Capítulo 23
Capítulo 23
Thundra
—¿Has visto cómo la ha vencido? —dijo una voz juvenil, farfullando en las cercanías.
—¡Sí! ¡Le bastó asestar un solo ataque y se terminó! ¡Ella es increíble! No puedo creer que sea una Alphil —dijo otra voz, esta era más aguda, y por ende, más fácil de discernir para los oídos de Kaiza.
—Me da lástima la chica que pensaba que estaba defendiendo su título como uno de los diez dorados. Nunca tuvo oportunidad real... —Esta voz le hizo apretar los dientes—. Kin-Gher siempre estuvo jugando con ella.
—¡Ese fénix blanco es la definición de locura! Podría incluso dar batalla a los dorados de último año...
—En circunstancias normales te llamaría loco... pero hasta podrías tener razón.
Kaiza caminaba cabizbaja entre los pasillos de la academia. Era de noche, la cena había terminado, y por más que Dante y Zekken siempre intentaban hacer lo posible por contentarla. La realidad era que, luego de aquella batalla perdida contra Zerafina, no recordaba la última vez que había levantado la mirada.
Se sentía humillada, traicionada y bastante dolida. Esta sensación le traía a la mente malos recuerdos pasados. Era una sensación idéntica a la vez que su hermano le había abandonado. Ese remolino de resentimiento que se va formando poco a poco en el pecho, a lo que se le suma la angustia, como espuelas, sofocándola desde su interior... y haciéndole sangrar el alma.
Había dejado de asistir a las clases de la sumo-profesora Addie Nyx a pesar de que se lo hubiesen prohibido. Ya no tenía ganas de verle la cara luego del último entrenamiento que habían tenido. Kaiza había buscado en ella respuestas para lo que había sucedido en el duelo. Había buscado un bote salvavidas en su profesora, para evitar ahogarse en aquel mar de desesperación en el que, hoy en día, se encontraba buceando.
Pero en lugar de un bote, su profesora le ofreció un ancla...
—Ha sido mejor que tú, en todos los aspectos de la batalla... —Habían sido de las últimas palabras que recordaba de su profesora, hacía poco más de un mes atrás—. Tú te apresuraste, era obvio que ella simplemente atacaba para obligarte a reaccionar... y tú caíste en su trampa. Ejerciste un enlace de nivel tres para controlar a tu Binamon e ignoraste sus recomendaciones. Estabas destinada a perder ese día, de hecho, estoy cien por ciento segura de que Zerafina, de haber estado en tu lugar, de haber tenido a tu Binamon, y tú el de ella... igualmente habría ganado.
—¡Carajo, Zerafina! —espetó Kaiza, furiosa. Su arrebato de ira desmedida le terminó haciendo patear el maniquí de una armadura que se erguía en el centro de un pasillo del castillo Noctys.
No pasó nada grave, el maniquí era de concreto, pero la armadura en cuestión era bastante endeble, fabricada con piezas de hojalata mal ensambladas. El yelmo salió volando luego del golpe y el trayecto fue breve, pero muy escandaloso.
Por suerte, su camino se vio intercedido por un zapato muy bien lustrado. Un hombre recogió el yelmo y lo colocó en el sitio que correspondía. Kaiza no pudo hacer más que intentar hacerse pequeña y pedir disculpas entre dientes. Apenas había levantado la mirada pero, a juzgar por sus insignias —que no reconoció—, era alguien de un cargo muy elevado.
—No te preocupes... —dijo el hombre, y finalmente, cuando ella levantó la vista para verle, su rostro le pareció muy familiar. Era el Barón Montaraz. Una eminencia en la academia. Shyler le saludó como correspondía y se colocó firme—. ¡Oh, por favor! —espetó el hombre, relajado—. Sin tantas formalidades. ¿Mal día, Alphil?
—No, mi Barón. Lamento mi arrebato. Le prometo que no volverá a suceder...
—No debería hacer promesas que no va a cumplir, Alphil. Relájese, yo no suelo usar mi cargo para amedrentar a simples cadetes. La guerra está para eso. Si puedo hacer de oasis de tranquilidad, en este desierto de penurias que es la vida, podré descansar tranquilo en mi cama esta noche —dijo el Barón, y brindando un poco de contención a Shyler, le sujetó del hombro amistosamente—. Anímese, Alphil.
«¿Alguna novedad, Poli?», preguntó Nyx a su Binamon.
Pequeño y diminuto, pero eficaz y servicial, un Binamon araña convivía camuflado en la cazadora de Kaiza —sin ella saberlo, claramente—. A dónde ella iba, Poli, la araña espía, le seguía.
«Ninguna, Addie. Bueno, lo siento... he mentido. Sí, ha habido una novedad. Ella pateó una armadura y ahora está platicando con el Barón Montaraz».
«Muy bien, Poli. ¿Algo en especial en esa plática?».
«De momento, el Barón le dijo que no está mal expresar las emociones, ya sabe, por haber pateado a la armadura, pero no, nada interesante en esta conversación, Addie. El Barón ya se marchó».
«Muy bien. Continúa con el trabajo. Que no te vea...».
«Por supuesto».
*****
—¡Vamos, Alphil! ¡Debo de verme reflejado en el suelo! —espetó el cadete de tercer año; el Cylth, Aramis Svark, exagerando la tonalidad de su voz, como siempre hacía, cada vez que él y Dante se quedaban en la habitación platicando y había un superior en las inmediaciones.
Aramis esperó a que el Elyssin, Dussan Vann, se marchase; el peliblanco descendió por el asesor con su rostro endurecido de siempre, y solo cuando se perdió de vista, Aramis le permitió a Dante volver a estar de pie.
El pelirrojo abandonó su actividad de fregado con la mano y se recostó en la cama que tenía más cerca.
—Entonces... —continuó Aramis—. ¿Sigues siendo uno de los dorados? ¡Fenomenal, Van-Ranger! Ese dragón tuyo sí que es fuerte. Yo luché contra él hace tres años en la ceremonia y me hizo pedazos... ¿Quién diría que solo tenía que ofrecerle un trato para que se uniera a mí?
Dante se echó bocarriba y cruzó las piernas.
—Ahora has pedido la chance. Es mío y no pienso abandonarlo. Aunque a veces es molesto, maleducado, pesado y pedante... es buen Binamon. —Levantó su torso—. Pero a veces me da miedo. Tiene un serio problema con perder en una pelea.
Aramis tenía el cabello castaño, y cada vez que su flequillo se caía a su frente, recordaba peinárselo con la mano hacia arriba.
—Eso es bueno... ¿O no? ¿Prefieres uno cobarde?
—Cobarde no, pero sí más... ¿Estratégico? Es que se lanza al peligro sin dudarlo... y yo no puedo hacer nada para detenerlo.
—¿De qué te quejas? —preguntó Aramis, él también estaba recostado, pero en la cama de uno de sus subalternos: Aarik—. No tienes que hacer nada y él da batalla por ti. En mi opinión es lo mejor que te puede pasar para defender el título de los diez dorados. Cuando finalice el año terminarás con un galardón especial por no hacer nada. ¡Es la bomba!
—Seh, puede que tengas razón, quizás lo único que tengo que hacer es enseñarle un poco de buenos modales y entonces...
Y entonces, sucedió.
La tensión de las luces amainó de repente, y al segundo siguiente se escuchó una serie de gritos en la parte inferior de la recámara. Eran gritos extraños; no como los recurrentes gritos de órdenes que daban los de años superiores; sino, más bien, gritos de conmoción.
De pronto, las luces volvieron a enloquecerse, solo que esta vez, los gritos desaparecieron, siendo consumidos por el poderoso, estridente y abrupto sonido de una explosión.
La habitación se sacudió y las miradas de Dante y Aramis se encontraron, temerosas; a Dante le sobrevino un recuerdo veloz y violento, de aquella vez en su infancia, que su pueblo había sido arrasado por completo.
Raudos y enérgicos, ambos cadetes se deslizaron rápidamente debajo de las literas; atravesaron el hueco de la pared y la rampa los llevó al piso inferior. El gran pasillo era un sitio pulcro y reluciente gracias a que los Alphil siempre se encargaban de limpiarlos cada día, cada tarde y cada noche; pero ahora, todos sus detalles, cada uno de sus adornos, y la totalidad de sus decorados... habían sido arrasados.
Los muros, el suelo y el techo se hallaban carbonizados; rasgados y destruidos. Había una humareda espesa y negruzca que abarcaba gran parte del pasillo. Dante y Aramis apenas podían creerlo; había varios Binamons regados en el suelo junto a sus Binamers; ambos en igualdad de condiciones: derrotados... y calcinados.
La escena no fue sencilla de vislumbrar. Dante no era un experto en la materia, pero el solo hecho de ver la sangre regada por doquier en las baldosas de los suelos y a lo largo de las paredes; lo que intuía su corazón no era nada bueno. ¿Estarían muertos?
Intentó por acto reflejo aproximarse a uno de los cadetes, pero al aproximar sus dedos, un chispazo eléctrico le obligó a apartarse. El horror se materializó en el semblante del pelirrojo. Sintió un hormigueo de espanto en su ser. Su mirada le llevó a reconocer a uno de los Binamers en el suelo, lo había visto hace muy poco: Dussan Vann, su jefe de habitación.
Acudió en su ayuda al instante, intentó tocarlo y recibió el inminente chispazo, pero esta vez lo toleró y midió su pulso: Dante respiró de nuevo al descubrir que seguía vivo; sin embargo, por muy poco...
Entonces, sintió un peso en su hombro. Era Aramis, quien avanzó unos pasos en total silencio, con la mirada clavada hacia el frente... hacia el final del pasillo, en donde la silueta de una persona se dibujaba entre la humareda.
—¿Lo ves?
—Si...
Dante se colocó de pie y avanzó a pasos cautelosos. La silueta se volteó por un segundo, sus miradas se cruzaron, y luego desapareció embutiéndose en un portal.
Dante no podía creerlo.
No podía ser posible.
No podía ser cierto.
—No...
El corazón de Dante se aceleró...
Y Cyro despertó...
El dragón abrió sus ojos en par; levantó su torso y sintió su pecho ardiendo. El enlace que tenía con Dante le permitía sentir aquello que él sentía, y ahora mismo, su cuerpo entero era absorbido por un solo sentimiento: pavor. Algo malo estaba pasando.
Desplegó sus alas y abandonó su cueva a gran velocidad.
Mientras tanto, en otro punto aislado de los tres castillos; otro desastre se desataba. Las explosiones eran constantes; y distribuidas en distintos sitios, alejados los uno de los otros.
Metida en una habitación de estilo triangular, Zerafina se colocó de pie al escuchar una de las explosiones. En el castillo de Luxia, las habitaciones comunales presentaban paneles de cristales que delimitaban una cama de la otra; la habitación estaba siempre muy bien iluminada por los reflectores de los techos; la predominancia del blanco y el dorado eran una constante en los detalles de cada objeto allí presente.
Zerafina se aproximó a un ventanal de cuerpo completo, divisando a lo lejos, como una serie de relámpagos coreaba una balada tenebrosa en el horizonte. Al parecer, el momento de la verdad había llegado, y entonces, sin más preámbulos, frente a sus ojos se apareció un portal.
El resto de los cadetes presentes se sorprendieron y retrocedieron, sin embargo, ella permaneció inmóvil. A la habitación empezó a ingresar el diluvio que le regalaba una noche tormentosa.
Una persona en particular esperaba detrás de aquel portal, de pie debajo de la lluvia, portando una mirada enraizada en odio.
Los ojos de Zerafina se cruzaron con los de Kaiza.
La pelivioleta expandió su mano al frente con temple y dejó caer un puñado de medallones que brillaron al impactar con el concreto del suelo. Eran muchísimos. Similares al que la rubia lucía ahora mismo en su pecho. Algunos eran de primer año, otros de segundo... y otros, incluso, de quinto. Al parecer, Kaiza no se había guardado nada. El mensaje era claro: quería la revancha.
—Te desafío, Zerafina —dijo Kaiza, severa.
La rubia observó que su amiga de la infancia no parecía estar en las inmediaciones del castillo. Lo que había detrás del portal parecía tratarse de un lugar muy oscuro, y si Kaiza había sido inteligente, lo más probable es que sería muy lejos.
Inhaló aire, cerró sus ojos, y exhaló mientras volvía a abrirlos.
Ya no había más que hacer.
El momento de la verdad había llegado.
Zerafina avanzó a paso decidido y cruzó el portal. Este se cerró, abandonando por completo una posibilidad de retorno. La rubia contempló a su alrededor: estaban en la arena de combate.
—¿La arena? —preguntó Zerafina, confundida—. No está lejos del castillo. Pensé que buscarías un sitio más alejado para hacer esto.
El rostro ensombrecido por la locura de Kaiza sonrió de forma macabra.
—No... quiero que todo el mundo te vea perder contra mí —dijo la pelivioleta—. Las cámaras del estadio estarán activadas —dijo, y a su vez, contempló un aparato de aspecto redondeado, con una lente en el medio, y que flotaba gracias a un propulsor de fuego mágico—. Y si por las interrupciones, no deberías preocuparte, ya lo tengo resuelto.
En ese momento, por azares del destino, dos aves sobrevolaban las inmediaciones del estadio, por desgracia para ambas, al llegar a un perímetro en particular —que Kaiza había preparado—, dos relámpagos atravesaron el cielo y calcinaron por completo a las dos pequeñas e inocentes «intrusas».
Zerafina apretó los labios con impotencia.
—Una trampa mágica... —dijo, y pensó que, como trampa, no era una cualquiera—. ¿Cómo lo hiciste?
—Bueno, no fuiste la única que tuvo un entrenamiento especial, querida —dijo Kaiza con ímpetu, colocándose la mano al pecho—. Las cosas serán muy distintas que nuestra última batalla... —Kaiza extrajo de su TDI, una carta especial; Zerafina emuló sus movimientos, y se equipó con Alba, su fénix blanco—. Yo soy la elegida. Soy el futuro de Vyndelard... —Kaiza sostuvo la carta y la apuntó al cielo; Zerafina, de nuevo, hizo lo mismo. Ninguna se quitó la mirada de encima—. ¡Yo soy quien va a cambiar las tornas de esta guerra! ¡Y yo...! —Las cartas brillaron en las manos de las Binamers—. ¡Soy quien va a derrotarte!
De un lado del estado, se produjo una explosión que hizo temblar el cielo; llamas blancas se desplegaron, y Alba, el Fénix, fue invocado.
Del otro lado, doce relámpagos descendieron desde las nubes y atravesaron el suelo; un destello emanó desde la carta de Kaiza, y a una velocidad descomunal, e imperceptible a la vista; un Binamon se alzó hacia las nubes para presentarse ante toda la academia, como quien destronaría al Binamon de Zerafina del podio como el más fuerte.
Los relámpagos danzaron entre las nubes, y volvió a la tierra en picada; asentándose frente a su Binamer.
—Se dice... que tu Binamon es la reencarnación de Klarenly, el fénix fundador de Luxia —dijo Kaiza con una mezcla de altanería y severidad en su color de voz—. Si es eso cierto, entonces el mío tendría que ser la reencarnación de Vadencry, el Kirin. Binamon, fundador de Noctys. ¿No te parece eso algo... poético? —Sonrió—. Te presento a Thundra.
El Binamon de Kaiza presentaba un cuerpo como el de una gacela; sus patas eran alargadas y delgadas; su pelaje, oscuro y violáceo, desprendía de sus bellos un sutil resplandor azul-blanquecino, cargado de destellos eléctricos que rezongaba y circulaba por su cuerpo. Su cola era pequeña, pero su ornamenta, por lo contrario, era esplendorosa. Contaba con siete picos puntiagudos distribuidos de forma horizontal, que, como el resto de su cuerpo, desplegaban chispas de alto voltaje.
Thundra rugió y los relámpagos se centellaron alrededor de la arena de duelo. En ese mismo momento, no tan alejado de ese sitio, Cyro el dragón contemplaba la situación desde una distancia y altura prominente. Torció sus alas para comenzar a planear alrededor del perímetro mientras platicaba con Dante a través del enlace.
«Dante... ¿Seguro que estás bien?», preguntó el dragón.
«Sí, amigo. No me pasó nada malo, pero hay muchos cadetes que están heridos... y no encuentro a Zera ni a Kaiza por ningún lado».
«Creo que yo ya me adelanté...», espetó Cyro con sus ojos clavados en la arena de batalla. «Parece que tu amiga se quedó con ganas de una revancha. Ya sé dónde están. Y llámalo instinto de dragón, pero... hay algo que no me gusta nada».
«¿Sabes dónde se encuentran?».
«Sí, en la arena, chico... pero el ambiente está muy cargado. Se me es difícil respirar en alturas elevadas».
«Maldición... ¡Iré allá enseguida! Será mejor que no intervengas... podría ser peligroso».
Cyro esbozó una sonrisa socarrona y sus colmillos brillaron.
«¿Estás loco, verdad? Esta no es una batalla Binamon común y corriente, muchacho... no puedo perdérmela». El dragón modificó el curso de su vuelo y su dirección, ahora sí, apuntó hacia la arena. «No había sentido un ambiente así de colmado desde mi último combate en el frente».
«Tú... ¿Estuviste en el frente?».
«¿Y a ti qué te parece? Soy un soldado Binamon de la infantería de dragones número 43 de la primera oleada. ¿Por qué demonios crees que me gustan los desafíos?», dijo Cyro aumentando la velocidad en un impulso de aceleración que rebanó el aire. «Solo aquel que está apto para vivir... ¡No tiene miedo de morir!».
«¡¿Qué?! ¡No seas ridículo! ¡Se dice que el fénix de Zera es legendario! ¡No tienes oportunidad! ¡Aléjate de ahí! ¡Espera a que yo vaya!».
Cyro empezó a descender el vuelo en una caída en picada.
«¿Binamons legendarios? ¡Ja! Por favor... estos no son, ni de cerca, Binamons legendarios...».
«¡No puedes saberlo!».
«Créeme, muchacho... lo sé», dijo Cyro, y de nuevo, en un impulso de velocidad que atravesó la barrera del sonido, llegó al campo, evadió el relámpago de la trampa mágica, aterrizó en el suelo, clavó sus pezuñas a la tierra, y terminó en medio del campo de batalla.
Kaiza y Zera quedaron anonadadas.
Cyro sonrió.
—Lo siento... —dijo el dragón, dando un latigazo con su cola con emoción manifiesta—. ¿Puedo unirme a la fiesta?
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