Capitulo 3
Qué bella es la música. Oh, sí, por supuesto que es bellísima. La música no es como las personas, nunca abandona, siempre está ahí, no se aleja, no se va, no muere y no puede ser asesinada. Si no quieres no tiene por qué desaparecer, es infinita, está en nuestra cabeza y fuera de ella, alrededor. No nos permite estar solos, si nos sentimos solos ella puede estar ahí, acompañándonos, otorgándonos paz y armonía, otorgándonos ganas de vivir o incluso dándonos la valentía que nos falta para morir.
Y ahí estaba ese viejo tocadiscos tan pulcro como el primer día sobre una cómoda de madera gruesa y oscura. Los años habían pasado pero ese aparato continuaba casi intacto, cuidado y limpio, otorgándole esa armonía que tanto ansiaba. Con un hermoso disco antiguo girando sobre sí mismo, permitiendo que la aguja acariciara su lomo con tacto, finísima. Espléndida. Lentamente y reproduciendo una de sus piezas preferidas.
¿Sería la música clásica su género predilecto?
Al menos era el único que escuchaba. Pero no solo esas piezas tétricas y oscuras que caracterizaban también ese tipo de música, sino unas un poco más vivas, con más giros, más argumento. Más alegría, esa que tanto le faltaba a él. Pero elegantes, una elegancia que intentaba conservar pese a todo.
Vestía un traje negro con encaje a la altura del pecho y cuello, tan ceñido, tan elegante, que se amoldaba a su perfecta figura limpiamente. Con una pajarita blanca y excéntrica a la altura del cuello, unas hombreras puntiagudas y una cola que caía en pico hasta la altura de las rodillas traseras. Ese traje ajustado ensalzaba sus brazos, su cadera y su cintura al igual que sus piernas, esas que se movían lentamente y siguiendo el ritmo de la música. Moviéndose de un lado para el otro, con los ojos cerrados, meciendo los brazos ligeramente y de un modo natural. Dejándose guiar por las notas que se reproducían a través del tocadiscos.
Fuera estaba nublado, tan nublado que casi parecía de noche. Las cortinas eran grises, muy altas, tan altas como ese techo que podía alcanzar casi los tres metros de altura. Le gustaba los espacios grandes casi tanto como la decoración característica victoriana. Tan elegante como su alma. A pesar de vivir en la cima del rascacielos más alto de Lestat todo su interior recordaba a una mansión de esa época británica tan famosa, sobre todo para alguien que había vivido tantos siglos como él.
Pero qué podía decir, sus orígenes ingleses hacían de sus gustos un muy correcto resumen de lo que habían sido los mejores años de su país natal.
Ah... Cómo echaba de menos esa época. Tan espléndida...
Era una verdadera lástima que el mundo hubiera avanzado tan deprisa, pudriéndose poco a poco, convirtiéndose en eso que tanto detestaba. Para él el planeta era como una deliciosa manzana abandonada sobre una mesa, se corroía poco a poco, se consumía y se tornaba en un montón de deshechos oscuros y pútridos.
Y él creía haber detenido esa corrosión del planeta a manos de los humanos, o al menos eso creía él.
Y mientras seguía danzando con suavidad, alguien más había entrado en la sala. Una sala hecha precisamente para pasar el rato. Un par de sofás, una mesa de cristal en el centro con sillas ostentosas, un tocadiscos sobre la cómoda principal y varias estanterías con una abrumadora variedad de libros y vinilos.
Él había sentido esa presencia al entrar y solo se le ocurrió abrir los ojos y detener sus movimientos cuando escuchó algo de metal posarse sobre la mesa. Entonces miró a esa persona con los ojos rojos, tan rojos que parecían pura sangre recién extraía. Bien abiertos y curiosos bajaron hasta la bandeja de metal con detalles grabados en los bordes. Sobre esta había una copa extravagante con un líquido rojo tan intenso como sus dos gruesos iris.
Sus labios se torcieron en una diminuta sonrisa que no llegó a los ojos, simplemente una que mostraba lo bien que se sentía recibir las cosas cuando debía.
-Aquí tienes, Hanagaki, espero que esta vez sea de tu agrado -pocos habían que no hablaran con sumo respeto a Takemichi Hanagaki.
El último de los hijos de Salem.
El gobernador de Lestat.
Pero Kisaki no podía rebajarse al nivel del resto. Se creía tener a Takemichi lamiendo de la palma de su mano, adoraba que le diera la razón en tantas cosas y adoraba que decidiera compartir su tiempo más íntimo con él cuando no podía soportar más la soledad.
Takemichi se acercó a él poco a poco. Sus ojos continuaban siendo igual de rojos, ese no era su color natural y podría cambiarlos de quererlo pero hacía tiempo que tomó la decisión de alejarse de todo aquello que lo ataba a la vida humana. Esos seres eran tan repugnantes y asquerosos para él que si no fuera porque necesitaba de su sangre para sobrevivir ya los habría exterminado a todos hacía mucho.
-Dos minutos antes de tiempo, muy bien -dijo sin más. Una vez al lado de la mesa Kisaki movió la silla para que se sentara. Al hacerlo puso ambas de sus manos sobre sus hombros y empezó a masajearlos muy poco a poco. Siendo cauteloso para no ser rechazado. Siempre debía ser así, todo con Takemichi tenía que ser sutil, el chico rechazaba cualquier acto con demasiada facilidad.
-Debo hacerme cargo yo para que todo salga bien -continuó mientras clavaba los pulgares sobre sus omoplatos. Takemichi tomó la copa y la acercó a su nariz, olfateando. Arrugó el gesto cuando el aroma metálico de la sangre inundó su sentido del olfato. Tan intenso que debería haberle gustado en un inicio pero no le provocó otra cosa que un suspiro cargado de frustración -. Deberías probarlo, es de la mejor calidad.
De repente sintió ganas de darle un puñetazo pero estropearía sus perfectos nudillos. Optó por acercar los labios al borde de la copa y dar un pequeño sorbo. Fue revitalizante beber esa sangre ardiente, probablemente recién extraída para él, su cuerpo agradecía el alimento semanal. Pero no fue de su gusto en absoluto.
Lo apartó de los labios y arrugó el gesto. Alzó la copa lo suficiente para observarla de cerca con sus dos anchas pupilas.
-Es asqueroso -y sin pensarlo ni meditarlo, su brazo se movió con tanta rapidez que Kisaki solo se dio cuenta de lo que había ocurrido cuando la copa ya había hecho un fuerte estruendo al estamparse contra la cómoda que sujetaba el tocadiscos aún sonando sobre ella -. ¿De quién era esa sangre? -preguntó y Kisaki apartó las manos cuando notó la tensión en sus hombros.
-De una chica de veinte años -contestó. Takemichi hizo un ruido con los labios, se observó una mano y empezó a jugar con sus uñas. Suspiró y volvió a hablar sin mirarle.
-¿Está aquí?
-Sí -respondió rápido -. Bueno, está en la primera planta, en el servicio de extracción de la Torre pero se la acabamos de extraer ahora mismo -Takemichi suspiró. Dejó de jugar con sus uñas y observó el estropicio que había formado a unos metros de distancia.
-Qué desastre... -suspiró y torció la cabeza hacia un lado. Kisaki se separó un pasito de él para observar su expresión tan neutra. Siempre había sido así, los vampiros perdían la capacidad de sentir emociones con el tiempo y uno que había vivido tantos años como Takemichi probablemente ni siquiera recordaba un atisbo de lo que era sentir una emoción. Ni felicidad, ni ira, ni tristeza. Prácticamente nada, era como un cascarón vacío.
Uno que llevaba vacío más de 800 años.
-Deberían venir a recoger eso.
-Enseguida iré a...
-Y haz que traigan a esa chica -la orden le dejó paralizado en su sitio.
No era normal que Takemichi pidiera algo así, repudiaba tanto a los humanos que había decidido no tener contacto con ellos de ningún tipo. Llevaba cientos de años sin tenerla, de hecho, ningún humano en Lestat conocía los rasgos físicos de su gobernador. Sabían que era uno de los cuatro hijos de Salem, sabían que le llamaban Hanagaki, y sabían que era extremadamente poderoso. Pero nada más allá de eso. Nunca había salido de la Torre, el denominado rascacielos del gobierno de Lestat, y únicamente los vampiros podían dirigirse a él. Al menos los más valientes o los más cercanos a su círculo de gobierno.
¿Y ahora le pedía algo como eso?
Kisaki parpadeó un par de veces confundido mientras Takemichi seguía mirando a la nada en silencio.
-¿Lo dices de verdad? -se atrevió a preguntar, Takemichi le miró entonces.
-¿Qué te haría pensar lo contrario? -preguntó sin más -. Tengo hambre, no me hagas esperar.
Kisaki no tuvo más opción que asentir y desaparecer rápidamente por la puerta. Sí, él era de los pocos que se podían tomar confianzas con Hanagaki. Era una de sus personas de confianza y fue convertido por el propio Takemichi hacía casi 150 años. Pero, aún así, podía ser descuartizado en cualquier momento si él lo quería. No era fácil matar a un vampiro pero no imposible, y Takemichi podía hacerlo con demasiada facilidad.
Consiguieron encontrar a la chica solo diez minutos más tarde. No había ido lejos, el distrito en el que vivía estaba asignado al Servicio de Extracción que había justo en la primera planta de la Torre. Casi todos los cabecillas del gobierno de Hanagaki se alimentaban de ahí puesto que la sangre les llegaba mucho más reciente.
Ella ni siquiera se opuso cuando prácticamente la arrastraron de vuelta, ¿por qué lo haría? Eso le causaría más problemas.
Y solo quince minutos después de que Takemichi lo pidiera la puerta de la sala en la que estaba volvió a abrirse y dos hombres altos y grandes empujaron a la joven dentro. Ella cayó de rodillas, temblorosa y con los ojos llorosos. Observó a su alrededor con miedo, no esperaba encontrarse en esa situación pero no sabía dónde estaba exactamente. Sentía como si hubiese viajado mucho más atrás en el tiempo. La música seguía sonando y aquello la desubicó aún más.
Los vampiros que la habían arrastrado hasta allí se marcharon y dentro solo quedaron Takemichi, Kisaki y Chifuyu, otro vampiro en quien confiaba demasiado.
-¿Qué...? ¿Qué queréis de mí? -preguntó la muchacha con voz temblorosa. Se abrazó a sí misma y permaneció de rodillas sobre el suelo incapaz de alzar la cabeza más de lo necesario. Lentamente Takemichi se puso en pie -. ¿He hecho algo malo? De verdad... Si ha sido así lo... lo lamento mucho, n-no era mi intención... -lloró un poco, sorbió con la nariz y respiró agitadamente. Takemichi se acercó hasta ella y la observó desde arriba como si fuese una simple cucaracha.
Miró la pulsera en su muñeca. Blanca. Y aquello le hizo replantearse muchas cosas. Si esa era la mejor sangre entonces cómo sería la peor de todas. Le enfurecía no poder volver a satisfacerse con ese manjar líquido.
Y por Salem... Cómo odiaba a los humanos. No le extrañaba que hubiese decidido alejarse de ellos, la mera presencia de uno le hacía querer vomitar.
-¿Cómo te llamas? -su voz irrumpió de nuevo en el silencio que se había formado. Ella abrió la boca pero la primera vez no consiguió reunir la voz necesaria para hablar. Un segundo intento y lo consiguió, aunque en un hilo de voz.
-Sarah...
-Muy bien Sarah -y de repente un fuerte tirón en el pelo. Fue tan rápido que casi no le dio tiempo a rechistar. Cuando quiso darse cuenta Takemichi ya había enredado la mano en una buena parte de su cabello, tirando de él hacia arriba y obligándole a ponerse en pie. Sarah se quejó en un grito ahogado pero quedó atascado en el aire cuando fue empujada hacia atrás y su espalda chocó con fuerza contra una estantería repleta de libros. Algunos cayeron al suelo, otros simplemente se volcaron.
Takemichi no soltó su pelo, sus botas crujieron bajo sus pies al pisar los cristales rotos de la copa que había lanzado un rato antes. La chica sentía un dolor agudo en la espalda, a la altura de los riñones. Los vampiros tenían una fuerza sobrehumana y ella acababa de descubrirlo por sí misma.
-¡Lo siento! -chilló desesperada -, ¡lo siento! ¡No he hecho nada! ¡Perdón! -se disculpaba por si acaso, con un terror absoluto abordando su pecho. Sentía asfixia, una que venía acompañada del temor por su vida. Takemichi se inclinó hacia ella y olfateó a su alrededor.
-Tu sangre era asquerosa, ¿lo sabías? Y creo que eso me cabrea -Sarah contempló los dos discos rojos que la observaban tan de cerca. Se perdió en ellos, en esa aura tan profunda. Supo de inmediato que ese vampiro no sentía nada por ella y entonces algo hizo click en su cabeza. No estaba frente a un vampiro cualquiera. Estaba frente al mismísimo Hanagaki. Un escalofrío le recorrió de pies a cabeza con ese pensamiento.
Tantas noticias, tantas historias contadas... Tanta realidad que rodeaba lo poco que los ciudadanos de Lestat conocían de su gobernador, de Hanagaki, y todas esas historias oscuras tomaron forma de repente. Porque ahí estaba, frente a sus ojos, y jamás había sentido tanto terror como en ese preciso instante.
-Perdón... No era mi intención -dijo con dificultad. Las lágrimas habían abordado sus ojos y caían como cascadas, casi no controlaba los sollozos.
Takemichi no dijo nada, en su lugar clavó una de sus largas uñas, la de su dedo índice, en el antebrazo de la muchacha y tiró hacia abajo abriendo una herida que llegó hasta la muñeca.
Sarah chilló con tanta fuerza que se rasgó la garganta. Lloró en voz alta y volvió a pedir disculpas. La sangre comenzó a caer a borbotones. Takemichi le obligó a alzar el brazo tomándolo por la muñeca y olfateó la sangre, sus pupilas se hicieron más grandes y el tono rojizo de sus ojos se hizo mucho más intenso.
Sarah temblaba y se retorcía por el dolor. Sus ojos se abrieron aterrorizados cuando la lengua del vampiro delineó la extensión de su herida, saboreando la sangre una vez la tuvo entre sus labios. Takemichi volvió a mirarla y entonces frunció el ceño.
Estaba claro, Sarah supo cuál sería su destino cuando los colmillos de Hanagaki comenzaron a crecer, afilados y brillantes. Lo siguiente que supo fue que Takemichi los había clavado con fuerza en su cuello.
Y dolía. Joder... Dolía demasiado. Era un dolor intenso e inaguantable que se extendía por todo su cuerpo, de pies a cabeza. Quemaba, quemaba tanto que se sentía en una hoguera. Era horrible, ni siquiera pudo gritar. Abrió la boca con esa intención pero nada salió de ella. Su mirada quedó perdida en el techo mientras que su vida era arrancada poco a poco. Los segundos pasaban y cada vez se sentía más fría. Dejó de resistirse y luchar, sus brazos cayeron a ambos lados cuando ya no pudo sostenerlos por sí misma. Y lo último que llegó a pensar antes de caer en la oscuridad fue en su madre, en que esa noche la estaba esperando para cenar.
Y que esa sería la última noche que la esperaría.
Takemichi absorbió hasta que ya no hubo nada más. Se separó y dos hilos de sangre descendían por la comisura de sus labios. No los limpió. Observó a Sarah solo un segundo más. Tan pálida, tan muerta. Con los ojos abiertos como dos cuencas vacías. La soltó y cayó al suelo como un peso muerto.
El silencio les hizo darse cuenta de que el vinilo había dado por finalizada la última pieza. Takemichi observó a los otros dos hombres en la sala.
-Ha sido asqueroso -se limitó a decir.
-¿Hacía falta matarla? -preguntó Kisaki.
-No son muchos los humanos con pulseras blancas, ¿sabes? -alegó Chifuyu. Hanagaki suspiró y se alejó varios pasos del cadáver.
-Sin embargo no ha sido tan malo -él continuó con su propio monólogo sin importarle aquello que los otros dos decían. Chifuyu negó con la cabeza mientras que Kisaki encontró un poco de esperanza en esas palabras.
-¿En serio?
-Ajá -se acercó al tocadiscos y sacó el vinilo para poner uno nuevo en su lugar -, beber la sangre directamente del humano favorece al sabor. Aún así... Sigo sin disfrutarlo del todo -hacía mucho tiempo que Takemichi sufría de algo así. Con los años sentía que su disfrute de la sangre humana iba decayendo. Cada semana le traían sangre de un humano diferente pero ninguno conseguía satisfacer sus necesidad.
Y quizás era porque necesitaba beber directamente de ellos.
Era una mierda porque no le gustaba tenerlos cerca pero, ¿qué otra cosa podría hacer? Su estómago seguía rugiendo.
Kisaki lo sentía de buen humor por lo que se tomó la valentía de acercase. Takemichi escuchó la nueva pieza de música sin moverse de su sitio y cerró los ojos. Kisaki se situó tras su espalda y abrazó sus hombros desde atrás mientras apoyaba la barbilla en uno de ellos. Se sintió satisfecho al no haber sido rechazado.
-Te leo la mente, Hanagaki, sé lo que quieres.
-Ah, ¿sí?
-Sí. Buscaré los de mejor calidad para ti y te los traeré personalmente -dejó un suave beso sobre su hombro. Takemichi dejó caer la cabeza ligeramente hacia atrás. Chifuyu los observaba con pereza, detestaba a Kisaki y sus intentos por meterse en la cama de su señor. Era ridículo y lo peor es que la mayoría de las veces lo conseguía. Ese tío estaba obsesionado con Takemichi, él mismo le suplicó de rodillas que le convirtiera en un vampiro para poder servirle por el resto de su eternidad, era su sombra día y noche y alababa todas sus decisiones como un perro faldero.
-A los más jóvenes, a los más puros -pidió y Kisaki sonrió.
-Exacto, a los mejores.
-Pero intenta no matarlos a todos -pidió Chifuyu desde la distancia. Kisaki torció el gesto y ocultó un gruñido.
-Nuestro rey hará lo que sea que quiera, ¿no es así? -sus manos descendieron poco a poco, palpando sus pectorales, su abdomen y llegando a la zona de su vientre. Takemichi suspiró profundamente por la nariz antes de tomar las manos de Kisaki con fuerza y empujarlo hacia atrás con tanta fuerza que el chico cayó de espaldas al suelo.
Chifuyu tuvo que apretar los labios para no reírse de él.
-Haz tu trabajo, ya sabes lo que quiero para la próxima semana -contestó sin más mientras Kisaki lo miraba inexpresivo desde el suelo.
Entonces Hanagaki se giró y le tomó del cuello para alzarle frente a él. Kisaki no hizo movimiento, ni siquiera intentó tomar su mano para intentar separarla de su garganta, y entonces apretó el agarre con tanta fuerza que el otro sentía los dedos clavándose en su piel.
Avanzó con él en volandas hasta la gran mesa en el centro mientras que con su mano libre se abría los pantalones. Chifuyu supo lo que venía por lo que rodó los ojos y se acercó al cuerpo de la chica sobre el suelo. Lo tomó como un saco de patatas mientras Kisaki era estrellado con un fuerte estruendo sobre la mesa y salió con él de la habitación sin intenciones de quedarse a escuchar a esos dos follar como dos perros salvajes.
-Jodido Kisaki... -gruñó con rabia. Él habría querido quedarse a hablar con Hanagaki sobre las nuevas leyes que estaban implementando, Lestat y las otras tres ciudades estaban a punto de sacarlas adelante y debían hacerlo rápido.
Pero ahora tendría que esperar al día siguiente.
Por Salem... que no le desgarren la garganta a él también por no haber podido encargarse bien de las cosas de gobierno.
No estaba sentado sobre un columpio de muy buena calidad, de hecho, chirriaba con el más mínimo movimiento que efectuaba pero algo es algo, ¿no se dice así?
Lestat tenía algunos parques infantiles que habían conseguido sobrevivir al paso del tiempo. No era muy común ver a niños jugando en ellos, la vida ajetreada, aburrida y difícil de los humanos que vivían allí les dejaban con poco tiempo libre y ganas de llevar a sus pequeños a esas zonas.
Hana jugaba frente a ellos. Subía las escaleras del tobogán una y otra vez para tirarse mientras reía. Otro par de niños jugaban también a su alrededor, pero más allá de ellos y sus padres sentados en los bancos no había nadie.
El vaho del frío escapaba de sus labios empañando ligeramente su visión. Mikey y Draken estaban sentados en los columpios, simplemente meciéndose con sutileza y en silencio. El día anterior había sido el cumpleaños de la pequeña y Mikey no había conseguido sacarse de la cabeza el momento incómodo entre él y Baji.
Ya era por la tarde, ese día él se había hecho cargo de la pastelería por la mañana por lo que Emma se quedaría allí toda la tarde. Muchas veces lo hacían de ese modo para tener más tiempo libre y descansar, aunque no era tan frecuente porque no les gustaba demasiado quedarse solos en el local. Pero Mikey sabía que lo necesitaba ese día, había acudido a casa de Draken con la excusa de que necesitaba tomar el aire en compañía.
Y ahí estaba su buen mejor amigo para él. Jamás le había fallado y sabía fervientemente que nunca lo haría.
-Sé lo que estás pensando -comenzó el más alto sin quitar los ojos encima de su niña. Mikey se sobresaltó un poco por la interrupción a sus pensamientos pero no lo miró -. No le des demasiadas vueltas, ya sabes cómo es Baji, no tienes que sentirte mal por tus palabras.
-No me siento mal por mis palabras -añadió en seguida frunciendo el ceño. Había elevado la mirada para observarlo esta vez. Draken hizo lo mismo aunque no se vio sorprendido, ya conocía demasiado bien a ese chico y sabía que no se arrepentía ni se arrepentiría jamás de sus pensamientos -. Simplemente no entiendo por qué tiene que comportarse así conmigo, nunca hemos sido muy íntimos pero solíamos ser amigos.
-Baji es... difícil -continuó sin saber qué decir y Mikey torció el gesto. Esa no era excusa suficiente para la frustración que sentía en su interior.
-Me echa la culpa desde los seis años, se piensa que el hecho de que yo tuviera más suerte que él es mi culpa, como si yo hubiera decidido ser sabroso para esos chupasangres asquerosos -gruñó enfadado y Draken rio un poco. Manjiro le miró mal -. ¿De qué te ríes?
-¿Sabroso? -enarcó una ceja -. ¿Chupasangres asquerosos?
-Bueno... ¿Acaso he dicho alguna mentira? -preguntó con las mejillas encendidas.
-Tú no eres de los que dicen malas palabras para referirte a ellos, es curioso.
-Es que estoy enfadado, cualquiera diría algo así estando enfadado, tú eres mucho peor -atacó de vuelta. Y sí, nadie querría ver a Draken enfadado, el tío era como un oso descuartizando a su presa. Era un ogro. Gritaba e insultaba a diestro y siniestro.
-Ya, en eso debo darte la razón -sonrió y su mirada volvió a buscar a Hana. Ella reía mientras dibujaba con el dedo algo en la arena con uno de los otros niños del parque -. Pero volviendo a lo de antes... sé que no es tu culpa, Mikey, todos lo sabemos, pero debes ponerte en su situación -hablaba con sutileza para no ofenderle más de la cuenta y cuando notó por el rabillo del ojo que Manjiro había girado el cuello hacia él con la intención agresiva de responderle decidió continuar -. No lo digo para excusarle, ni mucho menos, solo digo que es normal que esté de mal humor.
Mikey soltó aire con fuerza por la nariz y agachó la mirada. Contempló sus zapatillas mientras intentaba comprenderlo. Sí, claro que Baji tenía una mala vida, pero bueno, ¿qué tenía él que ver en eso? No era su culpa, él no podía hacer nada para cambiar eso.
Entonces fue cuando a su mente llegó otro recuerdo. Hacer algo para cambiar las cosas. De repente recordó la conversación secreta que sus amigos habían estado manteniendo con su hermano.
-¿Entonces qué era lo que estabais hablando ayer? -inquirió y Draken tardó uno segundos en asimilar eso que le preguntaba. Observó la mirada de su amigo, esa que estaba impaciente por conocer la respuesta, sin embargo, también había cierto temor en el brillo apagado de sus pupilas. Era evidente que Manjiro se hacía una idea de aquello que su hermano le ocultaba, no era tonto. Suspiró. Adoraba a su mejor amigo, podría decirse que llevaba años colado por él, pero era por esa precisa razón que sabía de sus pensamientos y opiniones. Suspiró cansado antes de hablar.
-Sabes, Mikey, creo que no te revelo nada nuevo recordándote que tus ideas son bastante diferentes a las de Shinichiro.
-Sí, ¿y qué? -preguntó en seguida. La impaciencia de su mirada y la fuerza temblorosa con la que agarraba las cadenas del columpio revelaban su nerviosismo.
¿Qué debería hacer? ¿Decírselo? ¿Ser sincero? Él mismo quería mantenerle alejado de cualquier tipo de información que le pusiera en peligro. De hecho, Shinichiro había tenido la idea algunas veces de intentar meter a su hermanito en todo pero siempre era persuadido por Draken para que no lo hiciera. Esa era una lucha de la que Mikey no quería formar parte.
-¿De qué crees que hablaríamos en el cumpleaños de Hana? -preguntó unos segundos más tarde mientras forzaba una sonrisa. La expresión de Mikey adquirió cierto tono de sorpresa -. No era nada raro, no te preocupes, simplemente Baji aprovechó para atacarte.
¿Debería conformarse con esa respuesta? Al menos Mikey lo intentó. Respiró fuerte por la nariz y dejó de mirarle, clavando sus pupilas en los niños que jugaban a solo unos metros de ellos. Sabía que no era verdad y Draken sabía que no le había creído. Pero lo más sencillo para él era ignorar los hechos y conformarse con la idea de que a su alrededor no pasaba nada, que la gente que apreciaba llevaba una vida normal y más o menos plena.
¿Sabía que no era cierto? Por supuesto, pero estaba bien así.
Un rato más tarde decidió despedirse. Ese día quería volver antes a casa, le dolía la cabeza. Por suerte no había anochecido aún, quizás fue por esa razón por la que Draken le dejó regresar sin acompañarlo. Es decir, había insistido en hacerlo pero Manjiro consiguió persuadirle de lo contrario. Le apetecía caminar solo, era un hobby que tenía.
Las calles que decidió recorrer para llegar a casa no eran demasiado transitadas, quizás ese fue su primer error.
Caminó con las manos metidas en los bolsillos. Intentaba no darle demasiadas vueltas al tema pero era imposible evitarlo.
Giró una calle y se cruzó con una señora mayor. La ignoró. Ella era la única que quedaba en esa calle. Ni siquiera había locales, la mayoría de los portales ahí eran residenciales. Entonces y alcanzando la esquina que daba a un callejón estrecho y maloliente -más de lo normal- algo se afianzó con fuerza desmedida en su antebrazo y tiró de él con fuerza.
A penas le dio tiempo a gritar, ese simple acto quedó atascado en sus pulmones cuando su espalda se estrelló con fuerza en la pared de ese callejón. Oscuro y tétrico, casi tanto como aquellas zonas en las que solían vivir comunas de sin techos.
Una fuerte presión se puso sobre su garganta mientras que algo tiró con fuerza de la manga de su chaqueta revelando eso que escondía de la vista de los demás.
Su corazón comenzó a latir con fuerza.
Mierda.
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