Epílogo

Olivia se abrochaba las botas de ante rojo que, un par de meses atrás, le habían dejado los Reyes Magos bajo el árbol en mi casa familiar de Madrid, donde habíamos pasado todas las Navidades con mi padre y mis hermanos. Lucía, que ya era una Valero más, también estuvo con nosotros cuando sus turnos del hospital lo permitían. Paolo le pintó un dibujo de ellos dos, que la hizo emocionarse mucho.

Ahora, nos estábamos vistiendo para ir a pasar el fin de semana a Barcelona. Por fin habíamos encontrado una fecha para hacer ese viaje prometido y mi chica estaba radiante.

Bueno, para mí lo estaba siempre, pero reconozco que después de la reconciliación me preocupé. Al observarla con detenimiento vi que tenía profundas ojeras, que su mirada había perdido alegría y que estaba aún más delgada de lo habitual. No hace falta que os diga como estaba yo, porque la incertidumbre de aquellos días también había hecho mella en mí, pero me dolía más todo el sufrimiento que le había causado a ella.

Durante días me dediqué exclusivamente en cuerpo y alma a reparar todo el daño causado. Mantuvimos largas charlas donde nos contamos toda nuestra vida pasada sin ahorrarnos detalle alguno, me harté de decirle todo lo que me hacía sentir, cociné para ella y descansamos mucho, porque estábamos agotados.

Por fortuna, esos días nos habían servido como simple advertencia, conseguimos enterrarlos para siempre en el pasado y resurgimos mucho más fuertes. Las semanas empujaron los meses y nuestras vidas recuperaron el cauce que nunca debían haber perdido. Volvieron las risas, la complicidad, la intimidad...

La primavera había entrado con fuerza en Madrid, yo había terminado los parciales de mi segundo año de carrera -por fin llevaba al día los créditos- y Olivia había recibido su título magna cum laudae de manera oficial.

Habíamos colgado el diploma en la sala de baile, junto a una fotografía que Madame Barbier le había hecho cuando realizó la audición. Y de nuevo estábamos planificando hacer obras en verano; Olivia había decidido que no iba a dejar de dar clases y quería seguir haciéndolo en casa, así que acordamos darle una entrada independiente a la zona de danza, para que no influyera demasiado en la parte de vivienda.

—¿Amore, has cogido los billetes de tren? —me dijo, sacándome de mis pensamientos.

—Sí, cariño. Y los DNIs y las carteras. Lo tengo todo. ¿Estás lista? Ya están fuera, esperándonos... —dije mirando por la ventana del recibidor.

—Lista. Vámonos.

El coche de Lucía nos esperaba para llevarnos a la estación. En menos de tres horas, gracias al ave, nos plantamos en Barcelona. Nos dirigimos al hostal donde íbamos a pernoctar y dejamos allí el equipaje. Después salimos a recorrer el entorno sin prisas y sin objetivos concretos, eso quedaba para el día siguiente. Al final del día, decidimos cenar en una cervecería alemana con mucho encanto, en Ronda Universitat y regresamos al hostal.

Al día siguiente, después de una ducha y un buen desayuno, inmersos entre los cientos de turistas de la ciudad condal y disfrutando del clima cálido del mediterráneo, nos perdimos por las calles barcelonesas, cogidos de la mano, hasta llegar al Mozzafiato.

Noté como mi preciosa peliroja se emocionaba nada más entrar en la tienda y la impresión que sufrió el señor Stivali al reconocer a Hoa en Olivia. Ambos se estrecharon en un sentido abrazo y se pusieron a hablar en italiano. Entretanto, Elisabetta, la nieta del señor Stivali, me saludaba y me daba las gracias por haber ido a verles. Nos enseñaron todo el local, incluido el taller donde abuelo y nieta confeccionaban y pintaban respectivamente todos los modelos de zapatillas y puntas que vendían.

Cuando salimos de la tienda, Olivia se enjugaba las lágrimas bajo una enorme sonrisa y yo llevaba una caja con otros dos pares de zapatillas que, esta vez, sí habíamos pagado. Además, le habían tomado las medidas pertinentes para poder hacerle más zapatillas en el futuro. Via, conteniendo a duras penas la emoción, me contó todo lo que había hablado con el señor Stivali mientras nos dirigíamos a nuestro segundo destino: Sant Cugat.

En Living for Ink, un Eric sonriente nos esperaba con un precioso niño de pelo negro en cuello. El crío se removía y hacía gorgoritos enseñando sus diminutos dientecitos.

—Dragos, ahora viene la tita Raquel e irás a jugar con Norah, ¿vale? Papá tiene que trabajar —le susurró al pequeño mientras se lo acomodaba en la cadera. Al oír el nombre de Norah, el pequeño se quedó quieto y puso una sonrisa enorme de pillo.

Nos había hecho el favor de recibirnos en sábado por la tarde y me sentí mal de robarle horas de estar con su familia. Pero era el único momento que teníamos, porque el domingo estaba absolutamente descartado.

Olivia, que se había enamorado de mi tatuaje, quiso hacerse uno también. Aunque al ser un diseño de todo letras, Lucas nos dijo que nos pondría en manos de su compañero. Era la segunda negativa que veía en el tatuador acerca de letras y palabras por lo que supuse que tenía algún problema relacionado con la dislexia o la disgrafía. No obstante le agradecí la atención y concertamos la cita con Eric.

Éste, una vez estuvo sin el crío, se llevó a Olivia a su despacho mientras yo me sentaba en la entrada y me deleitaba otra vez en ese precioso mural de Alicia en País de las Maravillas.

Un buen rato después, me llamaron. Abrí la puerta del despacho con los nervios a flor de piel. No dudaba de la calidad del trabajo, sabía que Eric era tan bueno como Lucas, pero es que Via no había querido decirme qué quería tatuarse exactamente. Sólo me había dicho que era una frase. Que no quería dibujos de ningún tipo ni estilo. Sólo letras.

Entré y ahí estaba mi chica, sin pantalones. No pude evitar alzar una ceja, me había dicho que quería el tatuaje en el tobillo. ¿Para eso era necesario quitarse los pantalones?

Olivia rió al ver mi expresión y extendió la pierna, orgullosa, a la vez que se estiraba la goma de las braguitas tipo culotte que llevaba puestas. Al final se había tatuado el muslo, no el tobillo.

—Eric me ha dicho que en el tobillo dolía mucho y he cambiado de opinión.

Asentí embobado, mirando el trabajo en tinta que le adornaba la pierna. Una H y una V se enlazaban, salpicadas por gotas de café y debajo una inscripción con la misma tipografía que la de mi tatuaje que rezaba:

Mag, sei la mia costante ispirazione.

Mag, tú eres mi inspiración constante.

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