Previo
Huir de tu país, de tu casa, del único mundo que conoces, nunca es fácil. Y nunca, jamás, se hace por gusto ni por diversión. Porque huir es una lucha para sobrevivir no unas vacaciones o una aventura que decide vivirse.
1999
No fue una decisión tomada con serenidad, meditada o sopesada. Fue la única elección que Ndoumbe encontró a su desesperada situación: sin dinero, sin trabajo y embarazada.
Se lo habían arrebatado todo. Sus seres queridos, sus recuerdos y su inocencia. En su lugar, el lugar donde deberían haber estado las risas y la alegría, habían sembrado dolor y terror.
Para ella no fue una huida, fue la única posibilidad. Y no por ella, sino por lo único que le había quedado, que no le habían podido arrebatar. Ese corazoncito diminuto que latía, que se empeñaba en seguir latiendo, bajo su vientre apenas abultado.
Caminaba sin fuerzas; sabía que debía seguir aunque no sabía qué iba a encontrar, ni siquiera qué camino debía tomar, solo quería cruzar la frontera. Huir del dolor y de la miseria. Ya no tenía esperanzas ni por supuesto sueños, y el futuro sólo era una palabra de seis letras sin ningún sentido.
Sólo confiaba en llevar la dirección correcta en sus pasos fatigados y doloridos.
Para cualquier otro era imposible que se mantuviera en pie, pero ahí estaba, negándose a rendirse.
Héctor conducía aquella maltrecha furgoneta con sumo cuidado, los desérticos caminos fronterizos estaban llenos de peligros.
Llevaba dos años de cooperante en esa zona y había visto de todo. Tormentas de arena, grandes ramas de árbol que parecía que salían de la nada, desprendimientos de rocas repentinos y hasta minas antipersona.
Sabía perfectamente a todo lo que se exponía cuando decidió viajar allí. Además de a las duras condiciones del terreno, a una climatología poco amiga y a guerrillas sin escrúpulos por los suyos, mucho menos por unos occidentales, había que sumarle una considerable lista de enfermedades.
Pero nada le retuvo en España. Necesitaba salir a ayudar. En casa se ahogaba. En su trabajo se sentía un miserable que sólo ayudaba a enriquecerse a los que ya eran muy ricos.
Ni las lágrimas sentidas de su madre, ni los gritos de impotencia de su padre: «eres un loco temerario, Héctor. Un inconsciente y vas a matar a tu madre del disgusto», le hicieron replantearse su idea de dejarlo todo.
Sólo su mejor amiga le apoyaba en esta cruzada, y le agradecía inmensamente el apoyo; y aunque sin éste, lo hubiera hecho igual, ahora era muy reconfortante tener a alguien que no le estuviera reprochando nada y se interesara de verdad por cómo iban las cosas por allí. Ella era la única a la que llamaba, con la regularidad que le dejaban las circunstancias, para saber cómo estaba todo por España.
Tenía claro que marcharse era un acto egoísta, que lo hacía porque él era el que necesitaba acallar esa voz interior. Él tenía esa opción, esa elección. No había pedido nacer en una zona rica de pacífica convivencia y por eso no podía dejar de luchar para intentar dejar a su paso un mundo más justo.
Tras tres horas de trayecto, entre un campamento y otro, Héctor estaba a punto de llegar al destino de ese día. Llevaba agua, mantas, medicinas y otras provisiones para un pequeño refugio que acababan de construir hacia dos meses, bautizado con el nombre de Los Ángeles y dónde ya había una decena de niños, huérfanos en su mayoría, esperando encontrar cobijo y algo de calma.
A Héctor se le partía el corazón cada vez que los visitaba. Era increíble cómo eran capaces de sonreír con todos los horrores que sus tiernos ojos ya habían visto.
Se maravillaba de ver cómo compartían la poca comida unos con otros, como compartían cama apretujados y como jugaban con los escasos balones y juguetes que ahí tenían, sin quejarse. No había ni una pelea, ni un grito, ni un enfado.
Eso le devolvía la fe en el ser humano. El hombre era bueno por naturaleza y solo el exceso le volvía codicioso y avaricioso hasta corromperle el alma.
En eso iba pensando y en las sonrisas de alegría que pondrían los pequeños a su llegada, cuando divisó un cuerpo que caminaba casi arrastrando los pies, muy despacio y descompasado, a unos doscientos metros.
Enfocó la vista, empezaba a anochecer, pero le pareció que era una niña. Se contuvo por no pisar el acelerador para llegar cuanto antes a recogerla, pues un accidente a pocos kilómetros de su destino hubiese sido un contratiempo inaceptable.
Encontrarse con esa furgoneta de esa ONG tan conocida, fue un milagro por el que no había rezado, porque le parecía imposible, un sueño, una mala pasada de su mente... cuando oyó el renqueante motor no le echó cuenta. Debía seguir caminando, no había tiempo para espejismos.
Pero de pronto, alguien -un hombre, creyó distinguir- se acercaba a ella con pasos rápidos, tendiéndole una botella de agua.
Si era un sueño, era el más maravilloso que Ndoumbe había tenido jamás.
—Tranquila —dijo el hombre de espesa barba castaña, con una voz ronca y serena y en un francés con fuerte acento extranjero —.No te haré daño. Soy amigo.
Ndoumbe iba a sonreírle agradecida, a esa maravillosa visión de piel clara y ojos verdes, pero los labios resecos dolían demasiado.
Dejó que él se acercara y le diera agua. Bebió despacio a pesar de las ansias. No recordaba la última vez que había bebido.
Sintió un escalofrío y bebió con algo más de intensidad.
—Gr...gracias —balbuceó en francés ella justo antes de desplomarse.
Héctor la recogió amorosamente antes de que llegara al suelo y la levantó como si no pesara nada.
La tumbó en el asiento del copiloto lo mejor que pudo, comprobó que el desfallecimiento solo era fruto del agotamiento y retomó la marcha hasta su destino.
Observó que ella no dejaba de abrazarse el vientre, aún profundamente dormida, y pensó que debía tener mucha hambre. Estaba claramente desnutrida y deshidratada.
Se afanó en llegar al campamento dónde Sandrine Keven -SK para todos-, la joven doctora que dirigía el refugio, se haría cargo de ella.
Entre los dos la tendieron en una cama y Héctor la tapó con una manta, mientras la doctora le administraba suero fisiológico para recuperar la hidratación. Luego le lavaron la cara con toallas húmedas y la dejaron descansar.
Después Héctor salió a saludar a los pequeños y descargó la furgoneta ayudado por alguno de ellos y los otros dos cooperantes que estaban permanentemente en el refugio. Hicieron la cena y acostaron a los niños.
A continuación regresó a la sala que hacía de dispensario, donde halló a la doctora leyendo mientras velaba el sueño de la recién llegada.
—SK, ¿Cómo se encuentra? ¿Es grave?
—No, Héctor. Sólo está agotada y un poco deshidratada, pero se pondrá bien.
—¿Ha despertado? ¿Ha dicho algo?
SK negó con la cabeza y dijo suavemente:
—Necesita dormir. Mañana será otro día...vete tú también a la cama, haces cara de cansado...
—No. Me quedo por si despierta; ve tú a cenar y a descansar, que llevas días duros.
La doctora se levantó con una sonrisa algo enigmática y clavando la mirada azul en los ojos verdes del chico, susurró:
—Gracias, Héctor. Eres un sol. Tú también estarás agotado... Llámame dentro de tres horas, te haré el relevo —dijo dándole una breve caricia en la mejilla llena de espesa barba.
Él asintió, devolviéndole la sonrisa, pero no tenía ninguna intención de molestar a la francesa. La dejaría dormir porque se merecía una noche entera de descanso. Últimamente no era habitual que pudiera pasar ni una noche en el campamento, y SK llevaba todo el peso en su ausencia.
Suspiró y se dejó caer pesadamente en la silla intentando no hacer demasiado ruido, pero relajándose un poco al fin.
Mientras velaba el sueño de la desconocida, Héctor cerró brevemente los ojos y rememoró su antigua vida en España, rebañando algunos recuerdos con cierta nostalgia... Empezaba a acusar la distancia y la ausencia de seres queridos. Aunque en su periplo había hecho grandes amigos, sentía que necesitaba algo más. Luego pensó en toda la labor que estaban llevando a cabo en esas tierras olvidadas de la mano de dios y que servían de campo de cultivo a los señores de la guerra y se dijo que no era una batalla estéril, que esa misma noche había encontrado otra alma herida a la que darle, al menos, una oportunidad.
Abrió los ojos y la observó. El rostro de la chica anónima, aunque casi en penumbra, atrapó su atención. Tenía las facciones dulces y un color muy semejante al del chocolate sin leche, su favorito. Los labios rojos, carnosos, empezaban a recuperar su elasticidad, aunque aún se veían resecos. Se levantó y humedeciendo un paño de algodón, volvió a mojárselos cariñosamente. Revisó que la vía en su brazo derecho siguiera dejando pasar el necesario suero salino y le tocó el cuello con delicadeza para asegurarse de que no había fiebre y su pulso era correcto.
Ella a duras penas se movió. Simplemente se apretó el vientre con más fuerza bajo la fina sábana grisácea que la cubría. Héctor regresó a la silla de madera y tela que iba a ser su lecho esa noche, sin poder apartar los ojos del cuerpo que descansaba frente a él. Algo en ella le hacía sentir una cosa que nunca había experimentado hasta el momento, un calor muy agradable que nacía del fondo de su ser.
El amanecer le recibió sin haber pegado ojo ni un solo instante, pero no se sentía en absoluto cansado. Cuando la luz diurna empezó a entrar en la estancia se apresuró a correr las cortinas para seguir permitiendo el descanso a la recién llegada, pero ésta después de agitar la cabeza, abrió los ojos despacio, aleteando las pestañas como un colibrí.
—¿Dónde estoy? —balbuceó con cierta dificultad, intentando desperezarse a la máxima velocidad que su cansado cuerpo le permitía, por el temor de haber sido apresada por alguna guerrilla.
—Buenos días, estás a salvo. Esto es el refugio Los Ángeles. Yo soy Héctor, te recogí ayer... —respondió con suavidad, acercándose a ella despacio—. ¿Te acuerdas?
—Héc..tor... —pronunció vacilante mientras asentía y volvía a cerrar los ojos, tranquilizándose. Estaba a salvo —. Gracias... —dijo despacio, con la voz aun pastosa por los estragos y sin abrir los ojos, continuó—: yo, Ndoumbe.
Héctor se moría de ganas de hablar con ella, pero sabía que debía dejarla descansar. Pasados unos minutos la chica volvió a abrir los ojos y le buscó con la mirada.
—Dama màrr... [1]—susurró en su propio idioma.
Héctor no hablaba wólof, pero reconocía algunas expresiones como esa y asintiendo solícito, le acercó una botella de agua y le sirvió un vaso que ella, incorporándose, bebió con avidez y tras dedicarle una mirada agradecida a aquel hombre que la había rescatado, una sonrisa afloró en su rostro.
La sonrisa más hermosa que Héctor había visto en su vida.
Con el pasar de los días, Ndoumbe se recuperó por completo. Héctor había quedado cautivado por su singular belleza africana, pero lo que le enamoró realmente fue cuando empezó a conocerla. Tenían prácticamente la misma edad y ambos sintieron una extraña atracción/fascinación hacia el otro. Aunque ninguno de los dos hablaba francés con mucha fluidez, fueron incorporando palabras en español y en wólof de forma natural a las conversaciones, hasta crear su propio idioma, con el que se comunicaban de maravilla.
Pronto también, Ndoumbe empezó a ayudar en el refugio con los niños; tener dos manos más fue un alivio para todos y así Héctor podía proseguir con más tranquilidad, su tarea de abastecer los campamentos que la ONG tenía en la zona sur del país. Y aunque se iba a veces durante bastantes horas, siempre volvía al refugio de Los Ángeles, dónde una Ndoumbe sonriente, le esperaba para cenar juntos y comentar la jornada.
La complicidad que se había creado entre los dos jóvenes, no pasó desapercibida por nadie, que siempre que podían les dejaban a su aire.
Tanto Héctor como Ndoumbe eran conscientes de la intimidad que se formaba, cada vez más, cuando estaban juntos. Habían estado a punto de besarse en más de una ocasión, pero aún con el brillo y el deseo en los ojos, Ndoumbe retrocedía, y encogiéndose de hombros, rehuía la mirada poniendo una sonrisa que solo hacía que al cooperante le aleteara más el corazón.
Héctor sonreía contrariado, pero respetándola, deseoso de saber el secreto que su preciosa chica de chocolate se empeñaba en ocultar.
Ndoumbe aunque sabía que el tiempo corría en su contra, no se atrevía a confesarle sobre su estado de gravidez, pero cuando Héctor le dijo que iba a marcharse durante dos semanas para abastecer un campamento del Norte, y vio la emoción en esos ojos verdes que amaba tan profundamente, decidió destapar sus últimos secretos.
—¿Da ngay dem? [2]
—Solo serán dos semanas, Ndoumbe, te lo prometo.
—Sí... ¡Pero se me harán tan largas!
—A mí también, pequeña...
Estaban muy juntos, ambos con los ojos empañados en lágrimas y Ndoumbe, sin poderse reprimir, se puso de puntillas y le besó.
Héctor se dejó atrapar por esos labios carnosos que tanto había ansiado saborear y volcó su alma en aquel beso.
Fue un contacto sumamente íntimo, que llenó el alma de ambos de bienestar, calidez y alegría. Héctor estaba repleto de euforia y no hubiera querido dejar de besarla jamás; Ndoumbe dejó que los sentimientos se le escaparan por la boca y después, con gran pesar, se separó del chico, cesando un beso que les había removido los cimientos del alma y les había dejado ganas de más.
—Héctor yo... —titubeó ella.
—Shhhttt... no digas nada... —Héctor quería seguir disfrutando del momento, no había lugar para el arrepentimiento.
Pero Ndoumbe no estaba arrepentida y sí muy decidida a contarle el secreto que llevaba bajo la piel.
—No, chérie, tengo que decírtelo. Te quiero muchísimo, pero hay algo que debes saber de mí. Y si no lo puedes asumir, lo entenderé. Aprovecharé estas dos semanas para...
—Sokolaa [3]—cortó él, con dulzura —, puedes decirme lo que quieras, ya lo sabes...
Ndoumbe tomó aire y con un hilo de voz susurró:
—Estoy embarazada.
Héctor la miró profundamente a los ojos y buscó a tientas las manos de ella. Las posó con suavidad sobre el vientre a penas abultado, aunque ya llevaba casi cinco meses de gestación, y sintiendo como se le ensanchaba el pecho de alegría y le florecía una sonrisa inmensa, le hizo una promesa:
—Si tú quieres, este bebé será sólo el primero de los muchos que tendremos.
NOTA DE LA AUTORA: Dada la dificulad del wólof, idioma nativo que se habla en una buena parte de Senegal, que no usa carácteres latinos, todas las expresiones y palabras que uso en esta parte, están escritas fonéticamente, es decir, tal y como se pronuncian.
[1] La expresión "Dama màrr" significa "Tengo sed"
[2] "¿Te marchas?" en wólof.
[3] Literalmente significa "Chocolate" en wólof, pero Héctor lo usa como un apodo cariñoso, para dirigirse a Ndoumbe.
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