Capítulo 31. Calma y tempestad
Nada más salir del local, agarré a Norma por la cintura y nos fuimos hacia la playa, que era lo que más cerca teníamos. Junto a las rocas, a un par de metros de la orilla, nos dejamos caer en la arena para que se desahogara sin preocupaciones.
Ya no había ni rastro de sol y quedaba muy poca gente paseando por allí, así que estábamos bastante resguardadas de miradas y orejas indiscretas.
Dejé que se derrumbara sobre mi pecho, llorando a lágrima viva, mientras la mecía acompasadamente. Después, ya más calmada, se enderezó y yo le acaricié la espalda con dulzura, mientras recuperaba la compostura.
—Lo siento, Ritz... —balbuceó secándose las lágrimas.
—Shhhht tranquila, cariño... —negué con la cabeza— No tienes nada que sentir.
—Claro que sí... Soy una puñetera cobarde y una mentirosa. Llevo tantos años fingiendo, que se ha hecho una puta costumbre y al final... sólo estoy haciendo daño. A Leo, a mí misma y sobre todo a ti...
Negué con la cabeza de nuevo para restarle importancia. Estaba digiriendo todo lo acontecido y me sentía muy rara: por un lado la cabeza me iba a mil por hora y por otro lado era como si todo tuviera un filtro slow motion. Pero no estaba molesta con Norma, porque veía como estaba padeciendo. Aunque las ideas seguían bailándome en la cabeza y no podía dejar de repasar momentos pasados mentalmente como si fueran un carrusel, bajo el nuevo prisma de las revelaciones de la rubia... entonces un recuerdo me asaltó con fuerza:
—¿Por qué no me dijiste nada cuando corté con Christian? ¿Por qué dejaste que saliera con Héctor?
—Pues por lo mismo que te dije antes, Rita... Porque te vi ilusionada, porque tenías derecho a disfrutarlo... Porque -y no me malinterpretes, amor- desde que supiste que salía con Leo te sentía más cerca que nunca y no quería que se estropeara... y sobre todo porque te besaba pero tú nunca devolvías del todo mis besos y básicamente tenía miedo a perderte.
Recordé la intensidad con la que me besó la mañana siguiente a estar con Héctor por primera vez... Entendí entonces, que no era la única llena de miedos y dudas. Que Norma había estado nadando en el mismo mar de incertidumbres que yo, y durante mucho más tiempo. Eso me dio cierta paz, aunque seguía teniendo una batidora en mi interior y no pude evitar decir:
—¿Y la otra noche...? —vi que no entendía a qué me refería —. Nuestra primera noche juntas; yo... yo te besé y tú...
—Cuando me besaste... —hizo una pausa con la mirada perdida en el mar—. No me lo podía creer. Simplemente no podía imaginarme que sentías lo mismo que yo... Pero vi tus lágrimas, -y sé que estabas muy pasada, yo también lo estaba-, y entonces entendí que no era un delirio de alcohol, que lo esperabas de verdad... por eso te seguí y te pedí perdón. Por eso tomé la iniciativa... aún muerta de miedo, amparándome en la ebriedad si al día siguiente te arrepentías. Pero fue alucinante, todos mis deseos prohibidos se estaban haciendo realidad... se están haciendo realidad.
La atmósfera era muy íntima y no quería romperla; quería seguir hablando, acabar con todas las dudas... Porque aunque notaba como la humedad de la arena me traspasaba la ropa, helándome la piel, algo llevaba demasiado rato quemándome en la boca...
—¿Y qué es eso de que Leo es tu coartada?
Norma me miró a los ojos, había muy poca luz, pero fue la mirada más triste que jamás me había dedicado.
—Si quiero estudiar arte, hacer el curso de Venerotti, seguir teniendo coche y hacer todos los planes que desee, debo tener "novio formal". Si no, María... acabará con todo.
—¿Y no crees que le valdrá... una novia formal? —pregunté con media sonrisa trémula, aunque intuía cual era la respuesta y el gesto de Norma me lo confirmó.
Alzó los ojos al cielo, apretó los labios y negó con furia. Una relación lésbica por muy seria que fuera, no entraba en los planes de María. Y pensé que seguramente tampoco en los de mi padre, aunque yo contaba con mi madre, claro.
—Vivimos en pleno siglo XXI, Norma —afirmé con suavidad—. Puedo comprender que a tu madre le suponga un trauma saber que estamos juntas, pero ¿qué puede hacer? ¿Y tu padre? ¡Joder! Félix es súper moderno... Me quiere como si fuera su hija, dudo mucho que no nos apoye...
—María le coaccionará con el trabajo y el dinero —dijo con resentimiento y yo caí en la cuenta de que no la llamaba mamá —. Lo hace siempre. Ella es la dueña de todo: de la empresa, de las cuentas...Mi padre traga con todo... porque no sé qué narices le dará en la cama, pero está enamoradísimo de esa zorra manipuladora.
Nunca la había oído hablar de su madre con tanto desprecio y resentimiento... no comprendía hasta qué punto, Norma había intentado enfrentarse a la situación familiar, que sin duda se mantenía oculta a la vista de los demás. Por eso dije:
—Norma, es tu madre. No un capo della mafia. Si le mortifica que la niña no sea hetero... que se aguante. Ya lo entenderá.
Norma suspiró y me acarició la mejilla.
—Quiero seguir pintando... No quiero ponerme a trabajar de cualquier cosa sin acabar los estudios. No cuando todos en la facultad dicen que tengo talento, no cuando justo descubro que esto es lo que quiero hacer, Ritz... —imploró en un susurro que me partió el alma, y añadió—: Por favor, amor... No comprendes que no puedo renunciar a pintarte, a poder besarte, a volver a acariciarte, a hacerte sonreír otra vez como esta mañana, a desnudarte con prisas y entre risas, a sentir tus manos sobre mi cuerpo — suspiró—, a que dejes de ser mi repelente...
Los ojos se me anegaron, me abrumaba el sentimiento con el que Norma hablaba y sobre todo saber que la profundidad de su amor era igual que la mía.
Sonreí entre lágrimas. También Norma tenía huellas del llanto visibles gracias a la luz de la luna. Estábamos muy cerca la una de la otra y decir qué labios buscaron los otros primero sería imposible, porque ambas estábamos desesperadas y nos aferramos en un beso triste y emocionado a la vez.
Comprobé, una vez más, que cuando estábamos juntas una burbuja se creaba a nuestro alrededor. Todo desaparecía, sólo existíamos ella y yo. Ya no necesitaba más explicaciones, ni siquiera que cortara con mi hermano; no necesitaba nada, salvo tenerla y compensarla por el mal rato que estaba pasando, borrarle el llanto a besos y olvidarnos del mundo y las circunstancias que nos rodeaban.
Sin decir una palabra, nos cogimos de la mano y fuimos al apartamento bordeando la orilla, a todo lo que daban nuestros pies, sin importar que nos mojáramos las sandalias y los tobillos con el ir y venir de las olas.
Llegamos a casa quitándonos los zapatos antes de entrar y la ropa justo en el recibidor. Nos fuimos directas a la cama, a consumirnos en el fuego que éramos. A disfrutar de las horas que nos quedaban en la playa antes de volver a la realidad.
En la calma de la madrugada pensé que ya había pasado la tempestad. Que habíamos salido ilesas de los zarandeos y que éramos más fuertes. Pero la verdadera tempestad estaba aún por desatarse...
A la mañana siguiente ambas despertamos temprano, con miradas cómplices nos duchamos y nos vestimos y después de un desayuno de café y bizcocho, Norma me propuso seguir pintándome.
Sin reticencias esta vez, me dejé hacer. De nuevo nos pusimos en la terraza. La dejé trabajar en silencio; intuí que lo prefería. Pintar para ella fue terapéutico. Me di cuenta porque el gesto se le fue relajando y suavizando la mirada, con el pasar de las horas.
Después, mientras ella ultimaba la pieza según comentó, yo preparé la comida. Por la disposición del apartamento, mientras cocinaba podía observar de lado a Norma pintar. Sonreí, imaginándonos viviendo juntas, ella pintando y yo cocinando. Y esa visión de futuro me encantó.
Al cabo de un rato, entró y me abrazó por detrás, besándome en la mejilla y yo me tiro para apresar sus dulces labios en beso que terminó en mordisco.
Después comimos hablando un poco de todo y de nada. Sentí que estaba algo inquieta, pero no quise atosigarla con preguntas.
No fue hasta que terminamos de comer, que lo soltó.
Sentadas en el sofá, viendo alguna tontería en el televisor, las manos se nos iban a la otra. Eran caricias que buscaban provocar: las suyas y la mías. Nos encantaba jugar, encendernos poco a poco, reseguirnos la piel despacio, tocarnos los puntos más sensibles con delicadeza: el cuello, el lóbulo de las orejas, las clavículas...
Resbalé hacia el suelo, sentándome entre sus piernas, en la mullida alfombra y apoyando la espalda en el sofá.
Sus dedos se deslizaron por mi garganta y se adentraron en el escote, hasta acomodarse debajo de mi sujetador. Mis manos ascendieron desde sus tobillos hasta sus muslos. Sus dedos apresaron mis pezones con cierta fuerza y exhalé fuerte mientras me quedaba quieta y me dejaba hacer.
Norma enterró su cara en mi pelo y aspirando profundamente, me desabrochó la blusa. Me apresó los brazos con sus piernas y siguió recorriéndome a placer, desnudándome a su antojo, sin que yo pudiera oponer resistencia. Tampoco es que quisiera, porque estaba disfrutando enormemente de sentirla de nuevo. Jamás me cansaba de ella.
Y de pronto, cuando me tenía absolutamente abnegada y encendida, clamando porque sus caricias me llevaran de nuevo al espacio exterior, paró.
Empecé una débil protesta, que ella pronto acalló:
—Shht... Si quieres que termine, tienes que prometerme una cosa.
—Lo... que... quieras... —dije entre jadeos lujuriosos. Estaba desesperada por alcanzar el tan ansiado orgasmo y hubiera hecho cualquier cosa, con tal de lograrlo.
—Esta tarde, ya no vas a volver a vestirte y me dejaras pintarte así, absolutamente desnuda —lo dijo con suavidad, en un susurro excitado, mientras sus dedos volvían a mi cuerpo y se apoderaban de mi piel y de mi alma.
No tuve tiempo de pensar, de cuestionármelo siquiera, porque cuando empecé a asentir, sus dedos bailaron endiabladamente en mí y grité un enorme «SÍ», mientras explotaba.
Cerró las cortinas para darnos más intimidad y ella también se quedó desnuda. Me pintó en el lienzo y la piel, jugamos entre pinceles y trementina, posé encima del sofá y en el suelo. Me olvidé de la vergüenza y de la timidez y fui simplemente yo, sin complejos.
Norma reía y reía. Se la veía tan feliz, tan hermosa... Esos instantes en los que sientes que la felicidad es eso y nada más. Que harías que el reloj parase para siempre.
Pero el tiempo no se detiene...
Por la noche, después de ducharnos y tras limpiar el estropicio de la tarde y poner los lienzos a secar, nos disponíamos a salir a cenar, a disculparnos con Lito y Juanma y a disfrutar de la noche. Pero el timbre de la puerta sonó cogiéndonos por sorpresa.
Y más sorpresa fue, cuando nos levantamos a abrir y nos encontramos con unos ojos muy conocidos que nos miraban furibundos y acusadores.
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