Capítulo 21. Las consecuencias (I)
Llegué a casa de los padres de Norma con bastante rapidez. El domingo a mediodía las calles solían ser un remanso de paz, incluso en una ciudad grande como la nuestra.
El piso donde vivía la familia Rendón era un amplio ático, que reflejaba perfectamente la personalidad y la profesión de María, la madre de Norma. La luminosa vivienda podría ser el reportaje principal de cualquier revista de interiorismo. Realmente era un espectáculo a la vista, con el que nunca conseguía sentirme del todo a gusto porque me daba miedo mover, ensuciar o romper algo y cargarme toda esa perfección.
Así que habitualmente era Norma quién subía a casa y no a la inversa, aunque mi presencia no era nada extraña en su hogar.
Cuando el ascensor llegó al rellano, vi que había dejado la puerta principal entornada. Por un momento los nervios apretaron con más fuerza: quería ver a Norma y, a la vez, lo temía.
No podía borrar de mi mente esa imagen con su rictus de placer y sus gritos jadeantes y suaves resonaban en mis oídos. Desde luego había sido una fantasía muy real y si no, había sido una fantasía hecha realidad.
No sabía cual de las dos opciones me gustaba menos.
Si me confirmaba que no había ocurrido nada, que todo había sido una fantasía mía, entonces nuestra amistad estaría intacta y lo del beso sería una anecdotilla fruto de la ebridad de la que podríamos reírnos. Pero entonces yo, tendría que seguir guardando todos mis sentimientos en secreto.
Si por el contrario, confirmaba que había sucedido... tendríamos que hacer frente a muchas cosas. Y no sabía si estaba preparada para ello. Lo único que tenía claro es que no quería, no podía, perderla como amiga, pero afrontaría las consecuencias.
Respiré hondo, no iba a huir. Entré sin tocar al timbre y cerré tras de mí, rezando un suave «hola». Esperaba que Norma apareciera por cualquier lado, pero me llevé una sorpresa enorme cuando de la habitación contigua al recibidor, sacó la cabeza Félix, el padre de mi amiga.
Al verme, dejó momentáneamente el que era su despacho, para salir a mi encuentro y darme un fuerte abrazo. No era habitual que estuviera en casa en fin de semana, y en otro momento me hubiese alegrado mucho y sinceramente, porque Félix me caía mejor que bien; pero en ese momento sentí una desilusión y fingí una sonrisa mientras le devolvía el abrazo.
—Rita, hija, qué alegría verte; ahora hacía días que no venías... ¿Cómo estás, cariño? ¿Cómo van esas leyes?
Félix, a diferencia de mi padre, era mucho más moderno y mucho menos serio. Siempre estaba alegre y vestía con estrafalarias camisas y pantalones cortos multibolsillos. Y siempre llevaba algún libro en la mano. Adoraba la música y el cine pero, en realidad, solo tenía tres pasiones en su vida: la lectura, su trabajo y su familia. Era arquitecto paisajista en la empresa de reformas y decoración que María, su esposa, dirigía. De pequeña me hacía reír llamándome "Srta. Hayworth" o "pelirroja" (en honor a la actriz, pues yo siempre fui de cabellos morenos) y es que su alegría era contagiosa. Además la educación imperaba, así que contesté:
—Hola, Félix. Todo bien, gracias. Ahora ya, pues... pensando en Semana Santa y eso... los parciales me han ido muy bien.
—Para variar, ¿verdad, pelirroja? —se rio divertido —. Me alegro mucho, hija. Cuando María vuelva mañana, se lo diré y seguro que se pone muy contenta, cariño. Y ya me imagino que "te han llamado de urgencia" —hizo el símbolo de comillas con los dedos en el aire—, porque tienes a la Casta Diva en sus aposentos, enloqueciendo por momentos con los apuntes. Esta hija mía... todo lo que sea estudiar, le da alergia. Suerte que te tiene a ti.
Los nervios me atenazaron la garganta, recordándome porqué estaba allí realmente y solo pude asentir y darle un breve gracias a media voz, mientras recorría el pasillo hasta la habitación de mi amiga.
Félix se volvió a meter en su despacho, mientras me informaba que en la cocina había comida si queríamos. Ni siquiera me acordaba que yo ya traía unos sándwiches hechos, en la mochila de polipiel que me colgaba del hombro.
Paré frente a la puerta de color blanco nuclear, con una gran N de madera oscura colgada en el centro. Respiré profundo un segundo antes de entrar. Siempre pasaba sin llamar, pero esta vez los nudillos picaron solos sobre el dintel.
La voz de Norma me dio paso y al entrar, no me recibió el habitual batiburrillo de ropa, libros, apuntes, fotografías, pinceles y pinturas que siempre me daban la bienvenida a su gran habitación, rompiendo con la estética del resto de la casa.
Estaba todo completamente ordenado. La cama hecha y sin ropa encima, los tres caballetes con los lienzos cubiertos por una sábana y una pila perfectamente recogida de más lienzos apoyados contra la pared. El escritorio ordenado, sólo con un taco de apuntes, dos libros y el portátil encendido. La gran estantería que se alzaba sobre la mesa en L, también lucía impecable, limpia y con todo recogido en su sitio.
El amplio ventanal dejaba entrar el sol a raudales, iluminando perfectamente toda la estancia. Norma estaba de espaldas, el sol refulgía en sus rizos despeinados.
Verla con los codos sobre la mesa, con una mano en la frente y la otra blandiendo un bolígrafo entre dos dedos, hizo que el corazón me explotara de ternura. Quería correr a abrazarla y besarla. Pero me quedé quieta y callada, temerosa de meter la pata. Entonces, Norma giró la cabeza y nuestros ojos se encontraron. El corazón se me puso a mil y las piernas empezaron a flaquearme. Creo que pude esbozar media sonrisa, mientras sentía como el latído del corazón me zumbaba en los oídos.
Durante unos segundos, que me parecieron muy largos, solo nos observamos. Parecía que ninguna de las dos se atrevía a decir nada. Norma tenía unas profundas ojeras oscuras y los labios enrojecidos algo cuarteados. Aun así, estaba preciosa.
—¡Ahh, Ritz! —suspiró a modo de saludo—, te juro que no vuelvo a hacer una fiesta antes de terminar los exámenes. Por favor, qué carcaja llevo encima.
Su tono no denotaba ningúna extraña emoción, no me daba ninguna pista; era igual que siempre. Como cualquier otro domingo de resaca. Pero este no era como otros, no para mí.
—Sí, yo también me he levantado embotada. ¿Desfasamos mucho? El salón estaba hecho una cuadra pero por suerte, solo el salón... —no tenía muy claro como abordar el tema, así que traté de dar un rodeo y lancé la indirecta.
—Siento no haberte ayudado a recoger como siempre, pero me había dejado los apuntes aquí en casa y necesito todas las horas que me quedan, lo llevo fatal y tengo que aprobar como sea. Gracias por venir, por cierto.
Parecía sincera, pero estaba claro que estaba tratando de evitar el tema. De nuevo, me guardé lo que sentía y lo que yo deseaba bajo una sonrisa. Ya habría mejor ocasión para averiguar la verdad de lo ocurrido la noche pasada y le contesté:
—No seas boba, siempre te he ayudado a estudiar. Pero nunca te había visto tan apurada por un parcial.
—Si apruebo con buena nota, entraré en el curso de Venerotti. Y eso es lo más, porque casi nunca admite alumnos de primero. Pero se hicieron unas pruebas y me presenté y les gusté. Y Ballester me dijo que si le demostraba que llevaba bien la teoría, me dejaría asistir aunque me perdiera algún crédito del segundo trimestre.
— ¿Al curso de qué? — no entendía ni jota de lo que me estaba contando, pero Norma estaba entusiasmada.
—De qué no, de quién. Giacomo Venerotti es uno de los artistas más influyentes de este siglo, ha revolucionado la forma de pintar retratos, su trato de las proporciones es maravilloso y sus desnudos son fabulosos. Si puedo ir a su curso, significa que seré la primera alumna de mi promoción que trabaja con modelos reales y no solo con jarrones y frutas pochas y podré... —hizo una pausa en la que me miró de arriba a abajo y por un segundo se le enturbiaron los ojos, pero enseguida se aclaró la garganta y dijo—, mejorar.
Mientras me contaba más cosas del tal Venerotti vi como se emocionaba. Los ojos se le iluminaban y la sonrisa se le ensanchaba. Estaba claro que para ella era muy importante y me di cuenta de que no era que los estudios le diesen alergia, era que simplemente no había encontrado su vocación hasta ese momento.
—Pues, venga, vamos a ver ese temario.
Me pasó un libro que estaba lleno de anotaciones y nos pusimos a estudiar en silencio un buen rato. Dejé pasar el tiempo, tratando de encontrar la manera de abordar lo que me carcomía por dentro, pero no lo logré.
Hicimos una pausa para comernos los emparedados que había llevado, hablando de todo y de nada. Quejándonos, ambas, de dolor de cabeza y cansancio y bromeando sobre que nos estábamos haciendo viejas, pero nada más. A la mínima que yo trataba de preguntarle acerca de la noche pasada, ella me salía con una broma o desvíaba la conversación, saliéndose por la tangente como una maestra de las matemáticas.
Me dí por vencida. Dejé de buscar oportunidades para abordar mis dudas y me centré exclusivamente en ayudarla a repasar. Preparamos resúmenes y esquemas. Tras unas pocas horas, Norma lo tenía dominado, aunque sus nervios no le dejaban verlo, y mi ánimo iba de capa caída cada vez más. Necesitaba escapar, tratar de poner orden en mi mente y olvidar el maldito episodio nocturno; del que, acaecido o no, estaba claro que Norma no estaba dispuesta ni siquiera a hablar.
Me puse a recoger mis cosas, cuando se levantó para ir al baño. Cuando volviera, me despediría y me marcharía.
—¿Ya... te vas? —me preguntó con evidente sorpresa, cuando regresó a la habitación.
—Eh... —vacilé un segundo —, sí. Lo cierto es que... Te lo sabes de sobra, aprobarás seguro y está claro que yo mucho más... ya no pinto aquí —dije un poco molesta, sin poder evitarlo.
—¡Ritz! —me riñó —. No digas tont...
En ese momento el móvil de Norma se puso a vibrar a toda mecha encima del escritorio y pude ver como aparecía una foto con la cara de Leo sacando la lengua.
Norma bufó incómoda y yo suspiré.
—Dame un segundo, tengo que contestar. No te vayas —me exigió con dureza.
Yo estaba ya muy cansada, pero le hice caso. Entonces tuve que escuchar parte de su conversación con mi hermano.
—¡Ey! ¿Cómo está mi ala-pívot favorito?... Sí, ya lo sé, es que he estado estudiando... No, Leo, no puedo... No lo sé... No, ahora no puedo hablar...
Su tono era completamente evasivo y malinterpreté que era por mi presencia, así que me cargué la mochila en el hombro e iba a salir por la puerta cuando la mano de Norma agarró la mía y me hizo dar la vuelta sobre mí misma.
Sus ojos verdes y cansados atraparon los míos, mientras le decía al teléfono con aire cansado:
—No, no tengo ni idea de dónde está tu hermana, hace rato que se ha ido. Lo siento, Leo, mi padre me está llamando. Ya hablaremos.
Cortó la llamada y dejó el móvil en la estantería. Sin soltarme de la mano y sin dejar de mirarnos.
Estuvimos así mucho rato. La voz de Norma fue la que rompió el silencio en un susurro:
—Lo siento, soy idiota.
Y acto y seguido me besó con un apasionado desespero mientras su mano tanteaba en mi hombro para hacer deslizar el asa de mi mochila, que cayó con cierto estruendo cuando Norma me arrastró hacia su cama sin despegar sus labios de los míos.
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