Capítulo 19. Fuego y terciopelo


Las risas por el alcohol, que inundaba todas las fibras de mi ser, no duraron demasiado rato.

De repente empecé a sentirme muy cansada y después triste. Tanto que casi tenía ganas de llorar. Norma seguía medio bailando y haciendo "el payaso".

—Me voy a dormir —susurré, aguantándome las lágrimas, mientras iba directa a mi habitación.

Norma ni se giró, imaginé que no me había oído, pero no hice nada para que se enterara.

Me tumbé en la cama con algunas lágrimas traicioneras asomándome por los ojos. El mareo se intensificó un poco pero no me enturbió el pensamiento. Así que mi cabeza se puso a repasar una y otra vez lo sucedido esa noche.

Por más que lo pensaba, no entendía por qué se había torcido tanto la cosa. Me costó un triunfo hablar con Norma, y cuando estaba reuniendo el valor, ella se había girado y entonces yo... y luego ella... Pero al final...

Estaba encallada allí, en bucle, como si fuera un vinilo rayado y la aguja no pudiera salir del surco. Incapaz de discernir si ella había cambiado de tercio adrede o fruto de la borrachera.

Niguna de las dos opciones eran muy halagüeñas, porque si todo era un producto de la borrachera, no podía significar en modo alguno que yo le gustara.

Y si se había separado intencionadamente sólo podía significar que yo no le gustaba en absoluto... Pero entonces, ¿por qué me había dejado continuar y no había cortado el beso mucho antes?

Resoplaba, hastiada, con las manos en la cabeza. Incapaz de dormir, ni siquiera de encontrar una postura cómoda. La primavera en la ciudad estaba avanzada y el calor ya se notaba en el asfalto y los edificios. Pero no era por eso por lo que yo no podía conciliar el sueño. Intenté cambiar el rumbo de mis cavilaciones. Muy pronto sería Semana Santa, era de esos años en que caía tardía, y tendría una semana de vacaciones. Unos días para tomar aire y coger con fuerzas la recta final del curso. Igual me vendría bien viajar y salir de allí.

Llevaba bien los estudios, eso no me preocupaba. Era curioso con todo mi trajín emocional, pero es que era sentarme delante de los libros y sólo me concentraba en las letras. Me sucedía desde pequeña. Mi madre siempre decía que cuando cogía un cuento o una novelita infantil no había ni dibujos animados, ni merienda, ni siquiera gritos o llantos de Leo que me hicieran levantar la cabeza.

Pensé en Leo, el mayor incordio de mi vida, que a ratos era un buen amigo. Se estaba haciendo un hombre muy deprisa, y mal que me pesara reconocerlo, bastante atractivo. Últimamente se estaba dejando crecer el pelo y la barba, lo que le confería un aspecto de cierta rudeza que sumado a su altura y su condición física, le daba un porte de "malote de Hollywood". ¿Cómo Norma no iba a estar colgada de un chico así?

Además, Norma, desde muy temprano ya empezó a fijarse en los chicos y a hablar de ellos. Evidentemente, ella fue la primera que tuvo "noviete", la primera que besó a un chico, la primera que empezó a salir "en serio" con ellos -sobre todo de cursos superiores- y la primera que descubrió el sexo hasta su máxima expresión. Pero en todo este tiempo -y su vasta experiencia-, jamás había hecho mención a una posible atracción homosexual, ni siquiera como algo a probar en el futuro. Y mucho menos desde que estaba saliendo con mi hermano, quien parecía idóneo para cubrir todo el terreno sexual que demandaba mi mejor amiga.

Y con todos estos mimbres, ¿tenía algún sentido sentir lo que sentía?

Resoplé, hastiada. Y me respondí a mí misma: aunque así fuera, aunque no tuviera el más mínimo sentido, tampoco podía dejar de sentirlo. No era un interruptor que pudiera apagarse o encenderse a voluntad.

Y las lágrimas silenciosas volvieron a anegarme los ojos. Entonces la puerta de mi dormitorio se abrió de golpe y un haz de luz del pasillo entró directo, iluminando parcialmente los pies de mi cama.

La silueta de Norma, borrosa por mis lágrimas y el contraluz, apareció en el umbral.

—Estás aquí... —susurró con cierta preocupación, acercándose.

Antes de que pudiera decir o hacer nada, vi que se quitaba el vestido con presteza, mientras negaba suave con la cabeza y subía desnuda a la cama mientras yo me enjugaba las lágrimas, atónita.

—Perdóname... —rezó casi inaudiblemente mientras se sentaba a horcajadas sobre mí y su boca buscaba la mía con urgencia.

No había ni una gota de amistad en sus labios cuando devoraron los míos. Tampoco la había en los míos cuando bebí de los suyos, sedienta. Y cuando nos separamos, para tomar aliento, nuestros ojos se encontraron.

«No hay nada que perdonar» pensé, sin decir nada. Solo sonreí insatisfecha, aferré sus mejillas y volví a besarla. Necesitaba más.

Su mirada verde, ahora oscura por la escasa luz, fue lo último que vi antes de perderme por completo en las sensaciones del deseo y el placer.

Ese segundo beso despertó en mí mucho más fuego del que había sentido nunca. Era algo totalmente nuevo y maravilloso. Lograr algo muy ansiado siempre lo es y yo no iba a dejar escapar esa oportunidad. Nada de seguir escondiéndome.

Me incorporé con ansias, sin dejar de besarla. La ropa me sobraba, pero la necesidad de perderme en la piel de Norma y trazar caminos infinitos de besos por todos sus rincones, era más imperante. Así que, asiéndola por las caderas, la tumbé a mi lado y abandoné su boca para resbalar por su cuello, mientras mis manos inciaban una veneración por su pelo, retozando entre sus rizos rubios.

Después, mis manos bajaron hacia sus mejillas y su nuca, acariciando cada centímetro, mientras mi boca seguía resbalando por su maravilloso cuerpo. Explorándolo sin temores, dejando que su aroma me embriagara por completo y encontrándome con todos los secretos que la ropa se encargaba de ocultar: como ese grupo de pecas que nacía encima de su pecho izquierdo o esa pequeña cicatriz horizontal a la derecha del ombligo de la operación de apendicitis que tuvo a los dieciséis, y esa quemadura -ya cicatrizada- que adornaba su gemelo izquierdo, que se hizo al tocar el tubo de escape caliente bajando de la moto de Mario, uno de sus primeros novios. 

Sus jadeos y gemidos eran una banda sonora inmejorable que me hipnotizaba y no fui consciente de que sus dedos me tocaban, hasta que sus uñas impacientes se clavaron en mí, tratando de quitarme la poca ropa que llevaba encima.

El pijama de algodón salió de mi cuerpo para caer en el olvido, mientras Norma se encargaba de aprisionarme contra ella y besarme de nuevo, con ardor. Nuestras lenguas jugaban a perseguirse en una competición húmeda y sensual que no encontraba ganadora.

Mis manos se debatían en una lucha, porque querían estar en todas partes, me apetecía acariciar sus muslos y su espalda, perderme en sus caderas, exprimir la suavidad de sus pechos y lograr que enloqueciera de placer. Las suyas también paseaban por mi piel sin orden ni control.

Actuábamos por instinto, pues era algo completamente nuevo para ambas, pero a la vez era fácil, porque no era algo desconocido.

Los dedos tocaron primero lo que los labios besarían después y las lenguas lamerían a continuación para volver a dejar paso a las manos. La inexperiencia dejó de notarse, porque el deleite lo inundaba todo.

Nuestros cuerpos eran puro fuego, consumiéndose el uno en el otro. La piel de Norma era puro terciopelo, que húmedo e incendiado, desprendía un aroma atrayente hasta la locura. Y en él me perdí hasta que las fuerzas me abandonaron después de un orgasmo estremecedoramente lento, largo y delicado que me llenó por completo a un nivel nunca antes alcanzado, absolutamente indescriptible.

A la mañana siguiente, desperté y busqué a tientas a mi compañera de cama. Levanté la cabeza al no sentirla y un destello de dolor me cruzó la cabeza de lado a lado. Mi única compañía esa mañana iba a ser la resaca.


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