Capítulo 27. El viaje


De nuevo, como el día anterior, me desperté antes de que sonara el despertador. No estaba nerviosa pero sí expectante. Me apetecía tremendamente hacer este viaje.

Habíamos acordado con Norma que nos marcharíamos después de que lo hicieran los chicos.

Héctor mandó un mensaje de que ya había aparcado, luego llamó al timbre y mientras Leo terminaba con su petate y mis padres trasteaban en la cocina, fui a abrirle.

Nos abrazamos y a media voz, le di las gracias por lo que hacía por nosotras.

—No me las des, pequeña. Pero, y sé que no es cosa mía, creo que sería mejor que le dijerais la verdad.

—Lo sé, pero Norma me ha pedido tiempo y yo se lo he dado.

Héctor asintió y me dio un beso suave en el pelo, haciendo que enterrara mi cabeza en su amplio pecho. Le abracé, sintiéndome comprendida, protegida... y le solté cuando oí que Leo se despedía de mis padres en la cocina; no quería darle ningún tipo de carnaza.

Cuando mi hermano llegó a la puerta, nos despedimos brevemente.

—Hasta la vuelta, Rian —me dijo con media sonrisa y, alzando un ceja intencionada, miró hacia Héctor.

—Buen viaje, Leo —dije poniendo los ojos en blanco, pero riéndome; estaba demasiado feliz para dejar que nada lo estropeara.

Media hora después, sacaba mi maleta del armario y era yo la que me despedía de mis padres. Mi madre ya se había encargado de hablar con mi padre, porque éste no dijo nada, salvo que condujéramos con cuidado.

Antes de marchar, mi madre vino corriendo tras de mí.

—Rita, espera un segundo.

Me entregó un pequeño neceser de color negro, que me obligó a guardar en un bolsillo de la maleta sin mirarlo. La interrogué con la mirada.

—Por... si queréis hacer más memorable el viaje —dijo con un guiño.

Me picaba la curiosidad pero no pregunté más, pues sabía que no obtendría nada. La besé fugazmente y bajé a la calle, olvidándome de los enigmas de mi madre al divisar el coche de Norma aparcado un poco más abajo de mi portal.

Salió a abrirme el maletero que iba hasta los topes. Lienzos, pinturas, plásticos, pinceles y la propia bolsa de Norma lo ocupaban todo.

Alcé la ceja conteniendo la risa.

—Aquí no me cabe ni un bikini... —dije.

—Vale... Igual me he pasado un poco —asumió con falso aire culpable.

Luego se rio diciéndome que tampoco era imprescindible que yo llevara nada y me miró de una manera que me hizo temblar hasta las pestañas. Abrió su puerta y tirando el asiento para adelante, metí mi equipaje en los escuetos asientos traseros.

El viaje se hizo ameno, nos gustaba la misma música y la conversación siempre era fácil con Norma. Aunque hablamos básicamente de nimiedades, de cómo queríamos organizarnos al llegar, del deseo de disfrutar de buen tiempo -que era lo que indicaba la predicción- y sobre todo estábamos pendientes de seguir las instrucciones del navegador del móvil para no perdernos en ningún cruce.

A mitad de camino paramos para comer e ir al baño y después nos turnamos el volante. No era un viaje demasiado largo en coche, mucho menos que en tren, solo algo más de cuatro horas, pero así nos repartíamos la responsabilidad de lidiar con el tráfico.

Llegamos al apartamento a media tarde. El sol aún lucía alto, así que al entrar y levantar las primeras persianas, la luz lo inundó todo. Norma dijo algo acerca de la pintura y el olor, pero no quise entretenerme ni un segundo. Había muchas cosas por descargar, todavía. Hicieron falta cuatro viajes de cada una al coche para subirlo todo, incluidas nuestras maletas, que apilamos como pudimos en el pasillo-recibidor del apartamento.

Cómo habíamos acordado, mientras Norma terminaba de desplegarlo y colocarlo todo, yo me fui al supermercado a comprar provisiones.

Inevitablemente me asaltaron recuerdos del verano anterior, pero eran tan lejanos que parecían de otra vida.

En esos casi diez meses que habían pasado entre un viaje y otro, todo había cambiado. Yo había cambiado. Pero no iba a dejar que ni Christian, ni Héctor, ni tampoco Leo poblaran mi memoria en ese momento. Quería disfrutar de esos días al doscientos por cien, sin pensar en nada más que en el presente. Ahora solo existíamos ella y yo y quería aprovechar ese viaje.

De vuelta al apartamento, entré cargada y tambaleante, con varias bolsas encima. Norma salió a mi encuentro, dándome un enorme beso con tanto ímpetu que por poco me hace tirar la compra al suelo. Pero era incapaz de enfadarme con ella, además era el primero en todo el día.

—Échame una mano, porfa —le pedí, en un jadeo, separándome con pesar de sus dulces labios.

—Claro, perdona.

Me agarró una de las bolsas y nos metimos directas hacia la cocina a colocarlo todo. Me pareció que la estancia estaba distinta, pero no quise darle importancia, solo quería colocar la compra, terminar de instalarnos de una vez y darme una ducha.

Después, al salir de la cocina que estaba abierta al espacioso salón, corroboré que los colores del apartamento habían cambiado, y que en lugar de una marina, la casa parecía un oasis. El sofá y las cortinas presentaban tonos verdes en lugar de azules, las maderas que recordaba blancas eran oscuras y los cuadros que antaño eran escenas marítimas eran ahora flores tropicales y palmeras. Detrás de mí, Norma explicó:

—Mamá cambia cada año el apartamento, de arriba a abajo. Los muebles y todo lo que se puede aprovechar lo da al albergue del pueblo —dijo tratando de disculpar el dispendio de María —. Este año, además, ha tirado unos tabiques para hacer solo dos dormitorios con sendos baños incorporados. Elije tú el que más te guste.

Me giré y la miré a los ojos, sin esconder lo que me hacía sentir:

—Mientras duermas conmigo, me da igual hasta dormir en el suelo.

Con una sonrisa arrebatadora, me besó dulcemente y agarrándome de la mano me llevó a la zona de los dormitorios. Uno estaba decorado en tonos naranjas cálidos, lleno de flores en cortinas y sábanas; en el otro, grandes hojas verdes poblaban la decoración. Miré a Norma y no tuve dudas. El naranja no le había gustado nada. Así que nos quedamos en el verde.

Pusimos nuestras maletas encima de la cama y empezamos a sacar la ropa. Cuando llevé nuestros neceseres en el baño, me fijé en como había quedado de bien aprovechado el espacio y que también las baldosas iban acorde con la decoración. María no dejaba ni un detalle sin sentido.

Sonreí, Norma bufaría al verlo. No le gustaba nada que todo estuviera "tan conjuntado". Ella necesitaba cierta parcela de caos, de descontrol. «Que haya imperfecciones, es lo que lo hace todo perfecto» me había dicho en alguna ocasión.

—Nena, ¿has encontrado un pasadizo secreto o te has perdido por el desagüe? —preguntó pizpireta mientras entraba en el baño —. ¡Bfff qué horror! Esto es muy hortera...

—Solo son unos días, Normi... No es el fin del mundo —sonreí al haber adivinado su reacción.

Me miró con picardía a través del espejo y colocándose justo detrás de mí, me susurró al oído:

—Y si lo fuera... tú estás aquí.

Me besó el hueco del cuello justo debajo de la oreja y luego más abajo y sus manos se colaron por debajo de mi ropa, acariciándome con suavidad, encendiéndome con rapidez.

No pude evitar cerrar los ojos y dejar de ver nuestro reflejo porque no dejaba de besarme la nuca con lentitud y me estaba fundiendo de placer con esas caricias. Los abrí de nuevo cuando dejó de besarme para proponerme:

—¿Te apetece una duchita?

Asentí y lo último que vi en el espejo fue su mirada enturbiada de placer igual que la mía. Me giré, atrapando sus labios con los míos, imprimiendo en ese beso todo el deseo que sentía. Dejando que las manos actuaran solas, despojándonos de la ropa con presteza para acariciarnos sin trabas.

El agua fresca no hizo ninguna mella en nuestro calor. La piel de Norma ardía igual que la mía, mientras su dedos enjabonados dibujaban un camino que su boca cálida seguía, casi sin dejarme intervenir.

Bajo la lluvia artificial me dejé hacer. Quedé de cara a la pared embaldosada, mientras Norma restregaba su generoso pecho en mi espalda, que resbalaba gracias al suave gel de vainilla y me besaba una y otra vez hombros y nuca.

Sus manos se perdieron entre mis piernas donde no pude proferir ni una queja, porque con velocidad y destreza me llevó a un orgasmo furioso que me dejó temblorosa.

Me di la vuelta, convulsa y resollante.

—Me voy a vengar —susurré entre jadeos y apagando la ducha.

—Cuento con ello —sonrió abiertamente —. Pero te la debía, repelente.

Aprovechando mi breve desconcierto y soltando una gran risotada, huyó del baño completamente desnuda y mojada.


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