Capítulo 14. Síndrome de Stendhal
Las luces intermitentes iluminaban la escena que estaba presenciando y le daban una atmósfera de éxtasis sobrenatural. El corazón se me desbocó locamente, tenía la boca completamente seca, un hormigueo incesante nacía en mi estómago, sentía vértigo y las manos me temblaban ligeramente... las ganas de acercarme a Norma crecían, pero estaba completamente paralizada.
Caí en la cuenta de que su rictus de placer era prácticamente el mismo que el de aquel día. Más bien, aquella primera noche de las vacaciones del verano pasado, casi un año atrás. La noche en la que, a hurtadillas, había observado como hacía el amor con mi hermano. Era la viva imagen de la perfección, la cosa más hermosa que yo jamás había visto. Ella era arte, un obra maestra en movimiento, y por ende yo estaba sufriendo un síndrome de Stendhal... me sentía exactamente igual a como me sentí entonces.
Todo mi ser me empujaba a acercarme a ella, pero mi mente turbada se negaba a obedecer. Y no alcanzaba a comprender por qué me sucedía eso. Por qué Norma despertaba esas sensaciones en mí.
Involuntariamente empecé a repasar mentalmente momentos pasados vividos juntas, yendo cada vez más atrás. Conocía a Norma prácticamente de toda la vida...
Nos conocimos en el parvulario, teníamos cinco años; las dos nos fijamos en la misma pastilla de plastilina, de un rojo intenso. Teníamos agarrado un extremo cada una, entonces la miré, yo estaba muerta de vergüenza, y le dije:
—Perdona... —y soltando la barra roja, bajé la mirada.
Su vocecita infantil y alegre me replicó:
—¿Para qué la querías? Yo estoy haciendo una rosa para mi mamá... Espera un momento...
Levanté los ojos y la barra había sido partida al medio. Con la mano derecha agarraba su mitad con fuerza contra el pecho y con el brazo izquierdo extendido, y la palma de la mano abierta, me tendía el otro trozo.
—Hago la casa de mis abuelos, donde pasamos los veranos yo, mis papis y mi hermanito...
Estiré mi mano y al coger el trozo de masilla colorada la miré a los ojos, esa mirada verde fulgurante y vivaracha me hizo sentirme cómoda al instante.
Ese fue el momento exacto del inicio de nuestra amistad, pero no podía discernir el momento exacto en el que ella había cambiado para mí. Y desde luego que había cambiado. Y desde luego que no había sido esa misma noche, aunque sí acababa de hacerme consciente de ello. Era innegable que ahora su olor me embriagaba completamente, que sentir el tacto de su piel me calmaba, que oír su voz era una alegría y que su risa la mejor música del mundo.
Y de repente, una sensación de desasosiego profundo me golpeó al descubrir cuánto echaba de menos, y ansiaba, esos besos cortos y castos que Norma me propiciaba de vez en cuando, cuando estaba feliz y quería demostrarme su amistad. No pude evitar que me viniera a la mente el recuerdo del sabor de sus labios y un escalofrío me recorrió la columna de arriba a abajo.
Estaba mareada, no quería pensar, no quería aceptar lo que sabía que me estaba ocurriendo; sólo bailar y nada más, pero mis pies seguían negándose a obedecer. Eran como de plomo o de cemento armado...
Fue Norma la que se acercó a mí, sin dejar de contonear sus sinuosas caderas al son de la música caribeña a todo volumen. Y yo la veía sin verla, obnuvilada en mis pensamientos, tratando de asimilar mis propios sentimientos a la vez que trataba de esconderlos mientras me aclaraba.
Cuando el cerebro me empezó a reconectar con la realidad, vi sus ojos verdes que me miraban mitad inquisidores mitad preocupados, con ese brillo cristalino imperturbable a pesar de las luces estroboscópicas y del golpeteo rítmico del bajo en el suelo.
Esos ojos que sólo veían a una amiga -y ahora mismo, seguro que medio lerda- parada en mitad de una sala de baile con música incesantemente cadenciosa, dónde el resto de los ocupantes se movían con mayor o menor gracia.
Al final, Norma posó sus manos en mis hombros y me zarandeó.
—Nena, ¿estás bien? ¿Te ha dado un ictus o qué? ¿Qué te pasa?
Mi cerebro aturdido reaccionó.
—Sí... —dije con una sonrisa boba, despertando del trance -. No... O sea, que estoy bien, pero es que esta música no me gusta demasiado.
—Coño, nena... ¿Y por qué no lo dices antes? —me dijo negando con la cabeza y poniendo los ojos en blanco.
—Tú estabas... Se te veía tan a gusto, que... —se me ha paralizado el tiempo, se me ha desbocado el corazón y solo quería que siguieras bailando para mí, sólo para mí. Pero eso no lo podía, ni quería, decir.
Salvé la situación como mejor sabía hacer: encogiéndome de hombros y bajando la mirada, fingiendo un ataque de timidez repentino. Tantos años de apocamiento acumulado tenían sus ventajas a la hora de montarme una coartada medianamente creíble, y supuse que ella se lo había tragado porque me miró con toda naturalidad y poniéndome un dedo debajo de la barbilla y negando con la cabeza me sonrió:
—Se trata de que las cosas nos gusten a las dos, tonta. Venga, vamos a otro local. Total la semana pasada estuve por aquí y la música sigue siendo la misma.
Al ver cómo me dedicaba esa sonrisa franca y sin dobleces me derretí por dentro. Deseaba abrazarla, tocarla, que su piel se fundiera con la mía... Me reñí a mí misma: ¿Qué coño estás diciendo, Rita? Eres idiota, ella es tu amiga.
Negué con la cabeza. Quería divertirme, bailar y olvidarme de todo, pero si no dejaba de verla iba a ser imposible. Hice de tripas corazón y la miré a los ojos, temiendo que descubriera en ellos mucho más de lo que yo quería admitir, y en ese instante sentir, y le dije con suavidad:
—Normi, lo siento. No me apetece ir a ningún otro sitio. ¿Te importa que nos vayamos? No es mi mejor noche...
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