Capítulo 4
Capítulo 4
Volver a volar
Dante echó otra voraz carcajada. No le importó que la gente estuviera mirando, o se volteara para susurrar cosas sobre él, o que las chicas que pasaban a su lado se rieran a sus espaldas. Nada de eso era importante en ese momento. Dante tuvo que hacer equilibrio antes de continuar con la lectura, porque Mimoso tropezó para ascender ante una pequeña depresión rocosa, y continuar su camino colina arriba. Eso provocó que Dante perdiera el equilibrio mientras lo montaba y se aseguró de tensar los estribos para mantenerse firme sobre el lomo del Binamon. De cuerpo y porte gigante e imponente, Mimoso era un Binamon del tipo transportador —pero no por elección propia—. Se trataba de un majestuoso hipogrifo. Un Binamon volador cuyo cuerpo se asemejaba al de un caballo con alas, pero con una cabeza y extremidades iguales al de un águila —pero de un tamaño mucho mayor—.
Presentaba un plumaje que mezclaba los colores blancos con los grisáceos; antaño, Mimoso había sido un Binamon muy respetado en el frente de batalla, pero en algún momento de su vida había caído en la desgracia de perder sus dos alas.
Sin forma alguna de recuperarlas, ya que el proceso de reconstrucción es sumamente caro, su anterior Binamer lo vendió; luego su nuevo dueño lo cambió; otro más se lo canjeó a Ghale por un par de serpientes marinas... y Ghale le dio un nuevo hogar, junto a más de sus Binamons en un pequeño terreno que tenía en el centro de Quarr.
Ghale le puso el nombre Mimoso, porque, al no tener alas, el Binamon había adoptado una actitud sumisa y retraída hacia cualquier persona... y porque también amaba las caricias. De hecho, las amaba tanto, que al no sentir las de Dante durante unos minutos, tuvo que llamar su atención con un «tropiezo imprevisto».
Detrás del Binamon, un carruaje de ruedas enormes llevaba una cantidad desorbitarte de pescados variados. Al parecer, una agraciada familia tenía una importantísima cena el día de hoy, y era tarea de Dante proveer de los alimentos. Aunque no era esa el único objetivo que tenía el joven. Puesto que había una «misión secundaria» que su tutor le había pedido de manera expresa, secreta, y recalcando en una sola orden: «Entrega esto... di algo a alguien y te mueres».
Y hasta ahora, Dante había cumplido con su cometido a la perfección. Sabía que tenía que entregarle una carta muy especial, dedicada a una persona en particular, que su mentor le había pedido. El problema es que él jamás le comunicó que no podía abrir la carta y leerla las veces que fuese necesaria para que el viaje hacia la meseta norte fuese menos largo y sumamente entretenido. Al fin entendía por qué lo había enviado a él y no a su hermana. Ella se burlaría de Ghale durante el resto de sus vidas, por toda la infinita y vasta eternidad si se enteraba del contenido que había en la carta.
Dante aclaró la garganta, secó una de las lágrimas que se le habían escapado al reír y volvió a leer en voz alta:
—Ven aquí, mi amor, bella y de sonrisa hermosa. ¡Oh gran diamante supremo! Rozando tu piel con la mía anhelo...
Ni siquiera en su decimoctava lectura podía contenerse las ganas de reír. Siempre había pensado de Ghale Rhom como un hombre inquebrantable e impenetrable. Siempre con su mirada seria, sus músculos inflados y su barba de guerrero de antaño. Por la cabeza de Dante no cabía la idea de que él pudiese escribir algo así. Simplemente... no pegaba. No pegaba nada.
¿Por qué Ghale no dejaba salir afuera el poeta interno que tenía al mundo? Pensó Dante, ya que, por lo que había leído y sin saber nada de poesía... no parecía ser nada malo.
—¡Oh, amor! ¡Oh, bella mía! —Para la siguiente estrofa, Dante se irguió y levantó su palma al cielo—. ¡Borbotar de mi corazón, emociones irracionales me desvían! ¡Si tan solo yo, un humilde y sereno pescador, tu corazón pudiese alcanzar! ¡Te prometo yo, fidelidad, respeto, rosas y más... tu habitación llenar!
La carcajada de Dante se escuchó a lo largo de toda la meseta, y mientras Mimoso surcaba un camino delimitado por árboles inmensos, cuya frondosa copa tapaba los cielos, el trayecto por fin dio finalizado al acercarse a las puertas de una gigantesca hacienda.
Dos hombres se acercaron a Dante y a Mimoso. Ninguno de ellos portaban armas, pero a su lado tenían dos Binamons de tipo lobo que era casi la mitad del tamaño de Mimoso. Sus aspectos no eran gentiles para nada, pero por suerte, si lo fueron con Dante.
—¿Tú traes los pescados? —preguntó uno de los hombres, adelantándose a su compañero y apuntando a Dante con el dedo. Parecía tener urgencia
—¿Qué? ¿No sienten el olor desde ahí? —dijo Dante intentando, como su mentor a la poesía, incursionar en aguas de gracia... pero sin tanta suerte. Nadie se rio—. Sí, soy yo.
—¡Muy bien! Te estábamos esperando —dijo el mismo hombre que se le había acercado—. ¡Pasa, por favor! Apúrate. El cocinero nos va a despedazar a todos si no entregamos la orden a tiempo. ¡Y estamos muy justos!
—Oh, claro. No hay problema. ¿No quieren revisar la mercancía? —preguntó el muchacho, dando un latigazo al correaje de Mimoso para que avanzara con mayor velocidad.
—¡Que no! ¡Vamos! No hace falta —Lo apuró el hombre.
—¡Que bien! —dijo Dante sonriente—. ¿Por qué no me pasan estas cosas cuando quiero infiltrar enemigos a haciendas millonarias? —dijo acompañando la frase con una enorme sonrisa. Orgulloso de usar la ironía para hacer un fantástico chiste... que salió muy mal.
Los guardias echaron un elevado y sostenido suspiro antes de pedirle a Dante que detenga al Binamon para registrarlo. Ellos sabían que había hecho una broma, pero no podían dejar pasar una posibilidad como esa luego de haber escuchado las palabras «infiltrar» y «enemigos», o el castigo sería feroz y brutal, por partes de sus superiores.
Pasaron unos extensos y duraderos minutos, pero para cuando terminaron, dejaron avanzar al muchacho. Sus decenas de disculpas no fueron suficientes para apaciguar los murmullos despectivos que recibió por la espalda al alejarse de los guardias. Hoy no era el día de los buenos chistes para Dante.
A cada paso que avanzaban hasta la entrada principal, la enorme mansión de la estancia comenzó a agigantarse a sus ojos. Era una estructura majestuosa de tres niveles de altura, columnas y ventanas distribuidas en orden simétrico y tantas habitaciones, pasillos y corredores, que sería imposible de deducir su número con un simple vistazo. Su fachada delantera presentaba una pequeña calle que finalizaba en una rotonda, en dónde Dante llegó y aparcó su mercancía.
Estuvo allí esperando durante poco menos de veinte segundos, sin poder alertar a nadie que lo recibiera. Por dentro su impaciencia le ganó y pensó que, finalmente, no estarían tan apurados como decían... pero luego llegó alguien a presentarse. Por su vestimenta impecable, su peinado y su postura, parecía un auténtico aristócrata millonario. Aunque Dante poco conocía sobre ellos, ya que, en realidad, se trataba del mayordomo de la hacienda.
El hombre le ordenó que descendiera y llevara la mercadería hacia la zona de la cocina. Dante no tuvo que hacer más que darle una palmadita a Mimoso para que pudiese ir por su cuenta. Ya estaba acostumbrado a este tipo de tareas con Ghale y entendía ese tipo de órdenes. Más si era Dante quien se las decía.
Por otro lado, él tenía otro camino que tomar del lado opuesto a la estancia. Sus pasos, siguiendo las indicaciones que le había dado el mayordomo, lo trasladaron hacia la zona trasera, en dónde un establo repleto de Binamons salvajes correteaban por un prado extenso y de tonalidades verdes y amarillas. Si alzaba el mentón y ajustaba la mirada, podía apreciar parte del centro de Quarr y un poco de su costa.
Su objetivo ahora era cobrar el pedido a la dueña de la estancia: la señora Grunger... y también entregarle la carta. Solo había un detalle que lo complicaba bastante. Según había escuchado las indicaciones del mayordomo, tenía que ingresar a «la puerta color blanco manteca». Pero todas y cada una de ellas eran, —para los ojos adolescentes, y sin apreciación de las tonalidades de colores de Dante—, exactamente iguales.
Se quedó un rato largo buscando alguna diferencia entre ellos, quizás alguna tendría algún dibujo distinto en el tallado de su madera que escribiese en su interior, «esta es una puerta color blanco manteca», pero tampoco le fue posible encontrar diferencia alguna. Todas eran la misma puerta replicada decenas de veces... y con el mismo tono de color. No tenía ningún sentido.
Intentó aventurarse a tocar en alguna, pero recordó que había un detalle que se lo impedía: el miedo. Los Grunger tenían un hijo, un niñato que Dante conocía desde hace mucho tiempo, y que desde el minuto uno tuvo algo en su contra.
Dante no comprendía por qué tienen que existir personas que se las arreglan para amargarle la vida a alguien sin malas intenciones, que no hizo nada más que pisarle los zapatos al caminar, en unas dos... o catorce ocasiones.
En fin. No podía arriesgarse a cruzarse con ese tonto ahora mismo. Además, ya no tenía la protección de Mimoso. Si iba a tocar alguna de las puertas, tenía que ser con Mimoso acompañándolo. Si, esa era una buena idea. Volvería por él y tocaría todas las puertas de la exagerada mansión hasta hallar a la señora Grunger.
Contento con la resolución de su problema en la mente, decidió que era momento de accionar. Dio una media vuelta sobre su eje para buscar a Mimoso y se detuvo al ver a alguien estorbando su paso.
Su alma pareció salirse de su cuerpo por unos segundos hasta que resolvió que solo se trataba de un Binamon. Quizás era uno muy feo, es verdad... después de todo, a nadie con una decente apreciación por la belleza podrían gustarles los Binamons reptiles. Se arrastran por el suelo, tienen la cara escamosa, la mayoría son viscosos y tienen horrendos ojos amarillos. Y este, claramente, no era la excepción. Los colmillos inferiores del Binamon se dejaban apreciar en su mandíbula semi abierta, mientras, a su vez, reptaba lentamente hacia Dante, sin quitarle la mirada de encima.
De unos tres metros de longitud y con un cuerpo robusto y enorme, el Binamon podría apresar a Dante y partirlo a la mitad, sin ninguna dificultad, si así lo quisiera. Su cuerpo tenía dos hendiduras paralelas en una parte de su lomo que no le daban nada de gracia. Resultaba asqueroso con solo verlo de forma sostenida. Dante sabía que podía rodearlo y continuar con su camino como una persona normal, pero continuó observando esas extrañas y viscosas hendiduras como un verdadero acosador de Binamons.
—¡¿Qué estás mirando, humano?!
—La madre qué... ¡Lo siento! No quería ofenderte... —espetó Dante, estupefacto.
En ocasiones, Dante solía escuchar las voces internas de algunos Binamons en particular. Ya había hablado con Ghale y su hermana de esta rara habilidad. Por lo general, a la mayoría de las personas les costaba bastante llegar a esta instancia con un Binamon enlazado a ellos, pero para Dante resultaba tan sencillo como respirar. Solo que, a veces, aquellas voces retumban en su cabeza y lo tomaban por sorpresa.
—¿Puedes escucharme...? —espetó el Binamon, reptando un poco para acercarse e inspeccionar a Dante—. Pero no estamos enlazados. ¿Qué es esto?
—No sé de qué me estás hablando... —Otra cosa que le habían dicho Ghale y Maya había sido, que era preferible mantener esa habilidad en secreto tanto para humanos como para Binamons—. Me voy. Gracias por el susto...
—Esto no puede ser posible —El Binamon se interpuso en su camino con rapidez—. Dime algo... ¿Esto te pasa seguido? ¿O acaso fue suerte?
—Suerte. Por supuesto. —Dante quedó mudo durante unos segundos en el que su labio se torció—. Tuve suerte también esta vez. ¡Ah! Está bien. ¡Si te escucho! ¿Qué importa? ¡No te va a creer nadie! Ni yo me lo creo. Así que repta de aquí a otro lado, sanguijuela.
—¿Ragnar? ¿Estás aquí?
Dante y el Binamon direccionaron sus miradas hacia el mismo punto. Un muchacho se acercó hasta ellos. Era nada más y nada menos que, a ojos de todos, el gran Vikram Grunger. Y nada más y nada menos, a ojos de Dante, el idiota de Vikram Grunger.
Así, a vistazo simple, parecían tener la misma edad, pero Vikram lo superaba por una vuelta de sol completa. Y eso era más que notorio en la diferencia en el nivel de su musculatura. Vikram había tenido todo un año más que Dante para ir al gimnasio de mamá, y quedar tan marcado y tonificado que cualquiera pensaría que está ante un deportista o un Binamer profesional, egresado de la academia.
Dante lo odiaba todo en él... todo. Sin importar hacia dónde apuntase su dedo inquisidor, todo en Vikram era maligno.
Presentaba una altura considerable, era esbelto, y como buen niñato rico y creído, mostraba su torso al desnudo. Un torso que llevaba repleto de tatuajes en tribales que iban desde su abdomen hasta su cuello, e incluso, unas franjas en su rostro.
Su cabello era corto, negro y completamente desarreglado; siempre llevaba consigo una cinta en la frente de color roja. Como si fuese un artista marcial o simplemente un tonto. Dante prefería suponer lo segundo.
—Tú eres... —Virkam se acercó y entornó los ojos para reconocer a la persona de cabello teñido de rojo que parecía estar molestando a su Binamon—. ¿El pescador?
—¡Hey! ¡Hey! ¡Hey! —dijo Dante usando todos sus dedos índices para apuntar a Virkam—. Más respeto. Es una profesión honorable, ¿sabes?
Vikram no pudo evitar esbozar una sonrisita de esas confianzudas y que si las hace la persona que odias, cae mil veces peor.
—¿Qué haces aquí, pescador? ¿Estás perdido? —Vikram se tomó un momento. Su Binamon le había hablado por medio de su enlace y algo parecía no estar bien. Vikram arrugó el rostro y cambió su mirada de forma fugaz hacia Dante—. ¿Qué? ¿Le dijiste sanguijuela a Ragnar?
—¿Eh? —Dante tenía que salir de ahí cuanto antes—. ¿Se llama Ragnar? ¿No es un nombre muy genial para un Binamon así...?
—¡¿Qué dijiste?! —Vikram se aproximó a Dante, y Dante se alejó de Vikram.
—Ok, ok. Lo siento. Lo siento. Yo solo... voy a ir a cobrar y a entregar una carta...
—Tú no vas a ir a ninguna parte... —dijo Vikram, poniéndose serio—. Ragnar. ¿Por qué no le enseñamos quien es una verdadera sanguijuela?
Dante sintió todo el poder de la adrenalina revolucionando cada rincón de su cuerpo. Ya sabía lo que se venía... y no sería nada bueno. Tenía que escapar de ahí cuanto antes.
Pero antes de poder reaccionar o hacer nada, Ragnar, el Binamon de Vikram, comenzó a volar. Desde las comisuras que tenía en el lomo, se desprendieron dos alas delgadas, pero extensas, que comenzaron a batirse a una velocidad descomunal. Ragnar empezó a sobrevolar las cabezas de ambos muchachos, descendiendo en ocasiones para molestar a un Dante que no se creía lo que estaba viendo.
Al parecer, Ragnar no era un simple Binamon reptil... era uno que además podía volar.
—La serpiente alada de hielo: Ragnar. Es mi Binamon más reciente —dijo Vikram, pavoneándose mientras se cruzaba de brazos y mostraba su perfecta y costosa dentadura a su rival—. Proviene de las montañas heladas de la cordillera este. Con este Binamon ingresaré a la academia y seré uno de los mejores Binamers de primer año. ¿Te apetece saber más sobre él, pescador?
Dante le regaló una sonrisa forzada.
—No. Creo que ya sé todo sobre él. Muchas gracias... yo me voy —dijo y sin aguantar un segundo más de quietud, salió disparado hacia cualquier dirección que fuese mientras se alejara del insoportable niño rico y su sanguijuela voladora.
Esquivó a Vikram y continuó su marcha durante cinco enormes zancadas, pero por desgracia, nunca llegó a la número seis. Su pierna se petrificó y sintió un frío helado recorrer por completo su cuerpo comenzando con su pie. Ragnar había lanzado un poderoso hechizo con sus fauces y un rayo de hielo se dirigió hacia las piernas del muchacho, congelándolas por completo.
Dante se desparramó en la tierra de manera estrepitosa. Sus piernas ahora apenas podían responderle. Sentía una gran cantidad de pinchazos sobre ambas, como si el frío lo consumiera poco a poco. Intentó arrastrarse y escapar, pero apenas pudo moverse unos centímetros del suelo.
—¿Y quién es la sanguijuela ahora, pescador? —dijo Virkam, juzgándolo desde su posición, con mentón arriba y mirada acusadora.
—Sssssi. ¿Quién es la sanguijuela ahora? —dijo Ragnar en sus pensamientos, aterrizando de su vuelo para quedar frente a frente con el joven—. ¿Qué hago ahora, señor? ¿Y si le congelamos la cabeza? Ssssería divertido.
—Estoy completamente de acuerdo, Ragnar —dijo Vikram—. Sería muy...
—¿Vikram? ¿Qué está pasando aquí?
Las palabras de una mujer hicieron acto de presencia en la escena. Virkam se sobresaltó al oírla. Era su madre, una mujer de cabellera negra y larga, con unos bucles espectaculares, y que no parecía muy contenta ahora mismo con las actitudes de su rebelde hijo.
La mujer se acercó a Dante y percibió en él un hedor inconfundible. El mismo aroma a calamar dorado frito que desprende un local en particular de la bahía de Quarr: El pescuezo. Inmediatamente, ordenó a Vikram que lo dejara en paz, le ofreciera unas disculpas y lo descongelara. Él accedió a todas las demandas sin chistar y luego se marchó dejando a la mujer y a Dante solos.
—Perdónalo —dijo ella, realmente apenada—. Lo que hizo está muy mal. Voy a encargarme de él, lo prometo. Lamento mucho esta situación. Me presentaré. Soy Amara Grunger. Dueña de la estancia Grunger. ¿Cómo están tus piernas? ¿Te duele?
—Están bien. No se preocupe. Gracias... —dijo Dante, sacudiendo un poco de escarcha que se le había embarrado en la zona baja de los pantalones—. Su hijo y yo no es que tengamos la mejor relación. Solo quiero irme ya, si es posible.
—Oh, por supuesto. Aquí tienes el pago. —dijo ella dándole dos fajos de Tokens en billetes. Apenas se diferenciaba uno del otro en cuestión de tamaño—. Esto es un pequeño extra para ti. Puedes quedártelo por las molestias que ocasionó Vikram. Lo lamento, de nuevo.
—Tranquila, señora Grunger. Usted no hizo nada malo... y —Dante guardó el dinero—. ¿Pequeño extra? Espere. Es mucho. No puedo...
—Insisto. Por favor. No hay problema alguno.
Dante estuvo inseguro en aceptar aquel... incentivo, pero terminó haciéndolo. Luego recordó que todavía quedaba la misión secundaria por cumplir en este lugar.
—¡Ah, claro! La carta... —Pero cuando metió su mano al bolsillo trasero de su pantalón donde guardaba el poema y la dedicatoria de Ghale, lo único que consiguió fue un trozo grande y muy afilado de papel congelado que se resquebrajó al contacto con sus dedos y terminó echo pedazos en el suelo—. Oh... se arruinó.
—¿Eso era para mí? —preguntó la mujer.
—Si... era de Ghale. ¿Lo conoce? El hombre grandote con barba y cara de «te voy a matar». Atiende en El Pescuezo.
Ella no pudo evitar sonreír al escuchar mencionar a Ghale. Su rostro se iluminó enseguida y sus ojos centellaron de emoción. Lo cual, para Dante, era bastante extraño, ya que se trataba de su mentor por quien esta mujer suspiraba. Por la mente del joven no cabía la idea de que alguien como ella, tan... tan... ¿Cuál sería la palabra que la definiría mejor a ella y que dejaría peor a Ghale al mismo tiempo? Alineada. Pulcra. Resplandeciente. Bella. Entre otras que Dante no llegó a pensar.
—Si, lo conozco —respondió ella sacudiendo su flequillo lacio, con aroma a claveles que se deslizó hacia atrás—. Que lástima que la carta se arruinó. Me hubiese gustado leerla. Ahora puedes estar completamente seguro de que mi hijo recibirá el castigo que se merece. ¡Y multiplicado por dos!
Dante sonrió.
—¿Sabe? Yo leí la carta. Podría repetirla para usted... déjeme pensar —dijo Dante, tomándose un momento—. Oh, amor. Amor... —definitivamente, no recordaba nada del poema a pesar de haberlo leído tantas veces—. Déjame llenarte la habitación de... ¿Pescadores?
El rostro de la señora Grunger se arrugó. Era evidente que así no iba el poema... por suerte para Dante, alguien vino en su ayuda, y aunque no estuvo para él cuando las cosas se tornaron complicadas con Vikram y su Binamon, ahora llegaba, al paso lento y seguro, a brindarle una mano a su amigo. Se trataba, ni más ni menos, que de Mimoso.
—Veo que el poema de Ghale está hecho añicos —La voz «mental» de Mimoso resonó dentro de la cabeza de Dante. A él también podía escucharlo con total claridad—. Te daré una pezuña. Solo repite después de mí. ¿Está bien? Aclárate la garganta si entendiste.
Dante echó un muy breve y veloz vistazo a su retaguardia. A unos pocos metros se encontraba Mimoso, con la carreta completamente vacía detrás de él, buscando aparcar en la sombra de un gran roble.
El joven volvió la mirada hacia la señora Grunger.
—¿Sabe que? Creo... que ya recordé como iba el poema en verdad. —Se aclaró la garganta y comenzó a escuchar las indicaciones de Mimoso—. Ven aquí, mi amor, bella y de sonrisa hermosa. ¡Oh gran diamante supremo! Rozando tu piel con la mía anhelo. ¡Oh amor, como un Binamon dragón, llamas y calor, le brindas a mi solitario corazón! ¡Oh, bella mía! ¡Borbotar de mi alma, emociones irracionales, me desvían! ¡Si tan solo yo, un humilde y sereno pescador, tu corazón pudiese alcanzar! ¡Te prometo yo, fidelidad, respeto, rosas y más... tu habitación llenar!
—Oh, por el gran Bin. Es hermoso... —dijo ella, impresionada—. ¿Él escribió todo eso? ¿Para mí? ¿De verdad?
—Bueno... yo tampoco sabía de sus dotes de poeta. Así que eso me sorprende tanto como usted. En fin. La carta también decía de verse algún día, pasear en la plaza de día, y comer una deliciosa sandía. ¡Oh, por Bin! Se me pegó.
La mujer echó una breve risa.
—Gracias, Mimoso... eres el mejor —pensó Dante, echando otro vistazo hacia atrás para regalarle un guiño.
—No hay problema, niño.
—La parte del dragón es nueva —dijo Dante en su mente—. ¿Lo improvisaste ahora?
—Claro. ¿Quién crees que inventó el poema entero? ¿Ghale? ¡Por favor!
Dante tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no tentarse y echar una carcajada inoportuna frente a la mujer.
—Al fin, el misterio de esa poesía queda resuelto —dijo Dante en sus adentros.
—¿Cómo es tu nombre, muchacho? —preguntó la mujer.
El chico volvió a la conversación.
—Dante, Van-Ranger. Es un placer.
—El placer es todo mío. Gracias por la carta. Si no es mucho pedir, me encantaría que le dijera al señor Rhom que iré muy pronto a verle.
—Se lo haré saber.
—Espero que tenga un buen y seguro camino a casa, señorito Van-Ranger.
—Gracias, señora. Solo una pequeña cuestión. ¿Sabe que hora es?
—Oh, claro —dijo ella y sacó de un bolsillo de su increíble, impoluto y supercaro traje, un reloj de mano—. Son las 15:08.
—Las... ¡¿Qué?! —Dante se volvió una supernova de los nervios que lo invadieron de repente—. ¡No puede ser! No voy a llegar... Tengo dos horas hasta la bahía, una hora más para ir al centro a entregar a Mimoso y después viajar a la costa norte para recibir a una amiga en el puerto... ¡Eso me demorará demasiado! ¡Llegaré al anochecer! ¡Esto es malo! Lo siento, señora Grunger... ¡Ya debo irme!
Dante salió a la violenta carrera hacia Mimoso, pero una voz repentina, lo detuvo en mitad del camino.
—¡Espera! —dijo la señora Grunger.
El muchacho se detuvo y se volteó, pero sus piernas seguían corriendo a la misma velocidad, sin moverse de su lugar.
—¿Qué pasa, señora Grunger? ¿No puedo correr por aquí...?
—No, no es eso. Creo que puedo ayudarte. ¿Ese Hipogrifo es tuyo?
—En realidad, es de Ghale. Mimoso me ayuda con las entregas... ¿Por qué?
—Me parece que puedo ayudarlos a ambos. A ti, a llegar a tiempo... y a él —dijo observando a Mimoso desde la distancia con una sonrisa impregnada en seguridad—. A volver a volar.
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