5. MAGIA DIVINA | OSCAR
¡No puedo dejar de verlo!
Creí que pasarme el verano en el campo sería menos interesante. Bueno, un chico del campo no lo hace más divertido, pero al menos tendré una distracción para los ojos cuando el Internet se caiga.
—Mmm, tendré que pedirle a Oscar que se mantenga lejos de mi hija hasta que se termine el verano—murmura papá pasándome por un costado y llevando dos grandes valijas a cuestas que me traje de Washington.
—¿Crees que tenga Instagram?—le pregunto a papá mientras reviso la pantalla del móvil.
Él se ríe.
—¿Instaqué?
—Instagram, papá. Ya existía antes de que tú y mamá se separaran.
—¿Será Facebook?
—No, papá. Eso es retrógrado.
Examino la pantalla y descubro que en este campo la señal está muerta lo cual no es muy buena noticia pero sí lo será para mis datos.
—¿Cuál es la contraseña de Wi-Fi?—le pregunto antes de cruzar la entrada.
Él vuelve a reír.
—No hay servicio Wi-Fi más allá de la gasolinera.
—La gasolinera está a diez kilómetros, papá, ¿estás de broma?
—Lo siento mucho, hija.
—No mencionaste eso cuando me ofreciste venir. ¡Hubiese sido conveniente quedarme con mamá!
—Cariño...
Una sombra le atraviesa el rostro y caigo en la cuenta de que lo he herido.
—Yo... No quería...—murmuro.
Es tarde. He arremetido con lo peor que tenía: mamá.
—Descuida...—murmura sin levantar la vista—. Iré subiendo tus cosas al cuarto que te preparé... Tú puedes... Ir conociendo la casa.
—Papáaaaaa, lo siento—insisto.
Pero él se marcha escaleras arriba y el rechinar de la madera es lo único que tengo por respuesta.
La última vez que estuve en The Gates fue en 2010. Tenía nueve años y ya existían los amigos y los grupos por whatsapp. De chica solía viajar con mis amigas pero al entrar en la pubertad, Charly se fue a vivir a Alaska y perdí a mi otra mitad. El resto de las chicas del grupo nunca fueron lo que era Charly para mí lo cual hizo que me apartaran de su estúpido clan. Una mejor amiga nunca podría ser reemplazada con otra mejor amiga.
Con el tiempo hice otros amigos pero me terminé llevando mejor con los chicos que con las chicas una vez entrada en preparatoria. El club de las animadoras me recibió pero también me enseñó lo terrible que es ser mujer y tener que soportar la guerra de las faldas cortas.
Papá y mamá se separaron hace un año. Quedé desolada. Nunca se habían peleado frente a mí, para mí siempre fueron el matrimonio perfecto, siempre veía que los padres de mis compañeros se divorciaban, terminaban y creía que mi familia era excepcional, que eso nunca pasaría... Porque crees que nunca te tocará a ti.
Hasta que ocurre.
Y te das cuenta que nada te prepararía jamás para ese momento.
Intenté mostrar que no me afectaba su separación, hacer de cuenta que lo estaba tomando con madurez y que a los quince ya era más que capaz de poder tomar una decisión de ese calibre, nada que temer. Pero no. Lloraba en la escuela, lloraba bajo la almohada, lloraba bajo la frazada, en el autobús y en los baños, bajé las calificaciones, casi quedé expulsada del club de animadoras y más de una vez me quedé esperando a que papá vuelva a casa a las seis de la tarde de trabajar tal cual solía hacer siempre. Llegaba, preparaba la cena, conversábamos con mamá, veíamos una película y luego nos íbamos a dormir. Últimamente mamá debía trabajar hasta tarde y las cenas eran entre él y yo; los domingos cuando ella estaba se conversaba cada vez menos pero jamás supuse que las cosas iban tan mal entre ellos que terminarían rompiendo. Eran de esas parejas que se besaban en la boca antes de salir de casa y al llegar y conversaban acerca de cómo estuvo su día durante la cena. Hasta que eso no estuvo más. Simplemente fue una vida que se quebró y mi familia se desarmó. Ya no éramos dos en casa sino dos: mamá y yo. Papá se vino a vivir a The Gates, un pueblo donde tiene una casa de campo heredada de sus abuelos paternos a la que solíamos venir con mayor regularidad cuando era pequeña. Luego dejé de venir. Desde entonces, es el hogar de papá donde vive solo y, notar que sus vecinos más próximos están a unos mil setecientos metros, no es en absoluto alentador. Viaja con regularidad para vernos a mamá y a mí pero las últimas veces me la pasé más fuera de casa que con él.
Pasó el tiempo y mis padres decidieron que no viajase más papá a Washington para estar conmigo ya que era tiempo perdido, él comprendía que yo tenía mis cosas y ya no me podía llevar más al pelotero, por lo que concluyeron que vendría a pasar el verano con él a la vieja casa donde antes vivían los abuelos. Y no es que se hayan mudado, fallecieron hace dos años.
Me fue a buscar al terminal de autobuses en su auto y aunque yo venía sumergida en mis auriculares, no se le quitó la sonrisa del rostro en todo el camino. Ahora comprendo por qué: no ha vuelto a formar pareja (no que yo sepa), no tiene vecinos, dudo que tenga amigos (nunca los tuvo) y su única hija vive a quinientos cincuenta kilómetros. Una mierda. Ahora lo comprendo mejor pero haber estado tan lejos de él durante tanto tiempo ha hecho que se me olvide cómo tratarlo y no me refiero a estos meses que estuvo sin viajar a Washington sino desde los días críticos en que cayó el manto gris del silencio en casa hasta que rompieron con mamá, rompieron conmigo y me empecé a apartar.
Mi terapeuta dice que quizá, mi comportamiento tan frío hacia mis padres es que no les puedo perdonar lo de su separación. Por eso dejé de ir a terapia. Me hacía recordar, me hacía pensar cuando fui feliz lo cual no hace más que acentuar la tristeza.
Pero aprendí a vivir con ella dejando atrás lo que no tiene arreglo.
Todos estamos agrietados y a veces, sangramos.
Quizá la vida nos esté matando.
Bien. A conocer la casa que será mi casa durante los próximos dos meses y medio.
Desde afuera no es nada bonita sino vieja y descuidada. Toda de madera que cruje sola, con cada paso.
Pasar de Washington a The Gates son dos extremos completamente opuestos. Por ejemplo, no me esperaba tantísimo calor.
La entrada tiene tres escalones y un hall con dos reposeras de esas donde los viejos de las películas se pasan tardes meciéndose con un rifle en la mano o tejiendo una manta.
Dudo que papá sea de esos, supongo que la usa para leer un libro en las eternas tardes que pasa solo.
El comedor que examino ahora es la entrada a la casa. Es grande, tiene un juego de sillones en la puerta y un viejo televisor que dudo mucho que sintonice más de tres canales. Dejé de ver televisión cuando Netflix llegó a mi vida, no tengo ganas que una programación de mierda me diga lo que tengo que ver.
Hay un ventanal enorme que da al oeste y me inclino buscando con la mirada dónde estará el tal Oscar. Cuando llegué, me encontré con ese chico de ojazos verdes, musculosa blanca sudada, vaqueros azules y una camisa leñadora atada a la cintura. Podaba el césped del patio lateral de papá a suficiente distancia como para no tener que saludar. Todo un maleducado, ya siento que lo amo.
Busco su cabello largo o su piel bronceada brillante de sudor bajo el sol veraniego pero no lo encuentro. Dudo que haya escuchado el comentario de papá de que debe mantenerse alejado de mí mientras permanezca en su casa. Entonces, ¿dónde fue?
Sigo andando hasta la cocina y compruebo que la heladera funciona bien, tiene una cocina a gas, cafetera, una mesa afirmada contra una pared y frascos con fideos, de al menos diez variedades, sobre la mesada. Hay una ventana que da sobre el fregadero al norte de la casa. Me acerco a ella y observo la parte de atrás: hay un pequeño granero con la puerta entreabierta. Ahí debe estar Oscar.
Oh, vamos, recién llego y ya lo estoy persiguiendo. Pensará que soy una pervertida. Bueno, lo soy un poco.
Cuando me doy la vuelta me choco con el pecho de un hombre y me asusto.
Ahogo un grito y papá se aparta.
—¡Me...asustaste!—le grito.
—¿Te gusta la vista al patio?—me pregunta dirigiéndose a la cafetera.
—¿A eso le llamas patio?
Yo le llamaría "campo infinito".
Papá sonríe y pone dos tazas sobre la mesa. Evidentemente la cafetera es un punto a favor.
—Te acostumbrarás—señala.
Suelto un resoplido y trato de explicarle las condiciones de mi vida sin que suene demasiado cruel
—Verás... Tengo que pasarme aproximadamente 75 días en medio de la nada, sin Internet ni señal en el móvil, con electricidad precaria, en un campo inmenso donde los restos más próximos de civilización están a unos kilómetros y no podré comunicarme con mis amigas.
—Claro que podrás. Podemos ir a la gasolinera a comer.
—¿Eso sería?
—Dos o tres veces a la semana.
Me agarro la cabeza y tomo una de las tazas por la manija. Se la paso a papá quien está junto a la cafetera y le señalo:
—Que sea bien cargado, por favor.
Lo necesitaré.
Otro punto a favor en la casa es que hay aire acondicionado en las habitaciones. De lo contrario, no podría sobrevivir en absoluto. Mi cuarto es una especie de ático... Error: mi cuarto es el ático.
Hay una pequeña ventana redonda, una cama bajo el declive del techo y una mesita con una lámpara a media luz. Toda la luz que tendré. También un escritorio al otro lado donde coloco algunos de los libros que me traje. Frente a éste yace una silla que reconozco de la sala de papá, debe haber puesto una de la cocina ya que hay cinco y por lo que recuerdo, el juego de sillas que tenían los abuelos eran de seis sillas.
Me dirijo a la ventana redonda y corro una cortina (que es un trozo de tela color púrpura recientemente improvisada) con el fin de que entre algo más de luz que la pequeña lámpara. No quiero quedarme ciega por forzarme para poder leer el último libro de John Green.
Pero no es necesaria ninguna luz precaria para que los ojos se me salgan de las órbitas.
Distingo a Oscar en el patio conversando con papá y parecen estar discutiendo. Demonios, lo debe estar despidiendo por este verano. No, no, no. Digo, no quisiera que se quede sin trabajo por mi culpa...
Largo el libro a mi cama y le prometo a esa belleza que volveré pronto. Luego me dirijo a trompicones hasta la escalera para poder salir. Cuando llego a la puerta, veo que papá se encamina hasta su camioneta, se sube y enciende el motor. Por suerte no me ve cuando doy vuelta al otro lado de la casa y me dirijo al granero de atrás. Aquí estaba él hace un momento. Miro en todas direcciones en el campo que tenemos por patio pero Oscar no está. Se ha ido. Demonios. ¿Existirá alguna posibilidad que...? Corro hasta el granero y me encuentro con la puerta juntada. No tiene seguro de ninguno de los dos lados pero ya no está abierta como antes.
Cuando entro, espero encontrarme con olor a popó de gallina o estiércol, sin embargo sólo hay olor a humedad, a alfalfa y escucho el relinche de un caballo. Un halo de luz se filtra en el granero por los agujeros en el techo e iluminan el brillante y bien cuidado pelaje marrón de un caballo esbelto con ojos brillantes. Es hermoso.
—Oh...—murmuro al animal—. No sabía que papá tuviera un caballo—digo y acerco con algo de temor mi mano para acariciar el suave pelaje del animal—. ¿Cómo estás, muchacho? ¿Te han dejado solo acá? Espero que te saquen a pasear todos los días. ¿En qué corazón cabe tenerte atado?
Antes de tocarlo me acerco un poco más a él. Hay una banqueta en frente que debe servir para que una persona se suba a cepillarlo. Lo hago pero para tocarle el lomo. Sin embargo, una vez que estoy lo suficientemente en alto, encuentro mi reflejo en los ojos del caballo: mi pelo negro, mis ojos grises y mi rostro pálido se ven demasiado ovalados.
Me acerco un poco más.
Hasta descubrir que tras de mí se yergue una sombra desde la entrada hasta donde yo estoy de pie.
—Yegua.
¡Oh, mierda!
Luego de escuchar el insulto, doy un salto pero caigo de rodillas al suelo repleto de paja que amortigua con muchísima suerte mi caída.
Unas botas negras se detienen frente a mis ojos clavados en el suelo. Alzo la mirada y veo unos vaqueros manchados con verde de césped y sigo subiendo hasta encontrarme con una bragueta subida (por suerte), un par de puños cerrados, un cinturón y una musculosa blanca, sudada portada por un bronceado chico cuyo rostro se me queda demasiado lejos desde el suelo.
—No es macho. El caballo al que te refieres es hembra: es una yegua.
Mierda.
Es Oscar.
Me tiende una mano y se la acepto. Oscar me ayuda a ponerme de pie y quedo a su altura. Agacho la mirada y un mechón de cabello negro ondulado me cae sobre el rostro.
—¿Estás bien?—pregunta.
—Ajá—respondo saliendo de mi mutismo.
—Bien. Ya me iba—señala y recoge una mochila que está tirada a su izquierda. Luego se vuelve a mí—: Y no hagas la estupidez de acercarte a un caballo que no conoces. Minah es una buena chica pero de haber sido otro, ya te habría dejado en terapia intensiva.
—Claro—murmuro un poco avergonzada por su reprimenda—. Lo... Lo tendré en cuenta. Gracias.
—Como digas.
Se da la vuelta y se dirige a la entrada.
—¡Aguarda!—lo detengo.
Él avanza dos pasos más hasta que el reflejo del sol que entra por la puerta semiabierta del granero, ilumina su piel dorada y alucinante.
Él se vuelve esperando una respuesta de mi parte.
A propósito, no tengo idea qué diablos decirle. Sólo deseo que no se vaya, ¿es mucho pedir?
—¿Qué?—pregunta con demasiado poca cortesía. Creí que la gente del campo era mucho más grata pero me equivocaba.
Son unos pesados.
—Me...Preguntaba si luego... Podrías enseñarme el pueblo—digo y noto que la voz me sale demasiado aguda. Fabuloso.
—No, Lucy. Olvídalo.
Escucharle decir mi nombre termina por dejarme como si me hubiese dado una bofetada que en vez de producirme dolor, me genera un chispazo de energía.
—¿Co-cómo sa-bes m-mi nombre?—parpadeo una y mil veces como si me pesase medio kilogramo cada pestaña.
—Porque tú padre no hace más que hablar de ti cada puto día desde que llegó al pueblo.
—Oh, lo...siento, supongo.
—Me tienes harto. Y ahora por tu culpa, me quedo sin trabajo para todo el verano.
—¿Cómo dices?
Mi pregunta va en doble sentido: por su imbecilidad al dirigirse a mí y por asegurar lo que aseveré hace un momento.
—Lo que escuchaste, me tienes harto—insiste.
—¡Pero recién te conozco!—me excuso—. ¡No tengo la culpa de lo que a ti te pase!
—Claro que la tienes. Además, tu padre me matará si me ve hablando contigo ahora mismo, adiós.
Se gira pero me exaspero.
—¡Aguarda!
Él resopla. Diablos, ¿cómo un chico lindo puede llegar a ser TAN IDIOTA?
—Déjame...compensarlo—me excuso.
Él suelta una risita.
—¿Tienes trabajo para mí?—se vuelve sobre un hombro.
Trago saliva y pienso si pedirle que limpie mi cuarto una vez por semana por diez dólares, serviría a modo de trabajo pero obtengo la respuesta demasiado rápido: no. Creo que sería una mala oferta laboral, además por su integridad física más íntima, no le conviene entrar a mi cuarto.
—Quizá...—murmuro y se me ocurre una alternativa mucho más convincente—: Si quieres, puedo convencer a papá de que no te eche.
—Olvídalo, Lucy. Tu padre es un cabeza dura. Cuando toma una decisión es imposible hacerle cambiar de opinión. Volveré a trabajar en el cementerio estatal. Nadie quiere ser sepulturero en un pueblo, hoy.
Lo que dice me da una punzada de horror. ¿Cuán dura ha de ser la vida de este muchacho como para tener que trabajar manteniendo el terreno de mi padre o cavando tumbas en el cementerio de un pueblo que no tiene más de dos mil habitantes? Papá es de la zona alejada del pueblo pero donde está la gasolinera vi de camino a la casa que hay muchas casas, plazas y un bar abandonado. En verdad, parece que todo está abandonado en este sitio.
—Lo digo en serio—insisto mientras siento que todo mi interior hierve mientras veo los músculos de sus hombros marcarse por debajo de la musculosa—. Hablaré con mi padre y conservarás el trabajo.
Oscar se vuelve mirándome con una ceja levantada al igual que una sola comisura de sus labios en una media sonrisa.
—Creo que te gusta reírte de mí, princesita de mamá y papá.
De pronto creo ver fuego en sus ojos que arden al igual que la temperatura.
Su cercanía me humedece aún más que las novelas de Harry y Louis.
—Tengo que escuchar historias fascinantes de tu padre respecto de tu perfecta escuela, de tus perfectas notas, de tu perfecta madre, de tu perfecta casa de dos plantas en plena ciudad de Washington. No hago más que escuchar hablar de ti cada puto día de mi vida en lo que hace a este último año. Conozco más de ti de lo que te imaginas. ¿Y te crees que podrías hacer que no pierda mi empleo porque tu padre piensa que soy un peligro para ti?
Está cerca.
Está demasiado cerca.
Hay casi medio metro de distancia entre los dos. Un cuarto. Nada. Su pecho roza el mío y mi respiración me tiene demasiado agitada.
—¿Puede que...sí?—me encojo de hombros.
Él suelta una carcajada, me da la espalda y vuelve a la puerta diciendo a sus espaldas:
—Te espero esta noche en la gasolinera. Si logras hacer que tu padre te deje ir sola hasta allá hoy a las ocho, quizá te crea que pueda yo volver mañana. Si no, olvídalo.
Y se va.
Mi corazón se detiene.
¿Acaso ha dicho que me espera...sola? ¿Esta noche?
Dios santo, este chico es imposible, me va a matar.
Literalmente.
Me odia y va a matarme.
A las ocho menos cinco ya me estoy emperifollando en la gasolinera.
Me meto una pastilla de menta a la boca y vuelvo a ver la hora en mi reloj pulsera: 07:56 PM.
Aún no puedo creer cómo me las arreglé con papá. Le he mentido. Y le mentiré a Oscar.
Con mamá eso ya no funciona. Si puedes mentirle a tu madre es porque no eres humano sino de una raza superior. No entiendo cómo lo hacen pero ellas siempre descubren cuando les mientes o les ocultas algo. Cuando mi amigo Alec le dijo a su madre a los quince que era gay, ella le contestó "lo sé desde que tenías tres años". Son algo así como brujas.
Por eso a mamá ya no puedo mentirle. Al principio creía yo que funcionaba pero no era así: siempre, de una u otra manera, me terminaba descubriendo. Por eso, cuando no funciona la mentira con mamá, intento con la persuasión y últimamente como la persuasión tampoco funciona, vamos a la negociación. Como el mes pasado, cuando no me dejaba salir con Jared, tuve que sacarme el haz de la manga:
—Mira, mamá—le dije—. Si tú me dejas salir esta noche con Jared, yo no le diré a papá que te gastaste la última cuota alimentario en vodka y cigarrillos.
—¿Qué dices?
—Sí, mamá. No sirve que tires las botellas en la basura de los Scott. Encontré los tickets de tus últimas visitas al supermercado mientras hurgaba en los bolsillos de tus sacos y en tu cartera.
—¿Qué haces tú hurgando en mi...?
—No desvíes el tema. ¿Tenemos un trato?
Fue un poco cruel pero su actitud de gastarse la cuota alimentaria que papá se desvive por ganarse centavo a centavo, no es el mejor gesto de su parte.
—Por cierto—añadí esa noche antes de irme—. No te veo bien, mamá. Si tienes problemas con el alcohol, sólo dímelo... Podríamos beber juntas.
Y me fui.
Desde esa noche no me volvió a prohibir salir con Jared.
No me extraña que haya llegado a ese acuerdo con papá de venirme a venir a pasar las vacaciones con él. "Vacaciones" son las que ella ha de haberse tomado de mí. Me la imagino gritándole al tubo del teléfono: "¡PONLE LÍMTES A TU HIJA, TE LA ENVÍO DOS MESES Y QUIERO QUE ME LA DEVUELVAS DERECHITA!". Bueno, alguna vez le escuché decirlo desde el otro lado de la puerta de su habitación.
Volviendo a Jared: es un chico de último año que juega para Los Jaguares y tiene los brazos más fuertes que conocí en mi vida. Quizás Oscar no sea tan grande como él pero destaco que Jared es mucho más estúpido. Oscar me da mala espina, un poco de miedo y eso me fascina.
Son las ocho y dos minutos. Dónde diablos se ha metido.
Camino de un lado a otro y me siento frente a una de las mesas que hay en la gasolinera. Hace calor. En este lugar hace calor hasta de noche, por todos los cielos.
Una mujer de rulos que mastica chicle al ritmo que mece sus caderas anchas se me acerca sosteniendo una libretita y una lapicera.
—¿Qué vas a querer, ladronzuela?—me pregunta.
¿Quizá lo dice por cómo estoy vestida? Camiseta blanca sin mangas y con escote, short de dejan y medias de red rotas en varias partes.
—Nada. Estoy esperando a alguien—le digo examinando que el esmalte negro no se haya corrido.
Ella ojea la silla frente a la mía.
—Ya no va a venir—señala—. ¿Cenarás a solas o te irás?
Suspiro y la fulmino con la mirada. ¿Cómo se atreve a decirme que no va a...venir? ¿Acaso lo conoce?
—Bien. Diez minutos—dice Señora MasticaChiclesDeModoAsqueroso—. Si en diez minutos no llega, tendrás que desocupar la mesa.
—No hay nadie en toda la gasolinera—le digo y es cierto: soy la única que está en este sitio de mala muerte—. ¿Dónde están las reglas que dicen que no puedo permanecer más de diez minutos aquí sin ordenar nada?
—Aquí.
Se señala la entrepierna y se va a la cocina.
Quedo horrorizada sin poder sacarme de la cabeza el gesto desagradable de esa señora. Y pensar en su horrible goma de mascar me produce incómodas arcadas.
Definitivamente la gente de pueblo no es lo que yo pensaba. Al menos, de éste pueblo.
Afirmo mi frente por el ventanal de la gasolinera y observo al otro lado, el viejo pub que creía abandonado, tiene sus luces encendidas. Es sólo un letrero bordó que reza OPEN DOOR y entorno los ojos buscando si Oscar quizá estará por ahí metido con alguna zorra.
En efecto, hay personas que entran y salen pero no encuentro mi objetivo.
—Diez minutos. Adiós.
¿En qué momento se pasaron?
Miro mi reloj. Son las ocho y doce.
—Diez minutos más—le pido a la MasticaChicles.
—Adiós.
¡Demonios!
Oscar me las va a pagar. O puede que toda la culpa sea mía por activar el Modo Pendeja cada vez que me lo cruzo.
Cuando me pongo de pie, escucho la puerta del negocio abrirse y una voz ronca me atraviesa los oídos.
—Hola, bebé. Larguémonos de aquí.
Es él.
Lo detesto.
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