Capítulo 1. La tarjeta


Apenas tengo recuerdos antes de él, pero claro, yo aún no tenía ni dos años.

Alguna pincelada tenue de mí misma abrazando a mi madre, intentando rodearle la gruesa tripa con mis bracitos... Y de pronto llegó. Un enano, arrugado y rosita, llorón y mancha-pañales, que encima me quitó mi sitio de reina en medio segundo. Mis tíos, mis abuelos y los primos venían a casa solo a verle a él. A mí a duras penas me saludaban, o eso me parecía a mí.

Sí. Estaba celosa de mi hermanito. Claro que lo estaba.

Mis padres se dieron cuenta enseguida e intentaron minimizar los daños. Y lo lograron... por un tiempo.

—Rita, ayúdame con el peque. Tráeme un pañal limpio —me decía mi padre.

—Rita, trae otro babero para tu hermanito, por favor, hija —me decía mi madre.

Y luego siempre me daban la gracias y me decían lo importante que era mi ayuda. Así, los primeros meses me dejaron "cuidar" al bebé y jugábamos mucho juntos. Cuando comenzó a gatear me seguía por toda la casa como un patito sigue a la mamá pato. Y yo me moría de la risa. Más tarde se convirtió en una fábrica de babas y cuando empezó a hablar era muy gracioso oír cómo se le trababa la lengua igual que un poco antes se me había trabado a mí.

Los años pasaron muy deprisa y en el inicio de la adolescencia volvieron los problemillas, aunque entonces no eran de celos. Para mí, Leo era un incordio constante. Siempre que me descuidaba lo tenía revoloteando en mi habitación, y eso con catorce años era todo un ataque a mi intimidad. Además siempre que traía a Norma -mi mejor amiga- a dormir a casa, le enganchaba espiándonos:

—Leo, no te lo digo más veces. ¡Vete a tu cuarto! Si te pillo otra vez detrás de la puerta... ¡A mamá que vas! —le decía yo, furiosa.

—Yo no hago nada, Rita-Irrita. Eres una acusica...

—Vete ya a la cama, enano.

—Ya tengo doce años, no soy ningún enano —protestaba él.

—Muy bien, superhombre —le decía en tono sarcástico, para hacerle rabiar—, entonces podrás irte tú solo ¿verdad? Pues lárgate.

Otras veces, al volver de clase porque Leo salía antes que yo, me lo encontraba sentado en mi escritorio, usando mi portátil y cotilleando mis cuadernos o mis cajones.

—¿Se puede saber qué haces en mi habitación, enano? -no soportaba encontrarle husmeando entre mis cosas.

—Que no me llames enano, fea.

—¿Y cómo te voy a llamar, enano? Si eres un microbio...

—Y tú...tú... una... —estaba rojo de rabia—, una...foca.

Solté una carcajada.

—¿Foca? — repliqué; estaba en mi peso. Más bien diría que era delgada.

—Claro. Mamá ha tenido que cambiarte todas las camisetas porqué ya no te entraba ninguna del año pasado —me dijo muy serio.

Le di un ligero empujón al crío, para que saliera de mi dormitorio y me quedé pensando...

Sí, como por arte de magia, de la noche a la mañana me había crecido el pecho y mi madre tuvo que comprarme algunas camisetas y sobretodo sujetadores. Aunque no pensé que el peque se hubiera dado cuenta de eso.... Aunque igual ya no era tan peque.

Y al año siguiente las cosas empezaron a cambiar.

Con trece recién cumplidos, Leo se apuntó a un equipillo de básquet y comenzó a pegar el estirón. Y claro, quemar energías en el campo, rebajó sus niveles de impertinencia a algo nuevo: el silencio. Total y absoluto.

Me ignoraba por completo, me eludía como si yo no estuviera en casa. Aunque me viese, ni me miraba.

Así pasaron los siguientes dos años, en los que estábamos en una calma extraña. No era tensa, pero era rara. Para nuestros padres debió ser una bendición: sus hijos habían dejado de gritarse por los rincones, de pelearse por el mando de la tele, de luchar a ver quién ponía la música más alta -ganaba siempre mi hermano con su estruendoso metal a todo trapo- o de competir hasta por la última croqueta o albóndiga, como si fuera el tesoro más preciado del universo.

En un acuerdo tácito, ambos empezamos a cocinar y hacíamos comida para los cuatro, como si fuéramos compañeros de piso. Mi madre nos regaló unos cascos y dejaron de oírse las notas del piano soulero de la diosa Aretha y los acordes distorsionados de esos grupos infames que escuchaba Leo. Y cada uno veía la tele por turnos o nos encerrábamos a ver pelis en nuestros respectivos ordenadores.

Todo era un remanso de paz.

En mi último año de instituto, empecé a tontear con Christian, un chico de mi clase, en un flirteo muy inocente. Era muy guapo, altísimo, de ojazos color miel ocultos bajo unas gafas de pasta negra y una sonrisa franca que me levantaba aleteo en el estómago. Pero algo parado y tímido, como yo. Nos sentábamos juntos en todas las clases que podíamos, nos pasábamos apuntes y estudiábamos juntos casi cada tarde, preparándonos los exámenes y la selectividad. Y hablando del futuro. Todo muy naïf. Las breves insinuaciones estaban veladas por completo. Todo muy contenido... muy... como era yo.

Llegó mi cumpleaños a finales de mayo, cayó en martes y aunque en casa no lo celebraríamos hasta el sábado, mis amigas sí que me felicitaron y el día sucedió con normalidad.

Al terminar las clases, Norma -mi mejor amiga- me pidió que la acompañara a las taquillas, que tenía una cosa para mí. La seguí y cuando me quise dar cuenta había desaparecido y en su lugar estaba Christian.

Me deseó que tuviera un feliz día, me entregó un sobre y cuando le sonreí, se acercó de forma rápida y me dio un suave beso en los labios. Luego se fue deprisa, sonrojado hasta las orejas.

Me quedé plantada como una lechuga durante unos segundos. Conseguí reaccionar y abrí el sobre. Dentro había una tarjeta muy bonita -y cursi- de color bermellón con corazoncitos y estrellas en negro, que llevaba toda una declaración de amor. Bueno toda la que se puede hacer a esa edad...

Que era una chica preciosa, muy inteligente y que le encantaba pasar horas conmigo. Al final me preguntaba si quería salir con él y que se lo dijera al día siguiente en la biblioteca. (Que era nuestro refugio).

Yo no sabía que pensar... Christian era muy mono y muy dulce. Por una parte, me gustaba estar con él y estudiar juntos me ayudaba a sacar buenas notas, cosa que a mis padres les encantaba. Aunque ellos no sabían nada de Christian, claro. La maravillosa Norma, fiel amiga, me cubría las espaldas. Pero por otra, que los dos fuéramos iguales, sobretodo en cuanto a la timidez, me preocupaba. Habíamos tardado nueve meses en dar un pasito hacia una relación. Mientras que Norma, hacía más de un año, que ni era virgen ni dejaba de acumular conquistas.

Llegué a casa, hice los deberes y llamé a Norma. Le conté todo lo que me había pasado y me dio sus valiosos consejos.

Pero a la hora de la cena, cuando estábamos a mitad del segundo plato, mi dichoso hermanito soltó la bomba...

—Pues... ¿A que no sabéis? Rita tiene noviooooo —dijo al más puro estilo infantil, que hacía años que no usaba, con un soniquete que me encendió una bilis que no sabía que tenía.

No me levanté y le di una hostia porque... no sé porqué. Lo que hice fue poner cara de pava, de incredulidad total y decir:

—Pero... ¿Qué dices, enano? No inventes...

¿Cómo lo sabía? ¿Había vuelto a hurgar en mis cosas y habría visto la tarjeta? Técnicamente no éramos novios, yo aún no había aceptado...

—Yo no invento nada... y enana tú, que ya te paso como tres o cuatro dedos...

Eso era cierto.

—Me da igual. Eres y seguirás siendo un microbio, que no deja de inventar, porque nadie le hace caso... —yo ya estaba enzarzada en un mosqueo importante.

—¡Rita! ¡Leo! —la voz firme de mi madre nos puso en el sitio —. Dejad ya de pelear. ¿Por qué dices eso, Leo?

—Pues, porque hoy al terminar, se estaba besuqueando con uno de su clase... —dijo con actitud de sabelotodo.

La cara de mi padre fue épica... Un cuadro. Mi madre estaba más serena, pero la noté crispada. Decidí intervenir amén de que la bomba no estallara del todo; si es que eso aún era posible.

—Mira Leo, igual necesitas ponerte gafas. Mi compañero -recalqué la palabra-, sólo me ha pasado unos apuntes y me ha felicitado por mi cumpleaños.

—Rita —me dijo mi padre, intentando reponerse del amago de infarto que sin duda acababa de tener—, ¿Seguro que Leo ha visto mal?

—Pues claro, papá —mi cara de niña buena hablaba—. Ya sabes que lo único que quiero es sacar buenas notas para hacer media en selectividad.

Eso era cierto... a medias. Sí que quería tener buenas notas, porque siempre quise estudiar derecho internacional y la nota de corte era alta. Y como mi historial académico me avalaba, mi padre riñó a Leo.

El enano se cabreó como una mona y se fue echando humo, a su cuarto. Por la noche, vino a mi habitación y me dijo con aire muy serio:

—No te saldrás con la tuya, IrRITAción... Esto no quedará así...

Le hice una mueca, en señal de lo poco que me asustaban sus amenazas, y lo eché, otra vez más, de mi dormitorio.

A la mañana siguiente, le dije a Christian que sí, que quería salir con él pero que teníamos que llevarlo de manera discreta y guardar el secreto por lo menos hasta final de curso. Pero dado que nuestras hormonas vivían tranquilas en su limbo y que el curso estaba apunto de terminar, no nos iba a costar demasiado.

O eso creía yo...


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