Capítulo 2: Enferma.
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En la fiesta que se celebraba esa noche, había infinidad de nobles y cientos de tonadas distintas que se distinguían en cada rincón. Habían bardos, trovadores y flautistas que cantaban al son de la melodía, pero aún con tanta gente, Marinah se sentía muy sola.
Su madre estaba molesta con ella por haber subido de peso, y aunque gracias a su abuela había logrado salir impune de su ira, ¿quién le garantizaba que no buscaría herirla? ¿Quién podía decirle que no intentaría hacerle daño?
Alerie Tyrell siempre había sido fría y distante con su hija menor, odiándola por algo que no podía evitar ni exterminar de sí misma, porque cada vez que sufría alguna humillación, lo único que aliviaba su pena era comer.
Le frustraba saber que no podía imponerse un límite ante su alimentación. Le frustaba que apesar de intentar y probar diversas dietas, menjunjes y hasta había tenido la idea de contratar a un brujo, no había podido bajar de peso. Cada día engordaba más y más.
Ya no sabía que hacer.
Y tenía miedo.
—¿Eres una Tyrell? —preguntó el Rey cuando la vió— ¡Ja! No lo hubiera imaginado.
Sus mejillas ardieron de la humillación.
Incluso los sirvientes, cocineros, mozos de cuadra y guardias sintieron lástima por ella. Todos conocían a la pequeña Tyrell, la flor rechoncha, como muchos solían decir. Todos sabían cuán dulce y solitaria era la joven. No la amaban por ser una Tyrell, la respetaban por el simple hecho de ver a todos como sus iguales.
«Todo hombre y mujer merece una oportunidad», pensaba.
«Todos»
Por ello, los sirvientes siempre odiaban que los nobles la vieran como una desgracia entre los suyos, una mancha que no podía ser borrada.
La Reina ni siquiera la volteó a ver cuando pasó a saludar a su familia, arrugó el ceño y la esquivó como la peste. Su humillación incrementó y se sintió escoria.
«¿Tan... tan horrenda soy?»
Ni siquiera los Reyes podían verla como un ser humano, ¿a caso nadie veía que se estaba ahogando?
Se marchitaba muy lentamente, con gesto perezoso y descuidado, y nadie parecía querer mostrar la mínima compasión, ni un poco de comprensión.
Margaery pudo notar su mueca de dolor en todo momento, y cuando pudo librarse de los invitados, se precipitó a su encuentro.
—¿Estás bien?
«¿Qué le sucede a las personas que preguntan "¿estás bien?" cuándo es obvio que no es así?» pensó con amargura.
—¿Por qué no lo estaría? —esquivó la pregunta con maestría, era una experta para esquivar las preguntas.
—Porque no lo pareces —admitió—. Has estado apartada todo el tiempo y creí que aceptaríais un poco de compañía.
—No te preocupes, hermana —intentó hacerla sentir mejor, aunque ella misma se sentía pésima—. Solo estoy un tanto sofocada, sabes que no soy muy buena con las personas. No os preocupéis más de lo debido, puedes seguir hablando con los invitados. Parecen extrañarte.
Margaery le lanzó una mirada dudosa. Sus ojos como el chocolate estaban un tanto brillantes, como si quisiera llorar.
«Ella no tiene porque llorar. Yo sí», pensó amargamente.
Su cabello pareció mecerse y flotar cuando se retiró de su lado. Esa noche se veía exquisita, como todos esperaban que se viera.
Tomó una copa de vino y bebió de él, en un trago lo terminó y se sintió un poco mareada por el líquido escarlata que se deslizaba por su garganta. Necesitaba tomar algo para que el sentimiento agrio y sosegado se desvaneciera. Podía sentir las miradas, todos la juzgaban, burlándose de como se veía o cómo vestía.
Ante la cálida llama de las velas y estridentes risas de los nobles, Marinah se sintió enferma. Enferma de todas esas personas que creían que por haber nacido con mayor estatus, eran mejores. Enferma de que todos la menospreciaran e hicieran a un lado solo por no encajar en sus estandares de belleza. Enferma por ser la única medianamente consciente de la precariedad a la que había llegado la sociedad.
Suspirando, Marinah volteó a ver a los señores y sus esposas.
Estaba sentada en la mesa principal junto a los Reyes y príncipes. Su familia se había encargado de mantener a la familia Real lo suficientemente entretenida como para ignorarla, así que estaba a salvo. Jamás le gustó llamar la atención, aquello siempre se lo dejaba a su querida hermana, quién esa noche parecía brillar como la más hermosa rosa del jardín.
Tenía un hermoso vestido rosa pálido ribeteado en oro con un pronunciado escote característico en el Dominio, llevaba una astuta sonrisa que disfrazaba con dulzura y su larga trenza intrincada bifurcaba en complicados nudos.
No podía culpar a Margaery por ser tan hermosa, y aunque fuera difícil de entender, Marinah jamás había sentido celos de su sangre. Jamás contempló la idea de que ella era la culpable de que nadie la tomara en cuenta, su mente demasiado bondadosa le impedía pensar algo tan cruel de su hermana. Su adorada hermana.
Lo único de lo que estaba segura, era que sentía una oleada de admiración cada vez que la contemplaba reír, cada vez que hacía una reverencia o lograba salirse con la suya... Porque Margaery Tyrell fue una de las pocas personas que la amó sin importar su apariencia, fue una de las que nunca la regañó o menospreció por ser diferente. Su hermana era un ser divino que contemplaba belleza en su fealdad, aún cuando ni siquiera ella misma podía verla.
Su madre, la fría y astuta señora del castillo, no la miró ni una sola vez en toda la velada. Se mantuvo hablando con la Reina, hablando de asuntos que realmente no le interesaban y no quería saber. Pero por otro lado, Garlan se pasó toda la noche tratando de sacarle una sonrisa que jamás saldría, sin embargo, para su gran consternación, se quedó a su lado. Tan solidario como siempre.
Tiempo atrás él había sufrido el mismo destino que ella, solo que Marinah dudaba de sí misma, no creía poder mostrar un cambio tan drástico como el que él sufrió.
Marinah no estaba destinada a ser un caballero, portar una armadura, blandir una espada y sumergirse en los gritos de batalla, por lo que no tenía esperanza de algún día ostentar cualquier vestigio de belleza.
—No es tu culpa, querida.
Marinah se tensó y apretó los cubiertos entre sus manos hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Casi podía sentir su cabeza martillear como fuerza, un palpiteo fuerte y constante.
Trató de relajarse.
—Siempre lo he sabido —sintió cada palabra con impotencia.
«¡Claro que era su culpa! ¡Ella era la que se había hecho tanto daño por no poder dejar de comer!»
Una mano recayó en su muñeca y presionó con gentileza, era arrugada y manchada por la edad, pero se sentía tan cálida como siempre. Cuando miró a su abuela, pudo ver la tristeza brillar en sus viejos ojos.
Apartó la mirada sin poder soportarlo un segundo más. No le gustaba la lástima, ni la compasión, por lo que se odiaba cuando se hallaba así misma buscando esos sentimientos en las personas de su entorno.
Se daba asco.
—¿Pero lo entiendes? —preguntó Olenna.
No pudo contestar su pregunta.
El resto de la velada se la pasó amargada y con la vista clavada en su plato, culpandose por su propia amargura. Podía imaginar los murmullos, casi podía escucharlos retumbar sobre las paredes.
Los susurros sobre la Tyrell gorda, la desgracia.
La monstruo.
Esa noche todos estaban reunidos, el salón estaba inundado por Lores de tierras extranjeras y entre toda esa multitud, Marinah pudo verlo.
Contuvo el aliento.
Hace mucho que no lo veía, así que no esperaba reconocerlo con tanta facilidad, pero se dió cuenta que, aunque pasaran años, ella jamás podría olvidarlo.
Dickon Tarly. El chico que había logrado hacerla dudar de maneras inaceptables. Tenía su jubón de terciopelo bordado en plata, su cabello perfectamente recortado y una sonrisa blanca y encantadora que hechizaba a toda doncella que se atrevía a mirarlo.
La ansiedad la perforó como una espada. Quería hablarle, quería sentarse a su lado y reír con él como la doncella que estaba sentada a su lado, pero no podía y así sería por siempre.
«Él está prometido», pensó con dificultad.
«Él no me pertenece y aunque no fuera de esa doncella, yo jamás tendría una oportunidad».
Marinah miró su ropa con ademán despistado. Era hermosa, hecha de la tela más fina de todo el sur, con encaje y bordados de oro. Tenía un cinturón de plata con un símbolo de una rosa, pero aún así se veía fea, horrorosa.
Con tanta gente en el salón, el calor era asfixiante y hacía que su ropa la bañara en sudor. Su frente estaba perlada de gotas saladas y ni siquiera las mangas de su vestido podían cubrir sus brazos regordetes y con pliegues.
«Soy horrenda», pensó con horror.
«—¿Cómo puedes despertar sin odiarte y querer morir? —la voz de Claere retumbó en su mente».
Jamás podría acercarse a él de esa manera. No era competencia para su joven y bella prometida. Lo comprobó cuando el Príncipe Joffrey no dejaba de hacer comentarios despectivos sobre su apariencia. Lo comprobó aún más cuando su prima la volteaba a ver desde la distancia y se reía con un gran grupo de doncellas.
«Todo está bien», se obligaba a pensar.
Su respiración se hizo más rápida y se le dificultaba respirar con normalidad. Todas las voces retumbaban en su cabeza, todos volteaba a verla con ademanes despiadados y su mente empezó a crear pensamientos crueles. Su mente le estaba jugando una pesadilla que no era real, pero que estaba segura que estaba sucediendo.
«Ellos no pueden hacerme daño. Ya no. Ya no».
Era como si todo se hubiera detenido. No podía respirar y solo quería desaparecer.
Sin que nadie reparara en su ausencia, tomó los bordes de su vestido y salió del henrendo que era la mesa principal. Ignoró la mirada de preocupación de su abuela Olenna, la mirada de dolor de Margaery y las miradas de melancolía que sus hermanos le lanzaban.
No quería su lástima. No quería que siguieran mirándola como si fuera un cristal que estaba apunto de partirse. No quería nada. Solo quería tener un momento a solas. Quería que todo parara y las risas de las personas se detuvieran.
Todos eran felices. Todos se encontraban tan radiantes esa noche y nadie se daba cuenta del dolor y agonía que invadía su corazón.
Porque Marinah Tyrell estaba rota y nadie podía ayudarle.
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Se me partió el corazón escribiendo éste capítulo, ¿se expresó la angustia y desesperación que quería reflejar o me faltó algo para que pareciera más real?
Nuestra pobre Marinah está por estallar, ¿qué piensan de éso?
Atte.
Nix Snow.
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