Prologo


Prologo

Somos guerreros


Para un niño de ocho años, el concepto del «mañana» es algo implícito que llega luego de irse a dormir y cuando se despierta al día siguiente. Un día nuevo, un mundo de posibilidades y un abanico inmenso de cosas por vivir se abren cuando el sol vuelve a asomarse en el horizonte.

Pero para Dante, una noche de madrugada, cuando un temblor iracundo y un estruendo ensordecedor lo despertaron de su placentero sueño, y su cuerpo se levantó como un resorte de su cama; cuando se dirigió a toda prisa hacia su ventana, corrió las cortinas y sus ojos divisaron un cielo nocturno que se iluminaba con una lluvia de fuego abrasador; y cuando su corazón se estrujó ante la escena de su pueblo, siendo devastado por completo, una incógnita resonó en su cabeza de repente: quizás el mañana, nunca llegaría.

—¡Dante! —escuchó él, todavía de pie junto a la ventana.

El aludido era un niño esbelto y que podría confundirse con alguien con muy poca nutrición en su cuerpo, pero a pesar de ello, presentaba una tez blanquecina, un cabello corto pero abultado, y una mirada empapada en incertidumbre que no se despegaban del cristal de la ventana.

A su mente todavía le costaba procesar aquello que sus ojos le mostraban. La escena allá afuera era brutal y devastadora. Desde el segundo piso de su casa podía observar como sus vecinos abandonaban sus hogares para ponerse a cubierto, mientras decenas de lo que parecían ser meteoritos, se estrellaban en edificios, asentamientos, calles y estructuras de todo el pueblo.

El movimiento que había en las calles era vertiginoso y arrasador, la sirena de emergencia había sido activada, y su sonido, un constante mensaje de peligro, se fusionaba con los estallidos que azotaban el pueblo de Brakiel esa noche.

La puerta se abrió, junto al resonar de un estallido lejano, pero que hizo tambalear a Dante y a todos los muebles de su habitación. El niño agradeció mentalmente tener su pijama enterizo con motivo de pequeños dragoncitos de colores puesto en ese momento, aunque no agradeció tanto tener su cabello azabache alborotado y echo un huracán cuando su hermana apareció.

Su hermana mayor, Maya, ingresó a paso apresurado a la habitación, lo tomó del brazo y dio un fuerte tirón de él para llevarlo con ella.

Maya le llevaba diez años de edad, se trataba de una muchacha cuya piel, del mismo tono que el de su hermanito, presentaba, a su vez, una tonalidad rosada muy suave en sus mejillas y nariz. Su cabello era negro y tenía unos ojos esmeralda que había heredado, así como Dante, de sus padres.

Él la admiraba. Su hermana siempre resultó todo un modelo a seguir para el pequeño Dante. Ella era una luchadora, siempre que se presentaba un problema, de cualquier índole, buscaba su solución inmediata y no se rendía ante ningún obstáculo. Definitivamente, Dante quería ser como ella cuando creciera... aunque, claro, si es que eso de «crecer» llegara a pasar.

Ella buscó la mirada de su hermano mientras descendían las escaleras y susurró un: «tranquilo, todo saldrá...». Por desgracia, lo siguiente fue opacado por una nueva explosión, pero Dante supo terminar la frase en su mente.

En mitad de la escalera, llegó otra presencia conocida a la casa. Se trataba de Alda, su madre, quien a simple vista, y quizás desde lejos, resultaba un calco de Maya, pero con algunas canas y arrugas de más. Alda se aferró a sus dos hijos con un fuerte abrazo y los tres continuaron hacia la sala a toda velocidad.

En el trayecto, Maya preguntó por Joseph, su padre, aunque la única respuesta que consiguió fue que venía en camino. ¿En camino de donde? Fue la pregunta que Dante se hizo, pero no lo transformó en palabras. De momento, mirar y obedecer era todo lo que podía... y quería hacer.

Alda guio a sus hijos al jardín trasero de la casa. Al salir al exterior, la familia fue abrazada por el caos total. A ojos del pequeño Dante, parecía como si todo su pueblo estuviese sumergido dentro de un poderoso y devastador huracán.

El viento sacudía los árboles sin compasión; los relámpagos destellaban en el cielo, anunciando el peor de los augurios; el fuego se abría paso entre los hogares, devorando esperanzas e ilusiones con sus llamas; y el suelo vibraba en el sollozo de una feroz batalla sin precedentes, que se libraba en los alrededores de aquel pequeño y pacífico pueblo costero.

En las lejanías de los cielos era posible divisar las manchas borrosas de lo que resultaban ser soldados batallando a los lomos de diversas y magníficas criaturas; volando de un lado a otro, impactando entre ellos, lanzándose ráfagas de fuego, electricidad, flechas... y todo eso, mientras un pueblo que no tenía ni la más remota idea de lo que sucedía, recibía los pequeños «chispazos» del devastador daño colateral de aquella cruenta batalla que se libraba sobre sus cabezas.

Los brazos de Alda rodearon a su hijo pequeño, intentando, cuál escudo de seguridad, que él no viese la crueldad en su esplendor. Pero nada podría ocultar la realidad de los hechos. Una guerra se estaba desatando y la prioridad que imperaba en la mente de cada individuo en el pueblo era una sola: salvarse a cualquier costo.

—¡Cuidado! —gritó Maya.

Dante persiguió la línea de la mirada de su hermana ante aquellas palabras, pero entonces, sintió en la suela de su calzado el retumbar del suelo tras el descenso fugaz y sorpresivo de un poderoso relámpago que no frenó hasta partir a la mitad el tronco de un árbol cercano.

La desgracia parecía perseguirlos esa noche, puesto que el tronco se desencajó y cayó rumbo a la familia; Maya se apresuró en quitar a su madre de la línea de peligro, y rápidamente se volteó para volver por su hermanito... pero aquello sería imposible.

El enorme fragmento del tronco descendió hasta impactar con el suelo, Dante nada más pudo reaccionar cubriéndose el rostro con sus brazos, y cerró sus ojos. Su mente imaginó sentir el impacto del choque y el inmenso dolor... pero, en cambio, lo que realmente sintió fue muy distinto.

Primero fue un tirón en su brazo, lo suficientemente fuerte y veloz como para que su cuerpo entero se despegara del suelo, y entonces, cuando volvió a recobrar el valor para abrir sus ojos de nuevo... fue cuando lo vio.

Ya no se encontraba en el césped del jardín de su casa, y el fragmento del tronco que había caído sobre él estaba ahora bajo sus pies... mientras él flotaba en el aire sentado sobre el lomo de un dragón.

—¿Estás bien? —preguntó una voz muy familiar que se ubicaba detrás de él.

El pequeño Dante observó a su padre. Su rostro, a pesar de parecer presentar la sombra del agotamiento bajo sus párpados y un semblante colmado de preocupación; con todo lo que sucedía a su alrededor, todavía fue capaz de regalarle una sonrisa a su hijo.

—Estoy bien... gracias, papá.

—No te preocupes. Vamos a salir de aquí —respondió su padre sacudiendo la melena azabache de su hijo. Luego, observó a su mujer y le ordenó a su dragón que descendiera.

El animal le hizo caso y batió sus alas para dar una vuelta al patio y buscar la zona de aterrizaje más idónea. La criatura lograba sopesar por muy poco los tres metros de largo y presentaba escamas que mezclaban los tonos naranjas con algunas franjas atigradas azules a sus laterales; su cabeza tenía un formato triangular, con unos ojos pequeños, oscuros, y que siempre daban la impresión de estar enojados.

Era un Binamon, una criatura única, repleta de poder y que había acompañado Joseph, el padre de Dante, casi toda su vida. Respondía al nombre de Keydan y era muy fiel a su dueño.

La urgencia de Joseph lo llevó a bajarse del dragón incluso antes de que pudiera aterrizar por completo. Su hijo bajó después y se dirigió junto a su hermana. El hombre traía equipado un dispositivo electrónico similar a un reloj que recubría su antebrazo y que le llegaba hasta la muñeca: el TDI, conocido como «Terminal de Información», era un aparatejo moderno que le permitía realizar diversas prestaciones, pero de momento, solo se valió de él para extraer, de su parte inferior, algo similar a una carta. La arrojó al suelo, a una zona apartada de su familia, y presionó un botón de su TDI.

Por lo general, al pequeño Dante le llenaba de emoción ver cuando un Binamon era «trasladado», siempre quería acercarse para ver los destellos de luces y colores en primera fila... pero este no era el momento idóneo para emocionarse por algo así. Por lo que se limitó a observar desde atrás de su hermana.

La carta estaba recubierta de plaquetas de plata en sus bordes, también tenía un orbe pequeño y de color morado en su reverso, y que emanó una luminiscencia que se esparció en forma de diminutas partículas brillantes que se desprendieron de la carta, fueron en ascenso, luego se arremolinaron, y finalmente, se unificaron y materializaron para formar una figura.

Y entonces, otra criatura apareció en el patio, se trataba de nada más y nada menos que un unicornio de pelaje turquesa y un cuerno que se curvaba hacia adelante. Era otro Binamon perteneciente a Joseph. El hombre se le arrimó y lo acarició con la palma de su mano.

—Gracias por venir, Magnus —dijo él, al parecer el unicornio lo comprendió y asintió. Luego, el hombre se acercó hasta sus hijos, seguido por su Binamon. —Ten, Maya —dijo Joseph, dirigiéndose a ella con la seriedad y el ímpetu de alguien que le confía algo en extremo valioso a su pequeña hijita—. Sabes montar. Ya lo has hecho antes. Quiero que te lleves a Dante lo más lejos posible de aquí. ¿Puedes hacerlo?

—¿Qué? —preguntó Maya pasmada, primero observando al Binamon y luego a su padre—. ¿Y ustedes? ¿Por qué no vamos todos con Keydan?

El hombre se aproximó a sus dos hijos, deposito sus manos en los hombros de cada uno y se tomó un pequeño momento para observarlos con un rostro que se esforzaba por ocultar la angustia creciente en su interior.

—Eso no será posible, mi querida Maya. El aire está colmado de soldados y Binamons enemigos. Seríamos blanco fácil. La zona está completamente rodeada y si alguien intenta escapar por aire será inmovilizado en un parpadeo. La única opción es que se alejen por tierra hacia el puerto. Una fuente me habló de un barco rescatista que zarpará pronto. Este Binamon —dijo refiriéndose al unicornio—. Es muy veloz. Cruza el bosque, ve hacia la costa y aborda el barco. Su madre y yo vamos a mantener a los soldados lejos de ustedes.

—Espera... —dijo Maya sorprendida—. ¿Quieres que escapemos solos? ¿Y qué va a pasar con ustedes? Esto es muy peligroso.

Su padre sonrió.

—Estaremos bien. Somos fuertes. —Se agachó para poder mirar a su hijo a los ojos—. Toda nuestra familia lo es. De momento, quiero que se mantengan a salvo. ¿Está claro? No podemos perder tiempo. Este pueblo será tomado en cualquier momento.

Sin poder protestar un segundo más, Maya y Dante subieron al lomo de Magnus, el unicornio. Luego fue Alda quien se acercó a ambos y les obsequio un beso cálido y un fuerte abrazo que duró menos de lo que le hubiese gustado.

—Miren al frente, por lo que más quieran. No frenen hasta llegar al puerto. ¿Está claro? —ordenó ella, intentando no caer al terreno de las penurias, intentando ser fuerte por ellos dos... pero sin lograrlo con éxito. Un mar de lágrimas comenzó a descender desde sus ojos, y así como ella, a sus hijos les sucedió lo mismo—. Me encantaría tener un collar bonito o un anillo para poder dárselos ahora, pero no tengo nada. Nunca fuimos fanáticos de las cosas materiales, pero... no nos hace falta —dijo dibujando una sonrisa ahogada por un sollozo—. No a nosotros. —La mujer acarició los rostros de sus hijos, limpiando sus lágrimas con los pulgares—. Porque nuestro apellido es suficiente... y si, quizá somos una familia pequeña. Siempre fuimos nosotros cuatro contra el mundo. Y puede que algún día, aunque espero que no pronto, llegue el momento en que esta familia se achique todavía más. —La mujer tragó saliva y levantó la mirada hacia ambos—. Aun así, quiero decirles que incluso en esos momentos, incluso cuando sientan que no tienen a nadie, recuerden de dónde provienen, recuerden lo que son y recuerden que pueden llegar tan lejos como lo deseen.

Joseph se reunió con ellos y todos juntaron sus manos al centro. Dante sintió la piel de cada uno de sus familiares, presionando en su pequeña mano; sintió el calor de su familia, la protección, la fortaleza, la confianza y el valor... por desgracia, y lo que el pequeño Dante no sabía, es que esa sería la última vez que se sentiría así en un largo tiempo.

—Somos los Van-Ranger —continuó su madre. Guardó silencio durante un momento que pareció una eternidad y un breve segundo a partes iguales, y sonrió—. Somos guerreros.

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