Capítulo 18. Lágrimas y cubatas


Al leer la nota, las lágrimas empezaron a resbalarme sin control. Lloré cómo nunca había llorado en mi vida. Héctor era increíble: me eximía cargando con todas las culpas, como si el responsable fuera él.  Y encima yo no había sido capaz de decirle en voz alta todo lo que me ocurría... Aunque en sus palabras podía verse que lo sabía perfectamente.  Y aún así, no me había exigido ninguna explicación, ni un reproche, nada. Me había acallado con besos y caricias, allanándome nuevamente el camino.  

Y cuanto más lo pensaba, más lágrimas derramaba. Me pasé el sábado llorando a moco tendido, sin salir de la cama, releyendo sus palabras, hasta que deshice la nota empapada entre mis manos y no paré hasta que caí rendida de puro agotamiento.

Ni mi hermano ni Norma me dijeron nada. No asomaron por la puerta  y tampoco me mandaron ningún mensaje al móvil, cosa que agradecí porque tampoco les hubiera hecho caso.

El domingo, el día amaneció nublado como mi estado de ánimo y estaba dispuesta a volver a pasarlo en la cama, pero Leo tenía otros planes.

Llamó despacio y entró sin esperar contestación, con una bandeja de cruasanes de chocolate y un tazón de leche fría. Mi desayuno favorito.

—Hermanita, venga... —me dijo en un tono muy dulce, sentándose en la cama—. Tienes que comer algo, y si no te apetece esto, dímelo, y te preparo otra cosa: una tortilla, una sopa, unas tostadas... Lo que quieras, pero tienes que comer.

Sonreí brevemente, me gustaba cuando Leo era mi amigo más que mi hermano, pero no pude evitar chincharle.

—¡No, no...! Me como esto, me lo como —dije con fingido horror y poniéndolo con cuidado sobre mi mesita de noche —. Que si te hago cocinar, fijo que quemas la casa y salimos en las noticias.

—Je, je... Muy graciosa. ¿Te has visto la cara? Ahora sí que haces honor a tu nombre, eres una irRitación irRitante con patas.

—Y tú, un León viejo y decrépito que no se aguanta ni los pedos, enano —le repliqué dándole un golpe de almohada.

—¿Enano? ¿A quién llamas tú enano? —dijo mientras se ponía de pie sobre mi cama de un brinco—. Soy el hombre más alto de la Tierra —y me cascó un almohadazo en toda la cara, mientras saltaba sobre el colchón.

—Quita tus pies apestosos de mi cama, piojo —respondí con otro golpe sobre una de sus piernas.

—Cállate, cotorRita, y lucha—otro golpe blando cayó sobre mí.

Nos enzarzamos en una guerra de almohadas como cuando éramos pequeños y sin darme cuenta, la risa fue inundándome poco a poco. Y Leo no paró hasta que ni aliento teníamos.

Norma, estuvo liada con unos parciales de la universidad toda la semana y apenas había pasado por casa, cosa que me tenía en una encrucijada: el intenso deseo de verla y la necesidad de no hacerlo.

Pero cuando llegó el fin de semana, mi hermano anunció que tenían un partido de básquet lejos de casa y que el sábado temprano se iba con todo el equipo hasta el domingo por la tarde.

Antes de marchar, me dijo:

— Ritz, no quiero que estés depre... ¿Por qué no llamas a Norma?

La garganta se me cerró.

—¿No irá a animarte al partido? —Dije con dificultad.

—No, está agobiada con la uni. Le vendrá bien ir de fiesta, y a ti también.

Tragué saliva, no sabía qué contestar. Leo lo hizo por mí:

—Pero controla, ¿eh? Que tus pedales son épicos —bromeó.

Me reí sin ganas y le deseé suerte para el partido.

Me estuve debatiendo mucho rato conmigo misma, entre hacerle caso a mi hermano o quedarme tranquila y seguir postergando la agonía. Al final, por la tarde, el deseo me venció. Necesitaba volver a verla y aclarar lo que sentía.

Norma, al recibir mi WhatsApp, tardó dos segundos en organizar una juerga en mi casa. Y en menos de media hora llegó cargada con una bolsa y un pendrive. Sus ojos glaucos fulguraban felices al entrar por la puerta, agitando el pendrive delante de mí.

—Venga, Rita, ¡¡anímate!! —dijo con su habitual alegría—. Esta vez la música es completamente de tu gusto.

Me reí para disimular el desasosiego que sentí al tenerla de nuevo cerca y al recordar mi burda excusa para salir de la discoteca.

—¿Cenamos algo? —Sentía que la ansiedad me consumía y necesitaba calmarme cómo fuera, aunque no tenía nada de apetito.

Organizamos un picoteo y desvié la conversación todo lo que pude hacia la universidad y los exámenes de Norma. Yo había concluido mis parciales antes de terminar con Héctor, lo cual había sido una bendita casualidad, pero ella estaba realmente agobiada con algunas de sus asignaturas. Mientras fueran pinceles y pinturas, todo iba bien, pero cuando se trataba de hincar los codos, la cosa cambiaba.

Comiendo, y oyéndola desahogarse, me calmé lo suficiente para disfrutar de la velada. Mi complicidad con ella era evidente y surgía en cada gesto sin impostarla, aunque me cuidé mucho de no rozarla o no rozarnos accidentalmente, pues temía que esa fuera la chispa que lo echara todo a perder. Me concentré en escucharla y tratar de calmar sus miedos con palabras amables y ofrecerme a ayudarla a estudiar.

—¿De verdad? —me preguntó con la voz preñada de esperanza—. Me harías un gran favor, nena...

—Pues claro, Norma. Si ya sabes que no me cuesta hacerte unos esquemas o lo que sea...

Me sonrió y el pulso se me aceleró tremendamente. Esa sonrisa me encendió, era tan guapa... Tosí, nerviosa.

—Va, ¿nos hacemos unos cubatitas?

Suspiré asintiendo y Norma se levantó. Conocía mi casa como si fuera la suya y no necesitó preguntarme nada para preparar las copas. Abrí los ojos, cuando vi que los cargaba más de la cuenta. Ella me miró divertida y me riñó:

—Sí, señora abogada. No me mires así. Lo necesitamos.

—Aún me queda para ser abogada... —bromeé. Mis nervios iban en aumento.

Bebí la mitad del contenido dando un trago largo, buscando calmarme, mientras veía como Norma bajaba las luces del salón, encendía la música y empezaba a bailar por entre los muebles.

De nuevo, al verla bailar, el estómago se me atenazó y mi mente empezó a vagar lejos del salón. Aunque trataba de controlarlo, no podía evitar imaginarme como sería besarla y estrecharla entre mis brazos sin fin. Como sería poder dar rienda suelta a la pasión que nacía en mi interior, sin medida.

—Vamos, Rita... ¡Baila!

Me levanté rauda, y apuré la copa. Cerré los ojos y me puse a bailar de espaldas a ella, tratando de imaginarme que estaba en otro lugar. Aunque el arduo esfuerzo fue inútil cuando sentí que me tomaba de la mano, me colocaba otra copa y entrechocaba nuestros vasos. La miré y vi su mirada tranquila, apremiándome a beber más.

Cualquiera diría que estaba tratando de emborracharme, aunque no alcanzaba a comprender el porqué y por alguna razón no me importó lo más mínimo y la obedecí. No me gustaba beber, pero esperaba que tanta ingesta me calmara. Desmadejarme en mi cama sin pensar en nada era, en ese momento, casi un imperativo.

Seguimos bailando, no podía evitar observarla cada vez con menor decoro y sentía como las alas de las mariposas de mí estómago se hacían grandes, crecían sin control y me elevaban con ellas. El alcohol me desinhibía y me encontré con un valor infundado. Sin poder retenerlo hablé:

—Norma, tenemos que hablar...

Me abrazó y negó con la cabeza.

—Hoy no. Hoy solo diversión y locura...

Locura, sí. Confesarle lo que despertaba en mí era una locura, pero ya me daba todo igual. Iba mucho más que con el puntillo, no estaba nada acostumbrada a beber. Y aunque era consciente de todo, estaba bajo una neblina trémula que lo hacía todo muy divertido.

Norma me puso los brazos al cuello y me abrazó mientras bailaba, también ella iba demasiado alegre. Cada vez estaba más cerca de mí y yo volví a la carga:

—Norma —le susurré—, creo que la he cagado porque me he ena... 

Cerré los ojos un segundo antes de terminar la frase y me apoyé en su mejilla, entonces sentí como se giraba un poco. Aproveché la ocasión: ahora o nunca. Me colgué de sus labios y de su cuello en un beso que se inició casto, como los que habíamos compartido hasta el momento, para luego cambiar a uno muy intenso y pasional.

Pensé que me había entendido y que estaba dispuesta a seguir explorando conmigo todo ese universo que se abría ante nosotras, pero entonces se separó y me dijo:

—Rita, tranquila. Te has acojonado con Héctor, no pasa nada. Es normal que te asuste el compromiso...

Comprender que no me había entendido me supuso una nueva decepción, pero entonces tuve una reacción inesperada: empecé a reírme desmesuradamente, sin control, y supongo que de una forma contagiosa porque Norma no tardó nada en unirse a mí.

Entonces la escena se convirtió en algo cómico-patético: las dos medio borrachas, riéndonos como gilipollas y yo diciéndole que sí, que tenía razón y lo mal que me sentía por haber roto con Héctor, cuando en realidad me moría por decirle que estaba enamorada hasta la médula de ella.


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