Capítulo 22. Las consecuencias (II)

Me dejé arrastrar por Norma. ¡Cómo iba a oponerme! Sentir sus labios sobre los míos era la mejor sensación del mundo. Que lo hiciera sin alcohol de por medio, me llenaba de dicha y felicidad.

Tan dulce y maravillosa era la sensación y tan obnuvilantes eran todos los sentimientos que me inundaban, que ni caí en la cuenta de que Félix estaba por ahí y podía oírnos.

A Norma tampoco parecía importarle la cercana presencia de su padre, pues no estaba siendo nada cuidadosa en cuanto a ruido se refiere.

Aunque dudaba de que Félix, en caso de oírnos, osara interrumpir en la habitación de su hija, porque ya no éramos dos niñas.

Pronto los labios rojos de mi mejor amiga corrieron por mi piel, sacándome la ropa y vistiéndome con sus besos, mientras mis manos buceaban bajo su ropa con caricias que se iban tornando cada vez más tórrida y húmedas.

Pronto nuestras aristas enhiestas se rozaron en un contacto eléctrico, casi un chispazo, que nos encendió aún más y nuestras piernas se enredaron con las manos, quitando las últimas prendas, porque nuestros cuerpos se buscaban atraídos como polos opuestos.

El calor de nuestras bocas se extendía por toda nuestra piel que, magnética y ardiente, anhelaba fundirse con la de la otra.

Norma no me dio tregua y volvió a sumergirse en mis profundidades mientras mis labios le tejían en las suyas un biquini invisible, entre jadeos y gemidos que se hacían eco por las paredes.

Nuestras lenguas bailaron juntas, primero en nuestros cuerpos y después la una con la otra, mientras los dedos eran los encargados de la expedición submarina.

Ya sin dudas de lo que había sucedido la noche anterior, me abandoné por completo a mis deseos y gocé al ritmo endiablado que Norma le impuso a mi cuerpo y a mi corazón.

Fui mucho más consciente, en este segundo asalto, que aún había muchas sendas de placer por descubrir, pero era increíble la facilidad pasmosa con la que las íbamos encontrando. Como si nuestros cerebros o nuestras almas ya las hubiesen recorrido con anterioridad, en otro tiempo, en otra vida.

Los días ya estaban empezando a alargar y el sol mortecino entre naranjas y violetas aún se colaba por el ventanal cuando, sonrientes y resollando, nos desplomamos sobre la cama deshecha, una al lado de la otra. Nos miramos y reímos. Siempre habíamos estado muy cómodas la una con la otra, pero ahora la atmósfera de intimidad era como una burbuja que nos envolvía, haciéndonos cómplices de un placer indescriptible e infinito del que yo no quería volver a prescindir.

La respiración, poco a poco, se nos fue calmando. Mi piel seguía hirviendo y podía sentir todavía todos los besos, caricias y arrumacos que Norma me había prodigado. No quería que esa sensación terminara nunca, pero necesitaba hablar con ella. Quería abrirle mi corazón y decirle todo lo que sentía, todo lo que ella despertaba en mí.

Poner las cartas sobre la mesa. Hablar abiertamente de lo que nos acababa de suceder. Pensé en cómo cambiaban las cosas en veinticuatro horas... De un simple anhelo a una realidad.

Dejé que mis sentimientos fluyeran libremente, la felicidad se esparcía por mis entrañas y me desbocaba la imaginación, trenzando planes de futuro juntas. Incapaz de callarme, me giré despacio hacia ella y la llamé flojito:

—Norma...

—Shhhht... Ahora no, Ritz —ronroneó en un susurro, con los ojos cerrados y con una sonrisa de oreja a oreja.

Me embebí de ella, estaba preciosa con los rizos humedecidos y ese rictus de felicidad proporcionándole un plus de belleza. La amaba con todo mi corazón. Dejé que descansara, porque sabía que no le venía mal, pensando que ya hablaríamos más adelante.

Yo no tenía sueño. Demasiadas emociones y demasiada adrenalina me corría por dentro. La oxitocina hacia rato que se había instalado en el cerebro y campaba a sus anchas.

Disfruté mientras veía como la puesta de sol se completaba, notando la respiración suave y calmada de Norma a mi lado. Miré de reojo el reloj, eran poco más de las ocho y luego miré de nuevo a Norma.

Salí de la cama despacio y busqué mi ropa. Me puse las braguitas y el vestido. No encontré el sujetador. Me anudé el cinturón. Cogí el móvil de Norma y le puse un despertador temprano, alrededor de las siete de la mañana y otro a las siete y media. Era un lirón. Y yo no quería que llegara tarde al dichoso examen, porque ya me había quedado claro que era vital para ella.

Recogí mi mochila y la cazadora y justo cuando iba a salir, encontré mi sujetador. Lo doblé con cuidado y me lo guardé en un bolsillo de la chaqueta. Salí sin hacer ruido.

Al pasar frente al despacho de Félix, observé que estaba enfrascado dibujando unos planos y con los auriculares de música puestos porque meneaba la cabeza, ligeramente canosa, rítmicamente. Sonreí.

Salí a la calle y el aire fresco me acarició. No podía dejar de sonreír. No dejaba de pensar en Norma y en todo lo acontecido, sintiéndome volar, mientras regresaba a mi casa.

Entonces una breve vibración en el bolsillo derecho de la chaqueta, me hizo detenerme y sacar el móvil.

Aterricé de golpe y sin ninguna suavidad; fue como si me tragara un ladrillo. Ni siquiera me acordaba que antes de liarnos, Leo había llamado a Norma, y que ésta le había colgado con cajas destempladas.

Lo dejé en leído, incapaz de responderle. En el poco rato que me quedaba para llegar a mi casa tenía que inventarme una coartada. Aunque las habituales como la biblioteca o las compras, no me valían; la primera porque ya había terminado los exámenes y la segunda porque era domingo.

Llegué a casa con los nervios a flor de piel. Me inspeccioné veinte veces en el espejo del ascensor durante los veinte segundos que duraba el viaje, para cerciorarme de que no había huellas de Norma en mi piel. Salvo los ojos brillantes y una sonrisa que no podía evitar que me partiera la cara, nada lo indicaba. Me mordí el labio hasta casi hacerme sangre para contenerme.

Deseé que mi hermano no quisiera  hacerme un tercer grado acerca de Norma y poder encerrarme rápidamente en mi habitación; pero no había abierto casi ni la luz del recibidor, que mi hermano salió en tromba del pasillo y me abordó:

—¡Joder! Ya era hora, nena... —me recibió, con una impaciencia nada habitual y una expresión de enfado y tensión.

Entonces usé un truco de mi madre: darle la vuelta al asunto y enfadarme yo con él.

—¡Ay, perdona! ¿Se me ha olvidado pasarte mi calendario? No me acordaba que tenía que darte explicaciones de lo que hago con mi vida —no pretendía ser sarcástica, pero me salió así.

—Podías contestar al wasap, por lo menos...

Miré el reloj. No hacía ni diez minutos que había recibido su mensaje. Alcé las cejas con irónica perplejidad.

—Vale, vale... Tienes razón —relajó el gesto —. Pero es que hemos llegado hace bastante rato y pensamos que te encontraríamos aquí. Norma me dijo que ya no estabas en su casa y... estaba rarísima... Oye ¿tú sabes que le pasaba? ¿Has estado con ella, no?

—Ehm...—el aire se me escapó de golpe —. Sí, claro. Hemos estado estudiando, tiene unos exámenes importantes. Está... — maldije en arameo, me estaba metiendo en un berenjenal y no quería ir hasta el fondo, mucho menos sin haber podido hablar con Norma acerca de lo sucedido—, agobiada. Pero eso... ¿no será mejor que lo hables con ella, cuando ella pueda? —le dije malhumorada —. Yo solo quiero darme una ducha y meterme en la cama.

Esto último se lo dije ya cruzando el breve recibidor e iniciando el pasillo. No aguantaba más. Necesitaba esa ducha, pero sobretodo estar a solas y alejarme de la mirada inquisidora de Leo.

—No, Rita, espera un...

Pero no le hice ningún caso y seguí avanzando en dirección al baño. Entonces una sombra alta como un ciprés salió detrás de mí y por el rabillo del ojo, vi el destello de una piel chocolate que yo conocía de sobras.

—H-h-hola Rian...



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