2. Un destello en los ojos



Algunos años habían pasado desde que la reina Bellatrix dejó este mundo (seis, para ser exactos), y la princesa heredera se desarrollaba fuerte, saludable y hermosa. Su cabello, negro y lacio, no paraba de crecer, y ni las criadas se atrevían a cortarlo por temor a desvanecer la imagen de la antigua reina. Sus mejillas estaban constantemente coloradas a causa de su juego favorito: correr por todo el castillo con los niños de la corte; tonalidad que contrastaba en medio de su rostro de marfil.

Blancanieves era la adoración del rey Ferdinand y, en igual medida, un triste recordatorio de su esposa fallecida. Su vida juntos era un constante acercamiento, seguido de rechazo por parte del padre. Él ya no era el mismo, hasta sus súbditos lo notaban. Parecía que ya no disfrutaba de la vida, nada lo contentaba, siempre le agobiaba la seguridad de la princesa y solo dejaba de sobreprotegerla cuando lo obligaban a hacerse cargo de los asuntos de gobierno.

Desde siempre, cuando un rey está solo, se suele insistir en que busque una pareja para procrear herederos o, si ya los tiene, asegurar reemplazos eventuales. Para este rey no había excepción, ya que sus consejeros se negaban a aceptar a la princesa como sucesora en la línea del trono y querían que aquel les diera un varón fuerte para coronar cuando él ya no estuviese. Sus sentimientos no importaban, pero, de todos modos, tuvieron la delicadeza de sugerirle amablemente que "buscara una esposa, porque no era bueno que estuviera solo, ni que siguiera de luto porque se enfermaría; y entonces la pobre Blancanieves quedaría a merced de su destino".

El rey parecía convencerse por un momento apenas, hasta que el rostro de su adorada hija le recordaba que aún seguía enamorado de la difunta, y todos los esfuerzos de sus consejeros quedaban anulados. Pero lo que él no sabía era que ya estaba en marcha un plan para darle el empujoncito necesario para que contrajera nuevas nupcias. Había espías desparramados por el reino en busca del mejor espécimen de la nobleza, y los miembros de la corte enviaban misivas a sus socios en los países limítrofes, pidiendo listas de las casamenteras con mejor cuna o contactos comerciales.

Sin la debida aprobación del rey, los súbditos más poderosos se encargaron de encontrar la ocasión para presentar a sus candidatas favoritas delante del soberano. Cualquier fiesta servía para sus propósitos: cumpleaños, conmemoraciones de fechas especiales, recibimiento de algún embajador u otras celebraciones que casualmente se les ocurriera llevar a cabo en casa de los consejeros reales. Todo pasaba a espaldas de Ferdinand, incluso las disputas entre candidatas o entre sus benefactores. Las mujeres eran tratadas con los honores dignos de una princesa y ellas realizaban pactos para apoyar a sus patrocinadores en futuros acuerdos políticos o para acercarlos aún más al rey.

Las mujeres preseleccionadas para ocupar la cama real eran de una belleza inconmensurable, dominaban el arte de la seducción y estaban preparadas para responder a cualquier pregunta sobre las cuestiones políticas que atravesaban al Estado. Pero el rey Ferdinand pasaba a su lado como si fueran una súbdita más. No se fijaba en sus cunas, sus títulos nobiliarios, ni si sabían remendar prendas. Él, simplemente, no se daba por enterado de lo que sucedía a su alrededor y, si alguien preguntaba por su opinión sobre el aspecto de las señoritas (porque todas eran jovencitas con suficiente tiempo para procrear mil herederos), Ferdinand respondía así:

—No le hace justicia a la beldad de mi amada Bellatrix.

   

Pero había en la corte un hombre que era más astuto y testarudo que el resto, altamente competitivo, y no se rendiría hasta encontrar a la futura reina solo por el placer de ganar aquella muda competencia. Lord Boris, uno de los consejeros del rey y fiel amigo desde la infancia, participaba de cualquier juego existente y arriesgaba todo cuando sabía que podía ganar; aunque su debilidad era que alguien lo codeaba recordándole que, por protocolo, debía dejar ganar a su rey. De modo que, no solo buscaría a la candidata que enamorara al rey, sino también que fuera buena para él.

La astucia de lord Boris le hizo notar aquello en lo que fallaban sus contrincantes: a Ferdinand no le importaban los títulos ni logros; además, no podía olvidar a lady Bellatrix. Con esto en mente, se dirigió a la casa de la difunta para hallar una mujer que se le pareciera. No había féminas a la vista en la familia Velasco, solo niñas de edades cercanas a la princesa Blancanieves; por esto mismo, ningún otro noble se interesó en ellas. Sin embargo, las dificultades no hacían más que alimentar la ambición de Boris. La familia de Bellatrix ya era de baja cuna, por lo que tampoco nadie buscó más allá de sus hermanas y sobrinas. Así que el astuto lord, empezó a visitar a la parentela lejana de los Velasco con la excusa de que el rey quería una institutriz para la pequeña Blanca, y que esta debía ser de su propia familia.

Las Velasco desfilaban delante del lord (que se presentaba en persona y solo), vistiendo sus mejores galas y ansiosas por vivir en el palacio real. En vano intentaban impresionarlo con su sabiduría y sus destrezas artísticas, ya que él tenía muy en claro lo que buscaba. Ante la duda, él cargaba un pequeño retrato de a reina Bellatrix, para no perderse frente a la belleza y juventud de las damas que habrían hecho cualquier cosa por complacerlo.

Finalmente, conoció a una prima en tercer grado de la difunta reina. Ambas descendían del mismo hombre que engrandeció a los Velasco, pero solo la segunda nació en la línea del primogénito y pudo heredar los títulos; por lo que no se parecían en nada, excepto...

Cuando Boris la vio, lo supo al instante, era la indicada. Su corazón dio un vuelco y quedó prendado de la hermosura de Roxelana, que bien podría competir con las representaciones de la diosa Afrodita. Si él no hubiera estado buscando a la futura reina, de seguro se divorciaba y se casaba con esta sin esperar un día. La mirada de Roxelana transmitía la misma fuerza y convicción que la de Bellatrix; lo único que ambas compartían eran sus ojos y, sin embargo, eso fue suficiente para saber que el rey se enamoraría de inmediato cuando la viera.

Solo se presentaba un problema, Roxelana era un poco mayor de lo que él esperaba y era viuda igual que el rey. Ella había perdido a su esposo y a un hijo en manos de una plaga que no tuvo ni explicación ni cura. En realidad, no era un problema para lord Boris, ya que él se encargaría de hacer encajar los números y el parentesco sanguíneo, todo lo arreglaría y ya nadie opondría palabra cuando el rey quedase locamente enamorado de su campeona.

De regreso a la Corte, en medio de los festejos por el séptimo cumpleaños de la princesa Blancanieves, el rey se encontraba abrumado por tantas mujeres que querían hablar con él; a algunas ya las conocía, por lo que se daba el lujo de escapar de ellas, pero a las extranjeras no podía hacerles ese desaire. Ya hacía unos meses que Ferdinand sospechaba que algo raro ocurría al ver, de repente, a tantas ladys de todos los colores y procedencias, que se presentaban para tener una audiencia con él bajo cualquier pretexto, a veces incluso ridículos. Pero esta noche, en la que todo mundo debía celebrar la vida de su única hija, se hacía más evidente, ya que aún no había tenido oportunidad de bailar con su adorada Blancanieves. Aquellas damas se le habrían tirado encima, de no ser porque el protocolo se los impedía. Sus consejeros también estaban más aduladores que nunca, y no paraban de insistirle en hablar de completas nimiedades con dichas damas. ¡Ah, cómo extrañaba a su amigo, lord Boris, él ya se habría sacado de encima al gentío con la gracia que le caracterizaba! ¿Por qué tardaba tanto en aquel misterioso viaje a tierras lejanas?


Pero los ruegos internos del rey llegaron a su fin cuando el heraldo anunció el tan esperado baile con la cumpleañera. Los invitados les dieron lugar para que se encontraran. Blanca estaba exquisitamente vestida para la ocasión, aunque se notaba que los zapatos le incomodaban y la tela del vestido le daba picor, porque se rascaba cada dos por tres. A Ferdinand le hizo gracia que no pudiera esconder su lado salvaje, incluso con las lecciones de etiqueta y el hecho de que le repitieron hasta el cansancio que debía cuidar sus modales en esta ocasión tan especial, dónde los ojos de todo el reino se posarían sobre ella. Sonrió porque sabía que su niña lo estaba intentando y porque sentía que su madre estaría orgullosa de verla tan elegante.

—Su Alteza, ¿me concedería este baile? —dijo el rey al encontrarse frente a frente con su hija.

—Claro que sí, padre —respondió Blanca, con una risita traviesa.

Los dos bailaron un vals, mientras los convidados los observaban. La niña, a pesar de todo, seguía siendo un emblema del reino y digna de admiración y respeto por parte de sus súbditos. Esa noche vestía los colores de la casa real Wold (el linaje del rey), el azul imperial, lo que, junto a su largo pelo negro, hacía resaltar su palidez y los rasgos angelicales que había heredado de la difunta reina. El rey Ferdinand también usaba un traje del mismo color, pero con los adornos dorados propios de su posición.


En algún momento, el heraldo de la corte dio la señal que indicaba que el resto de invitados podía unirse a la danza. Al rey le pareció que el tiempo pasaba rapidísimo y hubiera preferido seguir bailando a solas con su hija por el resto de la noche, ya que sabía lo que seguiría luego...

Un minuto después de que la gente se les uniera, una lady casamentera tocó el hombro del rey para pedirle el siguiente baile, mientras que dos señoras se quedaron a medio camino de intentar lo mismo, mirándola como a un enemigo a derrotar.

Ferdinand no quería ser grosero, sabía que debía atender a sus invitados y también que la princesa pronto se retiraría a sus aposentos a descansar, pero no quería tomar la decisión de a quién rechazar. Tanto su hija como la señorita lo miraban a la expectativa de su próxima acción. Por suerte para él, apareció el otro motivo de sus plegarias, lord Boris, para evitar esa incómoda situación.

—Siento mucho interrumpir, princesa; milady —se disculpó Boris, dirigiéndose a las damas.

—Amigo, ¿en dónde te habías metido? —preguntó el rey a su consejero con cordialidad, para luego abrazarlo.

—Fui en busca del regalo perfecto para nuestra pequeña indomable —respondió el lord, refiriéndose a Blancanieves, quien aprovechó la distracción para comenzar a rascarse ferozmente.

Boris la ignoró y, en cambio, hizo acercarse de detrás de él a:

—Le presento a lady Roxelana, de la casa Velasco —dijo lord Boris—, la nueva institutriz de Su Alteza.

Blancanieves y la casamentera la miraron con desdén, pero el rey quedó boquiabierto ante su divina hermosura. Roxelana tenía unos rizos dorados como el oro, los labios rojos como una manzana madura y los mismos ojos azules de mar en calma de la difunta reina. Y, por supuesto, vestía de azul como el rey, una estrategia de su patrocinador para robar el corazón de Ferdinand.


—Por favor, discúlpennos por haber llegado tan tarde, pero tenía unos asuntos urgentes que resolver, ya saben... —se excusó lord Boris, ignorando que su soberano ya no lo escuchaba.

—¿De la casa Velasco? —preguntó un entorpecido rey a su parienta política.

—Sí, soy prima de nuestra querida reina —respondió Roxelana.

—¡Padre, no necesito una institutriz nueva! —se quejó la pequeña Blancanieves.

—Le aseguro, mi Señor —intervino el consejero—, que viene con las mejores recomendaciones y que es lo que la princesa está necesitando para apaciguar su... lado salvaje.

—¡Los niños no son salvajes, milord... —lo reprendió Roxelana— ... solo tienen demasiada energía que necesita orientación!

—Eso es muy interesante —dijo el rey, atontado con la visión delante de sus ojos—. Deberíamos seguir charlando mientras bailamos —le propuso.

¿Podía ser cierto, su corazón volvía a latir nuevamente por una mujer?

Roxelana aceptó con una reverencia.

—¡Pero padre, aún no terminamos nuestro baile! —se quejó Blancanieves, dando un golpe con su zapato.

Lord Boris, al notar que se avecinaba un berrinche, tomó la situación bajo su control, como hacía siempre:

—¿Por qué no vamos a la cocina a buscar esos pasteles de queso y frutas que prepararon especialmente para ti? —sugirió a la princesa, a quién se le iluminó el rostro con la idea, mientras el rey y su campeona se tomaban de las manos para bailar.

La lady casamentera que interrumpió el baile entre padre e hija no podía creer lo que veía y se volvió furiosa a reportarse con el lord que la enviaba.

Lord Boris acompañó a la princesa a la cocina, y no dejó de sonreír en todo el camino porque sabía que no importaba la cuna ni la opinión de la corte, ni siquiera la reputación de la dama, lo que importaba era enamorar a Ferdinand. Y eso lo hacía el ganador indiscutible de la competencia por casar al rey.

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