👠Capítulo Especial 👠 Los temores de Olivia

LOS TEMORES DE OLIVIA

Olivia despertó con una extraña sensación en su interior ese domingo, aunque prefirió ignorarla porque había decidido que ese iba a ser el primer día de su nueva vida: con la reforma lista, en pocas horas Héctor traería sus cosas y sería oficial que vivían juntos. Algo que, después de todo lo que le había tocado vivir, quería gozar al cien por cien.

Nunca se había permitido disfrutar con nada, a excepción del ballet, e incluso eso se había convertido en obligación y sacrificio con el paso de los años.

La muerte de Hoa había supuesto un cierto alivio en sus preocupaciones pecuniarias pero la había lanzado al borde de un acantilado escarpado: por primera vez en su vida estaba sola y sólo tenía que pensar en ella misma.

Como su querida amiga Lucía le había dicho, estaba pasando una fase que todos los cuidadores de grandes dependientes pasan cuando se va la persona a la que cuidaban, más en este caso con el allegado tan cercano. Sentirse perdida y vacía era de lo más frecuente, también culpable por tener que seguir girando con el mundo y abrumada ante todas las posibilidades que se abrían ante sí y para las que ya no existía esa cadena ancladora.

Olivia se había dejado seducir rápido por la idea de escucharse a sí misma, era muy joven: iba a cumplir los diecinueve en unos pocos días, y nunca le habían faltado las ganas de vivir y menos después de leer la carta de su madre que la alentaba a ello, mas a cada paso que daba no dejaba de preguntarse si estaba haciendo lo correcto.

Héctor se movió a su lado, aún dormido, y eso desvió sus pensamientos hacia un lugar más agradable.

Sonrió para sí misma al recordar cómo se habían enredado otra vez más la pasada noche. Cada vez era mejor que la anterior. Héctor parecía que se desvivía en agasajar su cuerpo de tantas maneras diferentes, que se apoderaba de cada parte de su ser haciéndola hervir en millones de burbujas de placer.

No podía decir que tuviera demasiados complejos con su físico, si bien pensaba que las manchas de nacimiento de su abdomen y sus torturados pies de bailarina la afeaban, algo que el baloncestista se había encargado de desmentir desde el primer instante.

Se movió lo justo para verle y le observó sin reservas; le encantaba la longitud de sus piernas, que parecían no tener fin, la fortaleza de sus brazos, que la levantaban sin esfuerzo alguno, su sonrisa franca y esa mirada que ya no presentaba ningún velo de tristeza y era como un pozo de café sin fondo del que ella quería seguir bebiendo eternamente.

Aún le costaba creer que él hubiese aceptado su alocada propuesta de ir a vivir juntos, pero ahí estaba, en su cama, y no podía estar más feliz. Era de lo poco que estaba segura en ese instante: de lo que sentía por «su» morenazo.

Él la hacía vibrar como nunca en la vida le había ocurrido, se sentía plena y dichosa cuando estaba a su lado. Sabía que nunca iba a cansarse de su piel de chocolate, de sus besos apasionados y de deshacerse bajo esas miradas ardientes que le dedicaba a menudo, estuvieran o no a solas.

Se hubiese quedado contemplándole durante horas, aunque haciendo un esfuerzo, se levantó con sigilo para no despertarle y se vistió con la ropa de bailar.

Su mente sistemática empezó a trazar una lista con los temas pendientes, reorganizando las priorades mientras preparaba una cafetera casi de forma inconsciente. Había que ir a la compra, preparar la comida de la semana, prepararse las clases, ir al conservatorio... y tenía que sacar tiempo de donde fuera para terminar la coreografía que pondría el broche final a sus estudios de danza.

La Audición dónde presentaría su coreografía le despertaba cierta ambivalencia; por un lado quería que ocurriese de una vez y al mismo tiempo deseaba que el calendario parase su inexorable avanzar. Porque con la carrera terminada tendría ante sí otra gran elección: su futuro profesional.

Hasta entonces, había elegido dar clases porque esa era la solución monetaria más sencilla, rápida y factible y aunque había descubierto que enseñar le encantaba, las circunstancias habían cambiado y no podía ignorarlo. Ahora existía la posibilidad de entrar a formar parte de una compañía de ballet y desarrollar su carrera como bailarina, que era su plan inicial.

Miss Barbier, la directora del conservatorio, le había asegurado que no era una quimera; si ella lo deseaba, en Milán ya le habían ofrecido una plaza, y tampoco le costaría mucho entrar en cualquier compañía española.

Mientras se tomaba el primer café de la mañana se construyó un timeline mental. Aún quedaban dos meses por delante antes de la fecha límite para presentar su baile a examen. Ya tenía la música elegida y las líneas generales de la coreografía que iba a presentar.

También tenía encargado el tutú que iba a llevar, de color rojo cereza, y sólo le quedaban un par de citas con la modista para hacerle los ajustes finales.

Le faltaba encontrar las puntas. Quería, no, necesitaba ir a conjunto. Sabía que la historia que quería contar podía entenderse aunque bailara con un saco de patatas encima, pero había heredado de su madre el gusto por la atención al detalle.

Lucía se había ofrecido en numerosas ocasiones a llevarla a las tiendas especializadas que más lejos le quedaban, así que anotó mentalmente hacerle una llamada para cuadrar agendas.

Encendió el equipo de música y puso una pieza cualquiera para realizar los estiramientos previos. No se olvidaba de que en poco más de dos horas, tendría la casa llena de niñas, así que no podía demorarse más.

Empezó a realizar ejercicios de calentamiento cada vez más elaborados y dificultosos hasta que sintió el cuerpo preparado; manipuló el mando a distancia y puso la música que había elegido para la Audición: un fragmento de la Misa de Réquiem en re menor, K.626 de W.A. Mozart.

Durante un tiempo, ni ella sabría decir cuánto, se abstrajo del mundo entero; sólo la música fluía por su ser. Bailaba con el corazón. Su reflejo en los espejos le parecía por momentos ser el de su madre y su mente, en trance, le regaló la ilusión de que estaban bailando juntas.

La emoción la sacudió por dentro y en la última figura apenas pudo aguantar el equilibrio. Cuando terminó, resolló frente al espejo conteniendo las ganas de llorar y dejó escapar una exhalación al darse cuenta de que no estaba sola.

Héctor, ataviado sólo con los pantalones cortos que usaba para dormir, la observaba apoyado en el quicio del arco que separaba la cocina del salón. Sus miradas se encontraron a través del espejo, quedando atrapadas la una en la otra hasta que Olivia se fijó en las lágrimas que surcaban el rostro de su morenazo.

Corrió hacia él, que la esperaba con los brazos abiertos y se fundieron en un abrazo emocionado y lleno de ternura.

—No llores... —le dijo ella con la voz trémula —que me haces llorar a mí...

—Es que esto que haces es tan... maravilloso, Via. No he podido evitar volver a emocionarme.

Olivia se aferró a sus brazos, apretando más el abrazo, con el corazón rebosante de amor y de pronto se apartó:

—¿Volver a... ?

Por primera vez desde que ella le conocía, Héctor se sonrojó. La piel oscura de sus mejillas adquirió una pátina burdeos que le delataba.

—Te vi en el polideportivo —confesó con rapidez —. Y tampoco entonces pude evitar emocionarme. Les vas a dejar con la boca abierta, Via. ¡Van a tener que ponerte un sobresaliente!

Olivia dejó escapar una risa suave y le besó con efusividad, agradecida; le encantaba su apoyo. Luego, ya más rehechos ambos, ella preguntó:

—¿No tenías que ir a Madrid a por tus cosas?

—Al final viene mi padre, porque después necesitaba el coche —dijo sonriendo, y añadió en tono alegre —: Además no viene solo...

Olivia se entusiasmó al saber que volvería a ver a Ginger; habían hecho muy buenas migas desde el primer momento y la sentía casi como su propia hermana.

Y antes de que se dieran cuenta, la casa se llenaba primero de cajas con las cosas de Héctor y después con las chicas que venían a dar la clase de los domingos.

Pronto la música clásica inundaba toda la planta baja, y Olivia corregía con suavidad a sus chicas. «Cada día lo hacen mejor» pensó satisfecha y orgullosa de ellas.

Cuando la clase estaba llegando a su fin, Héctor entró en el salón disculpándose.

—Cariño, lo siento pero me tengo que ir. ¿Te importa quedarte con Ginger hasta que vuelva?

—Claro, por eso no te preocupes, pero ¿qué ocurre? —preguntó bajito, llena de preocupación.

—Es que... verás... Rita me necesita. No lo está pasando bien con Norma, y me ha pedido que vaya. ¿No te importa, verdad?

—Ehm.... —dubitó un segundo —. No, claro que no. Es tu amiga.

Héctor le lanzó una sonrisa enorme, llena de agredicimiento.

—Vuelvo enseguida que termine, te lo prometo.

Y la besó con ímpetu.

Olivia, un poco confusa, regresó a su clase. Nunca había experimentado celos, aunque el aguijonazo que había sentido en sus entrañas al oír el nombre de Rita, no podía ser otra cosa.

Trató de calmarse y pensar en positivo; Héctor nunca le había ocultado nada, prueba de ello era que acababa de decirle la verdad. Podía haberse inventado una emergencia familiar, o ponerle como excusa a cualquiera de sus compañeros del baloncesto, y no lo había hecho.

Terminó la clase lo mejor que supo, sin dejar avanzar ese malestar que la había despertado por la mañana y que se le había instalado dentro otra vez, pensando en los planes que haría con Ginger, pero cuando al fin se quedaron a solas, ésta le soltó una bomba.

—¿Dónde está Mag? —preguntó la pequeña, extrañada de no ver a su hermano.

—Pues ha tenido que ir con Rita, se ve que tenía un problema importante, pero volverá lo antes posible. —Contestó Olivia con naturalidad, sabiendo que Ginger la conocía.

—¿Otra vez? —inquirió frunciendo el ceño.

Olivia alzó una ceja, perspicaz, y Ginger entendiendo la pregunta implicita se dio cuenta de que quizás había hablado de más, pero ya no había solución.

—No, bueno... es que el viernes Rita durmió en casa, con Mag.

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