3
Billy condujo por segunda vez alrededor del bloque buscando un lugar donde estacionarse, al final decidió que no iba a dejar su precioso Thunderbird en un parquímetro. Encontró un garaje en Vallejo Street y estacionó su brillante convertible rojo tan lejos como le fue posible de los otros coches. Dos semanas antes alguien había golpeado la puerta con un carrito de compras, dejando una larga y delgada marca en la pintura. Le tomó un día entero sacar el rasguño, y otro más repintar la puerta.
Envolviendo la mano izquierda en el cordel de cuero alrededor de la boca del costal, Billy se echó la pesada bolsa que contenía la pithos sobre su hombro y se encaminó por Vallejo Street hacía Stockton. A pesar de haber vivido en y cerca de San Francisco gran parte de un siglo, nunca pasó mucho tiempo explorando la ciudad en sí. Calles estrechas y multitudes lo ponían nervioso. Prefería el campo abierto.
Caminó cerca de dos jóvenes recargados en la pared, uno extremadamente delgado, el otro musculo, y vio como sus ojos lo repasaban y se fijaban en la bolsa. Intercambiaron una mirada. Billy conocía a los de su tipo: había cabalgado a su lado una vez y peleado contra ellos el resto de su vida.
—Ni siquiera lo piensen, chicos —dijo en voz baja pasando junto a ellos—. No quieren meterse conmigo hoy. O cualquier otro día.
Hubo algo en su expresión en su rostro y la mirada en sus ojos que hizo que ambos jóvenes dieran la vuelta y corrieran. Billy rió. Todos los brabucones eran unos cobardes.
El inmortal giró en Stockton Street, luego entró a Broadway, caminó cerca del Sam Wong Hotel y giró a la derecha a una apretada calle secundaria. Sabía que estaba cerca. Consultó la dirección en el pedazo de papel maltratado por el sudor en la palma de su mano. Estaba en un callejón estrecho, apenas suficientemente ancho para un coche. Los edificios a cada lado eran tan altos que bloqueaban el sol, dejando el callón en las sombras. Basureros metálicos, apestando a comida podrida y rebosantes de moscas, alineados a una pared. Billy se aseguraba de solo respirar por la boca. No tenía de quien era esa tal Scathach, pero no tenía una buena impresión del lugar donde vivía. Quetzalcóatl la había llamado la Creadora de Reyes y la Asesina de Demonios y dijo que era una Sombra, lo que sea que eso significara. ¿Una sombra de su antiguo yo? Billy la imaginaba como una anciana que probablemente tenía gatos. Docenas de gatos.
Cambió el costal de un hombro al otro y, otra vez, se preguntó que era exactamente lo que contenía. Lucía como un Jarrón griego para vino, pero estaba casi seguro de que no había vino dentro. Lo había agitado cuando lo puso en la parte trasera de su auto, luego presionó la oreja contra la áspera tela con olor a cacao. Por un mero instante, podría haber jurado que escuchó voces viniendo desde el interior. Tal vez estaba llena de Nirumbee, Gente Pequeña. En ese caso, no tenía prisa por abrirlo. Cincuenta años antes, en Montana, rescató a Virginia Dare de algunos de esos pequeños monstruos cornudos y apenas lograron escapar con sus vidas inmortales.
Billy rodeó una pila de basura y se encontró dándole la cara a un edificio al final del callejón. No tenía ventanas y la única puerta se encontraba detrás de una reja de metal. Al acercarse vio un simple cartel de plástico al lado de la puerta. CLASES DE KARATE, DEFENSA PERSONAL, INSTRUCTOR CALIFICADO.
Paró y revisó la dirección una vez más. Estaba bien. Se giró lentamente, asegurándose de que no lo habían seguido, y luego presionó el pequeño timbre blanco debajo del cartel. Su agudo oído alcanzó a escuchar el repiqueteo de lo que parecían ser campanas de viento. Comprobó el callejón, los hábitos que lo habían mantenido con vida por tanto tiempo le hicieron mirar detrás de él una vez más.
Billy estaba girando hacía la puerta, con el dedo a punto de presionar el timbre otra vez, cuando se dio cuenta de que la puerta estaba abierta y una joven con cabello pelirrojo peinado en punta lo miraba. Dio un paso atrás y sonrió para ocultar su incomodidad; no había escuchado la puerta al abrirse.
—Hola. Vengo a entregar un paquete a la Señora Skatog.
—Scathach —corrigió la joven, extendiendo la mano por el costal.
Billy dio un paso atrás y negó.
—Sólo puedo dársela a la Señora Scathach en persona.
—Yo soy Scathach —soltó la mujer, los ojos verde brillando.
—¿Y cómo voy a saberlo? —preguntó Billy—.No puedes ser tan cuidadosa estos días.
—Eres el sirviente de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada —gruño. Sus fosas nasales se expandieron—. Apestas a su repugnante olor —su boca se abrió para deja al descubierto sus dientes vampíricos—. Yo soy la Sombra.
—Sí, señora... —dijo Billy. Extendió la bolsa hacía la joven apresuradamente. No quería tener nada que ver con esos dientes. Antes de que pudiese tomarlo, un teléfono comenzó a sonar en algún lugar dentro del edificio.
Scathach se dio la vuelta sin una palabra y desapareció, dejando a Billy cargando la bolsa.
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