XI

Nicola estaba perdiendo el maldito control.

No sabía cuánto más podría aguantar. No sin tocarla. No sin probarla. No sin tomar su boca. No cuando ella estaba ahí, mirándolo de una forma que parecía rogar por ello. Tan malditamente similar a cómo lo había mirado hace tres años, antes de que fuera arrebatada de sus manos como un jodido huracán. Nicola había soportado mil golpes, torturas inimaginables y tantas traiciones que no sabría que más podría doler... hasta que perdió a Emma.

Su reina.

Su prometida.

Su mujer.

Pero al menos, era como si colgara de sus manos. No en ellas. Había perdido la memoria, lo había desaparecido a él y aquello lo destrozó como las torturas de su padre nunca lo hicieron. Destruyó todo a su paso, deseando destruirse a sí mismo. Había perdido su única ancla. Lo único que lo ataba a la tierra, que le mantenía unida la piel y no dejaba que la bestia, el monstruo que su padre había creado, saliera a la luz.

Y él la había dejado marchar a Italia. Maldita sea si no lo había hecho. Emma solo había pedido pocas cosas mientras estuvo a su lado y a cambio le había entregado tanto. Desde el inicio, desde que era una chiquilla de doce años, se había entregado a él. Le había dado su maldita vida. Nunca se rindió con él. Nunca lo dejó ir.

Lo persiguió como una polilla a la luz hasta que empezó a obtener respuestas. Lo curó de las heridas que dejaban los entrenamientos sin que él lo pidiera. No importaba cuanto Nicola rechazara, golpeara e intentara apartarla, Emma nunca se iba. Fue así desde que él la saco a rastras del despacho de su padre. Así fue durante tanto tiempo, tan constante, que Nicola pensó que nunca se marcharía.

Había sido tan estúpido. Había errado tan, tan hondo.

La permitió quedarse. Pronto, Emma comenzó a crecer y nunca abandonó su lado. Nicola se dio cuenta pronto que ella había desarrollado un enamoramiento por él, pero en ese entonces era solo una niña de catorce años. Él intentó apartarla, atacar y derrumbar, pero Emma parecía imperturbable. Cuando él quería herirla para que se fuera, ella curaba las heridas de sus manos. Y le curaba el corazón.

Él terminó cayendo por ella, al final. Cayendo tan malditamente fuerte, que Nicola supuso que ese era el dolor de la caída de un ángel, como los de las historias de la religión que la Familia profesaba infinitamente, como si su imperio no estuviera consumado de pecados.

Emma tenía quince años cuando él intentó empujarla una vez más. Buscó alejarla a gritos, dañarla donde más le doliera, huir como un cobarde de aquello que no paraba de crecer entre ellos. Asustado como un niño de ella, de lo que le hacía sentir, de arrastrarla a la maldita oscuridad que atormentaba su vida.

Y Emma lo besó.

Podría decirse que ella condenó su vida en ese momento.

...Porque a partir de ahí no había forma en ese maldito mundo que él la dejara ir.

No cuando había conocido el sabor dulce de su boca.

Como un adicto. Nicola se sintió así con un simple beso. Y supo que, por muy jodido que fuera, nunca en su vida se saciaría de Emma.

Era suya.

Él nunca la había visto brillar tanto como en el momento que cayó de rodillas ante ella, entregándose. Y Emma siempre brillaba. Se preguntó como alguien podría amarlo. Alguien como ella. Nicola le entregaría el mundo a Emma si ella solo dijera la palabra.

Pero ella solo necesitó verlo de rodillas, entregándose, dejándose ir.

El caos se desató sobre ellos poco después.

Luciano Calvari había prometido a Emma al hijo mayor de Lorenzo Urielo, uno de los capitanes más viejos de su padre.

Nicola le había tomado el gusto a la sangre y se había redimido a la muerte pero nunca había sentido tanto el impulso de matar. De destrozar a cualquiera, fuese quien fuese, que quisiera pensar que Emma, su reina, podía ser dada a otro hombre.

El simple pensamiento de otro -probablemente alguien mejor que él, alguien que la admiraría desde el primer segundo, que sería un hombre de honor y sangre; y jodidamente veinte años mayor que ella- tocándola... lo hacía malditamente loco.

Nicola mató al hijo de Lorenzo Urielo.

Provocó casi una ruptura en la Familia. Y fue castigado tan brutalmente que casi muere. Emma no podía curarlo, porque la habían alejado. Ese fue el peor castigo. Su padre había conocido su debilidad.

Pero Nicola se había convertido en una bestia. El monstruo que su padre tanto se había esforzado en crear surgió. Y moribundo, con latigazos en la espalda, bañado en su propia sangre y con los ojos casi en blanco, pidió su mano.

Y dijo que si no se la daban a él, quemaría el maldito mundo como lo hizo con el cuerpo de Urielo.

Y su padre cedió. Lo hizo porque sabía que él lo haría. Y tan gustoso que luego de ello se bañaría en cenizas.

Nicola puso un anillo en su dedo cuando ella cumplió dieciséis.

Era suya.

Y él nunca la dejaría ir.

Hasta que lo hizo.

Tres años después.

Emma había despertado en una camilla de hospital sin saber nada de los últimos años de su vida. Conservaba recuerdos de su niñez, pero nada más. No presentaba más trastornos que amnesia. Su cuerpo conocía su edad y su mente su madurez, pero sus recuerdos estaban perdidos. Simplemente borrados.

Y con ellos, él.

Destrozó toda la sala del hospital ese día. Destrozó un ala de la mansión y se hizo cargo de una misión donde se encargó de tantos hombres de la Bratva como sus manos permitieron. Pero nada lo saciaba. Nada hacía esfumarse esa ira profunda, caliente, que vibraba a la par del dolor.

Y él la dejó ir.

Emma siempre había fantaseado con Italia. Como la profunda artista que era, de alma de colores, vieja y dulce, no hacía más que parlotear de ello en sus tiempos libros. Su luna de miel iba a ser ahí. Ella se había prometido a sí misma y ambos arrastrarlos a cada ciudad de Italia una vez que estuvieran casados. Se había prometido retratarlo en medio de las calles de Palermo. Y guardarlo en el alma. Y amarlo.

Pero la Emma que despertó en la cama de hospital no era la misma que prometió aquello una noche, envuelta en sus brazos.

Esa Emma no lo amaba.

Ni siquiera sabía quien era.

Por ello, la envió a Italia. La dejó marchar y el primer pueblo que la acogió fue Sicilia. Él había tenido la esperanza desesperada que las calles de Sicilia le recordaran algo, su promesa, su palabra... pero no lo hizo. Esas fueron las primeras promesas que Emma rompió.

Pasaron tres años.

Cuando Emma cumplió veintidós años, Luciano le preguntó si le entregaba la mano de Emma a otro hombre. Si él ya no la quería más.

Como si él la hubiera podido sacar de su cabeza, siquiera.

Casi le corta la lengua a Calvari se día. Joder. La necesitaba como necesitaba el aire. Apenas había respirado en tres años. Y cuando creía que solo era él, su débil y cobarde caparazón, encontraba la misma desolación en Elio: Emma también había encantado a su hermano menor, se le había colado en el alma. Elio solo era un año menor que Emma, pero ella siempre lo había protegido. Siempre lo había cuidado. Ambos habían perdido.

Elio estuvo ahí cuando Nicola decidió que era hora de que volvería.

Él iba a reclamar lo que era su suyo.

Y como le recordó a su padre antes de matarlo:

El mundo primero ardería antes de que él la perdiera una vez más.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top