Capítulo 8. La discusión


Como pronostiqué a mis padres, Christian les cayó fenomenal. Sobre todo a mi madre. Lo veían un chico formal, educado, centrado en los estudios, responsable... Y las notas de mis parciales antes de Navidad, corroboraron que salir con él no me entorpecía en absoluto.

Entonces ellos empezaron a salir más a menudo con sus amigos y casi todos los fines de semana desaparecían, dejándonos la casa a Leo y a mí; supongo que sospechaban que la presencia de Norma en casa no era sólo debido a la amistad que nos unía desde pequeñas, aunque nunca dijeron nada al respecto.

Pero las cosas entre Christian y yo no estaban muy bien. Seguíamos siendo magníficos compañeros de estudio y un desastre de pareja. Casi nunca encontraba momento para el sexo y cuando lo encontraba, se dormía dejándome a medias o incluso antes de empezar.

Lo aducía al cansacio, al alto rendimiento que le exigían sus dos carreras, a presiones por parte de su família y un largo etcétera de pretextos, que a mí ya me sonaban a disco rayado.

En los primeros días del año, retomado el curso lectivo, tuvimos una fuerte discusión, bueno, yo discutí. Estaba cansada de escuchar siempre las mismas excusas. Yo no quería un simple compañero de estudios. Eso era fenomenal, pero no me bastaba. No íbamos a tener veinte años nunca más.

Y me molestó tremendamente que me dijera que tenía que tener paciencia, que al terminar los estudios las cosas irían mejor, porque tendríamos más tiempo para estar juntos. Pero yo sabía que eso no era verdad. Después de los estudios vendría el trabajo e independizarse y eso, lejos de darnos más tiempo sólo nos daría más responsabilidades.

Llegué a casa hecha un miura. No comprendía como Christian era incapaz de ver que nunca lo tendríamos más fácil que ahora y encima me encontré con que Leo había decidido organizar una fiesta para celebrar la entrada del año nuevo.

Había invitado a todos sus compañeros de básquet y aquello era una olla a presión de hormonas. La música a todo trapo, metal del duro que no te dejaba oír los pensamientos, y además vi que bastante alcohol lo regaba todo.

Leo se acercó enseguida.

—Rita... No te esperaba... ¿Qué haces aquí? No te quedabas en casa de Don Descafeinado?

—Joder Leo... Esta es mi casa también. ¿Te tengo que pedir permiso o qué?

—Coño, nena, estás que muerdes. Venga tómate una copa, anda.

Estaba cansada y solo quería dormir, pero acepté. Dejé que Leo me preparara un combinado de los suyos y me lo tomé sin rechistar. Quizás así me encontraría algo mejor.

En seguida, unos cuantos de sus amigos hicieron un ruedo a mi alrededor y empezaron a disputarse mi atención.

Y a mí, que me hicieran tanto caso sumado al cóctel mortífero de mi hermanito, me hizo sentir muy bien.

Conocía a casi todos los amigos de Leo, así que no me costó entablar conversación con ellos. Aunque tampoco es que tuvieran una conversación vasta y extensa que digamos...

Mini, alias de Héctor, que era aún más alto que mi hermano, terminó acaparándome solo para él. Era divertido y tenía más conversación a parte del dichoso básquet y los estudios.

Me preguntaba cosas con interés y escuchaba mis respuestas, también tenía un discurso coherente en sus ideas... Empecé a mirarlo de verdad. Su pelo negro crecía rizado a pesar de llevarlo corto, sus ojos marrones me estudiaban con timidez y con más audacia cuando pensaba que no me daba cuenta, y brillaban divertidos cuando hacíamos alguna broma.

Su sonrisa era franca, sin dobleces, y tenía unas manchas en un lateral de la cara que le bajaban hasta el cuello, que parecían gotas de pintura marrón muy oscuro. Como si el pintor de su piel no hubiese escurrido bien el pincel y hubiese ido goteando en esa zona.

Le pasé los dedos por las manchas, resiguiéndoselas, y nuestras miradas se atraparon la una a la otra.

Era evidente que había mucha química. Demasiada. Y me sentía lo suficientemente mal con Christian como para hacer una locura...aunque intenté resistirme.

—Mini, creo que... me voy a ir ya a la cama...

—Oh...¿ya? pero... lo estamos pasando bien, ¿no? —preguntó con cara de querer mucho más.

Le sonreí con pesar.

—Sí, pero estoy cansada y... será... es mejor... que...

Asintió con tristeza. Y se agachó a darme un beso en la mejilla, y al hacerlo olí su colonia y esa fue mi perdición. Giré la cara y nuestros labios se encontraron. Fue un contacto eléctrico, muy breve, casi como un chispazo.

Me separé rápidamente y miré a mi alrededor, temiéndome lo peor. Pero mi hermano estaba de espaldas.

—Dame cinco minutos y luego haces ver que vas al baño y te metes en mi habitación, es la que está a la izquierda —le dije en un susurro y guiñándole un ojo furtivamente, mientras me alejaba a buscar a mi hermano.

—Lion —ese era su "original" apodo en el equipo—, me voy ya a la cama.

—Ritz... hermana... ¿estás bien? —me preguntó con signos de embriaguez.

—Sí, muy bien. No desfases mucho, que mañana te toca limpiar este desastre...

Asintió y me dijo que sería un niño bueno, escapándosele la risa por todas partes. Pero me importaba un bledo, porque en mí mandaba el deseo creciente de estar con Héctor a solas.

Lo busqué con la mirada, justo cuando me iba y me guiñó un ojo en la distancia. Sonreí como una boba y luego entré en mi habitación. Me quité los zapatos y me desabroché el vaquero, suspirando de alivio y frotándome la marca roja encima del ombligo para que volviera circular la sangre.

Y justo en ese momento, sentí unos poderosos brazos rodeándome por detrás, aprisionándome contra su pecho. Sentí su olor.

No le había oído entrar y tampoco quise darme la vuelta, para no romper el contacto. Al fin y al cabo era lo que más había estado deseando en las últimas horas.

Sus grandes manos se posaron en mi vientre, justo dónde yo me estaba frotando antes, introdujo los índices por la cinturilla del vaquero y se colaron por dentro de mis braguitas, resiguiéndome la piel. Después metió más dedos y, con suavidad, deslizó ambas telas hasta mis rodillas, me besó el hombro por encima de la camiseta y despúes bajó sus manos hasta mis tobillos. Levanté un pie y luego el otro y me quedé desnuda de cintura para abajo, pero no sentí ningún frío, porque Héctor no tardó en iniciar un lento ascenso por la cara interior de mis muslos hasta llegar a mi cúspide. Sus dedos suaves, se adentraron en mi sexo como si fuera territorio conocido siendo a la vez un paraíso por descubrir.

Mis manos díscolas palparon a tientas por detrás de mi espalda, hasta que encontré su torso. Sus abdominales eran perfectos, duros por el ejercicio y los recorrí con placer. Bajé hacia el estómago, hasta quedar detrás de mi culo y encontré sin ningún esfuerzo su dureza, escondida tras el pantalón.

Le oí sonreír por encima de mi cabeza y susurró un dulce "espera, que te ayudo". Una de sus manos me abandonó y maniobró con el botón y la cremallera. Luego regresó a mí. Agarré su miembro con ansia, con ambas manos y acompasé mis movimientos a los suyos. Sus dedos frotándome suavemente hacían que oleadas de placer me recorrieran y empecé a gemir gradualmente.

Quería que él sintiera el mismo placer y apreté un poco más hasta que sentí cómo se doblegaba hacía mí y su aliento caliente me envolvía el cuello entre jadeos. Entonces comenzó mi dulce tortura, metió un dedo en mi interior y empezó un lento entrar y salir.

Yo me mordía duramente los labios para contener los gritos que pugnaban por salir y sin desatenderle comencé un meneo más contundente. Entendí que le estaba encantando cuando me metió un segundo dedo y aumentó la presión a la vez que me mordía la oreja.

No me pude contener más y solté un grito. Subió rápidamente una de sus manos y me la puso en la boca, para que no gritara. Sus dedos sabían a mí, a mi excitación y comencé a chuparlos con lascivia. Nos bastaron unos pocos segundos de movimientos salvajes para corrernos como las criaturas lujuriosas que éramos en ese momento.

Sin dejarme tiempo para respirar, me hizo dar media vuelta, para quedar cara a cara. Nos miramos un instante a los ojos, marrón contra pardo. Era fuego. No lo pude resistir y cerré los ojos. Nos quitamos las pocas ropas que nos quedaban encima.

Con sus poderosos brazos me envolvió de nuevo, una de sus manos subió por mi espada, aferrándose a mi nuca, atrayéndome hacia él y sus carnosos labios atraparon los míos en un beso que de nuevo fue eléctrico.

Su boca corrió por mi cuello y siguió bajando. Sus manos firmes se aferraron a mis turgentes senos, ávidos de caricias, mientras me colmaba de besos húmedos que endurecían mis pezones y contraían mi interior con un latir violento. Se arrodilló frente a mí, empujándome contra la pared y su lengua se introdujo en mi sexo. Gemí salvajemente, nunca antes me lo habían hecho con la boca. Aturdida comenté:

—¿Qué estás haciendo?

Se separó unos milímetros de mí para murmurar sólo tres palabras.

—Calla y disfruta.

Y su lengua volvió a adentrarse en mí. El goce era tan intenso que las piernas me flaqueaban y tuve que aferrarme a su pelo para no caer. Al hacerlo, él gimió intensamente.

—¿Te estoy haciendo daño? —me alarmé.

Noté cómo sonreía pacíficamente.

—No. Me encanta.

Y de nuevo, solo tres palabras que me hicieron sonreír aliviada y seguir en mi espectacular viaje espacial.

Se levantó, mientras yo seguía flotando bastante lejos del suelo y me tumbó en la cama. Cómo si no pesara lo más mínimo. Sus manos eran mágicas. No dejaban de acariciarme y me provocaban intensos espirales de calor placentero. Sus labios tórridos llevaban mi piel al límite. Y me sentía como... no sabía ni cómo me sentía, pero desde luego era alucinante y delicioso.

Ni siquiera fui consciente de que volvía a separar mis piernas y se colocaba entre ellas. Estaba absolutamente excitada y sentía como todo mi cuerpo palpitaba al ritmo que él imponía.

Sentirle entrar en mí, fue una sensación abrumadora. Me llenaba por completo, pero mi cuerpo le acogía en perfecta armonía.

No necesitaba ninguna indicación por mi parte, ¡Bendita novedad! Sabía perfectamente lo que tenía que hacer en cada momento. Sin poder evitarlo nos desbocamos. Me desboqué, fruto de mis propios problemas y provoqué la liberación de Héctor.

Y por un segundo, sentí pánico. Ya pensé que me tocaba aguantarme las ganas, otra vez. Porque en realidad ya era la segunda vez en muy poco rato. Pero estaba muy equivocada. Me besó y sonrió, mientras sus caderas seguían balaceándose dentro de mí. De hecho, los movimientos se volvieron más duros, más rítmicos.

Sin desfallecer en absoluto, hizo que me elevara de nuevo. Noté que estaba cerca, muy cerca, pero no conseguía liberarme. Lo notó, porque me dijo:

—Vamos, Rita... regálamelo. Córrete para mí.

Desterré los fantasmas y las preocupaciones de mi mente y me lancé al vacío, con él.


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