👠 Capítulo Especial 👠: La audición de Olivia

El sábado, Olivia se había marchado de su casa tan alterada, que ni las lágrimas le salían. Tenía el pulso errático, la vista nublada y le costaba respirar. El aire frío quemaba en sus pulmones como si estuviera lleno de partículas candentes dispuestas a abrasarle las entrañas. Caminó sin rumbo con el único objeto de alejarse del escenario de su desgracia, aferrándose a toda la rabia que le corría por dentro para no desplomarse.

Su primer pensamiento consciente fue ir a casa de Lucía, pero su mejor amiga se había ido de la discoteca con el chico que le gustaba, no le había mandado ningún mensaje y, por si acaso, no quería molestar. Sólo le quedaba una opción.

Sin previo aviso y sin tener en cuenta la temprana hora, picó el timbre con insistencia hasta que la puerta se abrió y, entonces, se lanzó directa a los brazos de la mujer que había abierto.

-¿Calabacita, qué ocurre? -fue lo primero que le dijo Allegra al ver la gran maleta que ésta portaba consigo, mientras la abrazaba.

Allí mismo se desmoronó. Negó con la cabeza sin poder decir nada y empezó a llorar.

Sorprendida y preocupada, Allegra se limitó a darle silencioso consuelo a la que siempre había considerado su hija. La llevó hacia el interior de la vivienda, sentándose ambas en el sofá, y esperó a que «su calabacita» se calmara un poco. Cuando lo hizo, le preparó un café y le ofreció unos zeppole caseros que Olivia apenas probó, aunque le encantaban.

No la atosigó con preguntas y tampoco insistió para que comiera, sabía muy bien cómo eran las mujeres Santoro; ya hablaría cuando estuviera preparada.

La joven bailarina se quedó allí todo el fin de semana, buscando una... un... no sabía bien el qué, algo que mitigara ese dolor abrasador que la invadía y frenara el espiral de lágrimas en el que se había sumido desde el fatídico instante en el que «vio» ese beso.

Ese beso que dolía tanto como si le hubieran sacado el corazón de cuajo y lo hubieran pisoteado mientras aún seguía latiendo.

Ese beso que confirmaba todos sus temores; los que, aunque había tratado de acallarlos, se habían empezado a fraguar cuando Ginger le comentó que Rita había dormido con Héctor la noche antes de que éste se mudara a Aranjuez con ella.

Con el paso de las horas, que por momentos se le hacían eternas, Olivia fue viéndose inmersa en una dicotomía emocional que no dejaba de aumentar y de atormentarla. Su cerebro no dejaba de recordarle el engaño y la obligación de seguir aferrada al dolor para no volver a caer nunca más, pero su corazón, díscolo y libre, seguía latiendo por él.

Se sentía como un barco a la deriva azotado por las corrientes sin control y con el casco lleno de agujeros. Toda ella hacía aguas.

Y en medio del naufragio, los recuerdos felices -todos esos momentos maravillosos que había vivido junto a Héctor- pugnaban por salir a flote como una tentadora tabla de salvación, que Olivia, dolida como estaba, se negaba a agarrar.

No quería perdonar a Héctor.

Lo que más dolía no era la traición; esa a fin de cuentas, y con el tiempo, hubiese podido dispensarla, lo que le era imperdonable era la humillación a la que había sido sometida.

Abandonada en plena celebración de su cumpleaños delante de sus amigas, a las que tuvo que poner excusas baratas; pasar toda la noche en vela esperando un mísero mensaje o una breve llamada que le indicara qué estaba ocurriendo, que la tranquilizara un poco, y después por la mañana, tras interminables horas de angustia donde su mente ya había inventado mil escenarios terroríficos, él aparecía tan campante con la otra, se besaban en sus narices y, todavía, tenía la desfachatez de inventarse toda una película surrealista digna de Buñuel, para justificarse.

Olivia sintió otra vez que la bilis le subía por el esófago y trataba de teñirlo todo con su amargor.

Y, también una vez más, los recuerdos dulces aparecían como un bálsamo: ese beso para parar una palabrota, ese moca helado plantado en su mano de la nada para animarla, esas caricias la noche en que su madre al fin había logrado el descanso eterno, todos los besos de madrugada para calmar las pesadillas, esa pasión que desataba la suya, esas miradas ardientes que le dedicaba y la hacían flotar y sentirse la mujer más deseada del universo, todas esas tardes en las que ella bailaba, él estudiaba y parecían una familia...

¿Todo había sido una mentira?

De repente, su teléfono se puso a sonar con insistencia. Se levantó a buscar el bolso, que había quedado abandonado en una silla desde el día anterior por la mañana y metió la mano dentro. El maldito aparato no quería salir, así que volcó el contenido con rabia sobre el sofá y al hacerlo, vio que junto a su móvil aparecía otro.

El de Héctor.

La imagen de sí misma guardándoselo al principio de la noche en la discoteca apareció en su mente y la sacudió con la fuerza de un terremoto de magnitud ocho.

Héctor no pudo avisarla.

Cogió su teléfono medio en shock.

—Oli, nena, ¿dónde te metes? —Era la voz jovial de Lucía quién le hablaba desde el otro lado de la línea.

—Lu...cy... —tartamudeó— ehh... lo siento, no... no estoy de humor...

—Déjate de rollos, que tenemos mucho de qué hablar —la cortó la enfermera, con su vitalidad habitual; nunca era condescendiente con su amiga—. Además, no sabes la que hay liada en los controles de enfermería desde la noche del viernes, nena. Que tu morenazo ha causado estragos por aquí...

*** **** *** **** *** **** ***

El miércoles a las diez de la mañana, Olivia, o la sombra de la que un día fue, se presentó en el teatro donde se iban a celebrar las audiciones de final de carrera.

Ataviada con un amplio y largo abrigo, trataba de protegerse del frío que sentía, aunque este no provenía por completo del exterior, y ocultándose bajo unas enormes gafas de sol, siguió al resto de sus compañeros que también se examinaban ese día.

Entró en el camerino que le indicaron.

Era un pequeño espacio pintado de blanco, un espejo ocupaba media pared frente a la puerta. Bajo este, había un estante de lado a lado, también blanco, vacío en su totalidad. A ambos lados del espejo se extendían sendas filas de bombillas, y enfrente de todo el conjunto, había una silla. En un lateral descansaba un sencillo perchero de pie, vulgarmente conocido como "burra".

Lo primero que hizo fue depositar su bolsa de deportes en el suelo y colgar el tutú, que llevaba en una funda de plástico, en la pequeña burra.

Se oían pasos acelerados y gritos de nervios por el pasillo que llevaba al escenario principal, pero la pelirroja los ignoró.

Se dejó caer en la silla, deshecha, y se quitó las gafas de sol con un suspiro. El espejo le devolvió una imagen funesta: la cara mucho más pálida de lo habitual, profundas ojeras, rictus apesadumbrado, labios y manos temblorosos...

No estaba nerviosa, tenía la coreografía lista y confiaba en su cuerpo porque lo había entrenado desde pequeña, a pesar de que en los últimos cinco días no había bailado ni un ápice. Pero estaba rota en mil pedazos y su corazón latía por pura inercia. Y sabía que sería muy difícil, por no decir imposible, disimularlo ante los jueces examinadores.

Porque para obtener el título, ese al que llevaba aspirando toda su vida, no sólo era necesaria la técnica. También lo sabía.

Lo peor de todo era que esa fractura interna la había causado ella misma con unos celos que desconocía que poseía y que la habían vuelto del revés. Tanto, que había perdido toda percepción de la realidad.

Ahora sabía que la noche en el hospital había sido cierta, que Héctor no pudo avisarla porque ella misma tenía su teléfono, y que ese beso no había existido nunca.

Su chico se lo había dicho y ella, lejos de creerle, ni siquiera le había dado el beneficio de la duda. Sólo le había gritado cosas horribles...

Con la llamada de Lucía el domingo por la noche, se desató la debacle.

Su amiga le contó que Héctor, con su singular porte físico, había sido la comidilla de sus compañeras en el hospital durante todo el fin de semana y que además -tras una breve comprobación-, pudo ver que se había registrado como hermano de Rita Andina.

La realidad volvió a golpearla. Sólo quedaba aclarar el tema de ese jodido beso, pero algo en su interior le decía que también lo había malinterpretado y, entonces, corrió.

Corrió hasta su casa, imaginando mil maneras de disculparse con su chico, de decirle que sabía que había estado equivocada, deseando hacerse perdonar costase lo que costase. Dispuesta a confesarle que la maleta estaba vacía, que la había preparado en un arrebato en mitad de la noche y sólo como instrumento persuasivo, pero que todo se le había ido de las manos y por supuesto, que ella también le amaba. Además quería prometerle que no iba a dejarse llevar por los celos nunca más, que había aprendido la lección... pero nada más entrar, se dio cuenta de que él ya no estaba.

Si hasta ese momento, creía que sabía lo que era el dolor, pronto supo que también en eso estaba equivocada.

El dolor de verdad lo sintió al comprender que había perdido a Héctor, y quizás para siempre; porque había dejado su llave colgada en el llavero de pared que había al lado de la puerta.

Pasó otra noche horrible, ya en su casa. Cuando no la sacudía el llanto, lo hacían los remordimientos... E, ironías de la vida, ahora era ella la que no tenía manera de ponerse en contacto con Héctor.

El lunes por la mañana, después de tomarse dos cafés, no tenía estómago para más, decidió darse una ducha y hablar con Lucía, a la que todavía no le había contado apenas nada de la discusión y del panorama que había encontrado en casa la noche anterior, para que la llevase a Madrid.

Necesitaba hablar con él cómo fuera. No aguantaba más. Porque necesitaba expiar sus culpas; así, en plural. A lo de la maleta, había que sumarle lo de marcharse a Italia. No le había mentido a Héctor al decirle que tenía una oferta de trabajo en Milán, pero sí con su resolución. La había rechazado irrevocablemente el día antes de su cumpleaños y aún con todo lo ocurrido, no había lamentado ni un segundo su decisión. Porque ella no era Hoa Santoro, ni quería ser «la hija de...». Ella era, simplemente, Olivia.

Cuando estaba terminando de vestirse, sonó el timbre. Con la esperanza creciente o, mejor dicho, un ferviente deseo aleteando en su interior, fue a abrir la puerta.

Y al hacerlo, el alma le cayó a los pies.

En el umbral, ciñéndose el cinturón del abrigo con cierto nerviosismo, estaba ella. «Últimamente parece estar hasta en la sopa», pensó.

—¡¿Rita?! ¿Q-q-qué haces tú aquí? —dijo con sorpresa y sin demasiada cortesía. Todavía estaba digiriendo todos los acontecimientos, y era la última persona que esperaba ver en ese momento.

—Yo... verás, yo... yo venía a disculparme...

Estaba muy compungida, se veía a simple vista, y haciendo un ejercicio de contención, la pelirroja la dejó entrar y la atendió con toda la educación de la que fue capaz.

Rita le repitió el mismo discurso que había tenido Héctor, confirmándole sin que tuviera que preguntar, que no había habido beso de ningún tipo entre ellos. Parecía muy sincera en sus palabras.

—Y por eso —terminó la morena—, he venido; porque creí que te merecías una disculpa.

—Bueno... gracias, supongo —dijo Olivia al final, sin poder evitar el resentimiento que aún sentía.

—Olivia —Rita levantó bien la frente para mirarla a los ojos, ya no estaba nerviosa—, aunque me gustaría mucho, no pretendo que seamos amigas; entiendo que pienses de mí cualquier cosa; si estuviera en tu situación seguramente yo lo pensaría, pero te puedo prometer que entre nosotros sólo hay amistad. Primero porque estoy total y locamente enamorada de mi novia y no podría volver a estar con un tío nunca más y segundo, y más importante —sentenció —, porque Héctor te ama.

—¿Cómo estás tan segura? —preguntó la bailarina con un punto de decepción en la voz. «Se ha ido. Aunque lo tengo merecido por como le traté» pensó.

—Porque he visto como te mira —dijo la morena con una sonrisa tierna y sin titubeos, mientras abría la puerta para marcharse. Y remató—: A mí nunca me miró así.

Olivia sintió como las lágrimas atenezaban su garganta mientras se despedía de Rita. Había sido una completa idiota con Héctor.

Enseguida que pudo llamó a Lucía y ésta se brindó rauda a llevarla a Madrid antes de entrar a trabajar en el hospital. Aprovecharon el viaje para hablar y ponerse al día y al llegar, la enfermera le infundió ánimos antes de separarse.

Aunque una vez en la capital, la escena no mejoró en absoluto.

Olivia sabía que a esa hora de la mañana los hermanos Valero estaban en el colegio y Héctor padre en el trabajo, pero los lunes Héctor no tenía clases. Aún así, nadie contestó al telefonillo por más que insistió.

Con el corazón en un puño, sintiéndose al borde de la desesperación, cogió un autobús y fue hasta la biblioteca de la facultad de ciencias sociales: no quedaba mucho rato para que Héctor entrara a trabajar.

Esperó hasta que pasaban veinte minutos de su hora de entrada, pero él no aparecía. Sintiéndose cada vez más angustiada, se adentró en la biblioteca y se acercó al mostrador.

Una mujer que debía rondar los cuarenta, con media melena lisa de color castaño, estaba poniendo orden a una pila de libros y levantó la cabeza al oírla acercarse. Le dedicó una tierna sonrisa que iluminó su exótica mirada turquesa. Olivia pudo leer su nombre en la chapita del pecho: Laura.

—¿Qué deseas? —susurró Laura.

—Ehm... en realidad estaba buscando a Héctor... —contestó la bailarina mirando a su alrededor—. Héctor Valero —aclaró.

La mujer volvió a sonreír beatíficamente y la amalgama verde y azul de su mirada brilló de tal modo que sus ojos parecían dos joyas.

—Lo siento, pero Héctor se ha pedido unos días libres. Si puedo ayudarte yo...

—No, muchas gracias —contestó Olivia de manera automática, sintiendo que el mundo se hundía bajo sus pies.

Ni siquiera recordaba cómo había salido de la facultad y regresado a casa, porque desde ese momento su mente y su vida se habían convertido en un agujero negro.

Estaba claro que Héctor no quería saber nada de ella, había puesto toda la distancia posible y ahora, por más que quisera, no veía el modo de poder arreglar todo el embrollo en el que se había metido.

Con ese amargo pensamiento, regresó al presente, se quitó el abrigo y empezó a sacar las cosas de su bolsa: el estuche de maquillaje, el tocado del pelo, las medias y al final, las puntas. Eran de satén rosa, normales y corrientes, No había podido conseguir las rojas de ninguna manera. Y no porque no lo hubiese intentado; con Héctor habían recorrido medio Madrid buscándolas y con Lucía el otro medio.

En otras circunstancias le hubiese dolido en el alma y hasta le hubiese parecido un signo de mal augurio, pero lo cierto era que en ese momento se conformaba con no partirse la crisma en el escenario. Porque si no se concentraba de una vez, eso es lo que iba a pasar.

Sus entrenadas piernas no iban a poder soportar el peso de su alma derrumbada...

Abrió el estuche de maquillaje y lanzó otro hondo suspiro mientras consultaba el reloj de pulsera, después empezó a disimular las grandes ojeras con una barra de corrector. Nunca le había gustado maquillarse, pero la ocasión -y su propia coyuntura- así lo requería.

Había pedido de manera explícita ser la última en examinarse, pero no quería dejarlo todo para el final. Confiaba en tener ese pequeño tiempo extra para encontrar la concentración que le era esquiva. Rogaba en su interior para que su mente acallara esa vocecilla interna que no dejaba de decirle lo imbécil que había sido y que lo había echado todo a perder.

Y deseando en lo más íntimo de su ser que su vida se convirtiera en una de esas películas románticas y que Héctor se presentara en el teatro para hacer las paces.

Después del maquillaje, empezó a cepillarse su melenita cobriza hasta recogerla en una coleta alta, que terminó transformando en un moño con la ayuda de muchas horquillas. Se colocó con esmero, alrededor de la base del recogido, la cinta confeccionada con flores a juego con el vestido y se miró en el espejo.

Le había costado bastantes capas de corrector y polvos de colorete, pero con eso y el moño terminado, presentaba un aspecto decente.

Después se quitó los zapatos de tacón y los pantalones. Se puso las medias, unos calentadores de lana y se vendó los pies. Después se ató las puntas y antes de terminar de vestirse, comenzó una pequeña rutina de estiramientos, tratando de concentrarse sólo en su cuerpo.

Unos golpes en la puerta la soprendieron. Sin darle tiempo a contestar, la puerta se abrió:

—Livi, querida —dijo Madame Barbier entrando en el camerino—, no quiero interrumpirte, pero han traído esto diciendo que era el envío urgente que habías pedido.

Olivia disimuló su confusión con una sonrisa hierática. Desde luego no había pedido nada, pero una extraña sensación hizo que aceptara el paquete sin reticencias.

Era un bulto rectangular envuelto en papel de estraza marrón que no llevaba remitente ni ninguna pista de quién era su emisor.

Muerta de curiosidad, rasgó el papel y descubrió una caja. No perdió ni un segundo en destaparla y al hacerlo quedó estupefacta: eran no uno, sino dos pares de zapatillas rojas. Preciosas, perfectas... del mismo tono exacto que el tutú que descansaba en la burra y de una calidad extraordinaria... Estaban hechas a mano, lo supo nada más tocarlas.

El corazón empezó a latirle a toda velocidad: sólo una persona podía haberle hecho llegar el paquete.

Levantó las puntas con sumo cuidado, casi con veneración, y las posó en la repisa debajo del espejo mientras en su cara se dibujaba una sonrisa por primera vez en días. Luego, emocionada, se lanzó a rebuscar dentro de la caja, a ver si encontraba alguna nota o mensaje suyo.

En el fondo, encontró un sencillo papel plegado por la mitad. Al desdoblarlo descubrió que la letra no era de Héctor y que estaba escrito en italiano.

Con el corazón en un puño, devoró las palabras:

«Come va la vita, che dopo tanto tempo mi porta un nome noto...! Per molti anni sono stata io a fare le punte di danza classica per tua madre e per tutto il cast della Scala. Mi dispiace di non avere le misure adatte a te, ma penso che entrambi i modelli andranno bene per te. Li ho scaldati un po', così potete usarli direttamente. Spero che in futuro accompagnerai il tuo amico e verrete tutti e due a Barcellona a farmi visita. Mi piacerebbe conoscerti e, se vorrai, sarà un onore continuare a indossare la nuova generazione di ballerini Santoro.» [1]
Renato Stivali.

Olivia releyó la nota con manos temblorosas, porque si no estaba entendiendo mal, era del artesano que vestía los pies al Ballet del Scala de Milán y por ende, los de su madre; y hablaba ¿de Héctor? ¿de Barcelona?... Las preguntas empezaron a acumularse en su mente y entre las incógnitas empezó a divisar una respuesta...

Por eso no había podido encontrar a «su morenazo»; había ido hasta Barcelona a comprarle las puntas que ella deseaba...

Las emociones se desataron en su interior y unas lágrimas le subieron con furia por la garganta, pero esta vez eran sólo de alegría. Las contuvo, porque no quería estropear el maquillaje que tanto le había costado lograr. Consultó el reloj y durante unos segundos estuvo tentada a mandarlo todo al diablo: ponerse los tejanos y salir a buscar a Héctor, que estaba claro que seguía pensando en ella, pero la voz de Mme. Barbier desde el otro lado de la puerta, la detuvo.

—¿Estás lista, Livi? Es tu turno.

—Cinco minutos, Madame Barbier, por favor —contestó Olivia, mientras se agachaba deprisa a quitarse los calentadores y las puntas rosas que ya no iba a usar.

Luego, incapaz de decidirse por un par de zapatillas u otro, cogió una punta de cada, una de satén y la otra decorada con pedrería. Se las ató con su habitual maestría y sin tiempo para más, se puso el tutú de corte clásico que había preparado para lo ocasión.

Salió al pasillo y corrió hacia la sala principal del teatro. Justo antes de entrar, entre bambalinas, inspiró profundamente un par de veces, se miró los pies y sonrió, con los ánimos renovados le dedicó un breve pensamiento a su madre y entró en el escenario dispuesta a darlo todo.

NOTAS DE LA AUTORA:

Toda bailarina de ballet que llegue al nivel de usar «las puntas» sabrá perfectamente que éstas nunca se estrenan encima de un escenario, sino que hay que domarlas previamente y para ello es necesario usarlas en los ensayos. Decidí tomarme una libertad poética en este caso, porque era necesario para el devenir de la historia.

***

[1] ¡Cómo es la vida, que me trae un nombre conocido después de tanto tiempo...! Durante muchos años, fui yo quién hacía las puntas de ballet para tu madre y para todo el elenco de la Scala. Lamento no tener tus medidas para hacerte la horma, pero creo que cualquiera de los dos pares te valdrán. Las he calentado un poco, para que puedas usarlas directamente. Espero que en el futuro acompañes a tu amigo, y vengáis los dos a Barcelona a hacerme una visita. Me encantará conocerte y, si quieres, será un honor seguir calzando a la nueva generación de bailarinas Santoro.

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