Además, gracias a eso sabemos que es una mujer fértil.
Luego se dirigió a Boris, su hombre de confianza, su hermano:
—¿Tú qué opinas?
En la sala se levantaron rumores diferentes, pero que estaban de acuerdo en que no contradiría a Ferdinand, a causa de que su protegida era la elegida.
—Creo que el rey en su basta sabiduría consideró todas las implicancias de su decisión, y que lo más importante es que nos dé herederos para continuar con su linaje real.
Esta respuesta convino y conformó al rey, quien le sonrió al resto de consejeros, satisfecho. Sin embargo, esto no acalló los murmullos.
Sin dar oportunidad a continuar la discusión, el rey Ferdinand encomendó al Consejo que enviaran a restituir el trono de la consorte a la sala, ya que pronto sería ocupado; y a que preparasen el regalo de compromiso de Roxelana y la posterior celebración, convencido que ella lo aceptaría como esposo.
Una tarde, no muy lejana a aquella discusión, el rey salió a los jardines en compañía de su amada. Tras de sí, el séquito de consejeros que no se rendirían mientras aún hubiera tiempo, junto con las casamenteras que tomaban cada oportunidad que tenían para mostrar sus encantos. Al llegar a una zona donde unos árboles históricos habían sido quitados recientemente, Ferdinand se detuvo, tomó la mano de Roxelana delante de todos, y le expresó la felicidad que sentía por su compañía y lo mucho que la apreciaba. La mujer se puso nerviosa, algo sospechaba, siempre supo que el trato hacia ella era diferente que a las demás cortesanas.
—Aquí hay cien árboles de manzana —dijo Ferdinand con orgullo, señalando las pequeñas plantas dispuestas en el campo, cada una al lado de un hoyo recién cavado, y separadas por la misma distancia-, y voy a plantarlos todos en tu honor para que coma quien le apetezca, si aceptas casarte conmigo y convertirte en mi reina.
Los manzanos no son naturales de Catalia, pero sus frutos eran considerados un manjar con propiedades medicinales por sus gentes.
Los del séquito quedaron paralizados y boquiabiertos, sabían que esto pasaría tarde o temprano, pero querían más tiempo para lograr que el soberano cambiara de opinión.
No muy lejos de ellos, se encontraba Blancanieves, jugando y corriendo con sus amiguitos, y esta se detuvo en seco cuando oyó las palabras de su padre.
Roxelana mantuvo a todos en suspenso por un momento que se volvió eterno, incluso algunos llegaron a jurar que el viento se detuvo a escuchar. Pasado lo cual, la mujer sonrió y aceptó la propuesta. Los enamorados festejaron y se abrazaron y, enseguida, pusieron manos a la obra para empezar a trasplantar los jóvenes manzanos. Los sirvientes también entregaron palas a la gente del séquito para que todos ayudaran en la tarea y así facilitar el trabajo del rey, mientras un heraldo anunciaba que esa actividad era solo el comienzo de los festejos del compromiso del rey.
Blancanieves, que había presenciado todo, estaba pasmada, pues no llegaba a entender lo que significaba. Pero sus amigos, hijos de los cortesanos, le explicaron que la señora junto a su padre se convertiría en su madrastra y con esto acapararía la atención de él y, cuando tuvieran un hijo varón, sería peor. Además, le dijeron que, al ser la nueva reina, tendría la autoridad para enviarla lejos a un internado, si la consideraba una molestia.
Blancanieves, que hasta ahora no tenía una opinión formada de Roxelana, ni se interesó nunca por conocerla, empezó a desarrollar rencor hacia ella, considerándola una rival por el amor de su padre.
Al terminar el festejo por el compromiso, se iniciaron los preparativos para la boda. No había tiempo que perder, pues el rey estaba desesperado por empezar su vida junto a su amada y ya sentía la urgencia de deshonrarla. Además, debían enviar invitaciones a los reyes aliados y a las máximas autoridades de la fe que profesaban, y pedir los más exquisitos platos internacionales para deslumbrar a amigos y enemigos.
En el día indicado, Blanca se comportaba más malcriada e irascible de lo normal, manipulada por los dichos maliciosos de los pequeños cortesanos que algo sabían de tratar con madrastras, pero más querían molestarla. Las criadas no podían controlarla y los sobornos de lord Boris para mantenerla alejada de la feliz pareja y de su fiesta ya no funcionaban. Todo fue planeado al detalle y, de repente, la princesa entraba corriendo como una ráfaga entre las piernas de los sirvientes, provocando caídas y platos rotos. O iba a la cocina para probar la comida y romper con la armoniosa decoración. O ayudaba a sus amigos a esconder parte del banquete. O liberaba a los perros dentro del palacio para que arruinara los elegantes trajes que los invitados debían lucir durante la gala. Y, justo cuando uno de los canes se precipitó en la habitación de la novia para arremeter contra su vestido, lord Boris entró en acción, deteniéndolo por el cuello y evitando una tragedia.
Fue por esto que el consejero real, ya impaciente, tomó la decisión de encerrar a Blanca en sus aposentos (algo impensado hasta el momento), junto con una sirvienta para que la vigilara. Y bajo amenaza de que si no se comportaba, no le permitiría asistir a la fiesta, ni comer ni beber hasta el otro día; y si durante esta seguía con su actitud, la encerraría en una torre por una semana.
—No tienes la autoridad para hacerlo —lo desafió Blanca—, soy tu princesa y mi padre nunca lo permitiría.
—Entonces llamemos al rey para que te libere y yo mismo te pediré perdón de rodillas —dijo el hombre y, acto seguido, cerró la puerta y giró la llave, para luego retirarse, sabiendo que podía convencer al rey de que el castigo era más que merecido.
.
Blanca no asistió a la ceremonia religiosa, pues Boris temía que pusiese en peligro la unión que tanto le costó facilitar. A su término, mandó a buscar a la princesa, recordándole su amenaza y, una niña ya cansada por las travesuras, aceptó las condiciones sin protestar.
Al llegar a la celebración, se reunió con sus amigos del palacio y ni se atrevió a buscar a su padre. Estos, más animados que de costumbre por la visita de príncipes de los reinos del norte, mayores que ellos, bebían alcohol como los adultos, fingiendo que sabía bien y que no les surtía ningún efecto. Blancanieves también bebió, pues no quería ser menos frente a los niños extranjeros.
Para la medianoche, los pequeños cortesanos estaban mareados pero contentos, mientras los otros se reían de ellos y de su nula experiencia con la bebida. Estos incluso pensaron en hacerles una travesura para arruinarles la noche, y tal vez la vida. Invitaron a Blanca a ver lo que se esperaba de ella cuando creciera, sus amigos también podían ir, y la guiaron por un pasillo secreto hacia un punto desde donde espiaron los aposentos reales. Al otro lado se oían murmullos y sonidos irreconocibles. Blanca movió el tapiz que cubría la entrada de servicio de la habitación, lo que hacía parecer que allí había una pared. Primero vio a los miembros del consejo de espaldas, concentrados y comentando algo por lo bajo, más adelante estaban los reyes aliados y, al fondo, sobre el lecho de su padre, vislumbró a este con una mujer. Se trataba de la vieja tradición de atestiguar la consumación del matrimonio por parte de aliados y posibles enemigos, para no dejar lugar ni a dudas ni a habladurías sobre la veracidad de la unión ni de las habilidades del hombre (³). Algo que una hija no debe ver nunca, mucho menos una niña.
Blancanieves retrocedió espantada, asqueada, con lágrimas en los ojos. Comenzó a correr desesperada por el pasillo recién descubierto, mientras oía las risas distorsionadas de los príncipes extranjeros. En algún momento se detuvo a vomitar sobre la falda de una dama, pero en seguida retomó la marcha, quería alejarse, desaparecer, borrar con sus pasos cada vez más rápidos esas horribles imágenes.
Los guardias también estaban de festejo, aunque no debían, y bebían con sus pares internacionales, riendo de cualquier cosa. Tan distraídos, que cualquiera podía entrar al castillo sin autorización. O salir. Y así, no vieron cuando la princesa pasó a su lado como alma que se lleva el diablo.
Blancanieves corrió con todas sus fuerzas, trataba de no pensar en nada. Salió del inmenso castillo, atravesó los imponentes jardines y pronto llegó al bosque que rodeaba la propiedad, tan oscuro como el abismo, frío como la noche invernal y tenebroso como solo había visto en sueños. Nada le importaba, debía alejarse. Solo se detuvo cuando tropezó con una raíz y, entonces, se dio cuenta de que había traspasado todos los límites y empezó a experimentar un tremendo ardor en el cuerpo a causa de los rasguños de ramas o espinos que no pudo notar antes. Miró a su alrededor, volvió en sí y sintió miedo. Entonces, escuchó el silbido siniestro del viento entre los espesos árboles y una voz femenina y fantasmal que la llamaba:
—Hija mía, al fin llegaste a casa...
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