XII

Cuando Emma bajó la mañana siguiente a desayunar, se encontró con que, en la mesa de la cocina —considerablemente más pequeña que la del comedor, mucho más íntima— estaba el desayuno servido para dos y, como si coronara la mesa, el largo cuerpo de Nicola se acomodaba como un rey.

La silla frente a él estaba vacía. El desayuno intacto. A Emma no le costó entender que él había estado esperando por ella.

Se acercó con calma. Su corazón golpeteó con fuerzas su pecho cuando se adentró a la cocina, y como un depredador, los ojos de Nicola la encontraron de inmediato.

Emma tragó con dureza. Aún podía sentir las manos de él sobre su cuerpo. Aún podía oler su aroma. Aún podía explorar la sensación de su respiración sobre su piel.

—Buen día —murmuró.

Nicola no dejó de observarla mientras ella tomaba asiento. Se quedó quieta, sin saber que hacer. La mirada de Nicola era poderosa sobre ella. Él había apartado su teléfono, dándole toda su atención.

—Come —le ordenó.

Emma sintió una de sus comisuras temblar en una sonrisa.

—¿No es muy temprano para ya ladrar órdenes?

—Tienes un sutil gusto por comparar a los hombres con los perros.

Emma se encogió de hombros.

—Solo a los groseros —dijo, sonriendo. Los ojos de Nicola bajaron a su boca, su expresión gustosa, fascinada de pronto. Ella carraspeó, sintiéndose repentinamente cálida donde sus ojos caían.

Emma alcanzó el tazón de frutas, pellizcando un trozo y llevándoselo a la boca. Nicola imitó su acción. Cuando su mirada la dejo libre, ella aprovechó para observarlo. No había rastro de sangre en su camisa blanca y las gotas que ella había encontrado en la casa habían desaparecido. Nicola emanaba seguridad y protección. Dudaba que la sangre hubiera sido de él. A veces, podía verse invencible. Pero algo en Emma, recóndito, le decía que no lo era.

—Cuéntame que sucedió —dijo una vez más.

Nicola alzó los ojos. El gris se cerró ante la mención, pareciendo serio nuevamente. Era la máscara de Capo, Emma había aprendido a identificarla rápidamente.

—Atacaron la ciudad de Filadelfia. Específicamente, la gran mayoría de nuestros recintos.

—¿La Bratva?

Nicola asintió.

—Tuvieron una coordinación perfecta. Atacaron los más importantes locales simultáneamente. Nadie pudo reforzar los lugares, porque estaban en cada uno de ellos. Casi perdemos la ciudad.

La tensión le hizo un nudo en el estómago.

—¿Cómo pudo suceder algo así? ¿Cómo supieron donde estaban los lugares?

—Tenemos un traidor —musitó Nicola —. Uno con el suficiente rango para conocer el mapa de Filadelfia.

—¿Quiénes tienen acceso a él?

La mirada de Nicola era oscura.

—La familia —dijo y Emma se quedó quietísima—. Algunos de ellos. Algunos de mis capitanes y lugartenientes. O cualquiera que tuviera acceso a mi despacho.

—Pero la seguridad de la casa no permitiría a nadie pasar.

—No sin son de mi propia sangre —dijo él con una frialdad tan arrebatadora, que era como si a traición no fuese una sorpresa.

—Nicola —ella susurró, temerosa de pronto. Los pocos bocados que había comido se le estaban haciendo un nudo en el estómago—. Yo no te he traicionado.

De pronto él la miró, los ojos grises tormentosos, parecieron aclararse.

—Lo sé, Emma.

Ella suspiró, la respiración temblorosa.

—¿Crees que Elio, o Klaus...?

Nicola negó. Solo una vez.

—Ellos tienen mi confianza, Emma.

Ella entendió. Su mirada cayó en la mesa, pensativa.

—¿Era solo la Bratva? —ella preguntó.

—Los hombres que capturamos lo eran. De los pocos soldados que quedaron, muchos dijeron que eran los rusos.

—¿Y si hubo alguien más?

Los ojos de Nicola se oscurecieron, anunciando cierto peligro.

—¿Alguien como quién?

—Tuviste a la Camorra aquí hace semanas.

La tensión brotó del cuerpo de Nicola.

—Hicimos una tregua. Estamos neutrales mientras Julieta y Orazcio estén juntos.

—Pero Nicola —los ojos de Emma fueron hacia él, sus dedos sobre la mesa, toda ella pensativa—, recuerda que hubo una distracción. ¿Cómo es posible que uno de los soldados de la Camorra me ataque, pensado que soy una desconocida en tu propiedad, cuando tú y yo llevamos comprometidos al ojo público desde que yo tenía diecisiete años?

La mirada de él parecía calculadora, su expresión tensa y oscura.

—Dieciséis —dijo él—. Me puse de rodillas ante ti cuando cumpliste dieciséis.

Emma se tensó. Discretamente, miró hacia su mano, que sostenía la taza de café.

Se había colocado la alianza esa mañana, por primera vez. Sabía que Nicola se había dado cuenta desde que ella entró a la cocina.

—¿Crees que la Camorra esté involucrada?

Los dedos de Nicola tamborilearon en la mesa. Emma se sorprendió ante la fría calma que exponía. Era como el silencio antes de una tormenta.

—Es difícil relacionarlos con el primer ataque al laboratorio —él dijo, refiriéndose al ataque al restaurante—. Pero si están involucrados, si jugaron sucio al pactar con la Bratva, la pagarán.

—¿Cómo piensas descubrirlo?

—Tenemos una boda en una semana —él murmuró—. Será una verdadera lástima que el vestido se convierta en rojo.

Emma casi sonríe, pero el gesto se termina congelando en sus labios. Nicola no bromeaba, no. simplemente lo advertía.

Una boda sangrienta.

No se sorprendió como Andros llegó poco después de la plática del desayuno. Nicola debía haberlo llamado. Él no la miró cuando pasó directamente a través de la casa hacia el despacho de Nicola. Emma tampoco dijo nada. Al menos, cuando Klaus llegó, le murmuró un saludo que le sacó una sonrisa. Elio fue el último, entrando con un pesado equipo de computación al brazo. Él le sonrió pequeñamente, sorprendiéndola. Emma se acercó.

—Nicola los llamó —dijo, sabiéndolo.

—Hay sospechas nuevas —comentó Elio, sutilmente ocultando si sabía algo. Emma se acercó a él. Por algún motivo, tenía cierta inquietud. Agarró su brazo.

—Tengan cuidado —musitó, sin saber por qué de pronto, tenía tantas ganas de demostrar que Nicola podía confiar en ella, en Elio y en Klaus. Que ellos estaban de su lado.

Elio asintió solo una vez antes de irse.

Emma suspiró, sola en la planta abaja. Ese día no tenía clases, aunque cada vez debía ir menos. El lapso de clases se estaba acabando y su semestre casi concluía. Su tiempo de libertad también.

Su fiesta de compromiso sería en dos semanas, de hecho. Le sorprendió que nadie hablara de ello. Se preguntó si continuaría, con los ataques recientes y las amenazas.

Para su suerte, recibió una llamada de Luciano en ese momento. Contestó, feliz de que el silencio concluyera. Habló con él y luego con Ana hasta que la puerta del despacho se abrió por primera vez y Andros salió, sin mirarla cuando se fue. Era increíblemente frío y silencioso. Emma se preguntó si era porque la veía como una amenaza.

Se atrevió a pararse y acercarse, buscando asomarse. Al mismo tiempo, Nicola salía.

Él la encontró primero, por supuesto.

—¿Qué sucede? —ella preguntó.

Nicola le dirigió una mirada fría, sin decir nada y luego se fue.

La dejó parada ahí, en el medio de la sala, sola.

(...)

Emma no sabía si estaba enfadada o no. O simplemente amargada por la soledad. Se había pasado el día sola en la gran casa e incluso Elio y Klaus se habían ido también. Había pasado un día desde la charla en el desayuno, desde que Nicola se había convertido en una furia fría y la tensión parecía ser el primer aire de la casa. Y luego Nicola se había ido.

Se había marchado al día siguiente de prometerle que no lo haría.

Emma estaba furiosa, si. Herida, tal vez. Él la había desechado el día anterior como si ella no mereciera ni la palabra. Y ahora estaba encerrada en una casa de secretos y vacíos sola.

No lo estaría por más tiempo, decidió.

Se vistió con una falda y una bonita blusa de flores, su ropa demasiado colorida para el humor que portaba. Tomó su bolso y dinero. Se recogió el cabello y cuando se miró al espejo, se dio cuenta de que la tensión también se había apoderado de ella.

Emma simplemente negó antes de salir de su habitación.

La tarde se sentía demasiado fresca a su alrededor y en los jardines no había más nadie que los guardias. La casa de Elio estaba cerrada y ella no se atrevía a asomarse a la cabaña de Klaus. Atravesó el jardín buscando una calma que no tenía, mucho menos cuando los guardias la detuvieron de inmediato cuando intentó pasar la reja.

—No puedes salir —uno de ellos le advirtió. Era un hombre joven, esbelto y alto, que definitivamente la atraparía al instante que ella echara a correr.

Emma enarcó ambas cejas.

—¿Por qué?

—Órdenes del Capo.

—El Capo es mi prometido y más de una vez dejó en claro que no soy una prisionera, así que voy a salir.

—No puede salir sola.

—Entonces uno de ustedes que deje de estar parado en la puerta y busque un coche. De todas formas, los taxis no pasan por aquí.

Ambos hombres se miraron entre ellos, incrédulos porque una pequeña mujer —Emma era bastante baja en comparación a ellos, italianos mutantes— les estuviera ladrando órdenes vestida en un conjunto de falda larga con estampado de margaritas. Pero luego uno de ellos, el que había intentado detenerla primero, asintió.

—Voy a buscar un coche.

Emma lo vio irse, sacando un teléfono y llevarlo a su oído mientras se alejaba, ella no dudaba que era para informar. Casi rueda los ojos, pero al mismo tiempo cierta culpabilidad la invadió: estaba actuando como uno de los suyos y eso no la hacía sentir orgullosa, pero necesitaba salir de esa casa antes de volverse loca.

El mismo joven fue su conductor y guardia, que la condujo fuera de la zona privada de la mansión, acercándola cada vez más a la ciudad. Ella observó por la ventana la gran mayoría el tiempo, sumida en sus pensamientos. Cuando los edificios y carteles empezaron a asomarse, ella preguntó:

—¿Llamaste a tu Capo?

—Él dio la autorización, señora. Seré su guardia por hoy.

—No soy una señora aún. Puedes llamarme Emma.

El soldado no dijo nada. La llevó a las direcciones que ella murmuró, arrastrándola por los centros comerciales, aunque no compró nada. Emma quiso parar en una librería por último, luego de rondar por tantos locales que el sol ya comenzaba a desaparecer. Ahí dentro, miró al hombre que la había seguido como una sombra.

—¿Cuál es tu nombre?

—Sandro, señora.

—Bien, Sandro, puedes quedarte cuidando la puerta. Voy al baño.

El hombre enarcó ambas cejas, pero Emma no le dio tiempo a decir nada cuando se retiró, ocultándose entre libreros. Por supuesto, ahí no había baño. Pero mientras Sandro vigilaba lo que era en realidad la puerta del almacén, ella se escabulló por la entrada principal.

Y huyó.

Las noches en Nueva York se estaban convirtiendo en algo tibio y Emma lo agradeció mientras el aire la acariciaba. Estar sola en las calles de Nueva York se sentía distinto. Tomó tantas calles y dio tantas vueltas, buscando despistar a Sandro, quien para ese momento ya debía haberse dado cuenta de su desaparición y probablemente ya debía haber llamado a Nicola. Se preguntó que sentiría su Capo cuando le dijeran que ella había desaparecido.

Desechó los pensamientos, de la misma forma en la que Nicola se había desecho de ella el día anterior y se marchó como mismo él lo había hecho. Pero Emma estaba sola en las calles de Nueva York, y la soledad ahí se sentía un poco más fresca.

Compró comida dulce y dejó dinero a tantos artistas callejeros como se encontró. Caminó y miró las pantallas, escuchó el ruido de los autos ligado con música y aspiró el humo que contaminaba el aire. Tan distinto a su Italia, tan opuesto. Pero le gustaba. Se preguntó si, de alguna forma, así eran Nicola y ella: él, la nublada ciudad de Nueva York, ella, un pueblo soleado de Italia.

El pensamiento le sacó una sonrisa que pronto se convirtió en una burla a sí misma.

Su teléfono móvil había comenzado a enloquecer diez minutos luego de que ella se hubiese marchado, por lo que lo había apagado y quitado la batería. No sabía que hora era, pero el sol ya se había ocultado y la ciudad seguía brillante. Emma se detuvo al final en una cafetería en la que abundaban los colores marrones. Ya habían pasado horas desde que se marchó y los pies le dolían de caminar. Su adrenalina se calmó, la de ser perseguida, ya cuando se sentó en calma en aquella cafetería. La camarera le atendió y Emma esperó pacientemente.

Alcanzó a tomarse dos capuchinos y devorar un panecillo de chocolate cuando un hombre trajeado, de tatuajes y mirada depredador, entró a la cafetería. Los ojos grises oscuros la encontraron de inmediato. Andros se llevó el teléfono a la oreja.

—La encontré —fue todo lo que dijo. Luego se guardó el teléfono en la chaqueta y se acercó a ella. Emma siguió tomando de su café en calma, sosteniéndole la mirada. Se sorprendió cuando él tomó asiento frente a ella.

—Tardaron mucho —fue todo lo que ella dijo, limpiando sus comisuras de rastros de café.

La mirada de Andros perduró en ella, fría como un tempano de hielo.

—Parece que te fue bien un tu huida —él simplemente dijo. La camarera se acercó a ellos, lista para pedir una orden pero con una mirada del hombre frente a ella bastó para espantarla. Emma le dirigió una mirada de disculpa y luego lo miró.

—Si. Las calles de Nueva York son más maravillosas de lo que creí en un inicio.

Andros se inclinó.

—¿Qué buscabas lograr con este berrinche, Emma?

Ella se encogió de hombros.

—Fui libre toda una tarde.

La mirada de Andros se encendió.

—Tu libertad le va a costar la vida un hombre. ¿Crees que Nicola no va a destrozar al hombre que te dejó ir?

Sus ojos se ampliaron.

—Sandro no tuvo culpa. Fui yo la que me escabullí, él no pudo evitarlo.

—Te perdió cuando estaba en vigilancia.

—Fui yo la hui.

—Y él quien va a pagar.

—Nicola no puede hacer eso —ella insistió, sintiendo el hielo congelar sus entrañas.

—Creo que has olvidado quien es Nicola, Emma. Y si hay alguien que casi le haya hecho perderte, la muerte va a ser un castigo liviano para ellos.

—¡Él es el único responsable de que me haya ido!

Andros no pareció impresionado.

—¿Terminaste con tus lloriqueos? Vámonos.

—Andros —Emma murmuró—. No puedes permitir que Nicola haga algo así.

Él ni siquiera le dirigió una mirada mientras arrojaba un billete de cien dólares sobre la mesa.

—Si no lo castiga él, Emma, habrá una larga lista de gente deseosa de hacerlo.

Emma maldijo el momento en el que su vida se vio ligada a esa maldita familia de locos.

(...)

Apenas sintió la forma en la que los nervios y un profundo temor golpeaban su cuerpo una vez que se introdujeron a la mansión. Andros no había dicho ni una palabra más en el camino y ella tampoco, un miedo constante golpeándole las costillas. El silencio hundía la mansión, inundando incluso el jardín. Emma se apresuró a salir del auto, sin decir ni una palabra mientras se adentraba a la casa, la respiración entrecortada mientras corría.

Encontró a Elio y Klaus en la sala, quienes la miraron apenas entró. Ellos no le hablaron, no, las expresiones enseriadas. Emma vio la forma en la que Elio la observó, callado y serio, casi herido... decepcionado pero gigantemente aliviado al verla.

Andros entró tras ella, anunciando:

—Traje a la princesa de vuelta.

Ella no reacciono. En su lugar, preguntó:

—¿Dónde está Nicola?

La única respuesta que obtuvo fue la mirada que ido Klaus en dirección al despacho.

Ella corrió ahí. No tuvo reparos cuando empujó la puerta, las peores ideas asomándose en su cabeza sobre lo que podría encontrar ahí, la idea de la sangre retorciéndole el estómago.

Pero nunca se imaginó lo que encontró.

El despacho estaba destrozado. Las sillas, los libreros, todo en el suelo, como si alguien hubiera arrasado ahí, habían vasos y botellas rotos. Lo único intacto era el escritorio y sobre él, un lienzo. Un lienzo que había retratado un único y claro ojo gris; su pintura. Y bajo ella, sentado como un rey, Nicola esperaba.

Había un vaso de whiskey en su mano, su camisa blanca estaba ensangrentada, sus nudillos destrozados y su mirada... su mirada era una furia abrasadora, caliente y peligrosa.

Emma jadeó.

—No lo mates—ella dijo. Fueron las primeras palabras que se escaparon de sus labios cuando lo vio.

Una sonrisa siniestra, que anunciaba cualquier cosa menos diversión, asomó por los labios de Nicola:

—¿Quién?

—Sandro —ella jadeó—. No es culpable. Fui yo la que me escapé de él. Él ni siquiera lo sabía.

—Conoces su nombre —pronunció Nicola lentamente, una calma letal, contradictoria a la forma en la que su mandíbula se apretaba, su expresión oscureciéndose; algo tenebroso asomando en su rostro.

—Nicola —ella susurró—. Por favor.

Parecía un rey ahí, entre todo el desastre, entre cristales rotos y sangre. Parecía un jodido ángel. El ángel de la muerte, tal vez.

Emma dio tres pasos dentro, el corazón latiéndole con terror.

—¿Estás rogando, Emma? ¿Rogando por la vida de un hombre?

—Él ni siquiera tiene la culpa. Fui yo quien me escapé de él. Lo obligué a sacarme de la casa. Si vas a castigar a alguien, soy yo. Pero no mates a un hombre por mí.

La expresión de Nicola tomó una diversión cruda y brutal.

—¿Quieres que te castigue?

El aire tembló en sus labios.

—¿No lo matarás?

—Merece la muerte. Casi te pierdo por su incompetencia.

—¡No la merece! Y si casi me pierdes, es porque quise irme —ella masculló, el miedo convirtiéndose en una furia que bullía lentamente—. ¿Querías que me quedara encerrada en esta casa, esperando como una prisionera mientras te marchabas nuevamente? Tú rompiste tu palabra cuando te fuiste. Ni siquiera sé por qué. Así que si hay un culpable de que me fuera, eres tú. No tomes la vida del que estuvo para pagar las consecuencias.

Nicola se puso de pie. La habitación pareció hacerse más pequeña cuando él caminó hacia ella, su presencia gigante, su esencia depredadora.

—Debería castigarte, si. Castigarte por creer que podías huir de mi —él se acercó a ella, tanto que tuvo que alzar la cabeza para mirarlo a los ojos. La respiración de Emma era un sonido fuerte y entrecortado—. Castigarte por poner el nombre de otro hombre en tu boca. Me vuelve malditamente loco, Emma.

—Estás enfermo —ella escupió, la ira ocultando el temblor de su boca.

Él agarró su rostro con una mano, alzándolo y mirándola con esos ojos grises devoradores.

—Si, Emma. Lo estoy. Y la próxima vez que intentes defender la vida de un hombre, lo descuartizaré ante ti. Eres mía. Tu cuerpo es mío. Tu boca es mía. Tus pensamientos, hasta tus ruegos, son todos míos —su voz era un gruñido tenso, la habitación quedándose quieta en torno de ellos, él envolviéndola. Acercó sus rostros, su aliento de whiskey soplando sobre su rostro—. Dilo.

Ella abrió los labios.

—Di que no harás nada.

El agarre alrededor de su mandíbula se tensó, pero no la lastimaba.

—Emma —él advirtió.

—Di que no harás nada y me entrego a ti —ella dijo.

La respiración de ambos se mezcló.

—Solo porque casi te tengo de rodillas, Emma —él murmuró y Emma sabía, en lo más recóndito de su ser, que él había cedido. Su rostro casi rozando el suyo, sus respiraciones cantando, su piel picando con fuerzas por el deseo—. Eres mía.

Emma respiró con fuerzas. El miedo y la ira se tambalearon hacia algo más poderoso.

Ella se iba a entregar. Iba a hacerlo. A un monstruo que casi acaba con la vida de un hombre por ella, uno que la destrozaría más debajo de la piel; uno que ya comenzaba a clavar sus garras en lo más profundo de su sangre.

Una bestia.

—Lo soy —ella susurró—. Soy tuya.

La boca de Nicola tomó la suya.

Emma jadeó, su cuerpo temblando en una nueva sensación, dulce y abarcadora: la boca de Nicola se posó sobre la suya, probando, robando, tomando sin cesar. Sus labios abrieron los suyos, su mano en su garganta, su piel contra su palma; él tomó su boca y su cuerpo entero estalló en placer.

Un gruñido se escapó de sus labios cuando Emma se entregó, soltando el aire, tomando todo lo que él daba y entregando su boca, sin pensar, sin querer más. Nicola sabía a pecado. Sabía a algo que Emma no podía identificar, pero el fruto de la locura. Ella se aferró a él, a su boca moviéndose contra la suya.

No una un beso dulce, era un beso que la tomaba entera. Que arrasaba y devolvía, que tomaba y luego entregaba. Y duró segundos, en realidad, pero Emma juró que esos segundos cambiaron su sangre y la hicieron rugir.

Ella buscó más, buscó su sabor... y Nicola se apartó hacia atrás con un sonido retundante y grave. La miró a los ojos. Sus pupilas parecían dilatadas, su mirada era tan oscura como el deseo que cantaba en sus venas.

Emma estaba perdida.

—Mía —dijo él una vez más.

Ella no lo negó. No con el sabor en su boca. No con la reafirmación, tan impregnada en su piel, de que lo era.

Ella lo miró sin aliento.

—Nicola —musitó.

Él dio un paso hacia atrás, alejándose.

—Tu hombre será castigado, sin embargo —él dijo, su voz recobrando una capa de hielo que casi la hizo temblar sobre el calor—. Le perdono la vida, pero no lo olvidará. Ninguno de mis hombres lo hará la próxima vez. Y no habrá próxima vez. No huirás más.

—¿Ahora me encerrarás?

Él la miró.

—No. Pero si vuelves a huir, te encontraré y mataré a todos los hombres que te dejaron ir sin detenerte frente a tus ojos y te haré observar cada segundo.

—Estás loco.

Nicola sonrió.

—Bienvenida, Emma.

Ella negó, furiosa.

—Eres un maldito enfermo, Nicola. Si me encierras aquí, te juro por todo lo que conozco que encontré la forma de irme, incluso si es perdiéndome en el maldito bosque.

—Y yo te seguiré, Emma. Y si te pierdes, no haré otra cosa más que seguir tus pasos hasta perderme contigo.

—Ojalá nunca te hubiera conocido. Ojalá nunca hubiera regresado de Italia.

—Te hubiera buscado, Emma. No importa cuantos océanos habría tenido que haber acabado.

Ella bramó, furiosa:

—Ojalá volverte a olvidar. Nunca recordarte. No sé como pude haberte amado.

Los ojos de Nicola cayeron ante ella. Tan oscuros, tan furiosos... tan llenos de dolor.

Y Emma se fue sin mirar nuevamente a su dirección. Sin querer saberlo. Sin querer arrepentirse.

Sin querer saber porque también ese último grito le había dolido a ella.

Y antes de encerrarse en su habitación, pudo escuchar el sonido de Nicola arrasando con los últimos cristales que quedaban en la habitación.


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