👠Capítulo Especial 👠 La promesa de Olivia

LA PROMESA DE OLIVIA

«Via» era mucho más que un diminutivo para ella, era el nombre con el que la llamaba su madre, era un algo íntimo. No era la forma más común de acortar su nombre, Olivia, pues solían llamarla Oli o Livi; incluso algunas de sus alumnas más pequeñas, la llaman Bibi al no saber pronunciar bien.

Por eso cuando Héctor la llamó así, el corazón se le paró. Y luego empezó a bombearle con tanta furia que parecía que le quisiera salir del pecho.

Aunque pensándolo bien... con él era todo el rato así, desde el instante en el que le conoció, con ese (des)afortunado choque en el vestuario, su corazón parecía estar montado en una montaña rusa. Y nunca mejor dicho, porque él era como una montaña.

Su altura la dejó impresionada; no lo sabía con certeza, pero debía medir más de dos metros, que al lado de su nada deseñable metro setenta y cinco (ochenta y cinco subida a sus tacones habituales), no desdecía nada y eso, para ella, era una novedad muy agradable.

Su torso musculado, ancho, firme y sin ropa, con ese color de piel oscuro tan bonito, le pareció una tableta de chocolate en movimiento; algo que la dejó sin aliento desde el primer momento. Sin duda, el morenazo era toda una tentación para los sentidos de cualquiera que tuviera ojos en la cara. Y ella los tenía, y muy bonitos.

No era vanidad; los había heredado de su madre, Ainhoa Santoro, y desde pequeña vio que esos luceros de un gris tan poco común, despertaban halagos por doquier, tanto en la una como en la otra.

Su madre... Que hasta ese día lo había sido todo para Olivia. Porque Hoa, como la llamaban cariñosamente, era su única familia.

Hoa le había contado algunas cosas de su pasado. De manera más amplia, lo referente a toda su trayectoria profesional hasta que había llegado a ser primera bailarina del Scala de Milán -había numerosas fotos por toda la casa-, y, en menor profundidad, la razón tan cruel por la cual se había visto forzada a abandonar Italia de forma tan precipitada.

Lo que nunca le llegó a contar a su hija, fue el motivo por el cual la eligió por encima de todo. Olivia tenía sentimientos encontrados respecto a ese hecho. Por un lado se sentía tremendamente agradecida, a la vez que en cierta deuda, y por otro lado, lamentaba todas las desgracias que su llegada al mundo había causado.

Andrea Costa, el que ahora era el maître del restaurante de Allegra, fue también miembro de la compañía de danza y amigo de sus padres; de Ainhoa sobre todo. Supo antes que nadie que Hoa estaba embarazada y cuando ésta fue despedida, la siguió dejando la danza atrás.

Ambos llegaron a España sin ningún lazo afectivo en esta tierra. Sólo Hoa poseía, todavía, su casa familiar en Aranjuez. La había heredado de sus padres cuando fallecieron -muchos años atrás- y nunca se deshizo de ella por si surgía alguna contingencia.

Olivia había oído esta historia bastantes veces y siempre había pensado que Andrea estaba un poco enamorado de su madre, pues éste no se separó de ella durante todo el embarazo y la ayudó con la llegada de la bebé. Aunque nunca había visto el menor gesto de afecto entre ellos.

El italiano estuvo con ellas igual que Allegra, la dueña del restaurante dónde ambos bailarines se pusieron a trabajar, nada más llegar de Milán. Los tres adultos se llevaban de maravilla, la amistad surgió de manera natural, y cuando llegó el momento, se turnaron para cuidar a la pequeña Olivia, dado que Hoa nunca les escondió su diagnóstico.

Ocho años después, Andrea tuvo que regresar a Italia por unos temas familiares y allí conoció a Giulia, quién se convertiría en su mujer. La pequeña sintió profundamente su ausencia, pero como le había dicho Ainhoa en una ocasión: «sigue siendo nuestro amigo, Via, sólo que está un poco más lejos».

Cuando Olivia tenía diez años, descubrió la causa real por la que su madre no había buscado otra compañía de danza tras el parto y ya recuperada su figura de antaño; el porqué parecía que olvidaba algunas cosas y a veces sus manos tardaban más de la cuenta en atarse las cintas de las zapatillas de satén rosa perlado...  Mientras bailaban como cada tarde, Hoa había sufrido una crisis de su enfermedad y había caído como una muñeca de trapo frente a su hija.

Al día siguiente, al llegar a casa después del colegio, no encontró a Ainhoa con su habitual falda de gasa ni el maillot negro y tampoco las zapatillas que usaba para bailar. La estaba esperando vestida con una blusa y unos tejanos azules y unos preciosos zapatos de tacón rojo, que Olivia jamás olvidaría.

Se la llevó a merendar a una bonita pastelería y luego fueron a pasear por el Retiro. Hoa le habló de muchas cosas y al final, cuando llegaban al Palacio de Cristal, uno de sus sitios favoritos, le contó lo mejor que supo, que padecía una enfermedad degenerativa y que en breve ya no podría bailar más.

Olivia no preguntó nada, no la interrumpió. Sólo escuchaba, tratando de entender lo qué su madre le decía.

—Via, cariño, ¿de verdad quieres ser bailarina? —preguntó Hoa en un momento dado.

—Claro, mamá —respondió la pequeña sin dudar.

—Vale. Te prometo que te voy a enseñar todo lo que sé, tanto tiempo como me sea posible, pero tú tienes que prometerme una cosa —madre e hija se miraron a los ojos—, prométeme que lucharás con todo para lograrlo, pero que tendrás una alternativa en mente por si te ocurre alguna lesión, por si cambias de parecer o por si sucede cualquier cosa que te impida conseguirlo...

—Te lo prometo, mamá.

Entonces se abrazaron y Ainhoa sacó un pequeño estuche de terciopelo negro del bolso y se lo tendió a la pequeña. Dentro había unos delicados pendientes de plata, que representaban una V y una H. Via y Hoa.

Olivia nunca más se los quitaría. Igual que tampoco olvidaría su promesa.

Lamentablemente, desde ese día la enfermedad entró como un huracán en sus vidas, así que todo lo que Ainhoa pudo enseñarle, la joven Olivia lo absorbió como una esponja, dejándose la piel en sobresalir.

E hizo muy bien, porque sólo cinco años después, una Olivia de recién cumplidos dieciséis, pasaba por una serie de trámites legales para convertirse en «adulta» a ojos de la ley, porque su madre que ya había perdido muchas facultades mentales, quedaba totalmente postrada entre la cama y una silla de ruedas.

Al saber del empeoramiento del estado de Hoa, Andrea no dudó en regresar a Madrid, con su mujer Giulia y el pequeño Gio, nacido unos meses antes, para ayudar en todo lo posible y Allegra estuvo encantada de readmitirlo como maître en su nuevo local en el centro de Madrid.

Olivia le agradeció enormemente el gesto y además de seguir haciéndose cargo de su madre, cuidaba al pequeño algunas noches, para que ellos pudieran tener alguna velada como pareja.

A la vez que su carrera en la danza progresaba de manera meteórica, su madre empeoraba a pasos agigantados; al cabo de unos pocos meses del regreso de Andrea, Hoa perdía el habla de manera definitiva.

La joven era consciente de la complicada situación en la que se encontraba; Hoa necesitaba cuidados constantes, pero se negaba a meterla en cualquier residencia de tercera fila. Tampoco podía permitir que Allegra y Andrea siguieran ayudándola de esa forma tan desinteresada, por más que sabía que lo hacían de corazón.

Y cuando se le brindó la posibilidad de ir becada a formarse durante un año al extranjero, supo que era el momento de hacer algo, aunque no sabía el qué.

Ya no le quedaban demasiados ahorros, pero no podía dejar la danza, porque del ballet -igual que de cualquier deporte- no te puedes pedir una excedencia, y menos en aquel momento en el que se le abría una posibilidad de futuro.

Recordó entonces, que su madre le había hecho prometer, años atrás, que tendría pensado un «Plan B». Aunque con todas las circunstancias vividas, en realidad, no había meditado sobre ello. Y cuando lo hizo, se dió cuenta de que sólo sabía hacer una cosa en la vida, así que daría clases de ballet.

Ponerse manos a la obra con dieciséis años fue mucho más complicado de lo que -a priori- podía parecer, pues ni siquiera en el Conservatorio dónde llevaba tanto tiempo estudiando podían contratar a una profesora que no hubiera terminado la carrera; además estaba el pequeño gran problema de las dichosas palabrotas que le salían sin querer a todas horas; pero si algo le sobraba a la joven bailarina era tesón.

Estuvo cerca, muy cerca, de rendirse. Incluso durante un segundo se sintió tentada a llamar al que era su padre biológico: Nikolay Sovokov. Trató de localizarle, cosa que hizo con relativa facilidad, pero al final, nunca marcó el número.

Olivia creía que ese hombre debía compensarles, en modo alguno, por el daño causado en el pasado; aunque luego pensó que si le pedía ayuda precisamente a él, su madre lo reprobaría e incluso, de haber podido hacerlo, la reñiría.

Aunque la enfermedad estaba muy avanzada, y los médicos le habían dicho numerosas veces que era improbable, Olivia prefería pensar que Hoa todavía entendía cosas de su entorno, y recurrir a ese hombre no era una opción.

La solución a sus problemas llegó poco tiempo después. Con la ayuda de Allegra, quién además le había dado la idea, redecoraron la planta baja de la vivienda de las Santoro, quitando la mayoría de los objetos íntimos para dejarla lo más impersonal y aséptica posible.

Así Olivia podría dar clases individuales,
o en grupos muy reducidos, en casa. Y también empezó a acudir a la consulta de una psicoterapeuta para tratar de solucionar su "verborrea malsonante".

No tardó en tener a algunos de los niños del barrio varias tardes a la semana. Mientras, sus progresos con la terapia, empezaban a dar sus frutos.

Fue allí, en la consulta de Ana, donde Olivia conoció a Lucía Bernal. Casualmente se empezaron a cruzar en la sala de espera del gabinete, o bien cuando una entraba, la otra salía o viceversa.

A raíz de un día que Ana tuvo problemas para llegar a la consulta a tiempo, ambas chicas empezaron a hablar. La afinidad surgió con naturalidad, aunque a priori pudiera parecer que nada tenían en común. Era tan palpable que, cuando la psicóloga al fin llegó, las chicas ya se habían intercambiado los teléfonos  prometiéndose hacer un café juntas más pronto que tarde.

Y fue haciendo ese café que Olivia supo que Lucía era enfermera en prácticas en el Hospital del Tajo y ésta la situación tan delicada que atravesaba la taheña.

Desde ese instante, y cada vez que Olivia la necesitaba, ahí estaba ella. Daba igual si era de día o de noche, un miércoles o un domingo. Por eso, cuando Lucía le rompió el primer momento que había logrado con Héctor, no se enfadó.

Y a pesar de todo lo que «Via» acarreaba para ella, le había dicho a Héctor que la llamara así. Porque después de analizarlo un segundo, le había encantado oírselo pronunciar.

La voz grave, profunda y sensual de ese bombón de chocolate, se le había colado muy adentro, acariciándole el alma.

Y también lo habían hecho esos ojos de color café que parecían un paraíso para una adicta a la cafeína como ella. Cubiertos por ese fino velo, esa aura de melancolía, de pena... que ella quería encargarse de resacir, porque le teñía todo el rostro hasta cuando mostraba esa increíble sonrisa blanca y brillante.

Esa por la que ella se derretía y por la que, estaba segura, sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de verla una y otra vez.

Aunque no fue necesario hacer nada, porque Héctor se había presentado en su casa sin previo aviso y eso le había vuelto a desbocar el corazón.

Igual que le había sucedido el día anterior, cuando entró en casa con el corazón a mil, golpeándole con furia dentro del pecho, porque acababa de robarle un beso. Y lo más increíble era que había sido el segundo de la tarde. El primero se lo había robado él para evitar que dijera una palabrota prohibida.

Y al verle allí plantado, titubeando ante su propia sorpresa, supo que la vida acababa a darle un vuelco de ciento ochenta grados.

Y se lanzó de lleno al vacío sin medir las consecuencias.

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