Capítulo 12. Hiedra
Las palabras de mi madre que de entrada me habían dejado confundida, se metieron en mi interior y fueron enraizando como una planta trepadora. Como una hiedra que se agarra a cualquier sitio, aunque a simple vista no haya de dónde agarrarse, y crece y crece sin parar.
Aunque inicialmente ni cuenta me di. Pensé que mi madre me lo había dicho simplemente por confirmar algo que yo ya sabía, que ella era una mujer moderna y sin complejos, que nos respeta sobremanera. Siempre nos había educado así, y aunque continuamente andaba preocupada por nuestro bienestar, llegando a ser -en ocasiones- agobiante, nunca nos imponía su criterio a la hora de pensar por nosotros mismos y siempre nos alentaba en la tolerancia y el respeto hacia los demás y hacia nosotros mismos.
Mi padre era otro cantar. Mucho más tradicional, con ideas que podían considerarse rápidamente algo retrógradas, y muy testarudo. Pero mi madre siempre le hacía contrapunto y le hacía llegar a dónde ella quería.
Quería a mis padres tal y como eran, aunque obviamente tenía más confianza con mi madre. También Leo se llevaba mejor con ella a pesar de ser mi padre quién casi siempre le llevaba a los entrenamientos y se pasaban horas y horas hablando, discutiendo, sobre partidos de básquet.
Pero es que era mi madre el pilar de la familia y sus consejos, igual que su punto de vista, siempre eran sensatos y llenos de razón, por mucho que de entrada no te dieras cuenta.
Después de esa cena y la charla materno-filial, fueron pasando los días y empecé a salir con Mini. Tampoco es que fuera algo buscado, ni siquiera lo hablamos directamente. Fue como un acuerdo tácito. Algunas tardes, Leo volvía a casa con Héctor igual que yo llegaba del campus con Norma, casi siempre. Nos encontrábamos en casa y merendábamos algo los cuatro juntos. Si estaban mis padres, estudiábamos, salíamos a dar una vuelta o veíamos alguna película los cuatro en el sofá y si no estaban, nos encerrábamos en nuestras respectivas habitaciones o hacíamos planes de pareja.
Tener a Héctor en mi vida no me dejaba espacio para pensar en nada, ni siquiera que entre que estudiábamos diferentes carreras y que siempre que podíamos se propiciaba estar "en parejita", ya casi no veía a Norma a solas.
Con Mini todo era fácil. Muy fácil. Se conformaba con todo sin poner mala cara, siempre se apuntaba a todos los planes por locos que fueran y nunca le faltaba energía para estar juntos. Ni siquiera cuando llegaba reventado de un entreno o un partido. Tampoco me pedía nunca nada, ni exigía atenciones.
Respetaba si tenía que estudiar, si estaba cansada o incluso si la regla me molestaba más de la cuenta. En esas ocasiones aprovechaba para quedarse en su casa (aunque eran cinco hermanos y no le gustaba demasiado estar allí) o venía a la nuestra y estaba más con Leo o simplemente se tumbaba en mi cama y leía en silencio sin decirme nada.
Aunque siempre estaba pendiente y aunque no se lo pidiera, siempre tenía un abrazo, un beso o una caricia para mí.
Entonces, a finales de marzo, Héctor me sorprendió. Era viernes y los planes con los que yo contaba era que íbamos a salir los cuatro de fiesta. Eso me habían dicho todos.
A Héctor no le gustaba demasiado bailar y siempre terminábamos en un pub con unas buenas pintas de cerveza negra delante, charlando relajadamente, mientras que Norma y Leo se iban de discotecas reguetoneras a bailar hasta quedarse sin huesos.
Me extrañó ese cambio de planes, pero asumí que por una noche iríamos a bailar y me lo tomé con muchas ganas.
Como sí que era costumbre, mis padres se habían marchado al pueblo con los abuelos, a media tarde, así que después de una siesta, me duché, preparé algo ligero de cenar para mi hermano y para mí y después me fui a elegir vestuario.
Me estaba terminando de maquillar y Leo me incordiaba para que dejara el baño libre. Me hacía muecas y me decía:
—Aunque la mona se pinte de seda, mona se queda...
—El dicho dice "vestirse" no "pintarse", tarugo —le corregí.
—Oh... pegggdon... excuisemuá mamuasel Rian —dijo en un irónico mal acento francés. Y remató más borde que un higo chumbo— acaba ya con el pote, niña, que me tengo que peinar.
—Déjame terminar, cansino. O péinate en tu habitación.
—Joder, que hay que decírtelo todo. Que tengo que mear. ¿Lo hago en la habitación?
—Uff, Leo... dame dos minutos. Uno, si te callas.
Entonces sonó el timbre.
—Ohh Rian, Rian... ese debe ser tu enamoradooooo... —volvió a la carga.
—¿Puedes dejar de ser tan infantil? Que casi tienes dieciocho, hombre. ¿Y por qué te jode tanto que Héctor me llame Rian? ¿Es por qué no se te ha ocurrido a ti o qué? —le dije mientras abandonaba el baño y me iba a abrir la puerta. Héctor me llamaba Rian como apócope de mi nombre y mi apellido: Rita Andina. Y a mí, me parecía de lo más adorable.
Leo a veces se pasaba de pelma, no sabía qué le ocurría exactamente, pero no quería indagar demasiado. A ratos era encantador y a ratos inaguantable, supongo que lo tenía que gastar así.
En la puerta estaba, efectivamente, Héctor. Iba vestido bastante informal, cosa que me sorprendió porque estaba acostumbrada a verle bastante bien arreglado, sobre todo los fines de semana cuando había planes conjuntos.
Me besó en los labios con suavidad y me dijo:
—¡Estás espectacular, Rian!
Alcé las cejas y lo entendió al vuelo.
—Sí, ya sé que no puedes decir lo mismo de mí, pero es que hoy quería darte una sorpresa y te he preparado una noche de chicas.
Entonces, además de alzar las cejas abrí la boca como un pez fuera del agua y no me cayó la baba de milagro. No entendía ni jota. Héctor se estaba riendo como un descosido al ver mi cara de estupor.
—Va, no te enfades. Me voy a quedar con Leo jugando a la play y tu te vas con Norma a divertirte. Hace mil que no os veis a solas y sé que te apetece.
De pronto no pude evitar saltar como un gato cerca del agua, molesta:
—¿Y desde cuando sabes tú que me apetece y me deja de apetecer?
Se quedó parado. Con cara de no saber dónde meterse.
—No... claro... Tienes razón... Perdona...Yo había pensado que... Era una sorpresa y... Perdona, Rian —estaba realmente compungido.
—No, Héctor. Yo sí que lo siento. Perdóname, no sé qué me ha pasado. Me encanta que hayas pensado en mí. Siempre lo haces...
Mientras me disculpaba, una sonrisa se ensanchaba en su rostro y abandonaba rápidamente el rictus de preocupación.
—Claro que sí. Te quiero, Rita.
Sus palabras me golpearon como si el propio Óscar de la Hoya me hubiese usado de sparring. No estaba preparada para oírlas. Le apreciaba muchísimo, me gustaba, me encantaba estar con él y el grupito que habíamos formado con mi hermano y Norma, pero pensar en algo más era demasiado para mí.
Y por desgracia, no tenía dudas: Yo no las compartía.
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